Tina

Pino Cacucci

Fragmento

Tina

1

Es la noche del 10 de enero de 1929. Faltan unos minutos para las diez. El corazón de la capital mexicana está desierto. Por el enorme Paseo de la Reforma pasan silenciosos unos cuantos autos. Algún transeúnte muerto de frío, un último borracho que despotrica contra una cantina* 1 cerrada.

Un grupo de perros callejeros atraviesa la calle Abraham González, indecisos ante la luz que se filtra desde la panadería. En el cruce con Morelos hurgan en un montón de desperdicios. El líder de la manada se tensa. Olfatea el viento seco, gélido. Otea el fondo de la calle, ve tres figuras que avanzan en la oscuridad. Una señal imperceptible y los otros cinco lo siguen hasta un lote baldío lleno de basura, a salvo de la luz hostil del alumbrado público. Dos muchachos se asoman por un portón, recogen piedras y se las avientan riendo, pero los perros ya se fueron. Después vuelven a sentarse en el umbral, esperando que la noche ofrezca un motivo para huir del cuarto miserable del fondo del patio.

Dos hombres y una mujer. Un joven alto, atlético, de andar seguro. El otro es más bajo, esquivo, el rostro oculto bajo un sombrero de fieltro de ala ancha. Discuten, maldicen. La mujer es bajita, grácil, de rostro pálido y mirada melancólica. A los dos muchachos les llama la atención, intercambian una mirada cómplice. “Tá guapísima* ”, murmura el más grande, fingiendo un tono de experto. Sí, piensa el otro, es muy guapa. Ha de ser extranjera. Y también los dos hombres. O quizá no. Tal vez el del sombrero es mexicano. Por un segundo, la luz del farol resalta el bigote negro, los ojos oscuros.

El panadero se seca el sudor, da unos pasos hacia la puerta. Respira profundamente el aire limpio, fresco. Cuando está a punto de volver, algo atrae su atención. Un vocerío contenido y tres figuras inmóviles en medio de la calle.

Unas cuantas palabras rabiosas, imposibles de descifrar porque el viento las dispersa de inmediato. El hombre del sombrero negro se lleva una mano al cinturón. El otro hace un movimiento instintivo, pero es como si la incredulidad lo bloqueara. Un disparo, el relámpago agigantado por la oscuridad. El joven alto se contrae, vacila, pero el cuerpo musculoso lo sostiene, le da fuerza para lanzarse hacia los muros de las casas buscando una protección imposible. Un segundo disparo. Cae de rodillas, se levanta, tambaleándose avanza unos metros. Luego empieza a venirse abajo, sus brazos buscan desesperadamente apoyo en el vacío.

La mujer se ha quedado inmóvil bajo la luz del farol, petrificada, con una expresión de asombro horrorizado. Unos segundos interminables, eternos. Sólo entonces, cuando ve al joven encogido en el pavimento con las manos apretadas contra el pecho, siente que su sangre vuelve a fluir y da un primer paso incierto, tembloroso. Mira a su alrededor, frenética. El hombre del sombrero ha desaparecido. Ella corre hacia su compañero, se arrodilla, le toma el rostro entre las manos, lo acaricia, le aprieta la mano ensangrentada que sigue buscando un asidero para levantarse.

—Tina… me muero, Tina…

La mujer le besa los labios, la frente, le pasa los dedos por el pelo tupido y rizado. Ve sus propias lágrimas que caen en las mejillas del hombre, dice con voz sofocada:

—No, Julio… eres demasiado joven… no puedes morir así…

Él intenta desesperadamente volver a hablar, pero siente los pulmones duros como piedras, la garganta paralizada por el frío, un frío que ha subido por sus piernas ya insensibles y le sube al corazón. Abre mucho los ojos, la atrae hacia sí con violencia, busca su rostro, donde intuye sólo un resplandor opaco. Ella se inclina, lo acaricia, asiente con la cabeza, lo tranquiliza sobre esa muda solicitud de silencio que le implora.


1 Nota de los traductores: Se indican con asterisco y cursivas las palabras o frases que aparecen en español en el texto original.

Tina

2

El hombre detrás del escritorio estudia con atención el volante. Ya lo leyó muchas veces, pero sigue repasando las frases amenazadoras, sacudiendo la cabeza.

—No perdieron el tiempo —dice en voz baja.

El otro deja de hojear los expedientes, se quita los anteojos. Dice:

—La movilización ya estalló, y si arrestamos a esta mujer… ya te puedes imaginar las consecuencias.

El primero asiente, suspira. Luego se dirige al guardia:

—Está bien, que pase.

Dos agentes uniformados acompañan a la mujer, le señalan la silla. Tiene ojeras profundas, tez grisácea, arrugas como cicatrices en las comisuras de la boca y alrededor de los párpados. Cuesta trabajo reconocer en ella a la joven de la noche anterior. En pocas horas parece haber envejecido años.

—Soy el juez Alfredo Pino Cámara, de la segunda sección penal —dice el hombre poniéndose de pie. Y rodeando el escritorio, señala al otro—. Mi asistente, el licenciado Alfonso Casamadrid.

Éste se inclina levemente, levantándose apenas del sillón.

—Sus generales, por favor.

—Tina Modotti… —murmura la mujer sin apartar la mirada del cielo que llena la gran ventana.

El juez se le acerca. Cuando ella por fin lo mira fijamente a los ojos, él toma un papel del escritorio y le pregunta en tono neutro:

—¿Por qué ayer declaró que se llamaba Rose Smith Santarini?

La mujer sostiene la mirada, pero no responde.

—Está bien —dice el juez mientras se para atrás de ella —. La entiendo. Usted se dedica a actividades políticas, actividades que mi gobierno hasta ahora ha compartido, o por lo menos tolerado. El México revolucionario ofrece su hospitalidad a todos, sin distinciones. Y apoya la lucha de los pueblos de América contra el colonialismo…

Hace una pausa, para volver frente a ella y mirarla a la cara.

—Y si fuera cierto lo que sus compañeros afirman, también estaríamos dispuestos a condenar firmemente el gobierno cubano del general Machado. Pero…

El juez cruza los brazos y la mira de arriba abajo.

—Pero… desafortunadamente tenemos algunas dudas sobre la versión “política” de este asesinato.

La mujer tiene un imperceptible gesto de desafío. Está a punto de decir algo, pero se contiene súbitamente. El juez agarra un sobre grande, desata con estudiad

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