No me callo

Karmele Marchante

Fragmento

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Toc, toc, cloc, cloc, toc… Todavía evoco, en mi añoranza, el sonido de las chinelas de mi abuela caminando hacia mi dormitorio con una gran bandeja para el desayuno. Chocolate caliente y melindros («bizcochos», en catalán). La primera melodía olfativa y balsámica en aquel mundo que habría podido ser otro Guermantes y quedó en simples sombras de abrazos.

—Mari Carmen, después te arreglarán y nos iremos a la misa de doce.

—¿Y a la salida me comprarás tocinillos de cielo, yaya?

—Claro, como siempre. Pero date prisa y tómate esto mientras yo me visto, y nos vamos.

Todos los domingos se repetía el mismo ritual que ahora se estampa contra mi memoria reproduciendo vivencias y recuerdos de una infancia que duró doce años y en la que hubo de todo menos cariño, alegrías, caricias, amiguitas, festejos de cumpleaños, regalos, vestigios de frivolidad, diversiones. Nada de toda esa magia colorista que rodea a las criaturas en sus primeros pasos por la vida. No dormía con un osito de peluche ni había una muñeca que arropara mis noches.

Esa niñez fue una especie de refugio en los días tristes y vacíos que se sucedían de forma pasmosa y cíclica. Para ir al colegio siempre había una sirvienta que me peinaba con la consiguiente llorera mía por los tirones de pelo, un drama que no cesaba ni cuando lograba arrastrarme por la calle hasta la clase de «las pequeñas» en el colegio de las monjas de La Consolación. Debía de tener tres años, porque me veo sentada en un orinal y con sor Joaquina enseñándome cartones con letras. La educación con las religiosas duró hasta los doce. Mimada y consentida por la abuela, mis notas en los cursos sucesivos fueron malísimas. En el mes de mayo o de las flores, como lo llamaban las hermanas, sufría una especie de catarsis religiosa que me levantaba de la cama a horas tempranas para llegar a la misa de nueve y fundirme en la capilla con los aromas de las rosas y unos lirios grandes de color blanco en la corola y un amarillo muy perfumado en el centro. Por esas fechas cada año sacaba un diez en «conducta y religión». El premio consistía en merendar un pan llamado «de Viena» que recuerdo blando y relleno de crema, que la yaya mandaba comprar solo para mí, o un quesito de leche de oveja pequeñito y dulzón que me dejaban escoger en el Mercado Central las veces que iba acompañada de la asistenta de turno. Llevaba colgada del brazo una cestita para depositar tan suculenta vianda.

En casa de mi abuela se recelaba de todo y por eso no tengo ninguna fecha para recordar. Me recogían a la salida de la escuela y me quedaba en casa. Mi memoria no registra deberes ni libros para leer. Si acaso me subían al tercer piso, donde una profesora de música, doña Paquita, intentaba que aprendiera piano y violín, tarea ímproba, porque carecía y carezco de oído. Soy como un@ grill@ autista.

Vivíamos en una vivienda enorme que abarcaba una manzana y daba a varias calles. Tenía habitaciones grandes, muebles antiguos y pesados, tres cuartos de baño y tres cocinas. En esos años mis abuel@s y yo ocupábamos un solo piso, el principal, que daba a la arteria más importante del centro de la ciudad. Siempre estaba oscuro y con las ventanas cerradas. Si alguien alzaba la voz, mi abuela imponía sigilo para que nadie del vecindario nos oyera; todavía arrastro esa manía. Cuando la visitaban mis tres tíos, aún solteros, y peleaban por dinero o por herencias, que era muy a menudo, ella, furiosa y temerosa, lo cerraba todo.

—Silencio, que nadie se entere de lo que pasa de puertas para dentro. Los trapos sucios se lavan en casa —sentenciaba.

Tortosa era en aquel entonces territorio de una burguesía rural pudiente por una parte y de una sola clase baja y pobre que se había posicionado durante la guerra, aún reciente, en el bando de los perdedores, por otra. Cabeza de obispado (o como se llame), asfixiante, pacata y anclada en la tradición rancia de esas ciudades en las que nunca pasa nada; triste, cotilla y mal situada geográficamente para prosperar. Esa banda sonora y de color sepia me abrazó cada día de esos doce años desde el balcón de la salita de estar. A un lado, sentada mi abuela; al otro, mi abuelo, y en medio, yo. La persiana a medio subir para que no se notara quién estaba frente al telescopio, algo que todo el mundo sabía; las cortinas translúcidas para entrever el desfile de figuras mustias, pausadas y tediosas que circulaban o paseaban, según la hora del día, por aquella calle que pertenecía a la zona noble, y que levantaban los comentarios arbitrarios de mi abuelo. Yo, callada y resignada, me extasiaba viendo los vestidos bonitos y los zapatos de tacón de algunas chicas encopetadas que conocía porque compraban en la tienda de abajo, que era de mi familia.

LA YAYA

Fue la auténtica emprendedora, pionera y matriarca de toda la familia. Hija de una conocida modista y del propietario de un barco que navegaba río Ebro abajo hasta África transportando y vendiendo mercancías. Aunque se casó muy joven con mi abuelo, que era modisto para caballeros, había asistido a la escuela de señoritas, donde aprendió a leer, escribir y nociones de aritmética, que posteriormente le servirían de mucho. Tenía una firma muy bonita. Durante los años que viví junto a ella solo la vi leer la revista Semana, entonces muy en boga, y el diario La Vanguardia, el noticiero cuya suscripción en Catalunya pasaba desde la cuna por todas las proles. Tuvieron tres varones y a mi madre. Hasta que llegó la guerra, en el 36, regentaban dos negocios que montó ella sola tras las nupcias, una sastrería y una tienda de ropa, regalos, cosmética, medias y cosas así de vestir bien. Desde siempre se llamó «CASA BARROBÉS», el apellido de mi abuelo. Coser, probar y vender se le daba muy bien a mi abuela, y la clientela, que era fina fina catalina, no solo se dejaba seducir por «la señora Josefina», sino que salía encantada y con la compra hecha o encargada. Él se limitaba a saludar, parapetado tras una enorme caja modernista con cristaleras y anaqueles pintados de colores. Lo rememoro con gesto severo, dando con el bastón órdenes a las que nadie hacía caso, leyendo La Vanguardia y retorciendo la sempiterna faria que formaba parte de su peculiar estampa. Era guapo a rabiar, rubio, alto y de ojos azules. Por las fotos de ambos colgadas de las paredes, ya fueran del día de la boda o de acontecimientos posteriores, ella era robusta, de mucho pecho, ojos negros y pelo recogido en un moño a la moda de la época. Austera y sin adornos, fiel a su estilo y maneras de transitar por la vida. No era una beldad, pero lucía rebosante de luz. Trasladaba esa sensación las raras veces que se permitía un baño de ternura y sacaba para mí instantáneas de su juventud atesoradas en una cajita de nácar filipino. Fuera del marco y en la vida real, las maternidades habían deformado su figura. Sin embargo, conservó aquella mirada que derrochaba fogonazos de fuerza y energía hasta sus últimos momentos.

Y LLEGÓ LA GUERRA

Las tropas nacionales se acercaban al frente del Ebro, el río que partía en dos Tortosa. Las cosas se pusieron feas. Como no me lo contaron, me veo obligada a poner yo la fecha. Allá por el verano del 38 mi madre era una jovencita muy guapa y simpática que también arrimaba el hombro en la tienda, porque mi abuelo, su padre, no la había dejado estudiar para maestra a pesar de las súplicas y alabanzas de su profesora, en cuya opinión tenía mucho

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