Alguien para mí (Sin miedo 2)

Juan Arcones

Fragmento

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Pablo seguía siendo el chico más guapo de la clase, pero de lejos. Su piel se había vuelto más oscura aún, como si se la hubiera rociado con esa pintura que se usa para pintar las mesas de las terrazas. No es que yo controle mucho de eso, pero sabéis a lo que me refiero, ¿no? Aunque a lo mejor es que llevaba demasiado tiempo sin verle, qué sé yo. Sus labios, gruesos y rosados, más besables que nunca. Sus ojos verdes... ¿o color miel? Sigo sin tenerlo muy claro. Yo creo sinceramente que le van cambiando según el mes. ¿Es eso posible? Sí, ¿no? Y, pese a todo, se había fijado en mí. O yo en él. Los dos en los dos. Solo había un problema. Un problema muy pequeño. Bueno, no. Un problema enorme. Pablo ya no estaba en mi clase.

¡Esperad! Os lo voy a contar todo. Prometido. Ya sabéis que siempre lo hago, aunque me vaya por las ramas. Fue terminar el verano y empezar el drama. Me persigue. Y yo nunca he sido bueno huyendo. Siempre me atrapaban jugando al pillapilla cuando era pequeño. Nadie quería ir conmigo. Lógico, también os digo. ¿Para qué vas a elegir a alguien en tu equipo que se cae después de dar dos pasos? Pero vayamos al problema. ¿Por qué Pablo, MI NOVIO, no va a mi clase ya? Más bien es al contrario. Yo no voy a la suya. Obviamente, durante el verano, como Pablo y yo no estábamos en la misma ciudad, ni siquiera en el mismo país, pues mis padres encantados. Y he de decir que han sido unos meses muy aburridos. Pablo fuera. Albert se fue casi un mes de vacaciones con su familia. Y Cris y Celia..., bueno, son amigas. Me caen de la hostia, ¿eh? Pero todavía no teníamos esa relación como para quedar solos los tres. No es que yo sea borde, que sabéis que no lo soy. Pero Albert era el pegamento que nos unía. Al menos de momento. Aun así, hablábamos todos los días. Y con Pablo, cada semana. Diferencia horaria, él con su familia, yo me tenía que esconder cada vez que hacíamos una videollamada... pues todo era más complicado. Lo hemos llevado bien... No. Miento. Yo lo he llevado regular. Después del fin de curso, qué queréis que os diga, lo que más me apetecía era estar juntos cada día. ¡Y justo tuvo que irse! Y, claro, volver en septiembre y que él no estuviera ahí para acompañarme, pues como que me devolvió demasiado fuerte a la tierra. Odio la gravedad.

Cubierta—Lo siento, señor Rubio, pero esta ya no es tu clase —me anunció García, la profesora que debía ser mi tutora este año.

—¿No-no es la del grupo A? —conseguí decir, totalmente desubicado. Estaba llegando a clase solo, sin Pablo. ¿Y encima no era mi clase ya?

—¿No te lo han dicho? Ahora tu clase es la del C. Date prisa, que a tu tutor no le gustan los que llegan tarde —me advirtió, con una sonrisa odiosa en la cara. No tuve tiempo ni para replicar. Eso sí, pude ver la cara de satisfacción de Arenas. Pues, mira, si no iba a tener que soportarle, quizá el cambio no fuera tan malo. Pero al que no vi por ningún lado fue a Pablo. ¿Dónde estaba?

Eché a correr hacia mi nueva clase, que estaba al final del pasillo, cuando me crucé con un chico que no había visto nunca. Era mucho más alto, más grande, más musculoso..., más «todo» que yo. Pero iba como perdido, como buscando su clase. Me miró durante un largo rato, esperando a que frenara, pero estaba demasiado concentrado en no chocarme contra nada como para pararme.

—Perdona, ¿sabes dónde está la clase...? —comenzó a decir.

—¡LO SIENTO, LLEGO TARDE! —chillé y seguí corriendo hasta que llegué a la puerta de mi nueva clase: 4.º C. Pero estaba cerrada. Eso significaba que ya habían empezado. Mecagoentodo.

Llamé, que uno ante todo es educado y, tras unos segundos en los que no paré de pensar todos los castigos que me iban a caer, se abrió la puerta y ahí estaba mi nuevo tutor. El Coletas. Sí, así se le conocía en todo el colegio. También por Solero. Parecía tener sus treinta y muchos, pero ya lucía una cara de cansado que no podía con ella. Pelo largo recogido en una coleta y una carpeta bajo el brazo. Me miró de arriba abajo, pero no se apartó para dejarme pasar.

—Hola. Es el 4.º C, ¿verdad?

—Eres Óscar Rubio, ¿no? —Y, tras él, pude ver a un Albert emocionadísimo saludándome desde su pupitre.

—Sí.

—Llegas tarde el primer día, ¿eh? Ya me habían dicho que eras un rebelde.

—¿Seguro que era yo?

El profesor dejó escapar una pequeña sonrisa y abrió la puerta del todo para que pasara, pero, claro, no sabía ni dónde sentarme. Toda la clase mirándome. Era incómodo no, lo siguiente. Y Albert, mientras, haciéndome señas como un loco. Sí, te he visto, Albert.

—¿Qué haces ahí de pie aún? Siéntate junto a Olivares, que está solo —me indicó mientras se colocaba tras su mesa y a Albert se le escapó un grito de emoción. Pero, antes de sentarme, llegó lo que tanto miedo me daba—. Por cierto, hoy estás castigado después de clase. No se puede llegar tarde, Rubio.

Oye, nada más volver de vacaciones. El primer día. Récord made in Óscar. Desde mi discurso de la fiesta de fin de curso, no sé si los profesores me tenían o más respeto o más manía. No lo tengo muy claro. Una se ríe porque me he equivocado de clase. Y otro me castiga. ¿Qué más pruebas necesitáis? ¡Qué vergüenza, madre mía! Lo del castigo, me refiero. Creo que era la primera vez que me castigaban en mi vida. Y que lo hagan cuando tengo quince años da un poco de vergüenza, no me digáis que no. ¡Y encima por una gilipollez!

—Menudo estreno, Oski —me comentó Albert, con la sonrisa todavía de oreja a oreja. Y el pelo más rojo que he visto en mi vida. De hecho, creo que estaba más rojo que la última vez que lo vi—. No me habías dicho que ibas a estar en mi clase.

—Bueno, a mí tampoco me lo había dicho nadie —suspiré.

—¿Y Pablo? ¿Cómo se lo ha tomado?

—No sé, porque no le he visto.

—¿No ha venido? —preguntó, extrañado. No lo sé, Albert. No lo sé.

—Pues no tengo ni idea.

Se dio cuenta de que estaba empezando a agobiarme con tantos cambios en tan poco tiempo y decidió dejarme unos segundos para respirar y recomponerme. Vi que Celia y Cris se sentaban juntas un poco más adelante, pero no reconocí a mucha más gente. Al menos no iba a tener que soportar a Arenas y compañía. ¡Eh, y no me habéis dicho nada, pero no he dicho ni un «puto» por ahora! Estoy empezando a hablar mejor.

El castigo no podía ser más tonto: quedarme en clase copiando no sé qué absurdez sobre la importancia de no llegar tarde o alguna cosa así. ¡Fijaos de lo que había servido el castigo que ni siquiera soy capaz de acordarme de lo que estuve copiando! Estaba solo en el aula, excepto por la profesora, por un chico que creo estaba en mi nueva clase y por Alba. Vale, no estaba solo. Lo sé. ¿Que quién es Alba? Os acordáis. Sí, la que iba a leer el discurso de fin de curso pero al final acabé leyéndolo yo, con desastrosas consecuencias. Ahora sí, ¿verdad? Si no, os la he vuelto a presentar. De nada. El caso es que estaba ahí sola y se me pasó por la cabeza hablar con ella. Total, la profesora que nos vigilaba estaba enfrascada en su móvil. Seguramente viendo alguna serie o tiktoks de gatos. ¡Qué sé yo! Pero, la verdad, Alba y yo no habíamos hablado nunca. Hace un año, eso me habría frenado. Pero ahora mi mente iba por otro camino distinto: las cosas hay que hacerlas y dejar de pensar tanto (aunque a veces es bueno pensar, Oscarcín...). Ya empezamos con mi bipolaridad. ¡Y luego decía de Pablo! Ay, Pablo... ¡Céntrate! Ahora te toca hablar con Alba. Me levanté de mi mesa y me senté a su lado. Claro, Alba me miró, entre alucinada y sorprendida.

—No sabía que te habían castigado...

—No lo han hecho —me respondió.

—¿Y qué haces aquí?

—Quería hacer unas cosas antes de irme —dijo, misteriosa.

—¿Me estás diciendo que te estás quedando más horas en el insti porque quieres?

—Sí.

—Madre mía.

—Ya no estamos en la misma clase, ¿no? ¿Ha pasado algo? —quiso saber, curiosa.

—Pues eso me gustaría saber a mí.

—Tampoco ha venido Pablo —dejó caer y se me encogió el estómago. Entonces ¿ni siquiera había venido el primer día? ¿Y no me había dicho nada?

Claro, yo ahí me quedé en blanco. No supe qué responder. La profesora levantó los ojos de su pantalla y nos miró con desaprobación, así que hundí mi cara entre los brazos, dejando pasar el tiempo. Y, a los pocos minutos, se levantó y nos indicó que podíamos irnos. Alba cogió sus cuadernos, su mochila amarilla y salimos juntos de clase. La verdad, era extraño salir de allí con alguien que no fuera Albert o Pablo. Muy bien, Óscar, haciendo más amistades. Aunque siempre pensé que Alba me odiaba.

—Y yo que creí que me odiabas... —Oye, lo pienso, lo digo.

—¿Por?

—Bueno, nunca hemos hablado.

—Pero eso no significa que alguien te odie, Óscar, por Dios.

—Ya, ya, bueno, yo qué sé —me defendí.

—¿Qué tal con Pablo? —preguntó.

—¿Con Pablo? Bien, bien. —Sí, eres maja, Alba, pero aún no nos conocemos tanto.

—Me alegro.

—Bueno, nos vemos mañana..., supongo —me despedí y me alejé.

—¡Óscar! —me gritó y me di la vuelta, confuso.

—¿Qué?

Cubierta—Aún no te lo había dicho, pero... gracias por el discursazo de fin de curso. Olé, tú.

—Ay... Gracias. —Me puse rojo en cero coma. Alba me sonrió, como vergonzosa, y se fue. Es decir, ¿hola? Alba era como la malvada oficial del insti. O eso tenía entendido. Una vez más, las apariencias... y lo que dice la gente engañan.

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Cuando atravesé los dos patios, camino de la salida, obviamente ya se había ido todo el mundo. Las clases habían acabado, así que era lógico. Solo quedaban niños de Primaria... y yo. Caminé hacia casa, y pasé deliberadamente por delante del portal de Pablo. ¿Le escribía? ¿Llamaba a su telefonillo? ¿Por qué tenía que estar agobiado? Es Pablo, ¿no? ¿No soy lo mejor que le ha pasado en su vida? O eso dijo él. ¿Qué había cambiado? ¿Por qué ni siquiera me había dicho que no iba a venir? Sí, demasiadas preguntas en muy poco tiempo. Vamos por partes. Primero la primera. Así que cogí el móvil y le escribí. De nuevo. Porque no me había contestado a ninguno de los últimos diez mensajes. Llevaba más de seis horas sin conectarse. Y eso ya empezaba a ser motivo suficiente para preocuparme. Así que, sin pensarlo cinco veces, llamé a su telefonillo. Al momento me arrepentí pero, mira, a lo hecho, pecho.

—¿Sí? —respondió una voz de mujer. Pero no era la de la madre de Pablo. A ver si había llamado a otro piso con los nervios...

—¿Está Pablo?

—¿Quién es? —volvió a responder la misma voz. No, para nada era la madre de Pablo.

—So-so-soy Óscar. —Su novio, su novio, su novio, su novio—. Un amigo. —Mierda, Óscar.

—Pues no está. Está en Estados Unidos. ¿No te lo ha dicho?

¿CÓMO? Espera, ¿qué? ¿Cómo que sigue en Estados Putos Unidos? ¡Cómo que sigue allí y no me ha dicho nada! ¡Estaba flipando y mucho! La extraña mujer que había ocupado la casa de Pablo siguió hablándome, pero yo ya no prestaba atención. Me alejé del portal, con los nervios a flor de piel. Saqué el móvil de nuevo y le llamé. ¡Vaya que si le llamé! Y, sorprendentemente, a los tres tonos contestó.

—¿Sí? —dijo con una voz de sueño tremenda.

—¡CÓMO QUE ESTÁS EN ESTADOS UNIDOS! —Perdón. No quería chillar. Pero chillé. Y mucho. Sorry not sorry.

—Óscar, por Dios, que me acabo de despertar. ¿Puedes bajar el volumen un poco bastante, por favor? —suplicó—. Sí, sigo en Estados Unidos. Y te lo iba a contar.

—¡¿CUÁNDO?! —No le hice ni caso. Seguí gritando. Intentaba hablar normal, pero es que era incapaz. La voz quería salirme en tromba.

—Si dejas de gritar, te lo cuento. —Se quedó unos segundos en silencio—. Mi madre me lo dijo ayer, que había tenido que cambiar los billetes.

—Pero hoy ha sido el primer día de curso. El primero, y te lo has perdido, y ya no estamos en la misma clase ni nada. Y encima no te vi, y no me cuentas nada. Y vengo a tu casa y responde otra señora que, por cierto, ¿quién es esa señora? ¿Tengo que llamar a la policía?

Le escuché reír al otro lado del móvil. Su risa. Daba igual que estuviera a 5.785 kilómetros de distancia. Sí, lo he buscado. Kilómetro arriba, kilómetro abajo. Pero esa risa siempre me reconfortaba. Aunque ahora le estuviera odiando muy fuerte.

—Hay veces que se me olvida lo intenso que eres, Oski. —Oski—. Te lo iba a contar hoy. No creas que me lo iba a callar. No soy tan gilipollas. Y esa señora es mi tía, que está cuidando la casa hasta que volvamos. Le pidió el favor mi madre, que se pasara por allí una vez a la semana. Y... ¿cómo que no estamos en la misma clase?

—No lo sé. Me han cambiado al C. Y no sé por qué.

—Quizá a mí también me hayan cambiado al C, ¿no? ¿No lo has pensado?

—La verdad es que no.

—Pero es raro. Quizá... No, no creo —empezó a decir pero él mismo se censuró.

—¿Qué? Quizá ¿qué?

—Quizá tu padre dijo algo. ¿No te habían amenazado con cambiarte de instituto?

—Sí, pero al final mucho hablar y poco... ¿Crees que le pidió al director que me cambiaran de clase? ¿En serio? —Y la teoría cada vez me parecía más real.

—No lo sé. Cuando vuelva, lo descubriremos, y te lo cuento bien todo, ¿te parece?

—Vale —accedí—. Aunque que sepas que no me gusta nada que estés allí todavía.

—Lo sé. Pero vuelvo en unas semanas. No queda nada. Ya lo verás.

Espera. ¿Cómo que unas semanas? Lo ha dicho, ¿verdad? Lo habéis oído. Ha dicho «unas semanas».

—Pero, a ver, ¿cuándo vuelves? —repliqué, nervioso.

—En octubre —contestó, con un peso en su voz increíble.

—Joder... —Sí, me entraron ganas de llorar. Perdonad, pero ya sabéis cómo me pongo con estas cosas.

—Te tengo que colgar, Óscar.

—Va-vale. —Pero no quería colgarle. No.

—Oye —dijo, evitando que terminara la llamada—. Tengo ganas de verte. Hablamos luego, ¿vale?

Y colgó.

El camino a casa fue triste. Porque ya me conocéis. Pero esta vez tenía razones más que de sobra para estar así de bajón. No quería tener razones pero las tenía. ¡Vaya que si las tenía! Cuando llegué, parecía que me hubieran pegado la paliza de mi vida. Apático y apagado. Al menos las cosas con mis padres no iban tan mal. Me hablaban, que ya era una victoria después de mi discurso de fin de curso. Entré y fui directo a mi habitación. O esa era mi intención, porque mi madre salió de la cocina para recibirme.

—¿Qué tal el primer día? —dijo, tratando de ser lo más amable posible.

—Normal. —No quería enfrentarme a la posibilidad de que ellos hubieran sido los responsables de cambiarme de clase. No estaba de humor. En el salón podía escuchar a mi padre hablando a voz en grito. Porque le encantaba hablar alto por teléfono. Sobre su trabajo. Yoquesé. Tampoco le presté mucha atención. Cada vez pasaba más tiempo fuera de casa, y eso era de agradecer. Volvía de noche casi todos los días.

—¿Tienes hambre? Te caliento la comida.

Cubierta—Vale —acepté, sin prestar casi atención a lo que me había preguntado. Arrastrando los pies, llegué a mi habitación y me dejé caer en la cama, totalmente derrotado. La verdad es que me rugía el estómago de hambre, así que, cuando empecé a oler a comida, pensé en reunir fuerzas suficientes para salir y enfrentarme a los dos. Digo enfrentarme porque, en serio, cada vez que los veía, pensaba en lo que me había dicho Pablo. «Quizá tu padre dijo algo». Espero que no, porque ya era lo último. Si eso era ser padres, que me cambien de familia. Así de claro.

Obviamente, no fui capaz de salir de mi habitación en toda la tarde. De hecho, lo único que hice fue ver un anime tras otro y mirar ocasionalmente el móvil. Mi madre me trajo la comida y, tras dormir una siesta de dos horas, me desperecé para seguir viendo series. Hablé con Albert también, por supuesto, que me llamó algo así como un trillón de veces. Ay, Albert. Qué descubrimiento has sido este último año. Si es que se hace querer... Entonces alguien llamó a mi puerta. Era mi madre, de nuevo. Hora de cenar. ¿Tan rápido había pasado el día? Aunque me resistía a ello, acabé por abandonar mi habitación (que casi se había convertido en una cueva porque hasta había bajado las persianas) y, arrastrándome, casi literalmente, llegué al comedor y me senté a la mesa. Había pescado al horno. Otra cosa no, pero mi madre dominaba esa receta. Recordé las albóndigas de la madre de Pablo. Y, claro, recordé esa noche que pasé con él. Quiero volver a eso. Quiero volver a acariciarle el pelo. Lo necesito como el respirar.

—¿Óscar?

—¿Sí? —Estaba empanado. Como de costumbre.

—Tu madre te ha dicho que si quieres patatas. Contesta cuando te habla —escupió mi padre.

—No, no quiero más. —La verdad es que quería. No sé por qué dije que no. Era mi padre. Su energía me hacía ser negativo constantemente.

—¿Has recogido tu cuarto? —me espetó. ¿Había vuelto a tener seis años?

—Mi cuarto es mi cuarto. Está estupendamente —gruñí y le di una dentellada a una patata. Por poco me dejo un diente al morder el tenedor.

—Tu tía Aurora va a venir a quedarse unos días en casa. Y va a dormir en tu cuarto, así que más te vale tenerlo todo limpio para cuando ella venga. ¿Entendido?

—¿Aurora? ¿Quién es Aurora? —Pero mi padre no contestó y se limitó a cambiar de conversación, hablando con mi madre de su trabajo y del ascenso que iba a tener en unos meses. Dios, cómo le odio. ¿Y quién era esa Aurora? Primera noticia.

La cena transcurrió con normalidad. Sí, parece la frase de una novela pero es que no pasó nada destacable. Yo estuve muy tranquilo, muy calmado, todo guay, todo ok... hasta que no lo estuve. Porque mi padre me preguntó por mi primer día. Y sé que lo hizo para joder. Así que salté.

—Pues una mierda, porque me han cambiado de clase —dije entre dientes—. Y no entiendo por qué.

Mis padres se miraron, cómplices. La cara de mi padre era de satisfacción. La de mi madre, de «joder, se avecina movida». Tal que así.

—Creemos que estarás mejor en un nuevo ambiente. No queremos cambiarte de instituto —empezó a justificarse mi madre.

—Y pedís al director que me cambie de clase sin decírmelo, ¿no? ¿Y me podéis explicar por qué es tan importante que cambie de clase? —Sin darme cuenta, me había puesto de pie. Ninguno de los dos se inmutó lo más mínimo.

—El director Robles estaba encantado. De hecho, deberías darnos las gracias.

—¿Ah, sí? ¿Y eso? —repuse, lo más chulo que pude.

—Después de tu «numerito», habló con nosotros muy preocupado. Amenazó con una expulsión disciplinaria —respondió mi padre—. Una falta más y... estás en la cuerda floja.

—¿Expulsión? ¿Por haber denunciado un caso de acoso? ¡Acoso! —repetí, enfurecido.

—Si de verdad hubieras sufrido acoso, habrías hablado con tu tutora primero, o con nosotros. No delante de todo el ma..., de todo el instituto.

—¿Si de verdad hubiera sufrido acoso? Dios. Es que es imposible hablar con vosotros. ¡Es imposible! Pues que sepáis que vuestra preocupación —me refería a Pablo, claro— no está aún en el instituto, así que tranquilos, que no os van a volver a llamar por mi culpa —repliqué. Mi padre dejó caer su tenedor con fuerza sobre el plato y me quedé en silencio al momento.

—Vas a empezar a hablar con un poco más de RESPETO en esta casa, ¿entendido? Somos tus padres —me reprendió.

—Sí, seguro —dije entre dientes.

—¿Qué has dicho?

—Me voy a mi cuarto.

—Ya verás cómo va todo mejor —intercedió mi madre. Pero no tenía ganas de hablar nada más sobre el tema.

—Mamá, déjalo. Bastante has hecho ya.

Y, como una auténtica furia, volví a mi cuarto. ¿Para qué coño habría salido? Abrí el portátil, puse la música a todo volumen y me tiré sobre la cama. Cabreado, dolido. Con una mezcla de sentimientos bastante complicada. Y así me quedé dormido, pensando en diferentes maneras de escaparme de casa y no tener que volver a ver a mis padres. Hasta que la música dejó de sonar. Quizá era un modo nada sutil que tenía Spotify de decirme que ya estaba bien de tanto Taylor Swift, que había llegado el límite. Y lo entendería, ¿eh? Pero no. Era otra cosa. Era una videollamada. Desperezándome, me estiré todo lo que pude y vi quién me estaba llamando. Pablo. Por supuesto. Me peiné superrápido (o hice un intento de), cogí el portátil y lo coloqué sobre mi mesa, sentándome frente a él.

—¡Hola! —saludé efusivamente. Y ahí estaba Pablo Bernabé, en camiseta de tirantes, sentado frente a su ordenador, con el pelo alborotado y un colgante en el cuello. Nuestro colgante. Estaba más moreno, y también más rubio, que nunca. Ya os dije. Como si le hubieran pintado.

—¿Qué hay, guapo? —me sonrió, y yo me derretí, cual azucarillo—. ¿Estabas dormido?

—Qué va. Estaba tirado sin hacer nada, la verdad. —Mentira. Claro.

—¿Qué tal estás?

—Bien, bien. Aquí son... las doce y media de la noche ahora mismo.

—¿Y no estabas durmiendo? Qué mentiroso eres —se burló—. A ver, enséñame el modelito que llevas para estar en casa.

—¡Qué dices! —protesté, vergonzoso.

—Venga. Quiero verte, Óscar. Además, es mi cumple y se te ha olvidado. Me debes un regalo.

Entré en pánico. ¡REAL! ¿Cómo que era su cumple? ¿Su cumple? ¿En septiembre? Joder, ¿la había cagado? ¿Y ahora qué coño iba a hacer?

—¿Tu cumple? Eh, fe-felicidades —dije, tratando de sonar convencido.

—¡Ja, ja, ja! ¿En serio no sabes qué día es mi cumple? —me recriminó, entre risas.

—¡Sí que lo sé! Sabía que no era hoy, joder. Menudo susto. Te voy a matar —suspiré.

—Venga, enséñame tu modelito. Va. —Y, aunque dudé al principio, me puse de pie. Llevaba una camiseta negra de Star Wars y unos pantalones largos grises de chándal. Me alejé un poco para que me viera por completo—. Levántate un poco la camiseta, ¿no?

No, lo siento. Eso ni de coña, Pablo. Estoy gordo, estoy fofo. No quiero que me vea así. Ni de broma. No, no. Él tan perfecto y yo con este cuerpo. Había engordado mazo en verano, y, oye, quieras que no, mis inseguridades con mi cuerpo seguían ahí.

—Óscar, solo he pedido que te levantes un poco la camiseta. No es el fin del mundo. Te recuerdo que te he visto desnudo. —En eso tenía razón. No estaba nada seguro de ello. No...—. Pero que, si no quieres, no pasa nada.

—Es que me da como cosa... A ver... —Y, poco a poco, me levanté la camiseta así, con disimulo. Traté de meter tripa, pero, obviamente, se notaba mazo.

—No metas tripa. Si estás perfecto. Necesito tanto tocarte ahora mismo... No lo sabes bien. —Y así, sin más, me hizo sentir cómodo. Que Pablo Bernabé te diga que estás perfecto, oye, como que te da subidón siempre—. Cuéntame qué tal fue el primer día. Qué tal en la nueva clase. ¿Y el gilipollas de Arenas? Espero que esté más relajadito...

No hay nada que me guste más que alguien te pregunte por tu día y que le puedas contar todo lo que te ha pasado. Pablo nunca había sido una persona de muchas palabras, ya lo sabéis. Pero se le daba de la hostia lo de escuchar. Siempre tenía buenos consejos y me ayudaba a entender las cosas cuando no veía salida clara. Claro está, le hablé de lo de mis padres y cómo él tenía razón después de todo. Se limitó a encogerse de hombros y poner los ojos en blanco. Lógico. ¿Qué más iba a hacer? Pero, cuando le tocaba hablar a él sobre su vida allí, era mucho más escueto que de costumbre. No quería entrar en detalles y acababa todo girando de nuevo en torno a mí. Había algo que le preocupaba, pero mejor dejarle espacio para que me lo dijera cuando se encontrara con ganas. ¿Veis lo mucho que he ido aprendiendo estos meses?

—¿Eso que escuchas es Taylor Swift? —preguntó y tardé unos segundos en reaccionar. ¿Había estado todo el rato la música puesta? ¡Ni me había enterado! Los primeros acordes de Lover. Vaya oído.

—Lo quito, que no me había dado cuenta.

—No, no, déjalo. Aquí no paro de escucharla por todos lados. Esta canción me gusta —sonrió y, de repente, se puso de pie, extendiendo la mano hacia la cámara. Hacia mí—. ¿Quiere usted bailar, señor Rubio?

—¿Eh?

—No me dejes colgado en medio de un baile. Eso no se hace —me recriminó y me puse de pie al momento.

—¡Ah! ¿Acepta el baile, señor Rubio?

—Of course, Mr. Bernabé.

—¿Y ese inglés?

—No sé, como estás en Estados Unidos y tal... Era una broma...

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Sonrió sacudiendo la cabeza y cogió su portátil, casi como cogiéndome a mí, y empezó a moverse por su habitación, mientras la canción seguía sonando de fondo. Le imité, agarrando mi ordenador con las dos manos, y frente a mí, como si tuviera a Pablo entre mis brazos.

—Es la primera vez que bailamos una lenta —añadí.

—Tranqui, que seguimos teniendo nuestra canción —repuso—. Sube tu ordenador un poco... y ponme junto a tu oído un segundo. —Obedecí y empecé a escuchar su respiración—. Te debo un baile cuando vuelva —me susurró y se me puso la piel de gallina.

Me dejé llevar y, apoyando el portátil cerca de mi pecho, cerré los ojos e incliné un poco la cabeza, como si estuviera encima del hombro de Pablo. Y los dos, con pasos de baile lentos y torpes, agarrándonos con fuerza, bailamos imaginando que estábamos juntos, bajo las estrellas, con la luz del portátil haciendo de luna improvisada, en una noche de verano, o de otoño. Bueno, ¿sabéis qué? Daba igual. ¿Por qué? Porque estábamos bailando juntos.

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Los días siguientes no fueron muy diferentes. Bueno, a ver, tampoco. Estar con Albert en clase era distinto. Hablábamos, nos reíamos, nos llamaban la atención. Era divertido. Y me hacía olvidar muchas cosas. En eso, cien por cien a tope con Albert. A pesar de que estaba muy pesado, y cuando digo «muy pesado» es MUY PESADO, con otro chico de clase. Diego. Un chico que estuvo castigado el otro día conmigo y con Alba. Sí, era guapo y tal. Y le hacía caso a Albert. Pero no era gay. O yo estaba muy equivocado.

—¡Venga, que llegamos tarde! —exclamé, acelerando el paso a la entrada del colegio. Celia y Cris ya estaban conmigo. Pero Albert acababa de llegar, con Diego a su lado. ¿Desde cuándo eran tan amigos?

—Relaja, que llegamos de sobra —dijo Diego. Dios, le odio.

—Eso. Relaja, tío —agregó Albert. Y... ¿había puesto su voz más grave? ¿Por qué cambiaba la voz?

—Bueno, vosotros id a vuestro ritmo, pero yo ya llegué tarde el otro día y me castigaron. Paso de tener que quedarme todos los días después de clase —bufé.

Celia me miró, sin comprender muy bien mi enfado, y me di la vuelta, corriendo hacia clase. Por supuesto llegué pronto, y, cuando entraron Albert y compañía, el profesor ni había llegado. Eso sí, iba riéndose escandalosamente por algo que le había enseñado Diego en su móvil. No quería decirlo, pero me recordaba horrores a Ramón. Mismo perro, distinto collar. Es así la expresión, ¿no? También os digo que prefiero a los perretes. Mucho más que a algunas personas.

Y qué decir de Ramón. Seguía igual que siempre, pero, desde lo que pasó en la fiesta de fin de curso, como que nos manteníamos separados. A ver, ni siquiera iba a mi misma clase ya, sí, lo sé. Pero me refiero a cuando nos cruzábamos por los pasillos. Sí, oía de vez en cuando un «marica» por ahí, como de fondo. Y no os voy a mentir: duele cada una de las veces que me lo dicen. Qué queréis que os diga. Admiro a la gente que le resbalan ese tipo de cosas. Yo soy al revés. Soy como una puta esponja. ¿Me insultas? Lo absorbo. Todo pa’mí. ¿Y sabéis lo que hago? Es una cursilada. Una jodida cursilada, lo sé. Pero, bueno, qué le voy a hacer: cada vez que me insultan, agarro con fuerza el colgante que me regaló Pablo esa noche. Es una chorrada, pero oye, me siento como en casa. Aunque, claro, no todos tienen la suerte de tener un colgante así. Entonces ¿qué hacen cuando los insultan? Joder. Odio a los típicos famosos que dan entrevistas y dicen cosas como «Gracias al bullying, hoy soy más fuerte». ¿Qué cojones dices? Gracias al bullying no. ¡Gracias al bullying nada!

—¡Señor Rubio!

—¡Sí! —respondí con un gallo que hizo que se riera media clase.

—¿Está aquí o durmiendo?

—¿Eh? Aquí, aquí.

—¿Puede responder a la pregunta?

—Eh... Sí, claro. ¿Qué pregunta?

Sí. Llevaba varios días bastante out en clase. No acababa de encontrar mi sitio. No acababa de estar cómodo al inicio de curso. No sé si tendría que ver con el cambio del A al C, con estar tantas horas seguidas con Albert, con todos los problemas que tenía en casa... o con que Pablo no estuviera aquí. Un cúmulo de cosas, supongo.

Mi nuevo tutor, Solero (ya no le voy a llamar más el Coletas), era duro. Pero también se notaba que le gustaba enseñar, tenía una sensibilidad diferente al resto de los profesores que había tenido..., y que sabía un huevo de todo. En serio. No es broma. En cada clase nos sorprendía con un nuevo dato que te volaba la cabeza. Y eso hacía que todos estuviéramos bastante callados cuando nos tocaba con él. Algo que no era muy común, también os digo. Lo de estar callados, no lo de que nos diera clase. Al estar en el C, eso sí, tenía que recorrer un tramo mucho más largo para salir a la hora del recreo, y eso suponía a veces encuentros no deseados. Y no estoy hablando de Ramón o de Moi, sino de alguien casi peor. Era el maldito director, con el que no había vuelto a hablar desde que..., bueno, desde mi famoso discurso. Os acordáis, ¿no? Seguro que sí, porque seguís siendo jodidamente perfectos.

—Hola, señor Rubio —me saludó nada más verme. Vino expresamente hacia mí.

—Hola.

—¿Qué tal la vuelta del verano?

—Bien, bien. —Solo podía recordar aquella tarde, en la que me amenazó con un parte disciplinar, y cómo Albert se enfrentó a él. Bueno, y que quería echarme del instituto.

—¿Todo bien con sus nuevos compañeros? —Y os juro que marcó el «nuevos» aposta.

—Sí, genial. Todo estupendo —sonreí, burlón.

—Muy bien. —Y siguió su camino, con las manos tras la espalda. Maldito homófobo de mierda.

Dejándole atrás, sin darme la vuelta para mirarle de nuevo, salí del edificio y llegué a uno de los patios, y ahí estaba Albert, comiendo una bolsa de patatas fritas y un Monster azul. A su lado estaban Celia y Cris... pero ni rastro de Diego. Uf, menos mal. No tardó en aparecer, no nos emocionemos antes de tiempo, pero al menos tuve unos minutos con ellos. Eso sí, Albert al fin estaba normal. Supernormal. Ya estaba empezando a sospechar lo que pasaba, y, si era así, ains, Albert... La primera en llegar fue Almudena. Sí, ya no era tonta, recordad. ¡Si hasta me defendió en el fin de curso cuando Ramón se puso chulo! Pero yo no podía dejar de mirar a la cuesta que separa los dos patios. Porque estaba de nuevo el mismo chico que me crucé en los pasillos el primer día. Y os juro que me estaba mirando. ¿Me estaba...? Sí, sí. Que me estaba mirando. ¿Quién era ese chico? ¿Qué quería? Me miraba tanto que estuve a punto de saludarle con la mano. Yo qué sé.

—¿Óscar? —dijo Celia, dando una palmada a escasos centímetros de mi cara—. ¿Estás aquí?

—Sí, sí. Eh, ¿veis a ese chico de allí? —Y señalé hacia donde estaba, pero, como suele pasar en estos casos, ya no estaba. Bueno, suele pasar en las películas. No en la vida real. Pero ya sabemos que la mía es más un drama hollywoodiense que otra cosa, así que es normal que me pasen estas cosas.

—No estarás viendo fantasmas, ¿no?

—No, joder. Es que habrá seguido andando y...

—¡Diego! —nos interrumpió Albert y alzó los brazos para que nos viera y se acercara a nosotros. Dios, no le aguantaba. Ya lo había dicho, ¿no? Lo repito. El tonto de Diego. Así le vamos a conocer ahora. Apuntadlo por si se me olvida.

Vino con esos aires de superioridad de quien se siente más guapo que los demás y, tras saludar a todos con un gesto de la cabeza, empezó a hablar con Albert, que volvió a cambiar su voz y a ponerla más grave. ¿Por qué hacía eso? ¿Qué había de malo en su voz? ¿Es que acaso teníamos que pasar por hombres machirulos supermasculinos y con voz de piedra o qué? Pero parece que solo lo había notado yo. No sé ni de qué estaban hablando, pero escuché algo de fútbol y me puse en alerta. Sí, al parecer también estaba en el equipo del colegio, por lo que entiendo que Pablo le conocería. Tenía que interrogarle después. Y entonces Albert dijo algo que no habría visto venir. Ni en un millón de años.

—Ah, pues a mí no se me da nada mal el fútbol —se jactó. Celia, Cris y Almudena estaban hablando de sus cosas, por lo que no le escucharon, pero yo sí. Vaya que sí.

—¡De puta madre! ¿Y por qué no pruebas suerte en el equipo? El viernes tenemos las pruebas para los nuevos que quieran entrar —sugirió.

—¿El viernes? —Mira que lo podría haber visto venir. Pero como soy tonto, pues no fui capaz de reaccionar a tiempo—. ¡Claro! Nos apuntamos. ¿A que sí, Óscar?

En cuanto Albert empezó a fijarse en Diego, supe que algo malo iba a traer. Y razón tenía. ¿Ir a las pruebas del equipo de fútbol? ¿Se le había ido la olla? ¿Tanto le gustaba Diego? Si solo le conocía desde hacía tres semanas. Bueno, y de estar en su clase el año pasado. Y, a ver, Albert era feliz sin que nadie supiera «lo suyo». A ver, sí, digo «lo suyo» como si fuera un pecado mortal o algo así, pero no. Me entendéis, ¿verdad? Reformulo la frase: Albert era feliz sin que nadie supiera que era gay. ¿Quería dar el paso con Diego? Bueno, yo también hice lo mismo con Pablo, aunque esa historia es diferente. ¿No? Sí. Lo es. Lo era. Lo es.

—¡NI DE COÑA! ¡SOY un PUTO NEGADO! —Albert llevaba días insistiéndome a cada oportunidad.

—Bueno, y yo.

—¿Entonces? ¿Para qué te quieres apuntar? —pregunté, pero sabiendo la respuesta.

—Bueno, quiero probar.

—¿No será porque te mola Diego?

—¡¿Molarme Diego?! Qué dices. Si es hetero..., ¿verdad?

—Sí, lo es. O eso creo.

—Bueno, también lo creía todo el insti de Pablo y mira.

—No es lo mismo —repliqué.

—¿Por qué?

—A ver, ¿en serio quieres apuntarte?

—No —confesó—. Pero me gusta Diego, ¿vale? Y no sé, es un paso.

—¿Que te vea haciendo el ridículo? —Es que era eso lo que iba a pasar. O, en su defecto, yo.

—Oye, habla por ti, que yo juego bien.

—¡Si me has dicho hace un segundo que no!

—Bueno, ¿te apuntas conmigo o qué? También estarías más tiempo con Pablo..., que él está en el equipo, y ahora que no vais a estar juntos en clase...

—No pienso apuntarme.

—Buenas tardes... Rubio y... Olivares. Bienvenidos al equipo de fútbol. Estamos encantados de teneros con nosotros. Necesitábamos voluntarios para ayudar con el material —nos saludó el entrenador.

—¿Material? —preguntó Albert—. No, no... A ver, nosotros queremos entrar en el equipo. Veníamos a las pruebas.

La cara del entrenador fue todo un poema, si os digo la verdad. Es que, a ver, era para vernos, qué queréis que os diga. El del pelo rojo, estirado y con cara de motivado; y el regordete y torpe (ese era yo). Lo raro es que no se riera en nuestra cara. Pero, bueno, ahí estábamos los dos, dispuestos a romper estereotipos. Nos miró de arriba abajo, extrañado y esperando que fuera todo una broma, pero, viendo a Albert tan seguro de sí mismo, nos indicó que nos uniéramos al resto del equipo y a varios chicos nuevos más, que estaban corriendo alrededor del patio. Miré a Albert con una cara de «por favor, no me hagas hacer esto», pero me puso morros, me pidió «por favor» con la boca y los dos nos unimos al grupo, trotando por el patio. Joder, ¿por qué me dejo meter en estas cosas? Obviamente uno de ellos era Ramón, aunque Moi no estaba. Hasta donde sabía, estaba lesionado. Mira que me alegro. Que sí, que no me alegro de las desgracias ajenas. PERO ¡ME ALEGRO! ¡ME PUTO ALEGRO MUCHO! ¡Y OJALÁ SEA UNA LESIÓN HORRIBLE! Diego FLIPÓ al vernos. Sobre todo al ver a Albert. El entrenador pegó un par de gritos, así muy de cavernícola, y empezaron a correr un poco más rápido. Ramón nos adelantó, apartándonos de un codazo. Estuvo a punto de tirarme. Un chico pecoso y espigado que llegaba detrás me cogió del brazo para evitar que me cayera.

—¿Estás bien?

—Sí, sí.

Me dio un azote en el culo y se alejó. Un azote en el culo. Así que esas cosas se hacen en el fútbol. Vale. Bien. Entonces vi a Ramón alejándose, corriendo de espaldas, mirándome y, a la vez, tocándose la polla, como si se estuviera haciendo una paja, burlándose de mí. ¿Se podía ser más gilipollas? Dios, me entraron unas ganas locas de ir a por él. Es que no puede ser más imbécil.

Mientras, la carrera duraba y duraba. El entrenador nos hizo correr de lateral, con las rodillas al pecho, con los talones al culo, hacer esprints... En serio, estaba a punto de vomitar. ¡Y seguíamos corriendo! Pero nadie parecía estar cansado. Solo yo. Es decir, ¿qué puto fondo tiene la gente?

—¿Estás bien? —me preguntó Albert, preocupado.

—No. Estoy... que... me... N

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