Encuentros con lo sublime: Imposible ser el mismo tras un encuentro con Él / Encounters with the Divine: Its impossible

José Luis Navajo Ayora

Fragmento

EL SIERVO DE LA ÚLTIMA HORA

El reino de los cielos puede compararse al amo de una finca que salió una mañana temprano a contratar jornaleros para su viña. Convino con los jornaleros en pagarles el salario correspondiente a una jornada de trabajo, y los envió a la viña. Hacia las nueve de la mañana salió de nuevo y vio a otros jornaleros que estaban en la plaza sin hacer nada. Les dijo: “Id también vosotros a la viña. Os pagaré lo que sea justo”. Y ellos fueron. Volvió a salir hacia el mediodía, y otra vez a las tres de la tarde, e hizo lo mismo. Finalmente, sobre las cinco de la tarde, volvió a la plaza y encontró otro grupo de desocupados. Les preguntó: “¿Por qué estáis aquí todo el día sin hacer nada?”. Le contestaron: “Porque nadie nos ha contratado”. Él les dijo: “Pues id también vosotros a la viña”.

Al anochecer, el amo de la viña ordenó a su capataz: “Llama a los jornaleros y págales su salario, empezando por los últimos hasta los primeros”. Se presentaron, pues, los que habían comenzado a trabajar sobre las cinco de la tarde y cada uno recibió el salario correspondiente a una jornada completa. Entonces los que habían estado trabajando desde la mañana pensaron que recibirían más pero, cuando llegó su turno, recibieron el mismo salario. Así que, al recibirlo, se pusieron a murmurar contra el amo diciendo: “A estos que solo han trabajado una hora, les pagas lo mismo que a nosotros, que hemos trabajado toda la jornada soportando el calor del día”. Pero el amo contestó a uno de ellos: “Amigo, no te trato injustamente. ¿No convinimos en que trabajarías por esa cantidad? Pues tómala y vete. Si yo quiero pagar a este que llegó a última hora lo mismo que a ti, ¿no puedo hacer con lo mío lo que quiera? ¿O es que mi generosidad va a provocar tu envidia?”.

Así, los que ahora son últimos serán los primeros, y los que ahora son primeros serán los últimos.

MATEO 20:1–16, BLP.

Preludio

Lo que proyectaba la televisión me causó tal impacto que dejé la cuchara junto al plato, me olvidé de la comida y centré toda mi atención en la pantalla led de treinta pulgadas: la imagen mostraba a decenas de personas, de todas las edades, agolpándose en la entrada de un mercado. Se arremolinaban en torno a los camiones para, espontáneamente, ayudar a los empresarios a descargar las frutas y verduras.

¿Por qué lo hacían? ¿El mágico y benefactor espíritu de la Navidad los había vuelto solidarios? ¿Descargaban los camiones para cubrir su cuota de buenas obras ante las fiestas navideñas? No. Nada de eso. Su disposición a ayudar tenía más de hambre que de altruismo. Estaba más relacionada con la necesidad que con la filantropía. Su objetivo al descargar el camión era ser reclutados para realizar a diario esa labor a cambio de un pago.

No habría en esto nada llamativo de no ser porque muchos de esos “voluntarios” que descargaban frutas eran personas de altísima cualificación y un amplio y brillante historial académico y profesional. Estoy refiriéndome a ejecutivos de reconocidas compañías, ingenieros, abogados, físicos y científicos, pero que a causa de la COVID–19 perdieron su puesto de trabajo, o sus empresas habían cerrado. Necesitaban seguir trabajando, en lo que fuera.

Fue inevitable que el suceso me remitiera al relato bíblico que acabas de leer.

En todas las parábolas, Jesús cuenta una historia hecha de elementos de la vida diaria: retrata el contexto social de su época, donde los oyentes podían reconocerse. En este caso, el Señor menciona al propietario de una viña que, al alba, va al mercado para reclutar trabajadores.

Me sumergí en la historia y buceé en ese delicioso mar de tinta como quien se mueve entre arrecifes de coral. Las imágenes que descubrí son bellísimas y te ruego me permitas compartirlas contigo, pero antes concédeme que incorpore unas notas de carácter personal con el fin de que nos conozcamos mejor.

Mi desempeño ministerial se concentra fundamentalmente en la palabra, hablada y escrita, pero disfruto más de escribirla porque verbalizarla me supone un esfuerzo emocional muy grande, redactar; sin embargo, me nutre y estimula.

Cuando vuelvo la vista atrás, hasta mi infancia, veo a un niño con un libro entre las manos, sentado en la calle, con la espalda apoyada en la pared y leyendo, siempre leyendo; entonces, solía detener la lectura para descansar la vista y posar la mirada en el horizonte, sintiendo el corazón acelerado por una idea que a ratos se convertía en ilusión, y por momentos tomaba la forma y el peso de una obsesión: “Algún día yo también escribiré”. Tenía claro que amaba redactar; el resto eran ensoñaciones que consideraba inalcanzables.

Siempre fui una persona tímida a la que le costaba expresar sus pensamientos en público, aún conservo esa característica, aunque predico y dicto conferencias casi a diario; esa exposición a través del tiempo, no alivia el incómodo pellizco que siento en el estómago cada vez que se acerca el momento de pisar el estrado; es mucha la desazón que me embarga mientras voy ganándome la confianza del auditorio, o más bien la confianza en mí mismo para dirigirme al auditorio.

Siendo adolescente, cuando hablar con los demás me abrumaba, descubrí que dialogar con el papel me resultaba más sencillo. Volcaba mis alegrías, emociones, anhelos y preocupaciones sobre la página en blanco y eso no me cohibía, ni me hacía sudar las manos, ni me cerraba el estómago. Así fue como un bloc de hojas cuadriculadas con una espiral de alambre que las unía se convirtió en mi fiel compañero y leal confidente. Ya lo ven, de haber sido extravertido y locuaz tal vez nunca hubiera escrito; a veces nuestras flaquezas son el dedo índice que señala nuestras fortalezas y nos ayudan a descubrirlas.

Lewis Carroll, sufría tartamudez, pero ¿sabían que el resto de sus hermanos –en total once– también eran tartamudos? Además, padeció sordera durante sus primeros años de vida y se cree que fue obligado a escribir con la mano derecha, cuando en realidad era zurdo, siendo presionado para corregir su propia naturaleza. Si bien su tartamudez le impidió ingresar al seminario, como deseaba, ninguna de las dificultades que enfrentó en su infancia significó un freno para que se entregara fervorosamente a la lectura y escribiera Alicia en el país de las maravillas, una de las obras más innovadoras de su tiempo, que marcó un antes y un después en la literatura infantil. Sus flaquezas lo empujaron a descubrir su gran fortaleza.

Igual sucedió conmigo: mi timidez y melancolía me guiaron al papel en blanco y me ayudaron a dotarlo de sentido, aunque pasaron muchos años antes de tener el valor para enviar a los editores algo de lo que había escrito. Mis más íntimos –en especial Gene, mi musa, mi amor, mi esposa– me motivaban a hacerlo, creían en mí mucho más que yo mismo. Donde yo veía papel emborronado, ellos veían algo que merecía ser leído.

Esperé tantos años que, cuando envié el primer puñado de hojas, lo hice a

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