Octavio Paz. Las palabras del árbol

Elena Poniatowska

Fragmento

Título

1

Mil novecientos cincuenta y tres. ¿Te acuerdas, Octavio? Carlos Fuentes dio una cena para ti en su casa de Tíber, en ausencia de sus papás (siempre hacía las cosas en ausencia de sus papás) y asistimos Ramón y Ana María Xirau, Emilio Uranga, Jorge Portilla, José Luis Martínez, Alí Chumacero, Enrique Creel y no sé quiénes más; no recuerdo a ninguna mujer aparte de Ana María. Yo estaba impresionadísima porque acababa de leer en Libertad bajo palabra, de la colección Tezontle, del Fondo de Cultura Económica, “Cuerpo a la vista”. Nada igual había estado jamás frente a mis ojos:

Entre tus piernas hay un pozo de agua dormida,

bahía donde el mar de noche se aquieta, negro caballo de espuma,

cueva al pie de la montaña que esconde un tesoro, bo-ca-del-hor-no-don-de-se-ha-cen-las-hos-tias…

Repetía la frase despacito, no la he olvidado, la repetía absolutamente segura de condenarme. ¿Cómo podías haber cometido semejante sacrilegio? Yo, niña de convento de monjas, pecado mortal, marcada de por vida, me preguntaba: “Y ­ahora, ¿qué hago? ¿Corro al confesionario?” No pude comulgar a la mañana siguiente.

Sí, tenías razón, las mujeres alojamos entre las piernas un negro caballo de espuma. “¿Qué hago, Dios mío? Ayúdame.” Los poetas no se dan cuenta de lo que pueden suscitar en las doncellas. Desplazaste al Sagrado Corazón de Jesús de su santísimo sitio y lo enviaste a un lugar terrible.

¿Te imaginas lo que sucedió en mí cuando nos presentó Fuentes? Claro, el libro ya llevaba tiempo entre mis manos; en un año se había vuelto flexible, el contenido de sus páginas no me asustaba tanto, podía leer de corrido sin sentir el impulso de cerrarlo aterrada; sabía que para ti la Palabra —­así, con mayúscula—­ es la “libertad que se inventa y me inventa cada día”. Tu certidumbre me asombraba porque a mí siempre me ha llegado demasiado tarde. Ahora te erguías, enseñando al sonreír un diente como un elotito perdido dentro de tu boca, y yo, temerosa de no estar a la altura de tu chopo de agua, quise quedar bien y me vi como el pobre príncipe idiota Mishkin que cavila durante horas en torno a un jarrón que no debe romper al entrar en la sala de baile y, para su mala ventura, lo rompe a las primeras de cambio. Solté con voz tipluda:

—­¿Sabe usted, señor, que Juan José Arreola lo llama “el becerro de oro”?

—­¿Por qué?

—­Porque todos acuden a adorarlo.

Fuentes, elástico, bronceado, sólo tenía ojos para ti y te llevó a otro lado. Adiviné la preocupación en su rostro, igualito al de Jorge Negrete. Tú, impredecible como eres, volviste para ver qué otra espantosa noticia podría salir de mi boca.

Te escribí desde París, siempre de usted. No me tuteaste hasta 1956. La ola de tu risa me cubrió cuando te dije que seguiría hablándote de usted. “Es que no puedo.” “Qué petite fille modèle eres, tienes que poder.” Eras accesible y tierno, todo te causaba risa, era facilísimo darte gusto, reías con los ojos. Todavía ríes con los ojos. Delgado, un trozo sobrante de tu cinturón se balanceaba siempre a la altura de tu cadera. Todo te quedaba flojo, corbata, saco y pantalones flotaban en el aire.

Recuerdo que a tu segundo retorno de París comencé a visitarte, bajo cualquier pretexto, libreta Scribe a la mano, en la Secretaría de Relaciones Exteriores de la avenida Juárez. Retenías en una especie de cubículo los mares territoriales. Los habías acomodado en tu escritorio boca abajo de tal suerte que las olas caían al viejo piso de madera y la arena, los corales, las algas del fondo, los diminutos líquenes, los peces, quedaban entre tus manos. Todo el mundo se quejaba: “¡Qué edificio tan húmedo! ¡Qué muros cubiertos de salitre!”

—­¿Vamos al Kiko’s?

—­Espérate, no quiere obedecerme el Mar de Cortés.

—­Mándale a Moctezuma.

—­Ahora es la costa del Pacífico, es monstruosa, no entiende, se cree indispensable.

—­¿Más que la Atlántica?

—­La Atlántica tiene razón de creerse. Desde ella zarpamos al viejo mundo, ¿no te parece?

(Me cautivó que le pidieras su parecer a las voces más desautorizadas, las más imprevistas. Todos tienen su opinión: cultivas el arte perdido de darle al que no lo espera una súbita importancia.)

Los ríos eran más fáciles de gobernar pero ésos no estaban bajo tu jurisdicción. Eran los mares los incontrolables. Muchos llegaban a tu oficina. Mares y poetas pasaban por la puerta. Recuerdo a un peruano a quien llamabas Lunel. Creí que así le decías por su cara de luna, pero no, Augusto Lunel era su nombre.

—­Ya llegó Lunel, podemos ir al Kiko’s. ¿No te parece?

Lunel estaba siempre muerto de hambre (a los peruanos les va peor que a nosotros) y le disparabas tres tortas: una de pollo con mole, otra de queso de puerco y la tercera de pierna adobada; a veces cambiaba y pedía de milanesa. Se las pasaba con un inmenso café con leche en vaso que sorbía con popotes. Los norteamericanos le llamarían brunch a ese desayuno. Yo te oía con la cara de luna de Lunel y Lunel devoraba. Una vez le sugeriste morder un chile verde y dio de alaridos interrumpiendo así una profunda disertación en torno a Flaubert. Ahí sí ya no me cupo duda y pensé: “Este señor es un fregón”. Vi de nuevo a Lunel en París, años más tarde; ya no tenía cara de luna, sino de eclipse. Andaba en motocicleta y me contó que las francesas lo perseguían:

—­¿A poco, Lunel? —­pregunté con una incredulidad que le pareció ofensiva y arrancó hecho una furia.

En 1956, en la biblioteca de la Secretaría de Relaciones Exteriores, un edificio gris, chaparrito y afrancesado, te encontré sentado frente a una horrible mesa de metal gris, y al mirar la página frente a ti vi que escribías con tinta verde: “Les arbres qui n’avancent que par leur bruit”.

Traducías al poeta libanés Georges Schéhadé y me tendiste el libro:

—­Toma para que te entretengas.

Nunca me gustó que me dijeras “para que te entretengas”. Con ello me relegabas al reino de los niños: “tones para los preguntones”, “ve a que te den una ramita de tenmeacá”, pero incluso esto tenía algo de caminata y de ramazones, de baile al viento y de luz filtrada entre las hojas.

… detener a una joven,

cogerla por la oreja y plantarla entre un castaño y

otro; regarla

como lluvia de verano;

verla ahondar en raíces como manos que enlazan

en la noche

otras manos;

crecer y echar hojas y alzar entre sus ramas una

copa que canta

(…)

rozar su piel de musgo, su piel de savia y luz, más suave que el torso de sal de la estatua en la playa; hablar con ella un lenguaje de árbol distante, callar con ella un silencio de árbol enfrente.

Siempre hiciste caer semillas; no sé si caían de tu copacabeza y se l

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