Caras de la historia I

Enrique Krauze

Fragmento

Título

Prólogo

«Por muchas vueltas que le doy, no hallo manera de sumar individuos.» Esta frase de Antonio Machado (o, más bien, de su heterónimo Juan de Mairena) guio mis primeros pasos en el ámbito de la biografía y representa para mí un décimo primer mandamiento. Han pasado casi cuarenta años, una larga travesía en este género infrecuente en lengua castellana. Cada persona ha sido un puerto nuevo, motivo de asombro, reflexión y, muy a menudo, de admiración.

Alguna vez, inspirado por la obra de Juan Soriano, tracé el paralelo natural entre la biografía y la pintura. «Como todo se olvida, le entra a uno angustia de que la obra se vaya a perder. Ése es el sentido de los retratos: el recuerdo», decía aquel pintor inolvidable, acaso el retratista más notable de nuestro siglo XX. La obra a que se refería era el ser humano. Había en aquel artista una curiosidad por averiguar el misterio de las otras almas, «contar en pintura» los gestos y actitudes, el temperamento y las pasiones de las personas, todo aquello que las hacía únicas. Pero, al mismo tiempo, el pincel trabajaba sobre la conciencia de la transitoriedad: lo que veía —dijo Soriano— «eran relámpagos de vida».

Caras de la historia (en dos volúmenes) participa de ese espíritu retratista. Secuela natural de un pequeño libro homónimo publicado por el caballeroso Joaquín Díez-Canedo en 1983, junto con dos obras posteriores (Mexicanos eminentes y Retratos personales), es una colección biográfica inspirada en las ideas rectoras de la curiosidad y la piedad. Como sus antecesores, recurre a una variedad de perspectivas y técnicas biográficas.

Más que descubrir fuentes desconocidas sobre mis biografiados, he ensayado comprenderlos. Comprender no es igual a juzgar o explicar. Con una sola excepción (mi ensayo crítico sobre la vida y obra de Carlos Fuentes), no me erijo en juez de mis personajes. «Robespierristas, antirrobespierristas, ¿por qué no me dicen, sencillamente, cómo era Robespierre?», escribió Marc Bloch, y yo he procurado guiarme por esa máxima. Si bien no desdeño las conjeturas psicoanalíticas, tampoco creo en las leyes de la conducta. Creo, eso sí, en los atisbos que conectan una minucia infantil con un proceder adulto. Cada individuo es un jeroglífico, pero ese jeroglífico no es del todo indescifrable. La biografía puede iluminarlo y quizá revelar su significado. Hermana menor de la historia y la novela, la biografía participa de ambas: con método científico, debe apegarse a la verdad comprobable, pero puede y debe volar, con imaginación literaria, para dar vida a los hechos humanos, para recrear su sentido interno.

Integran este primer volumen 32 retratos divididos en cinco apartados más un ensayo sobre las generaciones culturales en México. El primer apartado corresponde a diez escritores de diversas generaciones. No son, por supuesto, todos los escritores sobresalientes de México sino aquellos que, por una u otra razón, despertaron mi interés intelectual y literario, tocaron mis emociones y pasiones, o influyeron en mi vida. Lo mismo cabe decir del elenco de 11 historiadores que reúno en la segunda sección: figuras célebres, grandes descubridores del pasado, maestros y compañeros entrañables. A los cuatro maestros del tercer apartado los he visto siempre como mis abuelos intelectuales: figuras de la Generación del Ateneo y la de 1915. Los cinco periodistas del cuarto capítulo son emblemáticos de este noble oficio. Aunque el renglón de la filosofía tiene sólo dos representantes, la exigüidad se compensa con el ensayo final: «Cuatro estaciones de la cultura en México».

Escribí este último ensayo a principios de los años ochenta bajo el auspicio de la Beca Guggenheim. Guiado por la obra de José Ortega y Gasset y los estudios de mi maestro Luis González y González, me convencí de la precisión y utilidad de la teoría generacional para explicar ciertos procesos históricos. Se trata de una configuración que supera a la mera cronología sin caer en un determinismo rígido. Fue emocionante construirla y comprobar que la idea de generación —tan antigua como la Biblia— funcionaba en el contexto cultural mexicano y me permitía colocar —por decirlo de manera orteguiana— al creador en su circunstancia.

Me he referido a la Biblia, y de pronto descubro que no es casual. Creo que mi gusto por la biografía tiene ese origen remoto: las lecturas escolares (hechas en yiddish y en hebreo) de las historias de la Biblia. Los padres fundadores, los legisladores, los salvadores, los guerreros, los reyes, los jueces, los profetas ¿qué otra cosa son sino una secuencia biográfica? Al menos en un caso, sobre el desconcertante rey David —humano, demasiado humano—, la Biblia narra su vida con el minucioso detalle de una biografía exaltada y trágica. Luego vendrían otras lecturas biográficas: la grave rama europea (Dimitri Merejkovsky, André Maurois, Emil Ludwig, Stefan Zweig), la irónica rama inglesa (Lytton Strachey, Edmund Wilson) y la tradición clásica: Plutarco y Suetonio.

Pero en la memoria quedaron aquellas inocentes lecturas bíblicas que, bien vistas, convergen con la enseñanza de Mairena: «No sumarás individuos».

Título

I
Escritores

Título

Federico Gamboa

PRISIONERO DE SU ÉPOCA

A Federico Gamboa le sucedió muerto lo que a Luis Spota vivo: el gremio intelectual lo declaró inexistente. Una encuesta publicada en la revista Siempre!, con el título: «¿Quién es Gamboa para los escritores mexicanos de hoy?», encontró que no era nadie y, en algunos casos, menos que nadie. Jaime Torres Bodet y Agustín Yáñez —Santos Pedros— prefirieron no contestar. Juan José Arreola, Rosario Castellanos y Juan García Ponce fueron más generosos porque aceptaron que Gamboa había existido, aunque confesaron no haberlo leído jamás. Luis Spota tuvo fras

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