Cosas de tetras

Alan El Ruedas

Fragmento

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Antes de responder a la pregunta, me remontaré a lo que hacía antes. Siempre me ha encantado el deporte, me gusta desde pequeño, pero hubo un antes y un después: cuando tenía ocho años, descubrí las acrobacias. Me fliparon. Al principio solo desde fuera, claro, viendo a otra gente y mirando casi sin pestañear mientras las hacían, porque me parecía alucinante. Sin embargo, cuando con doce años me apunté a kárate y empecé a hacer acrobacias… ahí ya apaga y vámonos. No hubo vuelta atrás. Me encantó, simplemente, y me obsesioné, aunque no me pudiera pasar todo el día dando volteretas (de pequeño tenía sobrepeso y hacer acrobacias era complicado, de modo que me limitaba a hacerlas en kárate y poco más). Sin embargo, seguí con ello. Bueno, seguí con otros deportes y… Varios años después, y ahora rebobino un poco hacia delante, ahí estaba yo: treinta kilos menos y muy (pero que MUY) metido en el tema del deporte, me encontraba y me veía muchísimo mejor físicamente y estaba decidido a retomar aquello que tanto me gustaba y que no había dejado de ver en YouTube: las acrobacias.

Y entonces, llegamos al instituto. A primero de Bachillerato, concretamente. En el gimnasio donde hacíamos Educación Física había unas colchonetas muy gordas que fijo que te suenan porque seguro que en tu gimnasio o en tu polideportivo de confianza también las tienen. Vale, pues no te olvides de ellas, que son importantes (sobre todo porque puede que sin ellas no me hubiese lesionado..., pero no me adelanto). El caso es que un día, a primerísima hora, estábamos en clase y le dije a mi profe: «Hola, buenas, me gustan mucho las acrobacias y los mortales, ¿puedo practicarlos aquí alguna vez, en mis ratos libres?». Y la mujer, más maja que las pesetas (y alguien que sabía del tema, todo hay que decirlo), respondió que de acuerdo, pero que ella me ayudaría a hacerlos antes, de modo que quedamos así.

Era el 16 de mayo de 2018, no se me olvidará nunca, obviamente. Había hecho aquel mortal mil veces, pero ese día caí con una mala postura sobre una de las colchonetas y me rompí el cuello. Se me fracturó. Esta es la forma más rápida de explicar lo que pasó, supongo. Recuerdo que empecé a notar una tensión por todo el cuerpo, como si me dieran calambrazos, y también que no me podía mover, aunque estaba completamente consciente. Recuerdo que les dije a mis amigos: «Eh, tíos, que no puedo moverme, que no puedo moverme», y que ellos creyeron que estaba haciendo el tonto, que era otra de mis bromas. Recuerdo, por último, cuando se dieron cuenta de que no era coña y llamaron a la profesora, a la ambulancia, y que ahí empezó todo. Mi profe intentaba tranquilizarme, diciéndome que seguro que me había pinzado el nervio, que no me pusiera nervioso. La gente llamaba una y otra vez a la ambulancia, porque no llegaba. Yo no entendía qué estaba pasando y estaba agobiadísimo, sin dejar de preguntar…

Si te caes al suelo, el cuello rebota. Te abres la cabeza, vale, pero el cuello tiene más posibilidades de superar el golpe, digamos. Sin embargo, si caes sobre una colchoneta, esta absorbe el golpe y por eso el cuello adopta posturas que no son naturales. Yo venía de hacer mortales en la calle (en el suelo, en el césped, en el agua) y no era que no supiera hacerlos, de verdad que no, solo caí mal, es algo que le puede pasar a cualquiera. Caí mal y en el sitio donde no debía, y ese día salí andando de mi casa y ya no volví a pisarla nunca más.

Mi madre llegó al instituto andando antes que la ambulancia. Creo que cuando la vi aparecer fue el peor momento que he tenido en mi lesión: estar tumbado sin poder moverme y verla llorando y gritando me rompió el corazón, te lo juro. Me dijo: «Alan, ¿qué ha pasado?». Y también: «¿Ha sido haciendo una voltereta?». Y yo solo podía pedirle perdón e intentar tranquilizarla… Sí, yo a ella. Si hay una cosa que me duele muchísimo de todo lo que pasó, no es no mover las piernas, sino haberle causado a mi madre tanto daño y haber hecho que toda mi familia pasara por lo que tuvo que pasar.

Cuando por fin llegó la ambulancia, la verdad es que al principio tampoco se puede decir que el cuello me doliera mucho. Esa es la razón principal por la que pensé que no podía ser tan grave. Los sanitarios que me pusieron en la camilla tampoco me pudieron decir mucho de lo que me pasaba, porque, claro, a primera vista y sin pruebas no se podía saber. El prediagnóstico me lo dieron una vez ya en el hospital, cuando me hicieron un par de pruebas y me dijeron que me había dañado la médula. Yo le pregunté al médico: «¿Es grave? ¿Voy a poder andar?», y él me dijo que había que operarme y que, después, veríamos cómo evolucionaba todo. Básicamente, tenían que ponerme las vértebras en su sitio.

Me gustaría poder contarte un poco más de lo que pasó inmediatamente después, pero la verdad es que no me acuerdo; me había empezado a doler el cuello de verdad, así que me dieron algo para el dolor, me operaron y la semana que siguió la tengo un poco borrosa. Qué te voy a decir, es lo que hace la morfina. Sí que me acuerdo de mis primos, de una psicóloga que me caía muy bien y de que me lavaban los dientes con una pasta que se comía, pero poco más. También de mi familia, que estaba por allí y se organizaron para encargarse de todo, del papeleo y de cuidarse entre ellos. Me alegro de que se unieran tanto cuando pasó esto y de que cuidaran a mi abuela. Lo siento mucho por haberle dado tanto disgusto.

Creo que, más o menos, hasta aquí llega lo que me pasó. Espero que no haya sido muy duro de leer, aunque entiendo que da mucha impresión, y más así, tan seguido. Sin embargo, no te vayas todavía, ahora viene una parte más chula: la del hospital, en especial la del hospital de Toledo.

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El hospital

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