Cadáver de impecable apariencia

José Luis Navajo Ayora

Fragmento

UN CADÁVER DE IMPECABLE APARIENCIA

Sí, soy un cadáver, aunque creo que cuantos me miran no lo perciben. Jamás estuve tan activo, aunque nunca estuve tan muerto. La actividad es un magnífico disfraz para la falta de vida.

Recorro el mundo de extremo a extremo impartiendo conferencias, despertando conciencias, enmendando vidas y emocionando a personas, pero temo que mi conciencia está cauterizada, mi vida torcida y mis emociones infectadas.

¿Es posible moverse embutido en un elegante ataúd? Lo es. ¿Cabe la posibilidad de que uno disfrute de una asombrosa apariencia, pero esté muerto en esencia? Cabe esa posibilidad. Créeme, no te hablo desde la ciencia, sino desde la experiencia misma.

Hoy, en la puerta de embarque del aeropuerto, pude percibir que nadie nota que soy un finado. Abordé el Airbus A350/900 que me conducirá hasta Dallas para atender a mi próximo compromiso ministerial, y capté las miradas de algunos, mientras subía a la aeronave por la puerta de acceso prioritario. Se fijaron en mi jersey de Emporio Armani y en mis jeans marca Gucci y solo vieron ropa cara, pero no pudieron apreciar que esas prendas eran mi mortaja. El sudario de un difunto. Mientras ocupo mi plaza en el avión, reflexiono en que pocos saben que este será mi último vuelo y, las que impartiré en Dallas, mis conferencias finales.

CONOCIDO, RECONOCIDO... DESCONOCIDO

Soy pastor en una iglesia que cada domingo congrega a una multitud. Es un templo bien conocido en la ciudad, y, como ocurre en estos casos, si la iglesia es conocida, su pastor también lo es.

Hoy, con la perspectiva que el tiempo confiere a las cosas, puedo ver la serie de errores que encadené. Tuve mil opciones de equivocarme y demasiado bien las he aprovechado. Uno de mis grandes fallos fue permitir que la popularidad me deslumbrase. Dicen que es posible morir de éxito y sospecho que es verdad. No es que el éxito te mate, pero es como un fogonazo que, lejos de alumbrar, deslumbra. Una luz que ciega, en vez de iluminar el sendero; en consecuencia, uno no ve los desniveles y se desliza hacia el barranco. Tuvo razón quien dijo que el éxito hay que ingerirlo con prudencia, pues tiene un alto componente etílico que se sube al cerebro y nubla la visión.

¿De qué sirve ser conocido y reconocido si no hay sosiego en el alma? La popularidad y la fama son como gloria en calderilla: suena mucho, pero vale poco, y, al igual que la calderilla, pesa tanto que se convierte en rémora que impide el avance. ¡Cuidado con las medallas! Pueden doblegar nuestra cabeza y hasta quebrar nuestra espalda.

Ahora percibo con meridiana claridad que hay algo más importante que ser célebre. La historia está llena de héroes anónimos, cuyos nombres jamás engrosaron listas de notoriedades, pero en el cielo son respetados. Por el contrario, y no sonrío al escribirlo, abundan quienes aquí son estrellas rutilantes, y allí se atreverán a gritar: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?1

No deja de impresionarme que esas personas exhibirán ante Dios trofeos ostentosos: profecías, milagros, exorcismos... ¡Magníficas credenciales! Está registrado que, ante tal jactancia, Dios replicará: Nunca los conocí...2. Me asombra lo poco que Dios se asombra. Tales laureles dejan a Dios indiferente. Es evidente que lo más aplaudido en la tierra es peor que lo más mediocre del cielo.

Nunca los conocí, replicará el Altísimo. Me estremece esa respuesta. Populares en la tierra, desconocidos en el cielo. Estrellas aquí, anónimos allí. Funcionaron en lo espectacular, olvidaron lo esencial. Asombrosa actividad, pésima intimidad. Ocuparon pedestales y no construyeron altares. Se dieron a conocer, pero Él no los conocía. No dice «fueron conocidos, pero luego se desviaron». Dice NUNCA los conocí. No fue que brillaron para luego apagarse; no fueron renombrados y su nombre se extinguió.

Dice: nunca, nadie, aquí… los mencionó. En la tierra fueron reconocidos, pero en el cielo, desconocidos. Hoy puedo decir que es posible. Lamentablemente posible y terriblemente frecuente. No juzgo a nadie. Estoy relatando mi historia.

ACARICIANDO EL CIELO, PERO ARRASTRADO EN LA TIERRA

Hoy soy tan solo uno más de los trescientos cuarenta y ocho pasajeros que llenan esta aeronave, pero ocupo espacio en el selecto grupo de treinta y uno que viaja en clase ejecutiva, en un asiento amplio e individual, pegado a la ventanilla y aislado de casi todo.

Mientras el resto del pasaje ocupa sus lugares, reclino un poco la butaca y saboreo plácidamente la bebida de cortesía que me sirvió la azafata, a la vez que voy eligiendo el menú a degustar durante la travesía. Por delante tengo ocho mil kilómetros que recorreremos en poco menos de diez horas, pero ni la distancia ni el tiempo son un problema. Leeré, escribiré, veré alguna película y dormiré.

Siempre hace calor hasta que el avión toma altura, así que antes del despegue me quito el jersey y lo doblo cuidadosamente. Pronto precisaré arroparme con el cálido edredón que la aerolínea me proporciona, pero, por ahora, estiro mis piernas y me relajo.

Apuro el contenido de la copa, la entrego a la sonriente azafata, abrocho el cinturón de seguridad, cierro mis ojos y descanso.

Los motores rugen con fuerza y, en el potente arranque, me siento absorbido por la butaca. Enseguida el avión rueda por la pista y se sacude antes de alzar el morro e iniciar su ascenso en la atmósfera de las afueras de Madrid. ¿Destino? Un cielo inquebrantablemente azul.

Sigo con mis ojos cerrados durante cuatro o cinco minutos, hasta que el avión alcanza su altura de crucero y el capitán saluda e imparte algunos detalles acerca de la travesía que nos aguarda. Estamos en una cabina hermética, pero los cincuenta y un grados bajo cero del exterior comienzan a notarse en el interior, por lo que tomo el edredón, me arropo y reclino totalmente el respaldo hasta convertir mi asiento en una cama. Aunque estoy tapado hasta la cabeza, siento frío, pero es una gelidez que trasciende al cuerpo e impregna el alma. Algo más profundo... Como si un cuchillo de hielo hurgase en mis entrañas.

Al llegar a Dallas me aguarda un baño de multitudes. Me escucharán con atención y reverencia, casi como a un gurú. Mis palabras afectarán vidas y también eternidades. Muchos tomarán decisiones al calor de mis consejos. Estrecharán mi mano entre las suyas, me darán las gracias y cambiarán conductas.

Pero, entonces, ¿por qué vuelvo a percibir esa incómoda sensación en mi interior? ¿A cuento de qué esa inquietante percepción que me muerde las tripas? Es como si mi alma estuviera herida. Solo quiero paz. ¿Por qué no logro paladear con delectación y en calma los éxitos que acumulo? Tengo todos los elementos con los que la mayoría sueña, ¿por qué a mí me

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