Pasión soñada (Pasiones escondidas 2)

Mina Vera

Fragmento

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Capítulo 1

Me siento algo extraña mientras me adentro por este pasillo, más largo de lo que recordaba, con más puertas cerradas a ambos lados de las que conté la primera vez. Porque yo ya he estado aquí, y a la vez no.

También la penumbra es una novedad, en lugar de las blancas luces que lo iluminan todo en cualquier hospital. Quizás por eso me llama la atención la puerta entreabierta al fondo, de la que sale un haz de luz de un brillante tono violeta.

Claro, de la nave espacial, razono al instante. Mi hijo ya me lo había descrito antes de quedarse dormido, con pelos y señales, pero yo había contado con que la silla del dentista tuviera cuatro focos estratégicamente colocados y algún aparatejo de juguete que hiciera creer a los niños que estaban en una nave espacial como el médico había asegurado. No contaba con este resplandor que tira de mí como si tuviera un lazo alrededor de mi pecho.

La puerta se abre más y yo me siento abducida hacia el interior de la consulta, como si flotara, con el corazón a mil por hora. Él va a estar allí, ¿verdad?

—Sabía que vendrías. —Es su voz, desde algún lugar detrás de esta potente luz que me ciega y no me deja verlo—. Lo supe en cuanto nuestras manos se tocaron.

El color que lo inunda todo torna del violeta al azul, al verde y después al amarillo. Y, finalmente, al rojo. La intensidad se reduce y me hace verlo todo como a través de un velo. Por eso no me doy cuenta de que se acerca por mi izquierda hasta que su mano entrelaza la mía.

—¡Doctor Mendoza! —exclamo, sobresaltada.

Él sonríe de esa manera sensual que ha calado en mí desde la primera vez que posé mis ojos en su rostro. Y yo me derrito.

—Llámame Javi. Al fin y al cabo, estamos desnudos.

No puedo evitar mirarme primero a mí, avergonzada, y comprobar que así es. Sin embargo, cuando mis ojos se deslizan hacia él, la vergüenza se esfuma y solo deja paso al deseo. ¿Cómo iba a ser de otra manera con semejante espécimen ante mí? Me quedo mirándolo, recorriéndolo de arriba abajo con los ojos ardiendo tanto como el resto de mi cuerpo.

—Adelante, tócame. ¿No es a eso a lo que has venido?

Sigo paralizada casi por completo. La tentación es tan grande, él tan perfecto, sus músculos marcados, su piel bronceada, su miembro ya erecto anunciando que está más que dispuesto para mí…

Una de mis manos sale a su encuentro y recorre la línea de vello desde su ombligo hasta la base de su pene.

—Déjame besarte primero —pronuncia entre dientes.

Y le dejo hacerlo. Besarme y todo lo que quiera. Estar rodeada por sus fuertes y cálidos brazos me hace sentirme en la gloria mientras su boca atrapa la mía y la devora. Mientras sus manos recorren todo mi cuerpo con avaricia. Me desea tanto como yo a él. Solo con eso ya me deshago como un helado bajo el sol, en una playa en pleno verano.

Y allí estamos, a la orilla del mar, en una playa desierta, donde nadie puede ver cómo mi médico particular lame mi cuerpo como lo haría con ese helado que va perdiendo consistencia a causa del calor… en este caso, de sus caricias y besos.

Las olas nos van cubriendo, siento la humedad por todo mi cuerpo. Pero a él no le importa. Me sujeta las muñecas con las manos y los tobillos con los pies contra la arena. Nos hundimos en esos puntos por la presión que ejerce, un poco más fuerte de lo necesario, y eso aún me excita más.

—¿Te gusta fuerte?

Solo la pregunta ya me roba una palpitación entre las piernas.

—Me gustas tú —confieso.

Mis palabras provocan un brillo travieso en sus ojos hasta ahora dulces como el caramelo.

—¿Estás preparada para esto?

La pregunta me saca por un momento del embrujo en el que me siento inmersa. ¿Estoy preparada para entregarme a este hombre?

Observo su rostro, tan bello y masculino, sobre el mío. Inquisitivo y a la vez tan dulce que solo puedo gritar:

—¡Sí!

Entonces sonríe de nuevo como solo él lo hace y me penetra con cuidado la primera vez, pero con ímpetu la segunda. Y cada una de las siguientes va aumentando en intensidad.

Jadeo, no puedo respirar de otra forma. El agua sigue cubriéndonos en pequeñas olas, cálida y acariciante. Él sigue reteniendo mis extremidades y me impide tocarlo, casi no puedo ni moverme, solo seguir el ritmo de sus acometidas. Él manda, y eso también me gusta. No sabía que me gustaba tanto. No creía que necesitara esto tanto.

—Más —le ruego en un sollozo.

—Todo lo que quieras —promete él.

Y lo cumple. Su boca ataca uno de mis pechos y me lleva al séptimo cielo con sus atenciones. Qué lengua más hábil, qué dientes más traviesos, qué labios más golosos… Y qué maravillosa invasión dentro de mí, tan dura, gruesa y potente.

Ese es mi último pensamiento coherente antes de que un clímax arrollador me recorra entera, partiendo de mi sexo y expandiéndose como una explosión hasta cada célula de mi cuerpo.

—Adriana, quédate conmigo —oigo que me pide, pero yo ya me estoy yendo.

—Javi…

***

Adriana se levantó de un salto en la cama. Estaba empapada en sudor, con el pijama medio arrancado y las sábanas revueltas. Los últimos coletazos del orgasmo que acababa de tener aún palpitaban entre sus piernas. Su boca aún pronunciaba su nombre.

¡Santo cielo! Menudo sueño.

No era el primer sueño erótico que tenía en su vida, aunque estos podrían contarse con los dedos de una mano. Pero sí era el más detallado, explícito y… personalizado.

Nunca había soñado con un hombre en concreto ninguna de las anteriores veces. Estaba claro que era conocer al doctor Mendoza lo que había provocado esa necesidad en ella. A Javi, se corrigió, recordando lo que él le había dicho en su ensoñación, y también en persona.

Miró la hora en su despertador. Las tres y media de la madrugada. Aún le quedaban varias horas para poder dormir antes de tener que levantarse. Era sábado y no tenía que ir al hospital a trabajar. Y como estaban a mediados de agosto, su hijo no tenía todavía su habitual partido de baloncesto con su equipo del colegio.

Se levantó para cambiarse de ropa, pues estaba empapada, y se secó con una toalla. Darse una ducha sería una buena opción si no supiera de sobra que eso la iba a desvelar del todo. Ya la tomaría por la mañana. Y cambiaría las sábanas, añadió a su lista de tareas. También estaban húmedas.

Una vez acostada de nuevo, en el otro extremo seco de la cama, se aovilló sobre sí misma y trató de despejar la mente. Misión completamente imposible. Los recuerdos del sueño volvían a ella con una precisión tal que parecía haber vivido aquella experiencia en la vida real. Normalmente sus sueños se difuminaban en cuestión de minutos, si es que llegaba a recordarlos.

En cambio ese… ese era tan inolvidable como el rostro de su protagonista, el brillo de sus ojos al mirarla con demasiada atención y esa sonrisa sexy que la había conquistado en unos pocos minutos.

—¡Si solo hace unas horas que te conozco! —exclamó en un susurro—. ¡Y apenas sé nada de ti!

No volvió a soñar con él esa noche. Pero se durmió rememorando cada caricia y cada beso de su sueño. Y preguntándose si la realidad superaría a la ficción en este caso.

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Capítulo 2

Ocho horas antes…

La sala de espera estaba bastante concurrida. Adriana supuso que las citas irían con retraso, puesto que a Miguel le habían dado la última hora libre de ese día y ya eran casi las siete y media.

Suerte que, aunque les tocara esperar un poco más, la salita fuera acogedora, con asientos cómodos y paredes decoradas con divertidos motivos infantiles. Y, sobre todo, que dispusiera de un buen surtido de cuentos y juguetes para que los niños estuvieran entretenidos y distraídos. Desde luego, en el hospital Florence Nightingale, el más moderno de Andorra la Vella, sabían cómo hacer las cosas bien.

Viendo a su hijo de siete años inmerso en su lectura y ajeno a todo lo demás, parecía mentira que hubiera tenido que sacarlo casi a rastras de casa para llevarlo a la consulta del doctor Mendoza.

Era el tercer odontólogo que visitaban. Con los dos primeros, Miguel se había negado a abrir la boca. Uno le había dado por imposible y el otro había decidido que se la abriría aunque fuera a la fuerza. Miguel había sido más rápido y se había escurrido como una lagartija, huyendo del lugar con Adriana, el médico y el enfermero pisándole los talones. Lo había alcanzado en la entrada del metro y solo porque una nube de gente salía de allí en ese preciso momento.

Al doctor Mendoza se lo habían recomendado otras madres del colegio.

«Es un auténtico encanto». «Tiene una mano increíble con los niños». «No hay otro mejor». «Es un amor».

Solo había alabanzas para él. Adriana había considerado que no tenía nada que perder por intentarlo.

La puerta se abrió y las cuatro madres que allí se concentraban, aparte de ella, callaron de golpe sus conversaciones para dirigir sus miradas al umbral. Una de ellas incluso se puso en pie como un resorte. Para recibir a su hijo, pensó Adriana de primeras. Luego comprobó que la niña de edad similar a la de Miguel se dirigía hacia otra mujer.

—Recuerda, Ángela, tres veces al día. Sin excepción. Y usa el hilo dental también.

—Sí, Javi —respondió ella, muy obediente.

La sonrisa de la madre mostraba lo encantada que estaba con la respuesta… o con el propio médico, terminó por comprender Adriana. Y no solo esa madre. También las otras mujeres de cuyos hijos no había rastro. El único chaval allí presente, además de Miguel, era un adolescente de unos catorce años que parecía haber acudido solo y al que, en ese momento, se dirigió el doctor, acercándose un poco más.

—¡Rubén! ¿Qué haces aquí, colega?

Fue entonces cuando Adriana reparó en la presencia física del hombre. Obvió de inmediato el pijama laboral lila que cubría aquel imponente cuerpo y dibujó su silueta con la mirada. Más de un metro con ochenta de altura. Anchos hombros que coronarían una amplia espalda, imaginó. Antebrazos y manos fuertes quedaban al descubierto mostrando un tono de piel bronceado bajo un suave vello castaño.

El escrutinio terminó en su rostro. Sus cejas bien dibujadas se arqueaban de forma amplia sobre unos grandes ojos de un claro tono marrón que le recordó a los caramelos que tanto le gustaban a su padre y que, en demasiadas ocasiones, le ofrecía a su hijo. Tenía una nariz recta y un poco alargada, nada llamativo en comparación con los labios de curvas sinuosas que parecían sonreír como gesto habitual. Una barba bien recortada y del mismo tono castaño que su pelo —de mechones largos que le llegaban hasta debajo de las orejas— enmarcaba aquella boca que captó su atención por encima del resto de su rostro.

—Se me ha saltado un bracket —informó el chico—. Estaba merendando con unos amigos en una pizzería y el borde de la masa estaba un poco duro. —La carcajada del doctor impactó a Adriana en pleno pecho como si la hubiera golpeado con algún objeto contundente—. He pensado que… como eres guay… y eso, igual si me pasaba por aquí podías arreglármelo… sin decirle nada a mis padres —añadió en un tono más bajo.

—Claro, colega. —Le guiñó un ojo con gesto cómplice—. Tengo una última cita que atender antes. ¿Te importa esperar un ratito?

—Espero lo que haga falta.

—Genial. Aunque sobre lo de informar a tus padres, vamos a tener que hablar —le advirtió con un gesto de disculpa que hizo al chaval encogerse de hombros con resignación. Después se giró hacia Miguel y desvió un único segundo la mirada hacia Adriana antes de concentrarse en el niño—. Hola. Tú tienes que ser Miguel, seguro.

—Sí —respondió su hijo con voz apenas audible.

—Encantado de conocerte. Yo soy el doctor Javier Mendoza pero, si quieres, puedes llamarme Javi. Es más corto. Y vamos a ser colegas, así que, con confianza. ¿Qué te parece?

—Me da igual. —Se acercó instintivamente un poco más a su madre.

—En ese caso, Javi. ¿Esta es tu hermana?

—¡Es mi madre! —A Miguel se le escapó una risita—. Se llama Adriana. Y no tengo hermanas.

—Vale, encantado, Adriana. Si te parece, Miguel se viene conmigo a mi nave espacial y allí haremos una viajecito estelar de lo más flipante. Sintiéndolo mucho, tú tendrás que esperarnos en la Tierra. No tardaremos mucho.

—No tienes una nave espacial —rechazó el niño con gesto incrédulo.

—Sí que la tiene —apuntó Rubén y asintió enérgicamente con la cabeza cuando Miguel lo miró con los ojos como platos.

—Ven y compruébalo tú mismo —lo retó el doctor.

Para asombro de Adriana, Miguel se despegó de su costado, saltó del asiento y aceptó la mano que el hombre le ofrecía. Este le dedicó a ella una sonrisa que le hizo vibrar algo en el estómago, además de la emoción por el increíble paso que acababa de dar su hijo.

Él desvió la vista de ella tras quedarse mirándola de modo algo extraño unos instantes y la centró en el otro lado de la sala.

—Señoras, imagino que como no las tengo en la lista y sus hijos no están

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