La Familia

Naomi Krupitsky

Fragmento

Sofia Colicchio es un animal de ojos oscuros, una corredora veloz, una chica de voz fuerte. Es la mejor amiga de Antonia Russo, su vecina.

Viven en Brooklyn, en un barrio llamado Red Hook, junto a la zona que con el tiempo se convertirá en Carroll Gardens y Cobble Hill. Red Hook es más nuevo que el Lower Manhattan, pero tiene más años que Canarsie y Harlem, esas zonas periféricas donde puede pasar casi de todo. La mayor parte de los edificios son cobertizos de madera que bordean el río, pero los tejados se alejan de la orilla en dirección a otras casitas adosadas, de ladrillo visto, también bajas pero más sólidas, todas tiznadas de gris por el viento, la lluvia y el hollín del aire.

Las familias de Sofia y de Antonia se mudaron al barrio por orden del jefe de sus respectivos padres, Tommy Fianzo. Tommy vive en Manhattan, pero necesita ayuda para manejar las operaciones de Brooklyn. Cuando los vecinos preguntan a Carlo y a Joey que a qué se dedican, Carlo y Joey dicen: a cosas varias. Hablan de exportaciones e importaciones. A veces comentan que su negocio consiste en ayudar a la gente, y los nuevos vecinos se dan por enterados y paran de hacer preguntas. Lo dejan claro a través de unas persianas siempre bajadas, y cuando les dicen a sus hijos que «eso no es asunto vuestro», en voz alta, en el recibidor.

Los demás habitantes del barrio son de origen italiano e irlandés; trabajan en los muelles; construyen los rascacielos que crecen como champiñones en el paisaje de Manhattan. Aunque la violencia ha descendido desde la época en que los adultos del barrio eran niños, esta sigue allí, flotando en los huecos que quedan entre los círculos luminosos de las farolas.

Sofia y Antonia saben que deben avisar a los adultos antes de ir a casa de una de las dos, pero no el porqué. Su mundo consiste en pasear hacia y desde el parque en verano, en el zumbido de los radiadores en invierno, y en el eco del agua y de los hombres que trabajan en el muelle durante todo el año. Saben algunas cosas de manera absoluta e ignoran que haya algo que no sepan; en realidad, el mundo se define mejor ante sus ojos a medida que crecen. «Eso es un olmo», dice Antonia una mañana, y Sofia se da cuenta de que hay un árbol delante de su casa. «El tío Billy viene esta noche a cenar», dice Sofia, y Antonia comprende de repente que odia al tío Billy: esa nariz afilada, el lustre de sus zapatos, la peste a puros y a sudor que deja cuando se marcha. «Cruza la calle si no quieres despertar a la maga», se recuerdan mutuamente, y dan un amplio rodeo al pasar delante del edificio más pequeño de la manzana, donde, como todo el mundo sabe (aunque, en realidad, ¿cómo pueden saberlo?), vive una bruja en el tercer piso.

Sofia y Antonia saben que el tío Billy no es su tío de verdad, pero no importa, porque es de la Familia de todos modos. Saben que deben llamarlo tío Billy, como al tío Tommy, y que deben jugar con los hijos de este último en las cenas dominicales. Saben que este tema no admite discusión.

Saben que la Familia lo es todo.

Sofia vive en un piso de tres habitaciones, con un gran ventanal en la cocina que da a un patio trasero al que no puede acceder. El casero sale a echarse la siesta en verano, descamisado, y se queda dormido con un cigarrillo colgando de sus dedos gruesos. El calor del mediodía le quema las partes del cuerpo que han quedado expuestas al sol y le deja la parte inferior de la barriga y la parte trasera de los brazos de un color blanco papel. A Sofia y a Antonia les han dicho muchas veces que no deben quedarse mirándolo. En la habitación de Sofia hay una cama con una colcha nueva, de lana roja; tres muñecas con las caras de porcelana dispuestas sobre un estante y una alfombra mullida en la que le gusta hundir los dedos de los pies.

Al final del pasillo está el dormitorio de sus padres, un lugar al que no debe ir salvo en casos de emergencia. «Cara mia —le dice su padre—, tiene que haber algún lugar de la casa solo para la mamma y papá, ¿no crees?». «No», responde ella, y él pone las manos como si fueran garras y la persigue por todo el pasillo para hacerle cosquillas mientras ella corre y grita. Y luego está el cuartito de la cuna, de cuando Sofia era pequeña, que ahora no es de nadie. Su madre entra a veces y dobla unas prendas de ropa diminutas. Su padre le dice: «Venga, deja eso. Vamos». Y la saca de la habitación.

Sofia ha empezado a notar que su padre inspira miedo.

En el restaurante o en la cafetería siempre le sirven el primero. «Signore —dicen los camareros—, es un placer volver a verlo. A esto le invita la casa. Es nuestra especialidad. Prego». Sofia va de su mano como si fuera un champiñón que crece a la sombra de un árbol. Él es su sombra, su alimento, su base. «Y esta debe de ser Sofia», le dicen. Le estrujan las mejillas, le alborotan el pelo.

Sofia apenas se fija en los demás adultos. Se percata de su existencia solo cuando irrumpen en el campo visual de su padre y este les presta atención. Percibe que su padre siempre da la sensación de ser el hombre más alto de la sala. Acepta los caramelos y las galletas que le ofrecen unos hombres que, incluso a sus ojos, están pendientes de ganarse la confianza de su padre.

Después de esas reuniones, el padre de Sofia la lleva a comer helado; se sientan en el mostrador de Smith Street y él se toma un solo expreso mientras ella intenta no mancharse la blusa de stracciatella. El padre de Sofia fuma unos cigarrillos largos y finos, y le comenta las reuniones. «Nuestro negocio consiste en ayudar a la gente —le dice—. Y, a cambio de eso, ellos nos pagan un dinerito de vez en cuando». Y así Sofia aprende que es posible ayudar a los otros a pesar de que estos te tengan miedo.

Ella es su niña, y lo sabe. Su preferida. Él se ve reflejado en ella. Sofia puede oler el peligro en su padre como un perro huele las tormentas: un temblor de tierra cuando se levanta. Un sabor como a óxido. Sabe que eso significa que él haría cualquier cosa por ella.

Sofia siente el pulso del universo latiendo a través de sus venas en todo momento. Está tan viva que no consigue separarse de lo que la rodea. Es una bola de fuego que en cualquier momento podría devorar el piso donde vive, la calle, el parque al que va con Antonia, la iglesia y las calles por las que su padre pasa cuando trabaja, e incluso los altísimos edificios de Manhattan que se alzan al otro lado del agua. Podría arrasar con todo.

En lugar de quemar el mundo, Sofia se conforma con preguntar el porqué. «Papá, ¿por qué? ¿Qué es eso?».

Antonia Russo vive en un piso de dos habitaciones, la suya y la de sus padres. Estos siempre dejan la puerta de su cuarto abierta y Antonia duerme mejor cuando alcanza a oír los ronquidos más fuertes de su padre. La cocina no tiene ventanas y sí una mesita redonda, distinta de la mesa cuadrada que tiene la familia de Sofia. Su madre friega el suelo una y otra vez, y acaba suspirando y diciendo que «ya no se puede hacer más». Hay fotos en todas las paredes del comedor

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