Vuelo de cuervos

Erick Blandón Guevara

Fragmento

Título

Yo iba como el jibarito, loco de contento, con el encargo de escribir la memoria. Dentro de mi cargamento llevaba el mensaje que el coronel Pulido le mandaba al subcomandante Mendiola. Todos los días revisaba la mochila para comprobar si siempre estaba allí, cosido en el doble fondo y protegido por un pedazo de plástico. Sabiéndome portador de un secreto militar jamás dejaba solas mis pertenencias. Aunque suponía su contenido, ignoraba por completo lo que decía el recado; pero el hecho de llevarlo conmigo me confería una importancia íntima que a ratos me convertía en el hombre más comprensivo de cada uno de los movimientos que ordenaba el mando. Como si tuviera alas en los pies, no sentía la aspereza del terreno que pisaba. Iba alerta. Trataba de notar los cambios que la naturaleza nos ofrecía con constancia. Los jardines, adheridos a los troncos y las ramas de los árboles, no los había visto tan hermosos ni olido tan fragantes. Me inventaba nuevos nombres acordes con la misión que me habían confiado. Escribir la crónica me parecía importante; pero más excitante era llevar una correspondencia que debía defender con la vida. El pseudónimo que mejor me hubiera calzado era Hermes. Sí, de ahora en adelante yo me llamaré a mí, Hermes. Lástima que no pueda decirle a los demás que no vuelvan a llamarme Laborío. El suelo alfombrado de flores como si una granada se hubiera abierto allá arriba. Las granadas de donde llovían los versos de Darío, las que derramaban poesía y flores al paso del Jesús del Triunfo. Y los timbaleros que el paso acompasan con ritmos marcialesTal pasan los fieros guerreros… Una granada de fragmentación es lo único que se puede esperar aquí. El tiempo tendré que aprovecharlo mejor. Si descansamos haré apuntes sinópticos. En la noche cuando paremos, antes de dormir, voy a ordenar las notas; y cuando llegue allá voy a empezar la redacción. Mi tarea ahora tiene una dimensión mercurial. Quién quita y, al llegar a donde voy, el tal subcomandante Mendiola dispone otra cosa. No Hermes, no; así se llamaba el más pendejo de mis compañeros del colegio.

El mando ordena hacer un alto. Sí, ya se convencieron de que estábamos perdidos. Siempre anduvimos perdidos. ¿O será que vamos a entrar en combate? De qué se trata esta misión, político. Dígamelo nomás a mí. En la noche Homero sintoniza Estéreo Revolución en su radio de nueve bandas, donde siempre suenan las canciones de los sesenta y setenta. Algunos nos juntamos para recordar. Nos ponemos románticos evocando los años de la universidad. Apague ese radio, político, que me da cavanga. Pero dejamos de oír el radio hasta las diez en punto cuando, cada noche, entre redobles y clarines, aparece la voz inflada de Artero diciendo: “Independientemente del lugar que como individuos ocupamos en la historia, no cabe duda de que esta revolución es obra del pueblo”. Uno a uno nos vamos a nuestras respectivas hamacas y en los oídos resuena el anuncio del locutor solemne:

“Hablan nuestros dirigentes.”

Un tarro de avena fue descubierto en la mochila de un soldado que, solitario, hacía su atol sobre el fogón. Se le obligó a compartir con todos. Digna lo amonestó con palabras muy gruesas por su espíritu individualista.

—Y a vos, Homero, el mando te ordena que me entregués el radio. Debe usarse en algo más útil que oír música imperialista.

—Estás loca y la cara que te ayuda. Si el mando necesita un radio, que lo pida a la jefatura.

—Así se habla, político —dijo un soldado en la oscuridad. Otra voz aflautada se hizo oír con sorna en la negrura del espacio:

—Que te compre uno el mando, Dignitá…

—Para qué estamos mandando, pues —murmuró otra voz anónima.

El silencio se impuso como una tormenta en las tinieblas. La sombra de la Digna se perdió en el estruendo apagado de la hojarasca húmeda. Su foco de mano trazó el rumbo de sus pasos que se dirigían hacia donde el mando tenía colgadas sus hamacas.

El obsoleto avión de carga comenzó a alzar vuelo y a dar tumbos. Sacudido por un incontenible temblor, Pinedita parecía atacado por el baile de San Vito. Estaba pálido y no podía hablar. Lloraba mientras otros lo sostenían. Inés del Monte y Juana de Arco le frotaban los brazos. Algunos reían burlonamente. Digna lo miraba con desprecio y condena. El aparato sobrevoló el lago y luego se enrumbó hacia el este. Nadie conocía su destino. Sólo les habían dicho que la misión era estratégica y peligrosa. Homero iba dormido en el piso del viejo avión militar. La noche anterior cada uno había tenido una fiesta de despedida. Los demás no parecían nerviosos. Manifestaban orgullo por haber tenido el privilegio de ser escogidos para probar que estaban dispuestos a llegar hasta el fin. Expiarían su culpa. Apolonia parecía pensativa, ajena a los comentarios de los otros, de vez en cuando lanzaba una mirada solidaria para indagarse cómo estaba Pinedita. Aún lo llevaban sostenido entre varios. Era su primer vuelo y la altura lo horrorizaba o ¿acaso flaqueaba? La brigada. No sabían cuánto tiempo debían estar lejos. No menos de dos meses ni más de seis, decían. Claro, había quienes estaban dispuestos a renunciar a todas las comodidades de la ciudad e ir a donde se les necesitara por el tiempo que fuera. Digna, la primera en proclamar su ilimitada entrega, le disputaba a Buenaventura el rol de vanguardia. Juana tampoco se quedaba atrás. Los demás, aunque dispuestos a todo, reflexionaban más, indagaban los objetivos y cuestionaban la efectividad de las directrices. Les faltaba espíritu militante. En una sencilla ceremonia en las instalaciones de la Fuerza Aérea, fueron exhortados a olvidar su condición de intelectuales, de técnicos o de profesionales. Irían al monte; algunas veces bajo el mando de oficiales iletrados y debían comportarse con humildad y obedecer las órdenes sin chistar. No estaba previsto que discutieran nada, por absurdo que les pareciera. Debían estar claros de que en esas condiciones su opinión no tendría ningún valor. Todo estaba concebido militarmente y los militares no deliberan, obedecen. Ésta sería la oportunidad para adquirir la experiencia armada que les hacía falta para estar a la altura de los héroes. Apolonia esperó a que Virgenza Fierro bajara del estrado desde donde había presidido la ceremonia para espetarle, a boca jarro, su resumen del acto:

—Para librarse de la gente que estorba no hace falta tanto bla, bla.

—A vos no se te halla la cagalera, Apo. Fuiste escogida para que esta brigada se educara con tu ejemplo. Así lo hemos explicado por todos los medios y todavía te quejás —Virgenza apartó la mirada dando tiempo a que su halago surtiera el efecto esperado en la vanidad de Apolonia.

—No me quejaría si no supiera que detrás de esta decisión está la mano pachona de Artero.

—No, niña. Cómo se te ocurre. ¿Vos creés que Desiderio y yo lo íbamos a permitir? —el tono de la voz de Virgenza era de camaradería, aunque no disimulaba su aire de superioridad.

—No comamos mierda —

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