Pedro

Pedro Martínez

Fragmento

Introducción

Todos se rieron.

Yo no pretendía ser gracioso.

No estaba de humor.

Una hora después de perder nuestro segundo partido en la Serie de Campeonato de la Liga Americana 2004, me habían llevado al comedor para la prensa del estadio de los Yankees, un espacio inadecuado, con el techo bajo, mal ventilado y atiborrado de gente, que se usaba para las conferencias de prensa de la postemporada. Acababa de ducharme y tenía mis rizos estilo Jheri peinados hacia atrás todavía húmedos, mojándome la espalda de la camisa. Me acomodé lentamente en la silla detrás de la mesa, sobre la que había un solo micrófono, y una pancarta de la ALCS (Serie de Campeonato de la Liga Americana, por sus siglas en inglés) con los colores rojo, blanco y azul.

Bateé un par de preguntas específicas del juego sobre mi apertura como lanzador.

Esperé pacientemente a que me hicieran la pregunta.

Íbamos perdiendo 0-2 en la serie y los Yankees y sus fans estaban exultantes. Nos tenían en una posición vulnerable. Tampoco ayudaba el hecho de que tan solo unas semanas antes había estado en el Fenway Park en la línea de fuego en una conferencia de prensa similar después de una derrota igual en uno de mis primeros partidos.

Entonces fue cuando solté abruptamente aquello de «Los Yankees son mi papá» (Yankees are my daddy).

Debí haberlo previsto.

Esas palabras bastaron para llenar todo un convoy de camiones de carga con suficiente cebo para mantener contento a un banco de tiburones de la prensa durante las semanas que faltaban para este partido de postemporada. En el instante que salí del banquillo de visitantes para calentar, una cascada de cantos rítmicos entonando «¿Quién es tu papá?» (Who’s your dad-dy?) descendió por las gradas. Los abucheos no cesaron hasta que salí del partido. Se oían muy fuerte, impresionantemente fuerte.

Ahora tenía que enfrentarme a la obligatoria conferencia de prensa. En alguna parte del grupo de reporteros de la prensa y la radio, fotógrafos y camarógrafos de televisión que me rodeaban, uno de los periodistas hizo la pregunta, formulándola de la manera que menos me gustaba: Háblenos de…

«Háblenos de cómo le afectó el público, los cantos de “¿Quién es tu papá?”, oír que gritaban su nombre… ¿Nos habla sobre eso, por favor?».

Y entonces hice un cambio de lanzamiento.

«¿Saben qué? En realidad me hicieron sentir muy, pero muy bien», les dije, y eso provocó risas que se propagaron por la sala.

Serio, eché un vistazo rápido a los rostros a mi alrededor. Sus risas me parecieron nerviosas.

E ignorantes.

Una ignorancia que me era familiar.

«No sé de qué se ríen, porque ni siquiera les he contestado aún la pregunta —dije entonces e hice una pausa hasta que mi reproche calló las risitas nerviosas—. De hecho me di cuenta de que soy alguien importante, porque logré captar la atención de 60 000 personas, además de la de ustedes, y encima el mundo entero estaba viendo a un tipo que hace 15 años estaba sentado bajo un árbol de mango y que no tenía ni 50 centavos para pagar el autobús. Y hoy fui el centro de la atención de toda la ciudad de Nueva York. Doy gracias a Dios por eso».

«No me gusta presumir, no me gusta hablar de mí mismo, pero hoy hicieron que me sintiera importante —continué—. He visto a muchos equipos pasar y jugar contra este equipo, los Yankees, y tal vez sea porque estoy con los Red Sox, pero me siento muy agradecido por haber recibido su atención y haberles dado mi atención».

Desde el lugar donde estoy sentado hoy, en una mecedora blanca en un patio empedrado frente a mi casa de campo en la finca, puedo ver la ladera de la colina y las puntas de las hojas muy verdes y brillantes de ese mismo árbol de mango.

Sus ramas cuelgan sobre una placa de concreto gris y blanco llena de arañazos, un rectángulo de seis por cuatro y medio metros, que era el suelo, lo único que queda, de la casita donde crecí con mis dos hermanas, mis tres hermanos y mis padres. Un área para dormir separada por una sábana colgada del techo, un sofá y una pequeña cocina al otro lado de la sábana; eso era todo. Una habitación, cuatro paredes, una puerta de entrada y un techo cubierto con láminas de zinc corrugado. Del otro lado de la puerta había una calle sucia flanqueada por cunetas, idéntica a todas las demás calles sucias de Manoguayabo, un pueblo que se extiende sobre empinadas colinas a 12 kilómetros al oeste de Santo Domingo, la capital de la República Dominicana.

Das un paso para salir de la casita y tres pasos más hacia la derecha, y allí está el árbol de mango.

Antes de que naciera mi padre en Manoguayabo en 1929, ese árbol de mango ya estaba allí. El huracán que azotó a la República Dominicana en 1930, San Zenón, uno de los huracanes que con frecuencia azotaban la isla de la Española llevándose por delante casas y edificios pequeños, inundando pueblos y ciudades, arrasando con los campos de caña de azúcar y los naranjales, derribó nuestro árbol de mango.

Sin embargo, sus raíces resistieron.

El árbol no murió, pero su tronco principal creció paralelo al suelo durante unos años antes de que comenzara a enderezarse y volviera a apuntar hacia el cielo. Esa curva del tronco creó una especie de banco en el que un niño pequeño como yo podía acomodarse con un libro y ver el cielo azul y nubes blancas entre las hojas mecidas por el viento. Algunos días me subía más alto, en busca de un mango maduro, o aún más alto para romper una rama que pudiera usar como bate de béisbol o solo para agitarla.

Para mí, viajar en el tiempo y el espacio desde un montículo de lanzador, incluso en el diamante más sagrado e histórico del béisbol, y de vuelta a un simple árbol en mi tierra natal era más que una rutina cómoda y familiar.

Era una técnica de supervivencia.

Siempre, desde que empecé a jugar profesionalmente con los Dodgers a los 16 años en su academia dominicana en el Campo Las Palmas, y a medida que avanzaba rápidamente en el sistema de ligas menores de los Dodgers, y luego en las plantillas de grandes ligas en Los Ángeles, Montreal, Boston, Nueva York y Filadelfia, me paraba en el montículo con el instinto de un superviviente.

Tenía lo esencial, comenzando por el corazón de un león.

Detrás de cada lanzamiento estaba la determinación y la voluntad de ganar, de matar, en vez de morir.

Entre un lanzamiento y otro, mi mente, mi mente peregrina, volaba a todas partes.

Al principio, cuando estaba en las ligas menores y medía al bateador contrario, conjuraba una imagen directamente de la película de terror más macabra, sangrienta y violenta de Hollywood: mi madre, atada fuertemente con cuerdas a una silla, amordazada, los ojos cerrados con fuerza, demasiado aterrorizada para mirar la punta del cuchillo que el jefe de una banda de secuestradores sostenía contra su garganta.<

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