AMARÁS COSAS
El escritor tiene un cambio de opiniones con el Señor
Vamos a ver… porque hay cosas que me parecen un error de tu parte. Prohibiste la utilización de tu nombre en vano. Pero deberías entender que hay veces en las que uno no puede cumplir aquello que prometió en nombre tuyo. Eso no es porque uno carezca de intención, ni porque no ponga la mejor voluntad del mundo para cumplir. Creo que deberías sentirte halagado de que los hombres echemos mano de tu nombre de forma constante para apoyar nuestros juicios y promesas. No sólo lo hacemos en esos momentos, sino también cuando mostramos enfado. Y aunque te parezca un contrasentido, si blasfemamos lo hacemos de alguna manera como un homenaje. Hay veces que nos sentimos tan indignados que la única forma que encontramos para enfrentarnos al mundo es meternos contigo directamente. En fin… tu nombre ha sido utilizado durante siglos para apoyar la jurisprudencia, negocios, gobiernos, etcétera. Mira la importancia que tiene el poder jurar en tu nombre, que cuando necesitamos convencer a alguien de que lo amamos nos respaldamos en ti. ¡Cuántas veces te habrás enfadado al escuchar: «Mi vida, te necesito tanto…, te lo juro por Dios!».
Bueno… bueno… tienes razón… tal vez abusamos un poco, pero pienso que tu mayor motivo de preocupación debería ser la falta de respeto que la gente tiene hoy por tu nombre. Es decir, juran amor y después lo traicionan. Los políticos juran que van a cumplir todo tipo de precep
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tos, que van a hacer toda clase de hazañas en tu nombre, y cuando empiezan a ejercer como funcionarios se olvidan de ti con suma facilidad. Parece que tu nombre se va devaluando, está perdiendo fuerza, aunque te caiga fatal, y eso no está bien para cualquier divinidad que se precie como tal.
Dios como testigo cuando se jura o se promete
Cuando era pequeño y quería asegurar algo decía: «Te lo juro», y el otro preguntaba: «¿ Juras o prometes?»… y claro, en esa situación uno retrocedía porque eso de jurar ya era excesivo, y entonces decía: «Lo prometo». Así aliviaba mi conciencia porque, al no tener una ofrenda del testimonio divino, quería decir que se podía saltar lo prometido. Por esa razón, siempre los niños pedíamos: «No prometas, júramelo». «No… no… sólo lo prometo porque no se puede jurar». Allí ya se planteaba la dialéctica. Todos sabíamos que prometer era una cosa muy poco fiable. Había que escuchar de la boca del otro: «Te lo juro por ésta», y entonces eso lo convertía en algo definitivo… o por lo menos, casi definitivo.
Y éstas son situaciones que no sólo han tenido importancia en los juegos infantiles, sino también en la historia política. John Locke, en su libro Tratado sobre la tolerancia, obra fundamental para propugnar la tolerancia en Europa, excluía de las normas políticas a los ateos. Admitía en su «Estado ideal» a todas las Iglesias y creencias, pero no a los ateos. ¿Por qué? Sencillo, los ateos no eran fiables cuando juraban, que era algo básico en los procesos civiles de la época. Había que jurar cargos y la aceptación de las leyes ante los tribunales, entre otras cosas; por lo tanto, un ateo no era fiable porque juraba con toda tranquilidad y luego no cumplía o no podía cumplir lo que decía.
Es como un juego. Ponemos a Dios como testigo, aun sabiendo que no vamos a cumplir o que podríamos llegar a no cumplir.
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Lo mismo pasa con nuestros circunstanciales interlocutores, quienes no le dan la mínima importancia a nuestro juramento. En definitiva, todos los que participamos de esa ceremonia hemos usado el nombre de Dios.
Lo utilizamos como un testigo trascendental, aunque sepamos de antemano que no va a poder intervenir públicamente para respaldar lo que uno afirma o niega. Es una especie de ritual de sobreentendidos, por no decir malentendidos, que en algunas ocasiones, salvo milagros, podría dar lugar a situaciones curiosas.
Existe una leyenda española, la del Cristo de la Vega, de Toledo. Habla de un soldado que antes de partir hacia la guerra le prometió matrimonio a una doncella. Se lo juró frente al Cristo de la Vega, un crucifijo que existe en la ciudad. El muchacho volvió luego de unos años, sano y salvo, pero ya no estaba enamorado de esa chica. Entonces se negó a cumplir con la promesa y todo derivó en un escándalo en el que intervino un juez, quien le preguntó a la dama si tenía algún testigo del hecho. Ella contestó: «Pues sí, estaba el Cristo de la Vega». Entonces al juez no se le ocurrió nada mejor que enviar a un escribano para tomarle declaración al Cristo. Todo esto que a nosotros nos parece descabellado, la leyenda lo transforma en un hecho razonable ya que, cuando el escribano le preguntó al Cristo si juraba haber presenciado los hechos que se discutían, la figura de madera, muy segura de sí misma, descolgó una de sus manos que estaban clavadas en la cruz y afirmó: «Sí, juro». Más allá de la historia piadosa que fue inventada por Zorrilla, hoy uno puede ver al Cristo de la Vega con una de sus manos desclavadas de la cruz. Podríamos decir que éste es uno de los pocos casos conocidos en los que este testimonio trascendental se cumple.
Lo que pasa es que, con el tiempo, cuando los juramentos y los «te quiero» se multiplican, muchas veces lo hacen en vano, van perdiendo fuerza, se convierten en una simple moda y pierden
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veracidad. Hay muchos amantes descarriados que todavía prometen el oro y el moro pero cuando llega el momento cumbre de pronunciar las dos palabras más esperadas: «Te quiero», el terror los invade. Incluso conozco a mucha gente que, sin ser creyente, si se encuentra frente a una situación donde debe prestar un juramento, un incómodo escalofrío le recorre la espalda.
El jurar era una parte fundamental en los juicios que se llevaban a cabo en el mundo judío. Por lo tanto, el mandamiento era muy claro en ese sentido: no había que emitir falsos juicios, porque podían perjudicar al prójimo. El juramento era el elemento clave, tomado en cuenta por los jueces en sus decisiones, y servía también como forma de mantener el orden social.
Por lo tanto, los israelitas debían ser muy cuidadosos y mesurados en la utilización del nombre de Dios. Cuanto menos se manoseara la palabra, más valor tenía.
En ese sentido el rabino Isaac Sacca dice que «si uno utiliza el nombre de Dios para asuntos banales, está despreciando la palabra y el nombre de Dios, y por carácter transitivo está despreciando al mismo Dios».
En la vida cotidiana el jurar es casi un acto reflejo. Como en tantas otras cuestiones, algunos religiosos se niegan a aceptar esta costumbre. Al respecto, el rabino Sacca explica que: «El juramento excesivo no es bien visto en el judaísmo. Sí es correcto hacerlo por algo serio en el momento adecuado. En ese caso se puede y se debe utilizar, aunque siempre contemplando la extensa reglamentación que tenemos al respecto que indica las formas y las causas que permiten hacerlo».
Pero, como en otros casos, las leyes de Moisés fueron superadas por la utilización del lenguaje. Cuántas veces habremos dicho «te juro que es cierto, que vi a fulano de tal en ese lugar». Esto no implicaría nada más que el refuerzo de algún relato o una idea, y no pretende ofender a Dios. Creo también, que salvo algún tro
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glodita nostálgico de la Inquisición —que nunca falta—, los mismos religiosos hablan hoy del tema como una simple formalidad. Porque en realidad lo que importa es lo que acompaña al juramento, la afirmación que se intenta respaldar y si existe intención de perjudicar a alguien con una mentira. El padre Ariel Busso,8 decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica Argentina no cree que en estos casos haya intenciones ofensivas hacia Dios: «Cuando alguien dice “Te juro que es cierto” y se lleva los dedos en forma de cruz a la boca, la gente no quiere ofender a Dios. El problema es cuando se lo invoca en forma oficial, sabiendo de antemano que lo van a traicionar. Total, lo anotan en la cuenta de Dios, que no castiga como los hombres con la cárcel o con una pena que duela».
Lo que hoy subsiste en lo profundo de nuestra sociedad es el miedo reverencial al nombre de Dios y de Jesús, fuera de los contextos estrictamente religiosos o culturales que prescribe la Biblia. Tal como dice Luis de Sebastián en su libro Los mandamientos del siglo XXI: «Ha quedado en la tradición protestante, y por contagio probablemente también entre los católicos anglosajones, que se escandalizan ante el hecho de que un hombre lleve el nombre de Jesús. Pongo por testigo a Jesús Luzurraga, un compañero mío en la Universidad de Oxford a quien los ingleses no se avenían a llamarle por su nombre, porque les sonaba como una auténtica blasfemia, o al menos como un desacato a la divinidad».
En la actualidad, los tribunales seculares tienen una figura, que es la del «falso testimonio», con la que se puede acusar al que incurre en él, luego de jurar y después mentir ante un tribunal. Por lo tanto, es cierto que el juramento se ha devaluado. Pero también es verdad que su significado ha perdurado a través de los siglos y vive dentro de una de las instituciones fundamentales de la sociedad moderna: la justicia, ámbito donde nació.
Pero si bien es verdad que en la actualidad el juramento en
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nombre de Dios ha perdido su contundencia, no es menos cierto que en términos generales todas las palabras han perdido su valor. Sobre todo el valor de la «palabra empeñada». Me decía un amigo empresario televisivo: «Hasta no hace muchos años, te dabas la mano con tu interlocutor y el negocio estaba cerrado, sólo quedaba que los abogados se ocuparan del resto. Hoy todo ha cambiado, no hay palabra ni apretón de manos que valga, estamos en un mundo sin códigos». No quiero desalentar a mi amigo, pero en todo caso lo que han cambiado son los códigos, que siempre existen. Lo que sucede es que uno no se adapta o no quiere adaptarse a los nuevos que aparecen.
Ocurre además que la palabra oral ha perdido importancia frente a la escrita. El padre Busso es más explícito en este tema: «El problema no es el hábito de jurar, sino la pérdida de los valores. Estamos en un mundo donde las cosas que se dicen no tienen valor. Vivimos en la cultura de la falsedad y entonces es muy probable que el juramento se utilice para respaldar la mentira, que es lo habitual».
Cuando Yahvé le entregó sus leyes a Moisés en el monte Sinaí, el pueblo judío entendió que no había diferencias entre las normas religiosas y las seculares. Todo era una sola cosa. Entonces se planteaba el inconveniente de siempre: que como Dios no podía atender uno por uno a todos los hombres, otros individuos harían el trabajo por él.
Con Cristo y su Sermón de la Montaña, se produjo un cambio que se convirtió en definitivo cuando el cristianismo pasó a ser la religión oficial del Imperio romano. Entonces, se produjo una clara diferencia entre lo religioso y lo civil. De cualquier manera, las Iglesias siempre se las ingeniaron para reforzar su poder, y lograron manipular ciertas normas civiles. Por lo tanto, algunos de los mandamientos que no son más que el fruto del sentido común, con o sin Dios de por medio, pasaron al fuero civil:
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«No matarás»; «No robarás»; «No levantarás falsos testimonios»; «No codiciarás los bienes ajenos».
Qué juramos cuando juramos
En los usos del lenguaje hay una serie de expresiones que reciben el nombre técnico de uso «performativo». Son aquellas que significan hacer algo, es decir, que no solamente enuncian o señalan, sino que al proferirlas se está realizando una acción. Por ejemplo, decir «sí, juro», no es solamente enunciar una frase, sino también realizar algo. El acto de jurar consiste en decir «sí, juro». Decir «te quiero» implica el acto de querer, ya que significa en forma explícita que quieres al destinatario del enunciado. De allí la exigencia del «júramelo» o «dime que me quieres», porque no se trata de frases de adorno o de explicación. Son palabras que conllevan en sí mismas la acción que se enuncia. Ligan y comprometen de manera automática a quien las diga.
De todas maneras, creo que no siempre es conveniente que algunas personas cumplan con lo prometido. Si bien la historia está llena de gente que no cumplió con lo que dijo que iba a hacer, desgraciadamente también está cargada de dictadores y asesinos que prometieron masacres y venganzas que hicieron realidad en nombre de una justicia pergeñada para ellos mismos.
Muchas veces, hasta el hacer valer promesas absurdas se volvió en contra de quienes las profirieron. Tal fue el caso de Jefté, uno de los jueces de Israel, quien luego de vencer en una batalla, le prometió con ligereza a Dios que, en agradecimiento, cuando llegara al lugar donde vivía, sacrificaría a la primera persona que saliera a recibirlo. Nunca imaginó que la primera que aparecería iba a ser su hija, la única que tenía. Sin dudarlo ni un instante, la mató y la quemó sólo para cumplir con su promesa a Dios.
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Queda claro que es un error pensar que lo mejor es que siempre se cumplan las promesas.
Sangre, sudor y lágrimas
Sin duda son los políticos quienes, en cualquier lugar del planeta, cargan, con mayor o menor justicia, con el sambenito de ser quienes más promesas hacen y, por contra, los más incumplidores.
Uno de los episodios más impresionantes se encuentra en los escritos de Platón cuando en la Carta VII cuenta su malhadada aventura y se le acusa de intentar convertir al tirano Dionisio en una especie de rey filósofo como él soñaba. En un momento determinado, un amigo de Platón y de Dionisio tuvo que huir porque el tirano había decidido matarlo. Platón intercedió y Dionisio le dijo que el exiliado se presentase con toda tranquilidad porque él prometía perdonarlo. Cuando el perseguido volvió fue de inmediato condenado a muerte y ejecutado. Platón, conmocionado, fue a protestarle a Dionisio: «Tú me habías prometido perdonarle», dijo. Entonces el tirano miró a Platón con frialdad a los ojos y le dijo: «Yo no te he prometido nada».
Ésta es la verdad. El tirano no promete nada. Es decir, puede hacer el gesto de prometer, puede pronunciar las palabras, pero no las considera un compromiso, porque se siente por encima de todos y nadie le puede obligar a cumplir con lo que él dice.
Muchas veces somos demasiado exigentes con las promesas de los políticos. Estos personajes las utilizan para ofrecerse y venderse a los electores.
De todas formas, habría que preguntarse: ¿les toleraríamos que no nos hicieran esas promesas? ¿Realmente votaríamos a un político que confesara sin pudor sus limitaciones, o que reconociese que las dificultades son grandes y que, a corto plazo, no podría
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resolver los problemas, o que va a exigir grandes sacrificios a la población? ¿Cuántos hombres podrían prometer, como hizo Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial: «Sangre, sudor y lágrimas»? ¿Admitiríamos que un político nos dijese la verdad con crudeza, y nos exigiese que le aceptásemos?
Muchas veces nos quejamos de que los políticos mienten, pero de forma inconsciente les pedimos que lo hagan. Nunca los votaríamos si dijesen la verdad tal cual es, si no diesen esa impresión de omnisciencia y omnipotencia que todos sabemos que están muy lejos de poseer. De modo que aquí hay una especie de paradoja: por un lado no queremos ser engañados por los políticos, pero a la vez exigimos que lo hagan.
La mejor manera de cumplir con la palabra empeñada es no darla jamás.
Napoleón Bonaparte
El arte de hacernos creer lo que nunca se va a cumplir
Pero hay varias profesiones que le disputan a los políticos la explotación de las promesas y el acto de involucrar a Dios en sus intereses. Allí tenemos a la publicidad, que se mete con nosotros a cada paso que damos. «Si encuentra usted un detergente que lave más blanco le devolvemos su dinero.» Este tipo de promesas y otras aún más impactantes —porque esa promesa del jabón en polvo no es en realidad tan estruendosa— son constantes en la televisión, en la radio y en los periódicos.
La publicidad es un
