Prólogo
Boot Hill, cementerio de Dodge City, Kansas, 1878
Emmett se aproximó a Warren y en silencio apoyó la mano nervuda y callosa sobre su hombro.
—No volveré a casarme —murmuró este con la vista clavada en el montículo de tierra que tenía a sus pies—. No con alguien como Bonnie —añadió con una nota de amargura en la voz.
Emmett cabeceó con pesar, comprendiendo el porqué de aquella afirmación.
A pesar de haber durado poco menos de un año, el suyo había sido un matrimonio infeliz desde el principio. La moza se había revelado, apenas llegó al rancho, como una mujer consentida y voluble que no sabía cómo manejar una casa ni tenía intención de aprender. Aun así, Warren, ilusionado con la idea de formar una familia, se había armado de paciencia, concediéndole tiempo para adaptarse. Pero no lo hizo. Por su parte todo eran quejas, exigencias y reproches. Nada de lo que su esposo hacía la complacía, nada era suficiente para ella. Un embarazo prematuro y la falta de fortaleza para soportarlo empeoraron el carácter de la joven que, con el paso de las semanas y a medida que su vientre se abultaba, se volvía huraña y despótica, convirtiendo la existencia de Warren en un auténtico infierno.
Que la muchacha no sobreviviera al parto había sido una desgracia y el motivo por el que en ese momento Sinclair renegaba del matrimonio; estaba convencido de que jamás debería haberse casado con alguien tan joven como Bonnie.
Emmett, por el contrario, estaba seguro de que la edad de la moza no había sido el problema, sino la inadecuada educación recibida y todos los caprichos con los que los Chapman habían malcriado a su única hija, convirtiéndola en una señoritinga débil y remilgada que solo sabía dar órdenes. Confiaba en que tarde o temprano también Warren se diera cuento de ello, entonces dejaría de atormentarse y buscaría una nueva esposa; una mujer adecuada que le ayudaría a criar a su hija y con la que compartir su vida en el rancho.
—Debes pensar en la pequeña —apuntó aun sabiendo que no era el momento ni tampoco el lugar para abordar el tema.
El otro no respondió, ni lo miró siquiera al girar sobre sus talones y encaminar sus pasos hacia la salida del cementerio. Allí ya no quedaba nadie, salvo ellos dos.
—No podrás criarla sin ayuda —insistió el viejo cuando logró darle alcance.
—Tendré que intentarlo.
—Tal vez... —dudó— deberías considerar el ofrecimiento de la señora Chapman, a fin de cuentas es la abuela de la criatura y...
—¿Y permitir que eche a perder a mi hija como hizo con la suya? Ni muerto. Nos apañaremos solos.
***
Meses después
Sección de anuncios del New York Sunday.
Necesito esposa.
Me llamo Warren Sinclair, soy viudo, tengo veinticinco años y un bebé a mi cargo. Busco una mujer trabajadora y, ante todo, una madre para mi hija.
Interesadas, escribir al rancho Sinclair, Dodge City, condado de Ford, Kansas.
***
Estimado señor Sinclair:
Mi nombre es Cathy Emerson, tengo diecinueve años, cabello rojizo (herencia irlandesa por parte materna) y ojos verdes, datos que considero irrelevantes, pero que doy por supuesto le agradará conocer de antemano. Me sobra determinación y no me amedrenta el trabajo; puedo manejar un hogar sin problema. Soy de naturaleza optimista, gustos sencillos y me encantan los niños.
Capítulo 1
—¡Vamos, muchacho! Tranquilízate. —La voz del viejo denotaba diversión a pesar de que los constantes paseos del otro sobre las polvorientas tablas del andén comenzaban a ponerlo nervioso—. No es para tanto. —Una sonora carcajada brotó de su garganta ante la adusta mirada que Warren le dedicó.
—Pareces una maldita hiena, siempre riendo —farfulló molesto el más joven de los dos—. Y yo, por más que lo intento, no termino de verle la gracia a todo este asunto. —Continuó caminando de un lado a otro sin hallar sosiego, cerrando el puño en torno al telegrama con el que la mujer a la que esperaban les había notificado su llegada—. Deberías haberme consultado antes de tomar una decisión. No sé en qué demonios estabas pensando para actuar por tu cuenta.
—De haberte consultado —repitió sus palabras con retintín—, estoy seguro de que te habrías echado atrás. —El silencio del otro resultó de lo más elocuente—. Hemos hablado de ello docenas de veces: Regie necesita una madre.
—Sí, pero... —resopló frustrado—, apenas sabemos nada de esa mujer.
—Lo suficiente —rebatió animado Emmett—. Viuda, sin hijos y no le asusta el trabajo duro.
Al menos esa era la versión oficial; la realidad era muy diferente. ¡Menuda sorpresa se iba a llevar el muchacho!
—Se te ha olvidado mencionar que es... que es vieja —apuntó enfurruñado.
Cierto que llevaban meses hablando de la necesidad de encontrar una madre para la pequeña; la cría crecía muy deprisa. Y también era verdad que había dejado claro no querer una esposa joven y débil, como la madre de Regie, pero lo que Emmett había hecho era imperdonable y aquella señora, la que estaba a punto de aparecer, tenía edad suficiente para ser su madre y no su segunda esposa.
Emmett se carcajeó. ¡El muchacho estaba aterrado!
—¿Estás seguro de que es hoy cuando ha de llegar el maldito tren? —Sonó arisco sin querer.
No sabía cómo manejar la situación. ¿Qué hacer o decir una vez que tuviera frente a sí a la viuda?
—Por supuesto que llega hoy. Llevas la confirmación encerrada en el puño —le respondió sin perder el buen humor mientras le señalaba la mano con un leve gesto.
Evitó mencionar que no estaban solos en el apeadero, prueba más que suficiente de que el tren pasaba ese día.
—Pues se está retrasando —rezongó molesto al tiempo que enterraba las manos en los bolsillos del pantalón—. Quizá han sufrido algún contratiempo y...
—¡Qué más quisieras! —Rio con ganas—. ¿A dónde vas? —inquirió, sonriendo aún, al darse cuenta de que el otro se disponía a abandonar el andén.
—Me voy para no estrangularte —espetó Warren sin volverse siquiera.
—No te alejes demasiado, estoy seguro de que ya no puede tardar —le advirtió entre nuevas carcajadas, en absoluto afectado por el comentario de su joven amigo y sin intención alguna de ir tras él.
Alguien tenía que recibir a la señorita Emerson que, a su entender, era la mujer adecuada para aquel testarudo. Aunque también sabía que, de haberle hablado de ella, Warren la habría rechazado de plano. Su obstinación había sido el motivo por el cual le hizo creer que la futura señora Sinclair sería una viuda entrada en años.
—¡Menuda sorpresa se llevará cuando vea a la pelirroja! —Se regodeó por lo bajo y soltó una nueva carcajada.
Un instante después, a lo lejos, aparecía la columna de humo que anunciaba la llegada del tren.
***
Cathy, ansiosa como no recordaba haberlo estado nunca y sin prestar atención a la charla de la anciana que viajaba a su lado, sostenía entre las manos el arrugado papel que la proclamaba como futura señora Sinclair mientras su mirada vagaba sobre las colinas y pastizales que corrían al otro lado de la ventanilla del atestado vagón. Hacía horas, demasiadas, que no veían más que eso: pastos y lomas. Atrás, muy atrás, habían ido quedando las ciudades plagadas de edificios y las poblaciones más pequeñas. A medida que avanzaban, la distancia entre los pueblos se dilataba y el tamaño de estos disminuía a la par que su atractivo; resultaba bastante desalentador.
Estaba a punto de llegar a su destino y continuaba preguntándose cómo había sido capaz de aceptar semejante propuesta. En un primer momento y dado lo precario de su situación, la oferta del tal Sinclair le había parecido la solución perfecta a sus problemas. La muerte de su tío, un pobre diablo con escasa salud y menos suerte, le echó encima a los acreedores que reclamaban el cobro de las deudas contraídas por su único pariente. Deudas a las que no podía hacer frente con el exiguo salario que percibía por asistir en casa de la señora Akerman y que la obligaban a malvender sus ya de por sí escasas pertenencias. Por ese motivo y sin detenerse a pensar en lo que hacía, se ofreció como candidata.
Sabía que de no haber estado tan desesperada y disponer de tiempo para meditar sin la presión constante de los fiadores, nunca habría elegido desposarse con un desconocido. Pero allí estaba, a punto de llegar a Dodge City, sin saber qué se iba a encontrar ni cómo sería su vida de ahí en adelante.
Un empleado de la compañía anunció en voz alta el nombre del pueblo en el que se detendrían en cuestión de minutos. El estómago de Catheryn se contrajo al escucharlo, se le aceleró el pulso y se le humedecieron las manos cubiertas por el único par de guantes que poseía.
¡Ya no había marcha atrás!
Poco a poco la actividad en el vagón se fue incrementando. Los más impacientes se hacían con sus bultos y trataban de alcanzar la salida antes que el resto. Ella, en cambio, segura de que las piernas no la sostendrían si se sumaba al caos que reinaba en el pasillo, permaneció en su lugar hasta que el tren se detuvo por completo. Solo entonces se obligó a ponerse en pie. Alguien, no supo quién, la ayudó con el bolso de viaje que contenía todas sus pertenencias. Distraída, farfulló unas palabras de agradecimiento y de igual manera se despidió de su compañera de asiento. Antes de apearse, inspiró con fuerza, retuvo el aire un par de segundos y lo expulsó despacio, intentando serenarse y reunir el valor necesario para dar el siguiente paso: conocer a su futuro marido.
Plantada en mitad del burdo andén, con las manos fuertemente entrelazadas para contener los temblores que las recorrían y con más recelo que ilusión, revisó los rostros de quienes pasaban ante ella sin detenerse. Estiró el cuello y miró por entre las cabezas de los otros pasajeros en un intento por identificar al señor Sinclair. Tarea complicada cuando nada sabía de su aspecto.
«Seguro que es horrendo». Un escalofrío trepó por su espalda y le erizó los pelillos de la nuca.
—No pienses en ello, no adelantes acontecimientos —murmuró tajante al tiempo que se alzaba sobre las punteras de los botines en un intento por ver más allá y, de paso, hacerse también más visible.
Sus ojos volaban de un lado a otro en busca de un gesto, de un detalle, un mínimo rastro de interés hacia su persona, cualquier cosa que delatara a quien debía estar esperándola.
¿Se habría olvidado de ir a buscarla?, se preguntó ansiosa al ver que nadie se le aproximaba. ¿O se habría equivocado ella de estación? La posibilidad de que así fuera la angustió aún más.
—Disculpe —interceptó al vaquero que en ese instante pasaba a su lado—. ¿Puede decirme dónde estamos?
Mejor salir de dudas antes de que el tren se pusiera de nuevo en marcha, aunque estaba segura de haber escuchado como el revisor anunciaba la parada.
—En Dodge City, encanto. ¿Necesitas ayuda?
—No, gracias —musitó forzando una leve y tensa sonrisa antes de hacerse a un lado y volver a mirar a su alrededor.
Un potente silbido y una nube de vapor que se extendió sobre su cabeza anunciaron la salida del convoy que, haciendo rechinar las bielas, se ponía en movimiento. Apenas quedaba ya gente en la sencilla estación y fue, en ese instante, cuando reparó en el hombre que ligeramente apartado la contemplaba con la boca abierta y los ojos a punto de salírsele de las órbitas.
«¡Jesucristo!».
De forma inconsciente y como impulsada por un resorte, volteó la cabeza y su mirada voló hacia el tren. ¡Demasiado tarde! El último vagón sobrepasaba el final del apeadero. Aun así, la idea de echar a correr y subirse al transporte en marcha cruzó rauda por su mente; desestimó la maniobra por el peligro que entrañaba. Además, para llevarla a cabo habría tenido que dejar atrás el equipaje.