Como si no existieras

Susana Corcuera

Fragmento

Título

LA ESPERA

El nombre suena a trópico, a agua turbia, a calor. Así me imaginaba el lugar: Colutla. Y es cierto que puede convertirse en un infierno. A mediodía, las calles reverberan bajo un sol asesino y, de no ser por los perros echados en cualquier sombra, podría pensarse que es un pueblo abandonado. La gente sale más tarde, cuando el calor disminuye lo suficiente como para atreverse a dar unos pasos. Qué maravilloso refugio es la hacienda con sus techos altos, pensé en primavera, la primera vez que fui. En invierno, cambié de opinión… la tortura de atravesar los pasillos del cuarto al comedor, la nariz helada que no deja dormir, los pies insensibles, las manos torpes. Antonio me lo había advertido, pero, ¿cómo creerle durante el sopor de mayo?

En navidad, me envolví con una manta y me quedé dormida frente al fuego de la chimenea. Recuerdo la consternación de Antonio, esa expresión entre culpable y frustrada que sigue teniendo cada invierno cuando tiemblo de frío en la hacienda. Junio es buen mes: ha pasado el calor de mayo y las lluvias tardarán en llegar. Me he convertido en una experta en clima. Sé, por ejemplo, que a Colutla llegan los huracanes del Pacífico y que en agosto hay una tregua, esa calma que de apacible no tiene nada si consideramos el incesante rumor de los insectos… Pero si veo a través de los ojos de Antonio, la tregua me sorprende en la paz de las milpas, en el movimiento de la caña y en el olor de la tierra que no acaba de secarse.

De niña yo tuve poco contacto con la naturaleza, y me gusta que mi hija conozca desde pequeña los nombres de los potreros. Le cuenta a su canguro de trapo que mañana nos iremos a pasar el verano en Colutla. Tres meses en la hacienda, noventa días de cielos limpios.

¿No te aburrirás con Antonio?, me preguntaba Eugenia cuando aún no lo conocía bien, pensando que la diferencia de edades haría difícil nuestra convivencia. Que sea veinte años mayor que yo es irrelevante, lo que importa es esa forma suya, discreta, de hacerme sentir única. No, no me aburro, agradezco cada instante de paz a su lado.

Pasé mis primeros meses en Colutla tratando de acostumbrarme a la gran cantidad de insectos y plantas ponzoñosas, sin contar a los reptiles que se escabullían en mi habitación. A medianoche me sobresaltaba el aleteo de los murciélagos; el atardecer era una lucha contra los zancudos. Había llevado ropa al estilo de las películas de exploradores: shorts y camisetas, zapatos cómodos… Acabé vestida de pies a cabeza. Así es la selva baja, me decía Antonio, hay que aprender a quererla, no te esfuerces, el día menos pensado te habrá conquistado. Me costaba creerle, incluso el olor característico de la casa —esa mezcla de cítricos, leña quemada y melaza— era agresivo para mi nariz acostumbrada a la ciudad.

Una tarde especialmente bochornosa, Antonio me preguntó si empezaba a gustarme el lugar. Un poco para ver su reacción y mucho porque estaba harta de los jejenes, le contesté que prefería los bosques de pinos. Supongo que son más predecibles, contestó Antonio. Su respuesta me pareció absurda, cualquier ecosistema está lleno de cosas por descubrir… Después le di la razón: el campo de Colutla no es apacible, todo en él pica, está repleto de espinas, pero una vez que entiendes sus cambios de humor, cuesta abandonarlo.

La maleta de Ana está lista. Siete años y ya tiene ideas claras: se niega a empacar a su inseparable canguro. Le preocupa que se llene de piojos en la hacienda. Yo no quiero dejarlo atrás, me da miedo que cuando Ana se aleje de sus muñecos también se aparte de mí. Por eso, la convenzo de llevarlo con nosotros y le prometo asegurarme de que no se le suba ningún insecto.

Del comedor, me llegan las voces de algunos propietarios de ingenios. Hace días que se reúnen para lograr un acuerdo sobre el excedente de azúcar. Unos votan por venderlo a cualquier precio; otros quieren aliarse con los cañeros y presionar al gobierno para que limite las importaciones. Reconozco la voz de Sebastián y pienso en la relación de los dos hermanos. Antonio se comporta con él como un padre indulgente: sabe que nunca se ocuparía del ingenio —ni de cualquier trabajo en la hacienda— y, sin embargo, toma en cuenta cada una de sus opiniones.

Aunque soy de la edad de Sebastián, me siento más cercana a Antonio. Incluso la forma de hablar de mi cuñado me es ajena, y cuando se apasiona y defiende un argumento, debo hacer un esfuerzo para quedarme en el mismo lugar que él. A pesar de que conmigo es encantador, prefiero a la gente ecuánime… y mayor, lo confieso. Por eso, me incomoda que Joaquín pase este verano con nosotros. Hará una investigación en una ranchería cercana a Colutla y Sebastián nos pidió que lo invitáramos a quedarse en la hacienda. Son amigos desde niños, y lo conozco apenas lo suficiente como para que la convivencia durante el verano sea para mí más incómoda que si se tratara de un total desconocido.

Las voces suben de tono. Antonio interviene de vez en cuando con una propuesta concreta, después guarda silencio y escucha. Es un hombre de pocas palabras.

Nos conocimos en una exposición, y durante un tiempo creí que el arte le interesaba. En realidad, había ido a ver fotos de Colutla. Coincidimos frente a una y, sin saber que le pertenecía, dije que me gustaba la hacienda enmarcada por la torre de una vieja iglesia y las palmeras casi tan altas como el chacuaco del ingenio que también se veía. En ese lugar están enterrados mis antepasados, contestó él con la sonrisa que lo hace parecer más joven.

Recorrimos juntos el resto de las salas y salimos al jardín, donde había un pequeño coctel. Cuando ya me iba y él apuntaba mi teléfono, una mujer se acercó a nosotros y me advirtió, en tono de broma y tomándolo del brazo, que no me hiciera ilusiones, era un soltero empedernido. Nunca he podido imaginarlo en ese contexto; quizá cuando lo conocí ya había sentado cabeza, como don Guido, de Antonio Machado.

A partir de ese día, salimos un par de veces a la semana. Íbamos a restaurantes nuevos para mí, refinados y acogedores. Los meseros trataban a Antonio con una deferencia por la que mi padre hubiera pagado caro; me gustaba la amable naturalidad de sus respuestas. Al cabo de un tiempo, fuimos a su casa. Mientras él buscaba una botella de vino, me detuve a admirar los muebles y los cuadros. El retrato de una joven con una cesta apoyada en la cadera llamó mi atención. Su expresión alerta me hizo imaginar el medio donde creció, incluso visualicé a los hermanos para quienes seguramente salía a vender el pan que llevaba en la canasta. ¿Te gusta?, me preguntó Antonio al regresar de la cava, es el favorito de mi hermano, tanto, que voy a acabar por regalárselo, añadió, tendiéndome una copa de vino. Hablamos de su familia y, después de un rato, dejó su copa sobre la mesa y tomó la mía para acomodarla a un lado. Yo estaba tensa, me preocupaba mi inexperiencia, que pensara que antes nadie se había fijado en mí. A él lo único que le importó fue hacerme sentir bien.

¿Estás enamorada?, me preguntaba Eugenia antes de casarme, como si fuera una cuestión de vida o muerte. Para ella, esa palabra significaba vivir en un estado alterado de la conciencia, pensar las veinticuatro horas del día en la misma persona. Lo que yo siento por Antonio es distinto. Con él, me siento en casa.

Las voces se alejan del comedor. Oigo a Antonio despedir a sus invitados. No tardará en subir; querrá dormirse a buena hora para estar alerta en la carretera. Me gusta viajar con él, agradezco que obedezca las señales y no rebase en curva, como lo hacía mi padre. Maneja concentrado en sus asuntos, pero cuando Ana le hace una pregunta, contesta como si se tratara de algo serio. Desde bebé, la trató con respeto. No la cargaba mucho, es cierto, pero siempre iba a despedirse de ella antes de salir. Sebastián lo molesta diciendo que sus prejuicios burgueses lo hacen reprimir las emociones; a mí me gusta su forma discreta de demostrarlas.

Durante los primeros viajes a Colutla, me desconcertaba su silencio, ahora disfruto el paisaje, escuchar música y dormitar. Al llegar a los campos sembrados, sale de sí mismo y me enseña a distinguir el sorgo del maíz cuando está apenas creciendo, habla de los nutrientes que le dan color a la tierra, de las variedades de caña; de las nuevas plagas, cada día más resistentes. Ana se despierta entonces para preguntar un sinfín de cosas y él contesta cada una: Papá, ¿si cayera un meteorito, se acabarían los elotes? Depende del tamaño y de donde cayera. ¿Si fuera enorme y tapara el sol? Sí, entonces sí que se acabarían. ¿Existen los marcianos? No, a lo mejor hay vida en otros planetas, pero no en Marte. Cuando yo sea viejita como tú, ¿voy a poder ir a la Luna? Con lo rápido que avanza la ciencia, no me sorprendería. Si te murieras, ¿mamá podría casarse con un astronauta? Sería una opción. ¿Y nos llevaría a la Luna? Podría ser… Porque tú te vas a morir primero, ¿verdad? Sí, pero no te preocupes, soy mucho más viejo. ¿Seguro? ¿Me lo prometes? Casi seguro. Silencio… Bueno, y si nos fuéramos mamá y yo a la Luna, ¿nos verías desde aquí? No, está demasiado lejos. ¿Ni aunque te subieras a una montaña altísima? Ni aunque me subiera a la más alta de todas. Papá… yo creo que sí te vas a morir tú primero porque, mira, mamá no tiene canas y tú sí.

Aunque Ana no lo sepa, en esos momentos Antonio es su mundo. Si los interrumpo, ni siquiera voltea a verme. Mañana será igual y el próximo viaje también, hasta que mi niña crezca y la vida cambie.

Ana entra al cuarto a las cinco de la madrugada, lista para irse a Colutla. Duerme otro rato, le digo, el despertador va a sonar a las seis; pero lo que suena es el teléfono y la llamada cambia los planes. Ana no puede creer que el viaje tenga que posponerse. Cuando vuelve a quedarse dormida, sus suspiros son tan tristes que Antonio baja a desayunar con expresión consternada. Ahora, cada ida a la hacienda es una aventura para ella, quién lo hubiera pensado la primera vez que se despertó en el coche frente a la reja de la casa. En el ocaso empolvado de mayo, los dobles —esas tristes campanadas que anuncian la muerte de alguien— eran el único sonido. Ana debió haberse sentido en una de sus pesadillas, y cuando Antonio trató de bajarla del coche, lo mordió. Durante el resto de la zafra, en cuanto el sol se ponía, le rogaba que regresáramos a la ciudad. Él la tranquilizaba explicándole que la única diferencia entre el día y la noche es la oscuridad; que los fantasmas y los monstruos nada más existen en los libros. Con paciencia, seriamente, como si hablara con un adulto. Qué distinto era mi padre.

A los once años, ganar el primer lugar en un concurso de poesía me ilusionó al grado de atreverme a sugerirle que me cambiara al colegio que lo organizó. Él me miró por encima del periódico y siguió leyendo. Lo sensato hubiera sido dejarlo en paz pero me armé de valor para insistir. Mi padre dobló el periódico con calma y me pidió los poemas. Subí los escalones de dos en dos, cogí el cuaderno y bajé de nuevo a toda velocidad. Me temblaron las manos al entregárselo. Él lo recibió sin mirarme e hizo un gesto para que me fuera.

Pasé los siguientes días con el estado de ánimo de quien espera una sentencia. Cuando empezaba a creer que mi padre se había olvidado del tema, me llamó a la biblioteca, donde se reunía los jueves con unos amigos: Jala una silla y siéntate junto a mí, me pidió con la sonrisa reservada para los invitados: quiero que nos leas esto que has escrito.

Había escogido el poema sobre una niña que espera a su papá con ilusión. Lo escribí después de ver los dibujos de un libro de inglés en el que aparecía un perro que corría detrás de un niño en patineta mientras el padre los observaba sonriendo. La viva imagen de una familia feliz. ¿Cómo se me ocurrió dárselo? Imposible pensar en algo más distinto de la nuestra. No pude pasar del primer párrafo. Él me rodeó con el brazo y me susurró al oído: ¿Todavía quieres ser poeta?

Hace años, alguien me contó que a lo que más temía era a la nostalgia, a la sensación de haber perdido una parte primordial de la vida. Yo no conozco ese sentimiento, pero a veces me pregunto qué pasará por mi mente si llego a ser vieja: ¿Recordaré las tardes de fines de otoño en Colutla, cuando la chimenea esparce su calor por la sala y todavía se puede ir a la habitación sin entumirse de frío? ¿Sentiré nostalgia? Si para entonces Antonio ya no está, ¿me sentaré a ver pasar las lechuzas sobre los fresnos, tendré un nudo en la garganta, querré morirme?

Llora, contesta, haz algo, no eres turista en este mundo: ¿Estás viva, por lo menos? Cuántas veces lo gritó mi padre. Eugenia se queja de que las respuestas lleguen a destiempo, yo tengo pocas. A veces, pienso que mi padre tenía razón y vivo en una nebulosa; entonces tomo la mano de Antonio para sentir cómo aprieta la mía y la niebla se disipa. En esos momentos, me gustaría haberle dicho: Sí estoy viva y yo también sé gritar… Ya no importa, basta con saber que en esta casa no soy una presencia difusa. Soy yo, Catalina.

Ana se ha hecho a la idea de posponer el viaje y ahora prepara una gran comida para sus muñecos. Tengo que hacerle entender que las lombrices sí sienten, que no debe cortarlas en pedacitos. Cuando empiezo a recoger los restos, suena el teléfono. Es Joaquín para decir que llegará a Colutla en unos días. Se oye sinceramente agradecido por la invitación y me siento culpable por mi renuencia a compartir con él la hacienda este verano. Me cuesta socializar… De niña, me escondía en un clóset para no bajar a saludar a las visitas. La noche en que mi padre me encontró ahí pensé que estaría furioso; en lugar de eso, me enseñó dónde estaba la luz y me dijo que ése era el lugar perfecto para alguien como yo: entre menos saliera, mejor.

Desde el clóset, viajé al mundo de Kasperle, de Andersen y los hermanos Grimm y, más tarde, a las llanuras americanas con Salgari y a la India con Kipling. Algunas veces, Eugenia se instalaba conmigo y leía en voz alta, cambiando de voz según los personajes. El clóset se convertía entonces en barco, desierto o selva. Cuando mi padre la descubrió y quiso separarnos, busqué nuevos refugios. El sótano era uno de ellos pero el mejor era la azotea, a la que se llegaba por una escalera metálica.

Mi madre ha ido perdiendo la memoria, sin embargo, suele hablar de lo mucho que me gustaba jugar a esconderme. Dile que no lo hacías por gusto, me pide Eugenia.

Quizá los secretos de familia se convierten en fantasmas y por eso hay espacios en los que estás cómoda y otros de los que quieres huir. Los espíritus de esta casa son presencias discretas a los que delatan el movimiento de una cortina o un olor que no viene de ninguna parte. Los de Colutla se liberan en las noches y recorren, llenos de nostalgia, los pasillos; en la terraza, las palmeras crujen cuando se deslizan entre sus ramas y en el patio tiran las naranjas aunque todavía no estén maduras. Recordarán tiempos mejores. Suyos.

¿Cómo serán los fantasmas de mi casa? ¿Los delatará el pelo erizado de un perro, sus gruñidos? ¿Abrirán las puertas de golpe? ¿Se divertirán haciendo sufrir a los vivos? Sigo hablando como si ésa fuera mi casa. Han pasado años y todavía me cuesta creer que pertenezco aquí, a la paz de sus despertares y a la suave iluminación de sus noches. Cuando pienso en que Ana crecerá en este ambiente, el alivio que siento me quita el aire. Y además tiene la hacienda, esa tierra que Antonio le está enseñando a querer. Será su ancla en las tormentas, su refugio. Aprenderá a labrarla y sus pasos se sumarán a los de quienes la han cuidado a lo largo del tiempo. Tendrá siempre un lugar adonde llegar.

Piensa o, por lo menos, inténtalo, era otra de las frases de mi padre. Con Eugenia era distinto, incluso en el lecho de muerte, buscaba su mano. Sin embargo, en el entierro, cuando el sacerdote se refirió a él como un hombre ejemplar, fue ella quien lo negó con un gesto, y, más tarde, cuando mi madre le dio la foto de una niña feliz junto a su orgulloso padre y le pidió recordar lo mucho que la quiso, la guardó en el fondo de un cajón. A mí me dio su abrigo. Según ella, me recordaría su manera especial de protegerme. Me lo puse para evocar una parte del pasado quizás olvidada, pero tenerlo puesto sólo me hizo conciente de la engañosa memoria de mi madre.

Con Antonio, mi padre usó todo su encanto. Si le preguntan acerca de él, contesta que era muy culto y tenía un gran sentido del humor. Y, sí, cuando veo sus fotos, entiendo que la gente se sintiera atraída: un hombre escandalosamente guapo, como le gustaba decir a la abuela. En él, todo era exagerado, los adjetivos banales no le iban bien. Aun en las fotos, el verde de sus ojos a mí me parece demasiado intenso y la boca carnosa, casi femenina, pero no puedo negar que es difícil apartar la vista de él. Llaman la atención sus manos largas, de uñas ovaladas. El día que murió, Eugenia se desprendió de ellas con dificultad; habían asido las suyas con tal fuerza que las marcas tardaron en desaparecer. Fuiste su apoyo hasta el final, le decían en el entierro, y ella me veía de reojo y cambiaba de tema. Le pedí que dejara de hacerlo, no tenía por qué sentirse culpable por haber sido su preferida, pero ella se tapó los oídos.

Eugenia. La guapa, la aventurera. Debió de haber estado celosa después de cuatro años de ser hija única, pero yo sólo tengo recuerdos de un amor tan incondicional por mí que incluso anuló el que alguna vez sintió por mi padre.

Una noche, él nos contó un cuento: “En un país muy lejano, vivían dos hermanas: a una de ellas los dioses le dieron el mundo entero. Las ramas de los árboles se inclinaban a su paso y los ríos detenían su camino para admirarla. En lo más alto del cielo, los cometas formaban figuras por el gusto de hacerla feliz. Como ellos, brillaba con luz propia. La otra hermana era parecida a una cuija, una de esas lagartijas transparentes, sin más gracia que su habilidad para quedarse inmóviles. Sus manos pegajosas les permiten trepar por las paredes pero es fácil dar con sus escondites, porque no tienen imaginación. Así era la hermana de la que sería reina…”

El cuento se detuvo en ese momento, justo cuando estaba más entretenida. Eugenia tenía doce años —yo acababa de cumplir ocho— y salió del cuarto, llevándome de la mano.

Algunas personas necesitan público cuando lastiman a otras, aunque ese público sea una niña desesperada por escapar. En la alacena donde nos refugiamos, Eugenia trató de contar el cuento al revés y entonces entendí quién era la cuija. A partir de esa tarde, dejé de comer dulces pegajosos: esa parte de la historia era la peor. Después pensé en que las lagartijas tienen así las manos aunque coman sólo insectos, así que le robé unos guantes a la abuela. Debí de haber sido una niña extraña: ojos enormes, tan verdes como los de mi padre, en una cara descolorida. Guantes blancos y manos pegajosas.

Buscaba en el espejo rasgos de esa niña cuando Antonio entró a pedirme perdón de nuevo. Esta mañana, lo encontré probando la mirilla de una escopeta y reaccioné de una manera absurda. Le conté que, de niña, mi padre me apuntó con una pistola y verlo a él con un arma revivió la escena. Antonio murmuró algo como “Vaya broma”, y me detuve a media historia.

Qué impredecibles son nuestras reacciones: que mi padre me tuviera en la mira no me dio miedo entonces, fue al recordarlo, años después, cuando temblé. Quizá fue una broma, pero no para hacerme reír a mí.

Había comprado una pistola antigua con incrustaciones de marfil, uno de esos objetos con los que se fabricaba un pasado de noble venido a menos. Además de la pistola, guardaba en un mueble de marquetería los documentos que, según él, avalaban sus blasones. Eran unos papeles del siglo XVIII llenos de títulos: marqués de Sieteleguas, conde de Villabermejo, duque de Cantalinares… Los nombres me transportaban a otros mundos y, en mi refugio dentro del clóset, me entretenía inventando historias acerca de esos señores de nombres tan bonit

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