Cartas a mi madre

Sylvia Plath

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

En respuesta a la avalancha de preguntas que han llovido sobre mí desde la publicación de los poemas de Sylvia recogidos en el libro Ariel y de su novela La campana de cristal, me he decidido a publicar una parte de la correspondencia íntima que mantuvo con su familia a partir de la fecha de su ingreso en el Smith College.

Quizá parezca extraordinario que una persona que murió a los treinta y un años dejase 696 cartas a su familia, escritas entre 1950, año en que inició sus estudios universitarios, y principios de febrero de 1963, cuando murió. Pero en esa época las conferencias telefónicas eran un lujo que no podíamos permitirnos y a Sylvia le encantaba escribir, tanto es así que durante ese mismo período dio al traste con tres máquinas de escribir.

Durante todos aquellos años yo soñaba con entregarle un día su enorme paquete de cartas. Tenía la intuición de que podría utilizarlas en sus relatos o en una novela, y que le permitirían volver a verse en las diversas fases de su evolución personal, saborear de nuevo los momentos de alegría y triunfo, y calibrar con mayor claridad los de tristeza y temor.

Junto con las cartas dirigidas a su hermano Warren y a mí, he incluido su correspondencia con Olive Higgins Prouty (la escritora), ya difunta, dado el vínculo muy especial que existió entre ella y Sylvia. La señora Prouty no fue solo la benefactora cuya donación hizo posible que Sylvia estudiara en Smith; también fue su amiga y acudió en su ayuda cuando Sylvia sufrió una depresión en 1953. Entre ellas surgió una fascinación mutua a medida que se iba consolidando su relación. Ya casada y con su carrera literaria bien encarrilada, Sylvia se refería a la señora Prouty como su «madre literaria», con quien podía hablar de todo con plena confianza y libertad.

Dado que, en el conjunto de su prosa y su poesía, Sylvia fusionó en algunos momentos partes de mi vida con la suya, me ha parecido importante iniciar un relato de sus primeros años con una descripción de las decisiones cruciales y las influencias decisivas que marcaron mi propia vida. Como es frecuente en las familias con raíces europeas (las nuestras eran austriacas), durante mi infancia y mi primera adolescencia fue mi padre quien tomaba todas las decisiones importantes. Pero a principios de los años veinte, cuando nuestra familia sufrió una debacle financiera a causa de unas inversiones imprudentes en la bolsa, mi padre, desazonado por ese error tan humano del cual se culpaba injustamente, cedió las riendas a mi madre, hasta el extremo de que mi hermana, cinco años menor que yo, y mi hermano pequeño, con quien me llevo trece años, crecieron en un matriarcado. Aun así, tuvimos una vida familiar apacible y llena de afecto y yo acabé dando por sentado que todos los matrimonios eran como el de mis padres.

Mis dos hijos siempre me pedían que les hablase «de los viejos tiempos cuando tú eras niña» y había compartido con ellos el recuerdo inolvidable de mi primer día en la escuela. Aunque mi padre hablaba cuatro lenguas y había vivido dos años en Inglaterra antes de emigrar a Estados Unidos, él y mi madre hablaban en alemán en casa. Al no tener cerca otros niños con quienes poder jugar, yo también hablaba solo alemán. Les conté a mis hijos cuán desplazada me sentí aquel día durante el recreo, sola en un rincón del patio, escuchando atentamente lo que los demás se decían a gritos. Las dos palabras que oí más a menudo fueron «¡Cállate!», y cuando regresé a casa al finalizar la jornada escolar y me encontré con mi padre, respondí muy satisfecha a su saludo con un sonoro «¡Cállate!». Todavía recuerdo su cara encendida. Me tumbó sobre sus rodillas y me dio varios azotes en el trasero. Llorando a moco tendido por esa injusticia, le pregunté balbuceando: «Aber was bedeutet das, Papa? Was bedeutet das?» («¿Qué significa eso?»). Entonces comprendió que yo desconocía el significado de esa palabra y, muy compungido, me abrazó y me pidió que le perdonara. Fue mi primera y última azotaina.

A partir de aquel día, siempre hablamos en inglés en casa. Mis padres me compraron todos los libros que usábamos en la escuela y mi madre y yo estudiábamos juntas con mi padre como profesor. Al finalizar el curso, en el mes de junio, me concedieron una «doble promoción» que me permitía pasar del primero al tercer curso; una gran alegría para mí, pues significaba dejar atrás a quienes se habían burlado tanto de mis errores de pronunciación iniciales.

El relato de mis primeros años en un vecindario primordialmente irlandés e italiano en Winthrop, Massachusetts, durante la Primera Guerra Mundial despertó tal vez el interés de Sylvia por los grupos minoritarios. Aunque mi padre adquirió la nacionalidad estadounidense tan pronto como le fue posible acceder a ese privilegio, nuestro apellido, Schober, con su sonido alemán, provocó el rechazo de la «pandilla» del barrio. Me llamaban «cara de espía» y una vez me empujaron al subir al autobús escolar y caí al suelo mientras el conductor arrancaba mirando fijamente al frente.

Esa discriminación me parecía del todo injusta, tanto en mi caso como en el de mis padres, que eran fervientes conversos a la causa de la democracia estadounidense. Tenían una fe absoluta en todas las palabras que había escrito o pronunciado en algún momento su ídolo, Theodore Roosevelt, y por él votaron a los candidatos republicanos durante toda su vida. El apoyo que recibía en casa y también los buenos resultados escolares compensaban las experiencias desagradables vividas fuera; y los juegos en familia, los paseos, las visitas dominicales al Museo de Bellas Artes o a la familia de mi tío paterno en Jamaica Plain endulzaron mi infancia.

También encontré un refugio absoluto en los relatos edulcorados de aquel tiempo, en los que los pobres y virtuosos siempre acababan prevaleciendo. Todavía conservo un ejemplar de Mujercitas con anotaciones de la propia Louisa May Alcott (que una descendiente de la familia Alcott le dio a mi padre para mí), desgastado por el uso y que en gran parte me sabía de memoria. Leí hasta el último cuento de Horatio Alger, las novelas cortas de Harold Bell Wright, Gene Stratton Porter y todas las novelas históricas románticas que pude encontrar en la biblioteca pública.

En mi primer año en el instituto de secundaria, tuve la gran suerte de tener una profesora de inglés inspiradora que mejoró mis gustos literarios. A partir de entonces, la poesía de Emily Dickinson fue mi nueva biblia; las novelas de Scott, Dickens, Thackeray, Eliot, las Brontë, Jane Austen, Thomas Hardy, Galsworthy, Cooper, Hawthorne, Melville y Henry James, todo el mundo de la prosa y la poesía norteamericana e inglesa se abrieron ante mí y me insuflaron un ansia de leer y leer. Vivía en un mundo de fantasía, con un libro escondido debajo del colchón de cada una de las camas que me tocaba hacer a diario y uno en el cesto de la ropa sucia en el baño y, cuando alguien preguntaba «¿Dónde está RiRi [mi apodo]?», la respuesta habitual de la familia era: «Oh, ya estará leyendo otra vez».

Por suerte, mi madre lo veía con muy buenos ojos y cuando estudiaba secundaria ella también leía mis libros de literatura. «Más de una podrá hacer estudios de bachillerato pagando una sola matrícula», comentaba alegremente. (Lo recordé vívidamente cuando mi hija empezó a estudiar en Smith y, a través de ella, pude ampliar mis conocimientos de literatura y arte modernos). Por mi parte, me identificaba plenamente con los personajes de un poema o un relato, y fue creciendo en mí el deseo de abrir a otras y otros jóvenes el acceso a esa maravillosa posibilidad de vivir vicariamente múltiples vidas, de enseñar.

Jamás se me ocurrió cuestionar la decisión de mi padre sobre el tipo de educación que debía recibir. Él quería que fuese una «mujer de negocios». Obedientemente, me matriculé para seguir un curso de dos años en el Colegio de Artes Prácticas y Letras de la Universidad de Boston, donde me apliqué empecinadamente al estudio de las materias troncales, mientras gozaba con las clases de historia y composición y literatura inglesa, y también con los cursos de lengua, literatura y teatro alemanes. Aceptaba todos los trabajos por horas que podía conseguir, ya que incluso el módico coste de la enseñanza en aquel tiempo para nosotros era difícil de cubrir. Había trabajado en la biblioteca pública desde los catorce años y el verano después de completar los estudios secundarios tuve mi primer empleo a jornada completa durante el verano en una compañía de seguros, mecanografiando a partir de un dictáfono aburridas cartas formularias durante ocho horas diarias cinco días y medio a la semana; una experiencia nefasta por la cual juré que ninguna hija o hijo míos tendrían que pasar.

Al acabar mis dos años de formación académica y profesional combinada, convencí a mi padre para que me permitiera ampliar otros dos años mis estudios a fin de prepararme para enseñar inglés y alemán, además de las materias de formación profesional, en centros de secundaria.

Busqué entonces puestos más interesantes para el verano: al final de mi primer año (1927), trabajé para un profesor del Massachusetts Institute of Technology que había redactado un manuscrito en alemán donde estudiaba los nuevos principios de la mecánica de suelos. Como él tenía una fecha de entrega que cumplir, a menudo me veía obligada a trabajar hasta la tarde, así que con frecuencia comíamos juntos antes de que yo saliese de Boston para ir a casa. Fue durante esas comidas que escuché, fascinada, sus relatos de viajes y apasionantes aventuras, totalmente convencida de que estaba ante un genio tanto de las artes como de las ciencias. Salía de allí con mi cuaderno lleno de listas de nuevas lecturas que me conducirían al teatro griego, a la literatura rusa, a la obra de Hermann Hesse, a la poesía de Rainer Maria Rilke y a los textos de los grandes filósofos. Esta experiencia me marcó para el resto de mi vida, porque me di cuenta de hasta qué punto era pequeño el mundo en el que vivía y de que el autoaprendizaje podía y debía ser una maravillosa aventura para toda mi vida. Fue el comienzo de mi sueño sobre la educación ideal para los niños que algún día esperaba tener.

En 1929, después de pasar un año dando clases de inglés en la escuela secundaria de Melrose, Massachusetts, tarea a la cual me incorporé inmediatamente después de licenciarme por la Universidad de Boston, decidí volver a la universidad para obtener un Master of Arts en filología inglesa y alemana. En el momento de escoger mi programa de créditos tuve noticia de que el doctor Otto Emil Plath daba el curso de Alto Alemán Medio al que yo quería asistir. Le había conocido, tiempo atrás, en una reunión del Club Alemán y sabía que, si bien su principal interés se centraba en la biología y ciencias afines, también era un prestigioso lingüista, y el único miembro de la Facultad de Letras que impartía esa asignatura concreta. El doctor Plath me recibió cordialmente. Me pareció un hombre atractivo, con sus ojos azules extraordinariamente despiertos y su tez clara y curtida. Cuando le planteé el tema del Alto Alemán Medio me dijo que estaría encantado de impartir la asignatura, pero que tenía que contar con una matriculación mínima de diez alumnos. Me ofrecí a responsabilizarme de hablar con todos los alumnos interesados en el tema que conociera, y a principios del primer semestre ya había quince ins­critos.

Recuerdo claramente el último día de clase en la universidad, porque cuando acudí a despedirme de mis profesores, el doctor Plath, que en aquel momento estaba solo en el despacho del Departamento de Alemán, jugueteó unos instantes con una pluma que tenía encima de la mesa y luego, sin mirarme, me dijo que el profesor Joseph Haskell y su esposa Josephine (ambos habían sido profesores míos durante mis años de estudiante) le habían invitado a pasar aquel fin de semana en su casa de campo y habían insistido para que llevase alguna amiga consigo. Luego añadió que estaría muy agradecido si yo accedía a acompañarle. La invitación me pilló completamente por sorpresa, pero la señora Haskell se había convertido entretanto en una buena amiga, yo tenía ganas de distraerme un poco y el plan prometía ser, cuando menos, interesante.

Durante aquel fin de semana descubrí muchas cosas sobre Otto Plath. Era capaz de mostrarse espontáneo y ameno, y desde luego me manifestó una gran confianza. Me dejó asombrada al revelarme que se había casado hacía más de catorce años, aunque él y su mujer se habían separado al poco tiempo y hacía trece años que no la veía. Sin duda no tendría la menor dificultad para obtener el divorcio si se decidía a establecer una relación seria con alguna joven. En su opinión, mi tesis para el máster en Humanidades revelaba que teníamos muchos puntos en común y añadió que le gustaría mucho conocerme mejor. Le respondí que había aceptado un trabajo como directora administrativa de dos campamentos hermanados para niños necesitados en Pine Bush, Nueva York, durante todo el verano, pero que estaría encantada de mantener correspondencia con él y me gustaría volver a verle en otoño. En la voluminosa correspondencia que mantuvimos a continuación, me ofreció un breve relato de su vida, del cual recuerdo lo siguiente:

Otto Plath se crio en la ciudad alemana de Grabow (situada en el Corredor polaco), donde hablaba alemán y polaco y estudiaba francés en la escuela. Su documentación indicaba que su nacionalidad era incierta. Me dijo que sus padres eran alemanes, pero tenía una abuela polaca.

Su padre era un buen mecánico y trabajaba como forjador. (Me lo contó cuando el padre se trasladó a Estados Unidos, años después de la llegada de su hijo al país, y obtuvo una concesión sobre una finca en Oregón, donde perfeccionó la cosechadora McCormick con algunas mejoras que fueron aplicadas). De niño, en Alemania, la afición de Otto por los dulces y la imposibilidad de conseguir dinero para comprar caramelos le llevaron a observar los lugares donde anidaban los abejorros. Descubrió que solían instalarse en el nido abandonado de algún roedor. Al principio, arriesgándose a sufrir alguna picadura, veía cómo en las mañanas soleadas aparecían emergiendo de un punto concreto del prado, más fácil de localizar cuando la zona ya había sido segada. Cuando los insectos ya habían volado, introducía una larga paja hueca en el nido subterráneo y succionaba la miel «silvestre». Más adelante, se aventuró a trasladar esas colonias de abejorros a cajas de cigarros que conservaba en el jardín familiar, lo cual le permitía tener acceso a una reserva constante de miel. Su pericia le valió el apodo de Bienenkönig («rey de las abejas») entre sus coetáneos. Ese fue el origen de un interés permanente por la entomología.

Los abuelos de Otto habían emigrado a Estados Unidos, donde residían en una pequeña granja en Watertown, en el estado de Wisconsin. Al tener noticia de que su nieto era un alumno destacado en todas las asignaturas, se ofrecieron a pagarle los estudios en el North­western College, en Wisconsin, con la condición de que prometiese prepararse luego para ejercer como pastor luterano. La oportunidad resultaba deslumbrante: además de tener acceso a una educación superior que en Alemania habría estado fuera del alcance de un muchacho de su condición, se libraría del servicio militar, una perspectiva que le horrorizaba pues ya era un pacifista convencido. Con dieciséis años llegó a Nueva York, donde un tío regentaba una tienda de comestibles y venta de licores de su propiedad. Otto vivió durante un año con esa familia y obtuvo permiso para asistir como oyente a clases en una escuela graduada con objeto de aprender inglés aplicado a todas las materias. Cuando consideraba que ya dominaba el vocabulario de un curso pasaba al curso superior y en el plazo de un año había completado los ocho cursos, mientras trabajaba en el negocio de su tío después de clases. Como resultado llegó a hablar inglés sin trazas de acento extranjero.

La resistencia de Otto a vender un vino que costaba más cuando se presentaba en una botella especial que cuando esta era más sencilla dio pie a que, cuando el muchacho se disponía a trasladarse a Wisconsin, el tío les escribiera a sus padres: «Otto es un buen chico, pero un mal negociante».

Las buenas calificaciones que obtuvo Otto en el Northwestern College (donde se licenció en lenguas clásicas) complacieron a sus abuelos, sin que advirtieran la influencia que estaban teniendo sus lecturas extracurriculares en la consolidación de su filosofía personal. Darwin llegó a ser su héroe y cuando Otto ingresó en el seminario luterano (en el sínodo de Missouri), se quedó pasmado al ver que todas las obras de Darwin figuraban en la lista de libros prohibidos. Peor aún, ese relativamente ingenuo recién llegado al país de los libres descubrió que la mayoría de los candidatos al ministerio jamás habían recibido una «llamada» verbal de Dios o alguna «señal» visible que les indicase que habían sido «elegidos» para predicar su Evangelio. Muy al contrario, los estudiantes, reunidos en uno de los dormitorios, comentaban las diversas e interesantes formas en que cada uno se proponía anunciar el llamado divino. Durante seis meses –«unos meses terribles de espantosas dudas y autoexamen», me dijo–, Otto hizo lo posible por adaptarse, pero solo lo consiguió de cara afuera y con eso no bastaba. Decidió que el ministerio no era lo suyo, pero en cambio, con un destello de alegría y la esperanza de contentar con ello a sus abuelos, optó por dedicarse a la enseñanza. Una profesión en la cual consideraba que podía servir a los demás y conservar su integridad siendo fiel a sí mismo.

Sin embargo, le aguardaba otra sorpresa. Sus abuelos no lo vieron de igual modo; a sus ojos, había incumplido su promesa. Si persistía en esa infame decisión, dejaría de formar parte de la familia; su nombre sería borrado de la Biblia familiar. Y así fue. Pasó el resto de su vida a solas. Cuando sus padres, sus tres hermanos y sus dos hermanas se trasladaron a Estados Unidos, solo les hizo alguna visita, y cuando nos casamos los padres habían muerto y no mantenía ningún contacto con sus hermanos y hermanas. (Aun así, su hermana menor, Frieda Heinrichs, cuyo nombre lleva la hija de Sylvia, me escribió justo después de nuestro matrimonio y mantuvimos una correspondencia regular hasta su fallecimiento, en 1966).

A partir del otoño de 1930, la amistad entre Otto y yo fue creciendo y se hizo más profunda. Muchos fines de semana íbamos de excursión a las Blue Hills, al Arnold Arboretum o a la Fells Reservation. El mundo de la ornitología y de la entomología comenzó a abrirse para mí y empezamos a idear proyectos, compartidos, de dedicarnos al estudio de la naturaleza, a viajar y a escribir. «La evolución del cuidado parental en el mundo animal» era nuestro proyecto más ambicioso, en el que pensábamos embarcarnos una vez logradas otras metas más modestas y después de crear una familia con dos hijos por lo menos. En esa época logré interesar a Otto en las espléndidas obras que se representaban en el Boston Repertory Theatre –Ibsen, Shaw y piezas modernas del momento– y conseguí que compartiese mi entusiasmo por la literatura. Me dediqué con gusto a dar clases de alemán y de inglés en la escuela secundaria de Brookline hasta que en enero de 1932 nos casamos en Carson City, Nevada. A partir de entonces, plegándome a los deseos de mi marido, me dediqué enteramente al hogar.

Otto y yo queríamos tener familia cuanto antes, y él tenía la esperanza de que primero naciese una niña. «Las niñas suelen ser más cariñosas», decía. Tan pronto supe que estaba embarazada, empecé a leer libros sobre crianza y educación infantil. Estaba totalmente imbuida del deseo de ser una buena esposa y una buena madre. A la hora de cenar comentábamos las diversas teorías pedagógicas, a veces contrapuestas. De haber sido partidaria de la rigidez en la educación de los hijos, mi marido, que creía firmemente en la necesidad de favorecer el desarrollo natural de la infancia, se habría enfrentado rotundamente conmigo. Me hablaba sin cesar de sus recuerdos del sistema educativo aplicado por su madre (Otto era el mayor de seis hermanos). Amamanté a mis hijos «a demanda» dejando que su apetito marcase el ritmo de las tetadas –método que actualmente se acepta como avanzado, pero que en los años treinta se tachaba de anticuado– aunque nunca llegué a confesarlo ante mis coetáneas que seguían al pie de la letra las instrucciones mecanografiadas de sus pediatras. Mecí y acaricié a mis dos hijos, les canté, les conté cuentos y les cogí en brazos cuando lloraban.

Sylvia nació el 27 de octubre de 1932, un saludable bebé de casi cuatro kilos. Durante el almuerzo, su padre dijo a sus colegas: «Solo deseo otra cosa de la vida: un hijo, para dentro de dos años y medio». Warren nació el 27 de abril de 1935, con solo dos horas de diferencia sobre lo previsto, y Otto recibió las felicitaciones de sus colegas como «el hombre que consigue lo que quiere en el momento que él ha decidido».

Otto disfrutaba enormemente observando el desarrollo de su hija desde su perspectiva de padre y de científico. Quedó encantado cuando, a los seis meses de edad, acercó la niña a una cuerda suspendida de las cañas del porche y sus pies se asieron a ella como si fueran manos; Otto lo interpretó como una prueba del proceso evolutivo seguido por el hombre y de la pérdida progresiva de flexibilidad sufrida desde que empezó a usar calzado y a utilizar los pies solo para andar.

Durante el primer año y medio de nuestro matrimonio la tesis doctoral de mi marido se amplió hasta convertirse en un libro. La editorial Macmillan la publicó en 1934 con el título Bumblebees and Their Ways. En 1933 le invitaron a escribir un estudio sobre las «sociedades de insectos» que se publicó como el cuarto capítulo de un manual de psicología social.[1] Trabajamos juntos en su redacción: mi marido hacía un primer esbozo de cada apartado, con una lista de los autores y los textos que utilizaría como referencia (sesenta y nueve en total), y yo me encargaba de leerlos y tomar notas siguiendo las pautas indicadas para redactar un primer borrador. A partir de ahí, él reescribía el texto y añadía sus propias notas. Después me pasaba el manuscrito para que le diera la forma definitiva que iría a la imprenta. Llegados a ese punto, yo tenía la impresión de haber completado un intenso y fascinante curso de entomología.

El cuarto donde Otto había instalado su estudio en nuestro apartamento, encarado al norte, pronto le resultó demasiado sombrío y decidió trasladar todos los materiales que necesitaba para escribir el texto sobre las «sociedades de insectos» al comedor, donde permanecieron durante casi un año. Los más de setenta libros de la bibliografía quedaron alineados sobre el aparador y la mesa se convirtió en su escritorio. ¡Ningún papel ni ningún libro debían moverse de sitio! Dibujé un plano de su distribución y me las ingenié para celebrar alguna cena con mis amigas el día de la semana en que mi marido daba un curso nocturno en Harvard, cuidando de devolver correctamente cada cosa a su sitio antes de que regresara.

Nuestra vida social como pareja era casi inexistente. Mis sueños de tener las «puertas abiertas» para los alumnos y recibir con frecuencia visitas de las buenas amistades que teníamos entre el profesorado de la facultad no se hicieron realidad. Durante nuestro primer año de casados, todas nuestras energías tuvieron que estar dedicadas al LIBRO. Tras el nacimiento de Sylvia, le tocó el turno al CAPÍTULO. Por suerte, mis padres eran bienvenidos y durante el verano previo al nacimiento de Sylvia y el siguiente alquilaron su casa de Winthrop y se vinieron a vivir con nosotros.

Sylvia cogió un gran apego al abuelito desde el primer momento y fue su mayor alegría. Él la llevaba en su cochecito hasta el Arnold Arboretum mientras Otto y yo trabajábamos en el texto sobre las «sociedades de insectos» y papá y mamá animaron con su sentido del humor, su afecto y sus risas lo que de lo contrario habría sido un ambiente excesivamente académico. Sylvia, una niña sana y alegre, ocupaba el centro de atención de todos durante la mayor parte de sus horas de vigilia.

Otto insistía en hacerse cargo de todas las cuestiones económicas, incluida la compra semanal de carne, pescado y verduras en el mercado de Faneuil Hall, donde sabía que podría adquirir los mejores alimentos al precio más bajo. Aunque había llegado a Estados Unidos con solo dieciséis años, la teoría germánica que establecía que el hombre debía ser des Herr des Hauses («el señor de la casa») seguía pesándole, en contra de sus previas declaraciones a favor del moderno objetivo de un reparto de responsabilidades al cincuenta por ciento. Una actitud sin duda interiorizada y que era un reflejo de su experiencia en el hogar familiar, donde su madre, una persona más bien melancólica según su descripción, vivía abrumada por la carga del cuidado de seis criaturas y una úlcera en la pierna que nunca acababa de cicatrizar (no comprendí la trascendencia de este problema hasta el verano de 1940). Su padre, según me dijo, era un hombre enérgico, jovial, con inventiva.

La diferencia de edad (veintiún años) que nos separaba, la superior educación de Otto, los largos años vividos en dormitorios universitarios o solo, nuestra anterior relación de profesor-alumna, todo ello contribuyó a que le resultara particularmente difícil la brusca transición a una vida hogareña y familiar y acabó generando una actitud dominadora y prepotente por su parte. Jamás había vivido la libre y espontánea comunicación que caracterizaba mis relaciones con mi familia, y mis intentos de discutir las cosas abiertamente y reflexionar conjuntamente fueron en vano. Al cumplir mi primer año de casada comprendí que si quería tener paz en mi hogar –y tal era mi deseo–, no tendría más remedio que mostrarme más sumisa, aunque ello no encajase con mi inclinación natural.

El invierno de 1934-1935, cuando estaba embarazada, le dije a Sylvia que iba a tener un hermanito o una hermanita (un Warren o una Evelyn) y que quería que me ayudase a preparar las cosas para recibir al bebé. El proyecto la fascinó y un día que estaba recostada con la oreja sobre mi vientre el bebé se movió, debió alcanzar a oírlo pues se le iluminó la cara mientras exclamaba: «¡Puedo oírlo! Ha dicho: “¡Jo da! ¡Jo da!”. Eso quiere decir “¡Te quiero! ¡Te quiero!”».

Pasé una semana con Sylvia en casa de mi madre antes del parto para dejarla bien instalada allí con los abuelos a quienes conocía bien y quería mucho. Me separé de ella el 27 de abril, el mismo día en que nació Warren. Cuando le dije que ya tenía un hermanito, puso mala cara y frunció los labios: «Yo quería una Evelyn, no un Warren».

Cuando volvimos a estar toda la familia reunida, los únicos momentos difíciles se producían cuando le daba el pecho al bebé; Sylvia siempre quería sentarse en mi regazo justo en ese momento. Por suerte, coincidió con la época en que acababa de descubrir el alfabeto descifrando las letras mayúsculas inscritas sobre los envoltorios de los alimentos que teníamos en la despensa. Con gran rapidez aprendió los nombres de las letras y le enseñé el sonido de cada una. A partir de aquel momento, cada vez que le daba el pecho a Warren, ella cogía un diario, se sentaba en el suelo frente a mí e iba señalando y «leyendo» todas las mayúsculas. En su diario de infancia encontré una nota que indicaba que un día de ese mes de julio (cuando tenía dos años y nueve meses), mientras esperábamos para cruzar la calle camino del Arboretum con Warren en su cochecillo, Sylvia se quedó mirando fascinada la señal de stop y señalándola exclamó: «¡Mira, mamá! ¡Mira! P-O-T-S. Ahí dice “pots”, mamá; ¡dice “pots” [“ollas”]!».

Sylvia conservaba como un tesoro una colección de pequeñas piezas de mosaico cuadradas que le habían regalado y pasaba largos ratos formando figuras con ellas. Un sábado, yo estaba horneando un bizcocho en la cocina mientras Sylvia jugaba con ellas en la sala de estar, inusualmente silenciosa. Mi marido entró para ver qué estaba haciendo y enseguida me llamó emocionado. Me quedé atónita al ver que había reproducido claramente la silueta simplificada del Taj Mahal, que aparecía dibujada en la trama de una alfombra que teníamos en el baño, con los cuatro minaretes coronados por cúpulas al igual que el edificio central. Era una creación sin perspectiva, evidentemente, pero a nuestros ojos constituía un indicio claro del desarrollo de la memoria visual a una tierna edad.

Otto no participaba activamente en el cuidado de los niños ni jugaba con ellos, pero los quería muchísimo y estaba muy orgulloso de su atractivo y sus progresos. Un día, mientras contemplábamos a nuestros dos pequeños dormidos, comentó quedamente: «Todos los padres creen que sus hijos son estupendos. ¡Nosotros sabemos que lo son!».

Al año de nacer Warren empezó a acentuarse el carácter retraído de Otto, que cada vez se mostraba más preocupado por su salud. Y con motivo: perdía peso, sufría de tos y sinusitis crónicas, se sentía permanentemente cansado y se irritaba con facilidad ante cualquier nimiedad. Seguía dando clases –también en verano–, pero el esfuerzo le fatigaba y preparaba las lecciones y corregía los trabajos recostado en el sofá de su cuarto. Desoyendo mis súplicas y consejos y las recomendaciones de mi familia y de sus colegas, se negó a ir al médico, diciéndome que ya había diagnosticado él mismo su dolencia y que nunca estaría dispuesto a someterse a una operación. Entendí perfectamente el sentido de sus palabras, pues hacía poco que Otto había perdido a un amigo, muerto de un cáncer de pulmón tras sufrir varias operaciones.

Incluso telefoneé a mi afable médico de familia de Winthrop, donde nos habíamos mudado en 1936, y le pedí que le hiciera una visita, pero él me respondió que, dada la actitud de Otto, sería imprudente y poco ético. Yo intuía cuál era el autodiagnóstico nunca pronunciado de Otto: cáncer de pulmón.

La mudanza de Jamaica Plain a Johnson Avenue, en el centro de Winthrop, Massachusetts, en el otoño de 1936 había sido muy del agrado de los niños. Les encantaba vivir cerca de una playa y de la casa de sus abuelos en Point Shirley, a pocos kilómetros de distancia. Disfrutaban correteando por los bancos que dejaba al descubierto la marea en la bajamar, recogiendo conchas y excavando en la arena gruesa. Warren todavía era pequeño y no se alejaba de mí, pero Sylvia se iba lejos para explorar las charcas rebosantes de diminuta vida marina y en busca de rocas de tamaño apreciable sobre las cuales poder trepar.

Sin embargo, a partir de entonces empezamos a ser testigos, con el corazón destrozado, del proceso de pérdida de vigor y deterioro físico y emocional de ese hombre en otros tiempos fuerte y atractivo. Los ruegos para que se hiciese un reconocimiento médico y recabase ayuda solo conseguían exasperarlo. Procuré desdoblar nuestro hogar en dos espacios separados, uno en cada planta, cuando Otto y los niños coincidían en casa, en parte para evitar que las disputas y juegos de los niños pudiesen irritarle, pero sobre todo para que él no pudiera llegar a asustarles, pues había empezado a sufrir de vez en cuando intensos calambres espasmódicos en las piernas que le hacían gemir de dolor. Una muchacha de la localidad venía varias veces a la semana para ocuparse de la plancha y de la limpieza general de la casa y yo me encargaba de la cocina y la costura, además de procurar ayudar a mi marido en cuanto estaba en mi mano: recensionaba materiales para la puesta al día de sus clases, corregía exámenes de alemán y me ocupaba de su correspondencia.

Otto estaba decidido a continuar dando clases y, aparentemente, conseguía mostrarse a la altura y mantener el control durante esas sesiones de trabajo. Pero sus nervios lo pagaban cuando regresaba a casa; entonces a menudo se quedaba postrado en el sofá de su estudio y muchas veces tenía que servirle la cena allí.

Los días que Otto se quedaba en casa, los pasaba en su gran estudio mientras yo llevaba a los niños a la playa para que pudieran correr y gritar y jugar con sus amiguitos, David y Ruth Freeman, cuya madre, Marion, había llegado a ser mi más íntima y muy comprensiva amiga. Los señores Freeman con sus dos hijos, David, seis meses mayor que Sylvia, y Ruth, un año menor que ella, se habían mudado a ese barrio en la primavera de 1937 y enseguida hicimos amistad. Las cuatro criaturas pasaban prácticamente todo el tiempo juntas en una u otra casa; el ambiente relajado y alegre del hogar de los Freeman constituía un refugio los días de mal tiempo cuando Otto estaba en casa. Warren hacía grandes esfuerzos para seguir el ritmo de los demás, que a menudo se impacientaban con él, pero con el tiempo las discrepancias fueron disminuyendo gracias a la tenacidad del más pequeño.

Transformamos el dormitorio más amplio del segundo piso en un cuarto de juegos. Allí les contaba antes de acostarlos los cuentos que me inventaba, con el osito preferido de Warren como protagonista: «Las aventuras de Mixie Blackshort», divididas en episodios diarios que se prolongaron durante varios años. Los niños también cenaban en ese cuarto, en una mesita de madera de arce instalada frente a una gran ventana a través de la cual un día contemplamos el excitante progreso de un eclipse lunar. Allí les leí también los poemas de Eugene Field, Robert Louis Stevenson, A. A. Milne y, una y otra vez, todos aquellos incluidos en su antología favorita, Sung Under the Silver Umbrella. Las lecturas fueron avanzando hasta llegar a libros como El hobbit de Tolkien después de pasar por el hilarante Horton Hatches an Egg del Dr. Seuss. Ambos componían sus propios versos y epigramas, siguiendo el modelo de los que yo les leía.

Después de cenar y del baño, se quedaban jugando en ese cuarto mientras su padre y yo cenábamos. Luego bajaban a la sala de estar para pasar una media hora con nosotros antes de irse a la cama. Entonces Sylvia tocaba el piano para su padre o improvisaba un baile y los dos le mostraban sus dibujos y recitaban los poemas que recordaban o los versos que ellos mismos habían ideado.

La exuberante verborrea de Sylvia, que monopolizaba las conversaciones durante el almuerzo después de cada sesión en la escuela, indujo a Warren (que entonces tenía dos años y medio) a inventar sus aventuras del «Otro lado de la luna» (que Sylvia citaría años más tarde en uno de sus relatos inéditos). El primer cuento, que empezaba así: «En el otro lado de la luna, cuando yo tenía nueve años y vivía allí antes de conocerte a ti, mamá», captó la atención de todos, incluida Sylvia.

Por aquella época, Warren desarrolló diferentes alergias a algunos alimentos, al polen, al polvo, etcétera. Durante el invierno de 1938-1939 tuvo dos graves episodios de neumonía bronquial y empezó a sufrir ataques de asma. Otto seguía perdiendo peso de manera continuada; su salud se seguía deteriorando y atendiéndole a él y a Warren yo prácticamente nunca lograba dormir toda una noche seguida. Durante ese tiempo, mis padres se hicieron cargo de Sylvia siempre que Warren estaba enfermo. Su apego al abuelo creció entonces, pues además de jugar con ella también la llevaba consigo a nadar, una vivencia que ella describiría luego como una experiencia memorable con «papá». Una muestra inicial de la fusión de diferentes personas que se encuentra periódicamente en sus escritos. El primer ejemplo puede verse en un relato inédito, «Among the Bumblebees», donde las figuras del padre y el abuelo aparecen fusionadas varias veces y el relato acaba con la evocación de la enfermedad terminal de su padre. Las salidas a nadar con el abuelo se atribuyen aquí a su padre:

Primero el padre salía a nadar solo y la dejaba en la orilla. […]

Pasado un rato, ella lo llamaba y entonces él daba media vuelta y empezaba a nadar hacia la costa, trazando una línea de espuma […] mientras hendía el agua con las potentes hélices de sus brazos. Se acercaba a ella, la montaba sobre su espalda, a la que ella se aferraba con los brazos enlazados alrededor de su cuello, y se adentraba de nuevo nadando en el agua. En un éxtasis de pánico, ella se mantenía pegada a él, con un escozor en su suave mejilla en el punto donde mantenía recostada la cara sobre su nuca, con las piernas y el cuerpo delgado flotando detrás, avanzando sin esfuerzo junto a la poderosa estela de su padre.

Una mañana de mediados de agosto de 1940, cuando se disponía a salir de casa para ir a impartir los cursos de verano, Otto se golpeó el dedo pequeño del pie contra su mesa de trabajo. Por la tarde volvió cojeando y quise examinarle el pie. Ambos quedamos consternados al ver que tenía los dedos amoratados y unas señales rojas que le subían por el tobillo. Esta vez no protestó cuando corrí a telefonear al médico, quien acudió en menos de una hora. Se mostró muy preocupado por la situación y le recomendó guardar cama y mantener el pie en alto. Le extrajo muestras de sangre y orina para analizarlas y más tarde me telefoneó para comunicarme que se trataba de una diabetes muy avanzada. Otto no tenía cáncer, sino una enfermedad que, tratada a tiempo con insulina y una dieta adecuada, podía ser llevadera y controlable. Sentí abrirse las puertas de la esperanza; el único problema era saber si llegaríamos a tiempo.

A partir de aquel día, la vida se convirtió en una alternancia de esperanza y temor, entre una sucesión de crisis y recuperaciones asombrosas, que acababan dando paso a nuevas crisis. Otto fue ingresado de urgencia en el hospital de Winthrop con una neumonía y regresó a casa a las dos semanas, acompañado de una enfermera. Envié a Warren a casa de sus abuelos, donde su joven tío Frank le llevaría a pescar y a practicar la vela. Sylvia quiso quedarse con nosotros y la simpá­tica enfermera le acortó un uniforme viejo; convertida así en su «ayudanta», de vez en cuando le permitía llevarle fruta o zumos frescos a su papá, junto con los dibujos que hacía para él y que tanto le alegraban.

El primer día libre de la enfermera, Otto me sugirió que saliera un rato con Sylvia a tomar el sol; tenía cuanto necesitaba encima de la mesita próxima a la cama. Estuvimos solo una media hora en la playa, porque yo estaba inquieta por mi marido. Dejé a la niña en casa de los Freeman, que la habían invitado a cenar, y al regresar a casa encontré a Otto desmayado en la escalera. Se había levantado para salir al jardín a mirar sus flores. No sé muy bien cómo, conseguí llevarle hasta la cama mitad arrastrándole, mitad en brazos. Era miércoles y el médico estaba ilocalizable. Le puse la inyección de insulina; estaba tan exhausto que cenó muy poco. En plena noche me llamó; tenía fiebre, todo el cuerpo le temblaba con los escalofríos y su pijama estaba empapado de sudor. Me pasé el resto de la noche cambiándole las sábanas, refrescándole la frente y sosteniéndole las manos temblorosas entre las mías. De pronto me cogió las manos y, apretándomelas, dijo con voz ronca: «¡Sabe Dios por qué ha caído esta maldición sobre mí!». Mientras me corrían las lágrimas por las mejillas, no podía dejar de pensar: «¡Todo esto no tenía por qué haber ocurrido; no tenía por qué!».

Al día siguiente vino el médico acompañado de un famoso cirujano especializado en diabéticos, el doctor Harvey Loder del New England Deaconess Hospital. El doctor Loder escuchó atentamente mi descripción del deterioro de la salud de mi marido a lo largo de los últimos años y de lo ocurrido la víspera. Al salir de la habitación, después de hacerle un concienzudo examen, me comunicó que para salvarle la vida a Otto sería necesario amputarle la pierna gangrenada.

«¡Cómo ha podido actuar de un modo tan estúpido un hombre tan brillante!», murmuró el doctor Loder cuando le di el sombrero.

El 12 de octubre le practicaron la amputación en el New England Deaconess Hospital. Conseguí una habitación privada y una enfermera para él. El pronóstico era muy favorable e hice unos cursillos sobre el cuidado de personas diabéticas. Empezamos a hacer planes para el futuro; pero antes que nada a Otto tendrían que ponerle una prótesis y debería aprender a caminar con ella. El doctor Daniel Marsh, entonces presidente de la Universidad de Boston, le escribió a mi marido: «Preferimos tenerle otra vez en su despacho con una pierna que a cualquier otra persona con las dos». Muchos alumnos se ofrecieron para donar sangre y todo el mundo intentó ayudarle y animarle. El malogrado doctor Irving Johnson y Carl Ludwig, exalumno y amigo de Otto, se hicieron cargo de sus clases, sin aceptar ningún tipo de remuneración.

Los niños siguieron asistiendo a la escuela y mi madre y Marion Freeman se ocupaban de ellos durante las horas que yo pasaba junto a Otto en el hospital. Marion me aconsejó que les explicase a Sylvia y Warren cómo había ido la operación pues había oído a algunos niños del barrio comentando la amputación; por lo tanto, lo mejor sería que yo los preparase. Hice hincapié en que esperábamos que después de esa intervención papá volvería a estar bien. Warren aceptó la noticia sin alterarse, sin captar tal vez la situación real; Sylvia, con los ojos muy abiertos, preguntó: «Cuando vaya a comprar zapatos, ¿tendrá que llevarse un par, mamá?».

Yo había consultado con los médicos qué tipo de apoyo debería ofrecer una esposa a un marido mutilado por una operación para ayudarle a recuperar la confianza en sí mismo y era consciente de la imperiosa necesidad de hacerle sentir que seguía siendo un «hombre completo» y totalmente aceptable para mí. Sin embargo, pasaban los días y Otto esquivaba cualquier conversación sobre su regreso a casa o intentar usar una prótesis. El significado real de su operación le deprimía y comprendí que el proceso que teníamos por delante sería largo y requeriría mucha paciencia.

El 5 de noviembre, cuando salía de visitar a Otto –a quien encontré muy debilitado–, me dijeron que su estado era grave. Cuando llegué a casa ya estaba sonando el teléfono. Era el doctor Loder, que me llamaba para comunicarme que un émbolo había afectado un pulmón, causando la muerte de mi marido mientras dormía.

Aguardé a la mañana siguiente para decírselo a mis hijos. Era día de escuela y primero entré en el dormitorio de Warren. Mientras contemplaba al pequeño de tan solo cinco años y medio, aún dormido, me dije que mis dos hijos tendrían que vivir el resto de sus vidas con la ausencia del padre. Sabía que tendría que empezar a ganarme la vida y enseguida me vino a la mente el generoso ofrecimiento de mis padres: «Si Otto no se recupera –me habían dicho–, iremos a vivir contigo para que puedas volver a dedicarte a la en­señanza y nosotros cuidaremos de los pequeños mientras tú estés fuera». Mis padres eran unos abuelos muy jóvenes; mi madre me llevaba solo dieciocho años. Eran personas sanas, optimistas y con una fe muy sólida, y querían muchísimo a los niños. Mi hermano menor, solo trece años mayor que Sylvia, y mi hermana estarían cerca de nosotros y los niños se sentirían parte de una familia y estarían rodeados de cuidados y de cariño. De eso, al menos, podía estar segura. Todo ello cruzó por mi mente antes de que Warren se despertase sin necesidad de llamarle. Le dije lo más sosegadamente que pude que papá había dejado de sufrir, que había muerto mientras dormía y ahora descansaba en paz. Warren se levantó, me abrazó y me dijo: «¡Oh, mamá, estoy tan contento de que tú seas joven y estés sana…!».

Luego me enfrenté a la tarea más difícil: decírselo a Sylvia, que estaba leyendo en su cama. Se quedó mirándome fijamente un instante y luego anunció con estoicismo: «¡No pienso volver a dirigirle la palabra a Dios!». Le dije que ese día podía no ir a la escuela si prefería quedarse en casa. Desde debajo de la manta con la que se había tapado la cabeza, me llegó el sonido amortiguado de su voz: «Quiero ir a la escuela».

Al volver de la escuela, se me acercó, con los ojos enrojecidos, y me entregó un papel, de cuyo contenido deduje que debía haber escuchado comentarios incómodos de sus compañeros sobre un posible padrastro. En letras de molde un tanto temblorosas había escrito: «PROMETO NO VOLVER A CASARME NUNCA. Firmado: ____». Firmé de inmediato, la abracé y le di un vaso de leche con galletas. Acercó una silla de la cocina a la mía, suspiró como aliviada y, recostándose contra mi brazo, comió y bebió con fruición. Cuando hubo terminado, se levantó rápidamente y anunció muy decidida: «Voy a ver a David y a Ruth».

Contemplando el arrugado documento que acababa de firmar y que Sylvia había dejado abandonado sobre la mesa de la cocina, libre al parecer de toda preocupación o duda al respecto, comprendí que no volvería a casarme a menos que en el futuro tuviese oportunidad de hacerlo con un hombre a quien pudiese amar y respetar y de quien supiese a ciencia cierta que podría ser un buen padre para mis hijos, y a quien mis hijos quisieran tener como padre. Así se lo expliqué a Sylvia cuando, ya en la universidad, después de conocer a un compañero de clase cuya madre viuda se había vuelto a casar con resultados muy felices tanto para ella como para sus hijos, me preguntó con cierta ansiedad: «Aquel documento nunca te impidió casarte, ¿verdad?». Le aseguré que no.

A petición del doctor Loder, quien me aseguró que Otto podría tener el funeral «normal» que había deseado en vida, autoricé una autopsia. Cuando vi a Otto en la sala mortuoria, no se parecía en absoluto al marido que yo había conocido; tenía el aspecto de un maniquí de una tienda de modas. Pensando que los niños no reconocerían a su padre, decidí no llevarlos conmigo al funeral y los dejé al cuidado de la amable y comprensiva Marion Freeman. Lo que para mí supuso un esfuerzo de valor por el bien de mis hijos, años más tarde mi hija lo interpretaría como indiferencia. «Mi madre no se detuvo a llorar ni un momento la muerte de mi padre». En aquellos momentos, recordé vívidamente las ocasiones en que, de niña, había visto llorar a mi madre en mi presencia y cómo sentía que todo mi mundo personal se derrumbaba. ¡Mi madre, la torre de la fortaleza, mi único refugio, llorando! Este recuerdo fue lo que me impulsó a tragarme las lágrimas hasta que estuve a solas en mi cama por la noche.

La semana siguiente tras la muerte de Otto, Warren y Sylvia cayeron enfermos de sarampión, él con la complicación adicional de una neumonía y ella con sinusitis. Mi padre, que trabajaba como contable en la Dorothy Muriel Company, perdió su empleo en aquel momento, junto con el resto del personal, tras el cambio de propiedad de la empresa. Empezaba a tener problemas graves de visión y el oftalmólogo me comunicó que la causa era una degeneración macular progresiva, con un sombrío pronóstico para un futuro no muy lejano.

Toda la familia, incluidos mi hermano y mi hermana, celebramos la Navidad juntos, procurando que fuera un momento alegre para los pequeños.

En enero, gracias a los amables esfuerzos de una antigua compañera de curso, obtuve una sustitución en la escuela secundaria de Braintree: tres clases diarias de alemán y dos de castellano por veinticinco dólares semanales. Salía de casa a las cinco y media de la mañana, viajaba en transporte público hasta Jamaica Plain, donde vivía mi amiga, quien me llevaba en coche hasta la escuela de Braintree, donde ella enseñaba con dedicación completa. Tres veces a la semana tomaba lecciones de castellano con un joven profesor del Emmanuel College de Boston. Había pocas plazas docentes vacantes y a finales del segundo semestre acepté gustosa la oferta de un puesto de enseñante en la Junior High School de Winthrop a partir del mes de septiembre.

Empecé el curso con problemas de salud debido a una úlcera duodenal que había desarrollado durante los dos últimos años de enfermedad de mi marido. En la Junior High School de Winthrop, además de un programa completo de clases también me encargaron toda la gestión económica del centro: las cantidades que ingresaban semanalmente los alumnos y alumnas (a las cuales en el segundo semestre se sumó la adquisición de sellos y bonos de guerra por parte del alumnado y el profesorado), y los honorarios por las clases y actividades atléticas. La responsabilidad de hacerme cargo del dinero de otras personas me pesaba mucho. Si además le sumamos los simulacros de ataque aéreo que se repitieron con frecuencia a partir del 7 de diciembre de 1941 y la entrada en guerra de nuestro país, fue un período tenso.

El verano de 1942, el decano del Colegio de Artes Prácticas y Letras de la Universidad de Boston me invitó a impartir un curso de Procedimientos de Secretaría Médica. Lo consideré una oferta providencial, pues nos permitiría dejar Winthrop y mudarnos tan al oeste de Boston como era factible para una persona obligada a trasladarse diariamente a la ciudad en transporte público, como era mi caso. Pensábamos que las frecuentes crisis de bronquitis de Warren y la sinusitis de Sylvia podían haberse agravado con la proximidad del mar.

Era un cambio importante, pues suponía renunciar a la seguridad de una buena pensión estatal a cambio de un salario inicial reducido de mil ochocientos dólares anuales (que no aumentó durante tres años y que en aquella época no iba acompañado de ninguna prestación complementaria), pero consideré que la salud de mis hijos era más importante que mi futuro económico. Me prometí ofrecer unas clases interesantes, fascinantes incluso, presentando las técnicas de secretaría como solo el primer paso de un largo recorrido. Le escribí al marido de mi cuñada, Walter Heinrichs, que era médico, y él me ofreció el esbozo de un curso básico a partir del cual desarrollé mi programa: nomenclatura de las enfermedades, anatomía básica y fisiología, técnicas de archivo y contabilidad aplicadas a una consulta médica, psicología aplicada, y resolución de problemas. Añadí una breve historia de la evolución de la medicina a partir de la hechicería, la superstición y las prácticas religiosas (mi tesis de licenciatura sobre la personalidad y los trabajos de Paracelso a partir de fuentes bibliográficas inglesas y alemanas me había dado ocasión de adentrarme en ese campo). Hice un curso nocturno de biología en Harvard, junto con un curso de formación general para el secretariado médico, consulté revistas médicas de las que extraje historias de casos y reuní una colección de muestras de correspondencia y fichas médicas.

El 26 de octubre de 1942 (un día antes del décimo cumpleaños de Sylvia) ya había vendido la casa de Winthrop para comprar una casita blanca de seis habitaciones en Wellesley. Tenía muchas razones para elegir esa localidad. Nuestro nuevo hogar estaría situado en un barrio modesto de la ciudad, donde el valor catastral y los impuestos eran bajos. El sistema escolar gozaba de buena reputación y Wellesley College, que admitía a alumnos destacados becados por el municipio, podría ofrecer una futura oportunidad de estudios para Sylvia. Mi marido no tenía pensión y los cinco mil dólares de su seguro de vida se nos habían ido en los gastos de su enfermedad y del entierro y en parte del primer pago de la nueva casa –perdimos dinero con la venta de la casa de Winthrop–, de modo que pasábamos bastantes estrecheces y teníamos que planificar cuidadosamente nuestros gastos.

La proximidad de la casa de mi hermana en Weston nos alegraba a todos y mi padre, que entretanto había entrado a trabajar como maître en el Brookline Country Club –una tarea que podía desarrollar pese a su visión limitada–, podía pasar los fines de semana con nosotros. Dado que en ese barrio era esencial disponer de un coche, dábamos gracias de que la abuela tuviera uno de segunda mano y se ofreciese gustosa a hacer de chófer en caso necesario.

En Winthrop pusieron a Sylvia en el sexto curso, pero cuando supe que todos los niños y niñas de esa clase eran casi dos años mayores que ella, le pedí a la directora que la cambiase al quinto curso. Se mostró muy comprensiva y estuvo de acuerdo con mis múltiples motivos para solicitar el cambio, y añadió: «Es la primera vez en todos mis años como enseñante que una madre de una alumna o un alumno destacado ha pedido el traslado a un curso inferior». Sin embargo, el cambio fue muy favorable, pues los libros de texto y los métodos eran totalmente distintos de los de Winthrop. Ese año Sylvia redactó cuarenta reseñas de libros para su propia satisfacción; se unió con entusiasmo a las Girl Scouts junto con sus demás compañeras de clase y continuó con las clases de piano que había iniciado a los siete años.

En los diarios de Sylvia correspondientes a 1944 y 1945 –cada Navidad yo deslizaba un diario en su calcetín– abundan las descripciones de hechos ocurridos en la escuela, de las actividades com­partidas con las amigas, sobre todo con Betsy Poweley, cuya familia siempre la acogió con los brazos abiertos. Pasaba algunos fines de semana en Winthrop con los Freeman y en verano salía de acampada y practicaba la natación y la vela. Era muy aficionada a escribir rimas que escondía debajo de mi servilleta, acompañadas de dibujos, para darme una sorpresa a mi regreso de las clases. Durante ese período barajó la posibilidad de ser ilustradora, diseñadora de modas o escritora. Se han conservado muchas de las tarjetas ilustradas y con sus propios versos, que solía realizar con motivo de las fiestas y celebraciones familiares, para deleite de sus destinatarios, y también las muñecas de papel que ella misma se hacía y para las que diseñaba exquisitos vestidos.

El abuelo estaba tan orgulloso de las tarjetas que Sylvia había hecho para él y los poemas que había publicado en la revista del colegio que los llevaba siempre consigo en la cartera hasta que se hacían trizas y se los mostraba muy ufano a su amigo, el autor William Dana Orcutt, que se interesaba por los progresos de Sylvia.

Los años de educación secundaria (1944-1947) fueron el período de «patito feo» para Sylvia. A los quince años ya había completado su crecimiento y medía un metro setenta y cinco, pero su cuerpo no empezó a llenarse hasta que cumplió los dieciséis. Años más tarde diría que se alegraba de no haber sido «guapa» en aquella época y de no haberse apresurado a mantener relaciones más o menos estables con ningún muchacho, pues durante aquellos años adolescentes fue cuando adquirió hábitos de trabajo y destreza técnica en sus dos campos de actividad preferidos: el arte y la escritura, y empezó a ganar algún premio en los concursos escolares anuales.

Mis tendencias a conservarlo todo me permitieron recuperar un viejo programa de una representación teatral, la primera a la que llevé a mis hijos. Sylvia tenía doce años, Warren, nueve y medio. La obra era una producción de Margaret Webster de La tempestad de Shakespeare. Les dije a los niños que compraría entradas para unas buenas localidades para todos, incluida la abuela, como es natural, si antes leían la obra y podían explicarme el argumento. Le di a Sylvia mi ejemplar de las obras completas de Shakespeare y a Warren, la versión de Charles y Mary Lamb, pues me pareció que quizá era demasiado pequeño para Shakespeare. Indignado, leyó la obra en la versión original.

El diario de 1945 –el año en que acabó la guerra– fue el último con las fechas del calendario impresas en cada página. Sylvia me pidió que en adelante le regalase por Navidad un diario en blanco porque: «Cuando ocurre algo importante, con una página no basta».

En aquellos años todavía solíamos pasar bastante tiempo juntas y teníamos largas conversaciones sobre libros, música y pintura, y nuestras reacciones ante ellos. Manteníamos una actitud crítica con respecto a nuestra expresión verbal o escrita, pues compartíamos el amor por las palabras y ambas veíamos en ellas un instrumento para expresarnos con precisión, para describir nuestras emociones con exactitud y también para el entendimiento mutuo.

Cuando mis hijos estuvieron en edad de poder comprenderlo, les comuniqué la convicción, que mi marido también compartía, sobre la importancia de fijarse una meta idealista hacia la cual encauzar y orientar la propia existencia, estableciendo con ello una sólida vida anímica.

Les expliqué que su padre, que sentía remordimientos cuando por casualidad pisaba una hormiga, me había dicho que sería incapaz de portar armas. Estaría dispuesto a hacer cualquier humilde tarea manual para cumplir con el servicio militar obligatorio, pero jamás sería capaz de quitarle la vida a otra persona.

Cuando aún vivíamos en Winthrop, les había leído el poema «The Forsaken Merman» de Matthew Arnold, que Sylvia recordaría en un texto publicado años más tarde, donde destacaba el impacto de esos versos en estas líneas:

Una chispa se desprendió de Arnold y me hizo estremecer, como un escalofrío. Sentí ganas de llorar; una sensación muy extraña. Acababa de descubrir una nueva manera de ser feliz.

Leímos juntas «Renascence» de Edna St. Vincent Millay, y a Sylvia la conmovier

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