La promesa de los abedules

Enara de la Peña

Fragmento

la_promesa_de_los_abedules-2

Prólogo

Nadia Khilkova sabía usar un arma, aunque detestaba la caza. Era una afición poco apropiada para una dama de alta cuna como ella. No se recomendaba incitar a las jóvenes aristócratas petersburguesas a salir al campo para disparar contra troncos o animales. Su tiempo debía invertirse en actividades más productivas, como la costura, la música o la lectura, aunque nada de ello en exceso, pues su objetivo era dar a luz a un heredero cuanto antes. Sin embargo, su hermano mellizo, Nikolay, se había obstinado en inculcarle una tarea propia de los hombres y le había enseñado a usar el revólver de su padre cuando apenas contaba con trece años. Dijo que era por su protección y continuó como tutor durante una temporada, en las inesperadas excursiones a las afueras de la ciudad, casi a escondidas, entre pinos y abedules.

Por aquel entonces no le hacían mucha ilusión las lecciones. Al acabar, siempre se le entumecían el hombro, la muñeca y el brazo. Además, los vestidos que con tanto esmero encargaba madre terminaban impregnados del olor a humo y a pólvora. A pesar de realizar las prácticas de tiro a campo abierto, la humareda blanca que producía el arma de fuego le provocaba picor en los ojos y en la nariz. Todo eran inconvenientes. Pero era buena, su hermano se había esmerado en cada sesión y los resultados habían merecido la pena. «Tanto como un caballero», solía decir él, con un cariz de orgullo.

En la vuelta al presente, oculta en ese cobertizo lleno de secretos de juventud y con las paredes de madera petrificadas por las heladas del crudo invierno, sujetaba el Colt 45 de su esposo. La pistola había sido un preciado regalo de un americano, colega de profesión, otro magnate ferroviario, creador de vías de hierro y bestias de vapor que unían ciudades para convertirlas en portentos de la innovación tecnológica. O eso era lo que tanto repetía él. En ese momento, lo único que preocupaba a la princesa era el peso del arma y si había seguido correctamente los pasos para cargarla sin olvidar ningún detalle. Dedicó un instante a agradecer su enfado de chiquilla que la había llevado a ocultar el revólver en ese lugar, lejos del alcance de su marido y de sus insensateces. Su actitud infantil iba a salvarle la vida, por una vez.

Su puntería era envidiable, muy poca gente lo sabía. Pillaría al intruso desprevenido y no fallaría. Lo tenía claro. El pulso no le temblaría como lo estaba haciendo en ese instante.

Miró a la puerta y escuchó atenta. Esperaba la llegada del sonido de los pasos que deberían hundirse en la nieve recién caída del primer día de marzo.

Podía conseguirlo.

Ella era la princesa Nadiezhda Khilkova, hija del príncipe Aleksandr Volkonsky, hermana del teniente primero de infantería Nikolay Volkonsky. La esposa del príncipe Yuri Khilkov. Heredera de un apellido centenario, descendiente de valerosos rusos. Sus antepasados observaban y amparaban sus decisiones.

Apretó el Colt entre las manos y apuntó. Cada lágrima y gota de sudor derramada, los días perdidos, apestando y dolorida, se condensaban en esa bala, en ese dedo a punto de presionar el gatillo.

Iba a hacerlo.

No dudaría.

Mataría a ese malnacido.

la_promesa_de_los_abedules-3

Capítulo 1

Septiembre de 1880

Yuri llegaba tarde y se odiaba por ello. Sentía el reloj de bolsillo palpitando con cada avance de las manecillas junto a su corazón. Había sido un regalo de su padre antes de partir hacia la ciudad que lo vio nacer. Los años la habían hecho irreconocible. No recordaba que las calles fueran tan estrechas, ni frías, ni tampoco húmedas. En su pasado, San Petersburgo estaba llena de luz; rosa pálido en primavera, anaranjada en verano, oro bruñido otoñal y brillante blanco en invierno. Claro que los colores de su niñez se veían ensombrecidos por los acontecimientos recientes, y una pátina gris cubría cada detalle que pudiera traerle hermosos recuerdos. No, Yuri no se sentía lo feliz que la situación requería, y el hecho de su tardía presentación solo ensombreció más su rostro en cuanto entró en el restaurante del Grand Hotel L’Europe.

—¡Yura!

Los sonidos del local disminuyeron de golpe cuando escuchó el diminutivo de su nombre. Muy pocas personas le llamaban así. El resto de los comensales se quedaron observando al escandaloso hombre que, sin previo aviso, se incorporó de la mesa dispuesta para la cena y se acercó apresuradamente hacia el recién llegado. Yuri se dejó abrazar y besar efusivamente en cada mejilla.

—Príncipe Yuri Mikhailovich Khilkov —dijo de manera ceremoniosa e hizo una sutil reverencia.

—Conde Lev Sergerievich Golitsin —lo imitó Yuri, que no pudo aguantar tanta formalidad y volvió a abrazarle—. ¡Lev, maldito bribón!

—Cuidado con ese lenguaje. Parece que los americanos te han arrebatado la elegancia eslava y también el sentido del gusto —le recriminó, y tiró con suavidad del vello color cobrizo de su mentón—. ¿A qué viene esa barba tan poblada? ¿Acaso quieres esconderte de tus viejos amigos?

—¿Yo? ¿Ocultarme? —preguntó de forma retórica y soltó una carcajada que sobresaltó a los clientes de las mesas más próximas—. Sabes que no es mi estilo, querido amigo.

—No, en absoluto —le siguió el juego Lev y le cogió del brazo para llevarlo hasta la mesa que tenían reservada—. Vamos, tenemos que beber, comer y hablar. Hace demasiado que no celebramos ninguna de estas cosas juntos.

Yuri se dejó arrastrar por el entusiasmo de su amigo. Entregó el abrigo al camarero que, torpemente, se acercó para ofrecerles las cartas del menú. Por su expresión, era evidente que la clientela habitual no era tan ruidosa como los recién llegados. Se sentaron el uno frente al otro y se dedicaron un segundo a reconocerse mutuamente, como si necesitaran confirmar que tras aquella expresión y mirada de adulto todavía se guarecían los niños que habían compartido horas de juego y miles de cartas de sueños e ilusiones infantiles, convertidas después en las fantasías de un par de adolescentes y, finalmente, en dos hombres considerados parte importante de la alta sociedad rusa, al menos según su título nobiliario.

Aunque Lev y él eran de la misma estatura, el diferente estilo de vida del conde lo había moldeado para adaptarse con facilidad al decorado de las cenas de etiqueta y los bailes de salón. Su esbelta figura estaba hecha a medida para el traje, ceñido y de corte europeo, con el chaleco verde esmeralda que hacía juego con sus ojos y realzaba su tono pálido de piel.

La levita, gris oscuro, lo hacía parecer más delgado, pero con port

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos