A un canalla indomable no se le puede atrapar (Los Birdwhistle 3)

Hollie Deschanel

Fragmento

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Capítulo 1

Londres, primavera de 1840.

Las noches de cartas eran las peores. Estaba comprobado que siempre se formaba algún revuelo o alguien se marchaba sin pagar y, en consecuencia, se lo debía perseguir por los callejones más oscuros, sucios y malolientes de Londres para que se hiciera cargo de la deuda o terminase inconsciente. Cualquiera de las dos opciones era factible si te metías con la gente equivocada, por supuesto.

Si le preguntaban a Jude, él prefería mantenerse al margen y colaborar lo justo. ¿Quién lo necesitaba, después de todo, si nadie sabía que él dirigía aquel club desde hacía algunos años? Su juventud no había sido como las demás, llenas de normas, fiestas, estudios... Para él, lo verdaderamente interesante de la sociedad, lo que le reportaba cierta satisfacción, se encontraba allí, entre aquellas paredes. Y se esforzaba por mantenerlo, sin importar el precio por pagar.

No era como si sus manos estuvieran limpias.

Esa noche, un miércoles insípido donde los hubiera, y tras haberse negado a pasarse por uno de esos estúpidos bailes de salón donde las jovencitas casaderas buscaban marido, se dedicó a limpiar su baraja de cartas favorita mientras escuchaba con atención a sus socios. Porque Jude no tenía amigos, sino compañeros de aventuras que le protegían las espaldas a cambio de una pequeña fortuna mensual. Y, como la noche nunca descansaba, los rumores sobrevolaban su cabeza igual que una nube a punto de desatar la tormenta.

—Dicen que lord Harry Bennett ha palmado bastante dinero esta noche —comentó Raven, su mano derecha, totalmente de espaldas a la sala y con la vista fija en la bala que siempre movía entre los dedos—. Es probable que se arrastre hasta aquí en busca de un préstamo.

Los ojos castaños de Jude brillaron con interés. Esas sí eran buenas noticias, y no que la hija de no sé qué marqués quisiera conocerlo.

—¿Qué tierras le quedan? No es la primera vez que pierde alguna por no pagar a tiempo.

—Es un viejo zorro inútil que no logra ver lo malo que es jugando a las cartas, pero su padre le dejó una enorme fortuna y unas cuantas casas y tierras prósperas que no se anima a poner a la venta. Quizá, podamos pedirle esa casa que tiene al norte. Montar un club allí haría las delicias de los vecinos.

—No la pondrá en garantía. Es torpe, sí, pero no imbécil. Supo sacarles partido a sus tierras hace un par de años, y ahora sobrevive gracias a eso. Me interesan más algunas de las que tiene cerca del ducado de mi hermano. —Jude apartó el trapo con el que sacaba brillo a su carta, y observó a su amigo—. Ese estúpido de Cavendish aún pulula por ahí, libre, y quiero que vigilen a mi familia. No me sorprendería que se arriesgase a dar el golpe final.

—¿Entonces? —preguntó Raven, meciendo la bala, que nunca disparaba, entre las falanges—. ¿Le pido alguna de las que mantiene al sur?

Jude asintió con la cabeza.

Allí acudían un montón de caballeros que le suplicaban ayuda. No a él, claro, porque no lo conocían. Todos pensaban que el dueño era Raven, mientras él se escondía en la parte de atrás. Movía los hilos y se encargaba de cobrar cualquier deuda antes de que se cumpliera el plazo. Y, si vencía... Bueno, las consecuencias no eran agradables para nadie.

Cada semana, aguardaba al nuevo incauto que pactara con ellos un adelanto. Entregaban algo de valor y, a cambio, le ofrecían una buena cantidad. En caso de no pagar, se quedaban con la casa, el carruaje, las tierras... Cualquier cosa de valor que hubiese ofrecido. Fue así como logró levantar aquel club y mantener a todos sus hombres, el traslado de mercancías, como eran el tabaco y el whisky, y las muchachas que algunas veces alegraban a sus invitados. Aunque esas noches costaban más.

Nadie conocía su sucio secreto. Se había encargado de aparentar ser un hombre normal y corriente, aburrido incluso, a ojos de la sociedad. Después, al caer la noche, él se sentaba en su sillón favorito y observaba a través del cristal cómo los demás perdían el dinero y la dignidad. Juegos de cartas, alcohol, boxeo ilegal, carreras amañadas... Todo valía mientras el dinero entrase a raudales.

Por más que lo intentara, Jude no era de la clase de hombres que valían para llevar una vida tranquila y familiar. Eso se lo dejaba a sus hermanos, ya casados y con un hogar al que regresar. El hecho de que una mujer pretendiera aferrarse a él le provocaba náuseas. Respetaba a quien le agradase, pero Jude necesitaba emoción, sentir la adrenalina que le recorría el sistema a medida que los demás lo felicitaban en secreto por su buen trabajo.

Aunque en los bajos fondos operaban muchos grupos (a cada cual más peligroso), él era el príncipe. Y solo respetaba a aquel a quien llamaban rey y manejaba asuntos mucho más turbios. No se molestaban entre sí, ni le robaban potenciales clientes al otro. Siempre y cuando se comportasen, las cosas iban bien. El problema eran los demás: ratas callejeras que se pensaban que todo eso era un asunto de críos. Algo tan fácil que hasta un infante lo podía hacer.

Menos mal que Jude contaba con un grupo de hombres de su total confianza y lo prevenían en cuanto se montaba algún revuelo. Como esa noche.

—¿Y ahora qué ocurre? —lanzó la pregunta al aire, hastiado de los gritos provenientes de la sala de abajo—. ¿No son capaces de mantener el control?

—Voy a ver qué pasa.

—Te acompaño.

Ambos hombres bajaron. Jude lo hizo con la cara tapada por uno de esos antifaces que lo protegían de cualquier pregunta incómoda. Se detuvieron a tiempo para no recibir el impacto de una botella que se les estrelló a solo unos centímetros de las cabezas.

En medio de la sala, donde las mesas se acumulaban —al igual que las sillas, y un montón de vasos rotos—, dos hombres se enzarzaban en una discusión acalorada mientras dos de sus taberneros forcejeaban por alejarlos. Pero no era suficiente, porque enseguida se unieron unos cuantos tipejos más, vestidos con ropas que distaban mucho de ser a medida, como la de los vizcondes o marqueses que acudían allí, y se lanzaron sobre ellos con la idea de tumbarlos.

Demasiado ruido y demasiado alcohol flotaban en el ambiente. Jude chasqueó la lengua. No solían ocurrir ese tipo de cosas tan a menudo como uno pudiera pensar, pero seguían siendo un asunto desagradable. Sobre todo, si destrozaban su mobiliario.

—A ver, ¿qué ocurre? —Alzó la voz por encima de los demás, seguro de que se detendrían unos segundos a fin de escucharlo.

Y así fue. La palabra de Jude ya era más que conocida por todos aquellos bribones y malnacidos que perdían sus sueldos o fortunas entre esas paredes y, como no fue de esperar, se frenaron casi de golpe.

—Ese malnacido ha hecho trampas —dijo uno de los tipos que era sostenido por Robert, uno de los encargados de servir copas en el club—. Lleva toda la maldita noche escondiéndose las cartas bajo la

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