Peroratas

Fernando Vallejo

Fragmento

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Prólogo

Alfaguara ha reunido aquí treinta y dos textos míos: artículos, discursos, conferencias, ponencias, prólogos y presentaciones de libros y películas. En ellos quedan expresados mis sentimientos más fuertes: mi amor por los animales, mi devoción por algunos escritores, mi desprecio por los políticos y mi odio por las religiones empezando por la católica en que me bautizaron pero en la que no me pienso morir. Si la Iglesia no me ha quemado vivo con lo que he dicho de ella es porque ya no puede, porque desde el Siglo de las Luces y la Revolución Francesa ha ido perdiendo poco a poco su capacidad de hacer el mal. Hoy ya no pueden levantar en las plazas públicas las hogueras para quemar herejes y brujas. Cuando leía en Ámsterdam mi conferencia «La Patagonia, el fin del mundo», que aparece en este libro, los holandeses que me escuchaban en traducción simultánea del español al holandés se iban saliendo indignados tirándome de paso sobre el podio donde hablaba los audífonos. ¡Y pensar que terminaba mi conferencia invocando el espíritu libre de Erasmo el tolerante! No alcanzaron a llegar hasta el fin. Acabando de leer mi conferencia con media sala vacía me sonaron muy sarcásticas mis palabras finales. En cuanto al tema de la Patagonia, fue idea de los que me invitaron, y tenía que ver con el segundo milenio, que estaba por terminar. Entonces entendí que Europa, que vivió las guerras de religión, no es nuestra América Latina libre, el último reducto de la libertad. Allá no se puede hablar. Ni en los Estados Unidos. Ni en los cincuenta y dos países musulmanes. En el vasto ámbito geográfico que abarcan es un riesgo afirmar que Dios no existe y que si existe es Malo; que Cristo no existió y que si existió fue un loco rabioso; que el cristianismo ha sido desde que empezó una inmensa farsa y una empresa criminal, y que el Islam es otra, siendo imposible determinar cuál de esas dos barbaries disfrazadas de civilizaciones es más infame.

Otras explicaciones sobre algunos personajes y circunstancias de estos textos. Cuando leía en el Parque Nacional de Bogotá, durante un encuentro de escritores, mi mensaje «A los muchachos de Colombia», me gritaban desde el público «¡Apátrida!» Y sí, pero se quedaron cortos. Yo ya no sé dónde meterme en el planeta. Ruido y bribonería es lo que encuentro por todas partes. Y elecciones. Este planetoide del Sistema Solar se la pasa los 365 días del año ejerciendo lo que llaman la «democracia», eligiendo hampones.

«El palacio embrujado de Linares» es mi presentación de mi libro Mi hermano el alcalde. Fue la primera presentación de libro que se hizo por teleconferencia (ya no saben qué inventar) y tuvo lugar entre las oficinas de mi editorial Alfaguara en la Ciudad de México, desde donde hablaba yo en medio de una nube de humo y con un altar de muertos mexicano encendido de veladoras detrás de mí y sonando el comienzo del poema sinfónico «Finlandia» de Sibelius que de niño me causaba miedo, y la Casa de América en Madrid donde estaba el público. El «palacio embrujado de Linares» es hoy justamente la Casa de América. El edificio de Alfaguara, de varios pisos (entonces mi editorial era una empresa boyante que se podía dar el lujo hasta de quemarlo), se llenó del humo de una máquina que contratamos para darle al asunto una atmósfera de terror. Llegaron los bomberos con sus sirenas a apagar el incendio, pero no, ¡falsa alarma! A cada uno de ellos le di un ejemplar del libro dedicado: «Para el bombero fulano de tal, quien nunca leerá estas páginas». Cosa evidente porque los bomberos no están para leer libros. ¿Y quién los leerá mañana? Ahí está mi ponencia «¿El fin del libro?» para medio contestar.

Mi perra Bruja es a quien más he querido. Clarita Gómez era una psicoanalista que murió poco después de leer el prólogo que le escribí para su libro, que resultó póstumo. ¡Como ella! Y es que su papá, que fue un escritor importante en mi tierra de Antioquia, murió meses antes de que ella naciera. A García Márquez ya lo conocen. Aún vive. ¿Y este «aún» sobra? ¿Será pleonasmo? El filólogo, gramático y árbitro del idioma Rufino José Cuervo, mi paisano, y que está en dos de estos textos y canonizado por mí en el cielo, es quien habría podido decirnos a ciencia cierta si ese «aún» es pleonástico, pero ya murió. ¿Y este «ya» también será pleonástico? La revista Soho aún no la clausuran y es un éxito. Vive de sacar viejas en pelota.

En la presentación de La Rambla paralela una señora ingenua del público me preguntó en público que por qué no me casaba. «Consígame un muchacho bien bonito que me quiera y me caso», le contesté. ¡Qué me iba a conseguir nada! A mi conferencia «El lejano país de Rufino José Cuervo», que tuvo lugar en el auditorio del Gimnasio Moderno de Bogotá, llegué acompañado de veinte perros callejeros. El «Discurso del Congreso de Escritores colombianos» lo pronuncié delante del vicepresidente de Colombia Gustavo Bell, que lo tomó muy civilizadamente, con sonrisitas. La plata del Premio Rómulo Gallegos se la di a los perros callejeros de Caracas. La del Premio de la FIL, a los de México. Si algún día me dan un premiecito más substancioso, me lo guardo para mi entierro o funeral. O «funerales», con plural aumentativo, como cuando hoy decimos «Los dineros de las ayudas a los damnificados se los robaron los políticos». El queísmo, el dequeísmo, los anglicismos, los «dineros», las «ayudas», los altos «cargos», los altos «mandos», la pluralitis, la mayusculitis... ¿Para dónde irá este idioma? Pues para donde van el libro y el mundo.

El artículo «Leyendo los Evangelios» me costó mi renuncia a la nacionalidad colombiana. Un leguleyo que hoy es procurador de la República me demandó por agravios a la religión y me iban a meter preso. ¿Preso yo en el país del narcotráfico, de los paramilitares, de las FARC, de la impunidad rampante? Dios libre y guarde. México me dio entonces la nacionalidad mexicana, y como a la colombiana es imposible renunciar por razones burocráticas pues el proceso toma mucho más de lo que vive un ser humano, hoy soy colombo-mexicano, ciudadano por partida doble. «Al que no quiere caldo se le dan dos tazas», decía mi mamá, que nunca estuvo completamente bien de la cabeza. Nunca entendí qué quería decir con eso. A ver si ustedes pueden.

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A las madrecitas de Colombia*

Entre hombres, mujeres y del tercer sexo, mi mamá tuvo veinticinco hijos. Hijos y más hijos y más hijos que ella fabricaba en su interior y que después expulsaba por la vagina con la placidez de quien desgrana avemarías de un rosario. Era una máquina vesánica de parir. Por eso hoy somos en Colombia cuarenta y cuatro millones. Si yo hubiera seguido su ejemplo y el de mi papá, con los hijos de los hijos de mis hijos hoy seríamos cien millones y ya habríamos acabado con las últimas tortugas, con las últimas nutrias, con los últimos m

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