Cuentos de brujas a medianoche

Enid Blyton

Fragmento

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Sabiondo era un mago muy poderoso. Lo sabía casi todo y había viajado a todos los países bañados por el sol y la luna. Había conocido a brujas y hadas, encantadores y hechiceros, y nunca había encontrado a nadie más sabio que él.

Así que se volvió arrogante y fanfarrón. Se construyó un maravilloso palacio en el mismísimo centro del País de las Hadas, y allí se dedicaba a lanzar sus conjuros y hacer sus hechizos mágicos. Nubes de encantamientos siempre flotaban sobre las torres más altas y, cuando oscurecía, los duendecillos se escabullían a toda prisa muertos de miedo.

No muy lejos de allí se encontraba el palacio del rey y la reina del País de las Hadas. No les gustaba en absoluto que un mago se hubiera instalado tan cerca de ellos, pero no podían evitarlo.

Un día, Sabiondo decidió dar una magnífica fiesta e invitó a todas las brujas, hechiceros y magos del mundo. No tenía derecho a hacerlo, porque en el País de las Hadas no se permitía dar fiestas a menos que Titania, la reina, lo autorizara. ¡Sin embargo a Sabiondo aquello no le importaba lo más mínimo!

Así que se enviaron las invitaciones. Esta era una de ellas:

EL MAGNÍFICO MAGO SABIONDO

TIENE EL HONOR DE INVITAR A

LA BRUJA OJOVERDE

A LA FIESTA QUE TENDRÁ LUGAR EN SU PALACIO.

(ATUENDO DEPORTIVO)

—¿Qué tipo de deportes va a haber? —se preguntaban todos—. No existe hechicero ni bruja al que se le dé bien saltar o hacer carreras. Seguro que no es eso.

Y no lo era. Los deportes que Sabiondo tenía en mente iban a ser muy distintos. Se trataba de una competición de magia. Quería demostrar a todo el mundo lo hábil que era y ganar todos los premios.

El rey y la reina estaban preocupados por la fiesta. No les apetecía nada de nada que todas esas brujas y hechiceros se pasearan por el País de las Hadas porque, como ya sabréis, no hay muchas ni muchos que sean buenos. Así que los dos se dispusieron a trazar un plan.

Después de haber pensado un buen rato, llegaron a la conclusión de que no podían detener la fiesta. Pero resolvieron que enviarían a alguien para que vigilara todo lo que en ella ocurría y se lo contara a la vuelta.

—Enviaremos a Puntillas, el elfo —decidieron—. Le encantan las fiestas y es muy listo. Se fijará en todo.

Así que mandaron a buscar a Puntillas, el elfo, y le dieron instrucciones. Puntillas estaba encantado, tanto que no dejaba de aplaudir.

—¡Qué divertido! ¡Qué divertido! —exclamó—. ¡Voy a hacer que el viejo Sabiondo crea que soy el mejor mago del mundo!

—Querido Puntillas, olvidas lo peligrosa que es la misión que te encomendamos —dijo la reina—. Si te descubren, ¡puede que te hagan desaparecer y que nunca más se sepa de ti!

—Correré el riesgo —afirmó Puntillas.

Pero ya no aplaudía y había adoptado un aire meditabundo.

Llegó el gran día, y con él, todos los invitados del mago Sabiondo. ¡Deberíais haberlos visto! La mayoría de las brujas vinieron en escobas, vistosamente decoradas con lazos en honor a la fiesta.

Cubierta Los hechiceros escogieron todo tipo de medios para llegar. Algunos vinieron a lomos de águilas, y otros, sobre nubes rosadas. Algunos se presentaron en carrozas doradas de las que tiraban sus trasgos esclavos, y otros hicieron que los trajera el viento. Uno de ellos llegó al palacio sin que nadie lo viera y, de repente, se plantó con un fogonazo justo al lado de Sabiondo, que se encontraba en lo alto de la escalinata recibiendo a sus huéspedes. El mago, indignado, lanzó al hechicero una mirada llena de enojo.

—¡Qué maleducado! ¡Qué maleducado! —exclamó.

¿Y Puntillas, el elfo? Pues decidió hacerse pasar por un mago de tres al cuarto y llegar a pie, pues no deseaba que Sabiondo se fijara en él y descubriera que no lo había invitado.

Así que aquella tarde, Puntillas, con un gran sombrero puntiagudo y una túnica que le llegaba hasta los pies, se acercó sin llamar la atención hasta la entrada del palacio y, como llovía, se quitó las botas en el vestíbulo. Acto seguido, subió las escaleras y le estrechó la mano a Sabiondo. El mago no le prestó mucha atención porque, justo detrás de Puntillas, había una bruja muy famosa que tenía ojos tanto en la cara como en el cogote, y Sabiondo ansiaba conocerla.

Poco después sirvieron el té. Fue una merienda maravillosa. En la mesa no había nada, excepto fuentes, platos y vasos vacíos, tenedores, cuchillos y cucharas. Sabiondo se sentó a la cabecera y pidió silencio.

—Lo único que tenéis que hacer es pedir lo que os apetezca. Lo he dispuesto todo para que aparezca —anunció.

¡Oh, cielos! ¡Deberíais haber visto todo lo que apareció cuando los invitados empezaron a formular sus deseos!

Un pastel de chocolate tan grande como un tonel se manifestó en el centro; una gelatina roja, blanca y amarilla apareció a un lado, y un pudin de almendras blanco en forma de casa en el otro. ¡Era maravilloso!

Empezaron a caer sándwiches por doquier, y los helados de fresa saltaron sobre los platos vacíos. Una bruja a la que le encantaban las cebollas encurtidas pidió un tarro grande, y este apareció justo enfrente de ella. Pero como el hechicero a su lado no podía soportar las cebollas, desaparecieron igual de rápido, porque ¡deseó al instante que se esfumaran!

La bruja las pidió de nuevo y Puntillas, que estaba justo delante de ellos, soltó una risita cuando volvieron a desaparecer.

Como estaba hambriento, también formuló un deseo y se alegró al ver que un pastel de jengibre y un bollo de crema aparecían en su plato, uno al lado del otro.

Después de merendar, todos los invitados se dirigieron hacia el gran salón, donde tendrían lugar las competiciones.

Primero, se llevó a cabo una prueba para ver quién era el más hábil transformándose en algo. Puntillas se asustó un poco, sobre todo, cuando una bruja que estaba cerca de él se convirtió de repente en un gato enorme y le arañó la pierna.

«No debería estar aquí —pensó Puntillas—. Pronto será mi turno, y como no sé hacer este tipo de magia, no podré transformarme en nada. Será mejor que me esconda».

Así que se deslizó detrás de una cortina y observó la fiesta a través de un pequeño agujero que había hecho con su cortaplumas.

Dragones y unicornios, leones y tigres, escarabajos y osos, todos brincaban y saltaban por el salón, y después se convertían de nuevo en brujas y magos. Sabiondo les dirigió una mirada llena de desprecio, murmuró unas palabras mágicas y, a con

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