Batalla de tormenta: Aventura en Fortnite Libro no Oficial

Cara J. Stevens

Fragmento

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CAPÍTULO UNO:
ZANE

El vehículo que nos llevaba daba sacudidas y crujía por todo el camino a lo largo de las vías. Estiré el cuello para poder echar un primer vistazo a la escuela de batalla, pero lo único que podía ver, mirara donde mirara, eran más reclutas y, por encima de ellos, las esquinas de las ventanas por las que se vislumbraba una inmensa extensión de cielo. Íbamos todos bien apretados: veinte cadetes en cada vagón y cinco vagones en total.

—Antiguamente eran trenes de cercanías —dijo un sabiondillo que estaba a mi izquierda sin dirigirse a nadie en concreto, como intentando iniciar una conversación que nadie quiso continuar. Los demás reclutas y yo seguíamos el compás del traqueteo en silencio, cada uno inmerso en sus propios pensamientos.

No nos conocíamos de nada y cada cual tenía sus motivos personales para haberse alistado. Unos como forma de escape, otros en búsqueda de aventuras e incluso algunos, de hecho, tenían pasión por la causa… O, al menos, pasión por la guerra. Antes de que nos metieran como ovejas dentro del transporte, ya circulaba el rumor en la estación de que había un rebelde a bordo. Me pregunté cuánto tardaría alguien en darse cuenta de que era yo.

—¿De dónde eres? —¡Qué suerte la mía! El sabelotodo de mi izquierda me había elegido como blanco para iniciar la conversación.

—Del outback —dije casi sin mirarlo. Todavía estaba intentando acostumbrarme al traductor universal que un oficial me había implantado en la oreja antes de subirme al tren. Picaba una barbaridad, pero, en cuanto se conectaron los circuitos, empecé a entender el ruido de cien personas hablando cincuenta idiomas distintos. Me pregunté por un segundo de dónde era él al darme cuenta de que, con el traductor, oía a todo el mundo hablando inglés con acento australiano. A juzgar por sus vaqueros, camiseta y zapatillas de deporte blancas, deduje que posiblemente sería americano.

—¿El outback de Australia? —Tenía un tono tan sorprendido en su voz que casi me dio la risa. Me apostaría cien pavos a que nunca había conocido a nadie de fuera de su propio país, por no hablar de alguien de un continente del hemisferio sur. Mantuve los labios cerrados y me limité a asentir. No me quería reír de él, y además quería mantener el máximo tiempo posible una apariencia de chico duro, un aire de «ni se te ocurra molestarme»—. He oído que el rebelde es australiano —dijo en voz baja, como si estuviese desvelando un secreto. Yo no había contado con que el rumor se extendiese tan rápido.

Por dentro me lamenté. Hubiese querido mantener mi vida personal en secreto. Pero guardé las apariencias y me giré hacia él con una mirada de acero:

—¿Y? —dije con el tono más amenazador que pude.

—Oh —contestó entrecortadamente, dándose cuenta al fin de que yo era la persona sobre la que estaba intentando cotillear—. Ajá. Vale. Qué guay haberte conocido. —Miró alrededor, intentando escapar de aquella conversación que tan rápidamente había resultado ser nefasta. Desa­fortunadamente para él, íbamos como sardinas en lata y no había sitio alguno al que huir.

«Esto podría ser divertido», pensé.

—No me has dicho cómo te llamas —dije con toda la intención.

—Kevin —respondió en voz baja—. ¿Y tú…?

—Yo no estoy aquí para hacer amigos —le contesté girándome para darle la espalda y mirar por la ventana las barras de potencia que atravesaban el cielo en constante movimiento. Me sentí mal por haber ignorado al chaval, sobre todo delante del resto de reclutas que había en el tren, pero lo que realmente quería era que nadie se diese cuenta de quién era yo. Todos en aquel vagón eran anónimos. ¿Por qué no podía ser yo otra cara más entre la multitud? Yo solo estaba allí para pasar desapercibido y averiguar de qué iba este lugar sin que mi apellido levantara sospechas por primera vez en mi vida.

El silencio del vagón se vio interrumpido por un grito de emoción:

—¡Ya hemos llegado!

Todo el mundo se apiñó contra las ventanas con tanta rapidez que sentí cómo el vagón se movía y se inclinaba por el peso hacia un lado. Intenté permanecer impasible, pero tenía la misma curiosidad que el resto y estaba tan emocionado como ellos.

Me puse de pie sobre mi asiento para poder ver por encima de las cabezas y, para mi asombro, vi un desierto enorme con unos cuantos autobuses decorados de cualquier manera, con globos aerostáticos en la parte de arriba y…, literalmente, nada más. ¿Dónde estaban los barracones? ¿Dónde estaba la zona de prácticas? ¿Dónde estaba esa misteriosa isla que había salido en las noticias día y noche durante todo el año pasado?

El tren traqueteó hasta detenerse lentamente y entonces dio una sacudida hacia atrás, haciendo que nos chocáramos los unos contra los otros. Las puertas se abrieron con un chirrido —necesitaban urgentemente que las engrasaran— y todos saltamos al exterior, al sol, parpadeando, estirándonos y aspirando el aire caliente del desierto. Así que esto era el Cuartel General. No solo es que no fuera gran cosa, es que no era nada de nada. ¿Se suponía que íbamos a vivir en aquellos autobuses? O quizá los autobuses nos iban a llevar el resto del camino…

—¡Moveos! —vociferó un oficial uniformado. Alzamos todos la vista y vimos cómo señalaba hacia una duna baja de arena a tan solo unos metros de distancia. Y, automáticamente, todos, como borregos, empezaron a caminar hacia la colina.

«Cielos», pensé. «¿Tan deseosa está la gente de recibir instrucciones que van a acatar cualquier orden que les den sin ni siquiera pensárselo?». Pero de nuevo miré alrededor y vi que no había más opciones, así que suspiré y me uní al resto de reclutas. Las palabras de despedida que me había dicho mi madre antes de irme acudieron a mi cabeza por vez primera, aunque probablemente no sería la última: «No todo tiene por qué ser una batalla, Zane. Elígelas con cabeza o todo tu viaje irá cuesta arriba».

Resultó que la duna era en realidad un acceso secreto. La pesada puerta camuflada daba paso a un vestíbulo de entrada pequeño y muy iluminado, lo suficientemente grande como para albergar a dos guardias uniformados y una mesa con un ordenador, con una segunda puerta blindada que conducía a un tramo largo de escaleras. Me estremecí ante la idea de pasar los próximos meses bajo tierra, sin luz solar. Sin aire fresco. Sin estrellas. ¿Dónde me había metido?

—No está tan mal una vez que ya estás ahí abajo —dijo una voz detrás de mí. Me giré para ver a un chico alto y fibroso con una cresta de colores.

—No me molaría nada saber de dónde eres si consideras que vivir en un búnker subterráneo es un avance —respondí riéndome.

—De hecho, soy un chico de ciudad de Corea del Sur…, pero mi hermano acaba de volver de estar aquí y me dijo que consiguen que el aspecto y la sensación sean los mismos que en barracones normales del ejército. Con días, noches, inclemencias del tie

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