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Cuentos Completos 1 (1945-1966). Julio Cortazar

Julio Cortázar

Fragmento

La trompeta de Deyá

La trompeta de Deyá

A Aurora Bernárdez

Aquel domingo de 1984 acababa de instalarme en mi escritorio para escribir un artículo, cuando sonó el teléfono. Hice algo que ya entonces no hacía nunca: levantar el auricular. «Julio Cortázar ha muerto —ordenó la voz del periodista—. Dícteme su comentario».

Pensé en un verso de Vallejo —«Español de puro bestia»— y, balbuceando, le obedecí. Pero aquel domingo, en vez de escribir el artículo, me quedé hojeando y releyendo algunos de sus cuentos y páginas de sus novelas que mi memoria conservaba muy vivos. Hacía tiempo que no sabía nada de él. No sospechaba ni su larga enfermedad ni su dolorosa agonía. Pero me alegró saber que Aurora había estado a su lado en esos últimos meses y que, gracias a ella, tuvo un entierro sobrio, sin las previsibles payasadas de los cuervos revolucionarios, que tanto se habían aprovechado de él en los últimos años.

Los había conocido a ambos un cuarto de siglo atrás, en casa de un amigo común, en París, y desde entonces, hasta la última vez que los vi juntos, en 1967, en Grecia ––donde oficiábamos los tres de traductores, en una conferencia internacional sobre algodón— nunca dejó de maravillarme el espectáculo que significaba ver y oír conversar a Aurora y Julio, en tándem. Todos los demás parecíamos sobrar. Todo lo que decían era inteligente, culto, divertido, vital. Muchas veces pensé: «No pueden ser siempre así. Esas conversaciones las ensayan, en su casa, para deslumbrar luego a los interlocutores con las anécdotas inusitadas, las citas brillantísimas y esas bromas que, en el momento oportuno, descargan el clima intelectual».

Se pasaban los temas el uno al otro como dos consumados malabaristas y con ellos uno no se aburría nunca. La perfecta complicidad, la secreta inteligencia que parecía unirlos era algo que yo admiraba y envidiaba en la pareja tanto como su simpatía, su compromiso con la literatura —que daba la impresión de ser excluyente y total— y su generosidad para con todo el mundo, y, sobre todo, los aprendices como yo.

Era difícil determinar quién había leído más y mejor, y cuál de los dos decía cosas más agudas e inesperadas sobre libros y autores. Que Julio escribiera y Aurora sólo tradujera (en su caso ese sólo quiere decir todo lo contrario de lo que parece) es algo que yo siempre supuse provisional, un transitorio sacrificio de Aurora para que, en la familia, hubiera de momento nada más que un escritor. Ahora, que vuelvo a verla, después de tantos años, me muerdo la lengua las dos o tres veces que estoy a punto de preguntarle si tiene muchas cosas escritas, si va a decidirse por fin a publicar... Luce los cabellos grises, pero, en lo demás es la misma. Pequeña, menuda, con esos grandes ojos azules llenos de inteligencia y la abrumadora vitalidad de antaño. Baja y sube las peñas mallorquinas de Deyá con una agilidad que a mí me deja todo el tiempo rezagado y con palpitaciones. También ella, a su modo, luce aquella virtud cortazariana por excelencia: ser un Dorian Gray.

Aquella noche de fines de 1958 me sentaron junto a un muchacho muy alto y delgado, de cabellos cortísimos, lampiño, de grandes manos que movía al hablar. Había publicado ya un librito de cuentos y estaba por publicar una segunda recopilación, en una pequeña colección que dirigía Juan José Arreola, en México. Yo estaba por sacar, también, un libro de relatos y cambiamos experiencias y proyectos, como dos jovencitos que hacen su vela de armas literaria. Sólo al despedirnos me enteré —pasmado— que era el autor de Bestiario y de tantos textos leídos en la revista de Borges y de Victoria Ocampo, Sur, el admirable traductor de las obras completas de Poe que yo había devorado en dos voluminosos tomos publicados por la Universidad de Puerto Rico. Parecía mi contemporáneo y, en realidad, era veintidós años mayor que yo.

Durante los años sesenta, y, en especial, los siete que viví en París, fue uno de mis mejores amigos, y, también, algo así como mi modelo y mi mentor. A él di a leer en manuscrito mi primera novela y esperé su veredicto con la ilusión de un catecúmeno. Y cuando recibí su carta, generosa, con aprobación y consejos, me sentí feliz. Creo que por mucho tiempo me acostumbré a escribir presuponiendo su vigilancia, sus ojos alentadores o críticos encima de mi hombro. Yo admiraba su vida, sus ritos, sus manías y sus costumbres tanto como la facilidad y la limpieza de su prosa y esa apariencia cotidiana, doméstica y risueña, que en sus cuentos y novelas adoptaban los temas fantásticos. Cada vez que él y Aurora llamaban para invitarme a cenar —al pequeño apartamento vecino a la rue de Sèvres, primero, y luego a la casita en espiral de la rue du Général Bouret— era la fiesta y la felicidad. Me fascinaba ese tablero de recortes de noticias insólitas y los objetos inverosímiles que recogía o fabricaba, y ese recinto misterioso, que, según la leyenda, existía en su casa, en el que Julio se encerraba a tocar la trompeta y a divertirse como un niño: el cuarto de los juguetes. Conocía un París secreto y mágico, que no figuraba en guía alguna, y de cada encuentro con él yo salía cargado de tesoros: películas que ver, exposiciones que visitar, rincones por los que merodear, poetas que descubrir y hasta un congreso de brujas en la Mutualité que a mí me aburrió sobremanera pero que él evocaría después, maravillosamente, como un jocoso apocalipsis.

Con ese Julio Cortázar era posible ser amigo pero imposible intimar. La distancia que él sabía imponer, gracias a un sistema de cortesías y de reglas a las que había que someterse para conservar su amistad, era uno de los encantos del personaje: lo nimbaba de cierto misterio, daba a su vida una dimensión secreta que parecía ser la fuente de ese fondo inquietante, irracional y violento, que transparecía a veces en sus textos, aun los más mataperros y risueños. Era un hombre eminentemente privado, con un mundo interior construido y preservado como una obra de arte al que probablemente sólo Aurora tenía acceso, y para el que nada, fuera de la literatura, parecía importar, acaso existir.

Esto no significa que fuera libresco, erudito, intelectual, a la manera de un Borges, por ejemplo, que con toda justicia escribió: «Muchas cosas he leído y pocas he vivido». En Julio la literatura parecía disolverse en la experiencia cotidiana e impregnar toda la vida, animándola y enriqueciéndola con un fulgor particular sin privarla de savia, de instinto, de espontaneidad. Probablemente ningún otro escritor dio al juego la dignidad literaria que Cortázar ni hizo del juego un instrumento de creación y exploración artística tan dúctil y provechoso. Pero diciéndolo de este modo tan serio altero la verdad: porque Julio no jugaba para hacer literatura. Para él escribir era jugar, divertirse, organizar la vida ––las palabras, las ideas— con la arbitrariedad, la libertad, la fantasía y la irresponsabilidad con que lo hacen los niños o los locos. Pero jugando de este modo la obra de Cortázar abrió puertas inéditas, llegó a mostrar unos fondos desconocidos de la condición humana y a rozar lo trascendente, algo que seguramente nunca se propuso. No es casual —o, más bien sí lo es, pero en ese sentido de orden de lo casual que él describió en 62/Modelo para armar— que la más ambiciosa de sus novelas llevara como título Rayuela, un juego de niños.

Como la novela, como el teatro, el juego es una forma de ficción, un orden artificial impuesto sobre el mundo, una representación de algo ilusorio, que reemplaza a la vida. Sirve al hombre para distraerse, olvidarse de la verdadera realidad y de sí mismo, viviendo, mientras dura aquella sustitución, una vida aparte, de reglas estrictas, creadas por él. Distracción, divertimento, fabulación, el juego es también un recurso mágico para conjurar el miedo atávico del ser humano a la anarquía secreta del mundo, al enigma de su origen, condición y destino. Johan Huizinga, en su célebre Homo Ludens, sostuvo que el juego es la columna vertebral de la civilización y que la sociedad evolucionó hasta la modernidad lúdicamente, construyendo sus instituciones, sistemas, prácticas y credos, a partir de esas formas elementales de la ceremonia y el rito que son los juegos infantiles.

En el mundo de Cortázar el juego recobra esa virtualidad perdida, de actividad seria y de adultos, que se valen de ella para escapar a la inseguridad, a su pánico ante un mundo incomprensible, absurdo y lleno de peligros. Es verdad que sus personajes se divierten jugando, pero muchas veces se trata de diversiones peligrosas, que les dejarán, además de un pasajero olvido de sus circunstancias, algún conocimiento atroz, o la enajenación o la muerte.

En otros casos, el juego cortazariano es un refugio para la sensibilidad y la imaginación, la manera como seres delicados, ingenuos, se defienden contra las aplanadoras sociales o, como escribió en el más travieso de sus libros —Historias de cronopios y de famas— «para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles». Sus juegos son alegatos contra lo prefabricado, las ideas congeladas por el uso y el abuso, los prejuicios y, sobre todo, la solemnidad, bestia negra de Cortázar cuando criticaba la cultura y la idiosincrasia de su país.

Pero hablo del juego y, en verdad, debería usar el plural. Porque en los libros de Cortázar juega el autor, juega el narrador, juegan los personajes y juega el lector, obligado a ello por las endiabladas trampas que lo acechan a la vuelta de la página menos pensada. Y no hay duda que es enormemente liberador y refrescante encontrarse de pronto, entre las prestidigitaciones de Cortázar, sin saber cómo, parodiando a las estatuas, repescando palabras del cementerio (los diccionarios académicos) para inflarles vida a soplidos de humor, o saltando entre el cielo y el infierno de la rayuela.

El efecto de Rayuela cuando apareció, en 1963, en el mundo de lengua española, fue sísmico. Removió hasta los cimientos las convicciones o prejuicios que escritores y lectores teníamos sobre los medios y los fines del arte de narrar y extendió las fronteras del género hasta límites impensables. Gracias a Rayuela aprendimos que escribir era una manera genial de divertirse, que era posible explorar los secretos del mundo y del lenguaje pasándola muy bien, y, que, jugando, se podía sondear misteriosos estratos de la vida vedados al conocimiento racional, a la inteligencia lógica, simas de la experiencia a las que nadie puede asomarse sin riesgos graves, como la muerte y la locura. En Rayuela razón y sinrazón, sueño y vigilia, objetividad y subjetividad, historia y fantasía perdían su condición excluyente, sus fronteras se eclipsaban, dejaban de ser antinomias para confundirse en una sola realidad, por la que ciertos seres privilegiados, como la Maga y Oliveira, y los célebres piantados de sus futuros libros, podían discurrir libremente. (Como muchas parejas lectoras de Rayuela, en los sesenta, Patricia y yo empezamos también a hablar en gíglico, a inventar una jerigonza privada y a traducir a sus restallantes vocablos esotéricos nuestros tiernos secretos).

Junto con la noción de juego, la de libertad es imprescindible cuando se habla de Rayuela y de todas las ficciones de Cortázar. Libertad para violentar las normas establecidas de la escritura y la estructura narrativas, para reemplazar el orden convencional del relato por un orden soterrado que tiene el semblante del desorden, para revolucionar el punto de vista del narrador, el tiempo narrativo, la psicología de los personajes, la organización espacial de la historia, su ilación. La tremenda inseguridad que, a lo largo de la novela, va apoderándose de Horacio Oliveira frente al mundo (y confinándolo más y más en un refugio mental) es la sensación que acompaña al lector de Rayuela a medida que se adentra en ese laberinto y se deja ir extraviando por el maquiávelico narrador en los vericuetos y ramificaciones de la anécdota. Nada es allí reconocible y seguro: ni el rumbo, ni los significados, ni los símbolos, ni el suelo que se pisa. ¿Qué me están contando? ¿Por qué no acabo de comprenderlo del todo? ¿Se trata de algo tan misterioso y complejo que es inaprensible o de una monumental tomadura de pelo? Se trata de ambas cosas. En Rayuela y en muchos relatos de Cortázar la burla, la broma y el ilusionismo de salón, como las figuritas de animales que ciertos virtuosos arman con sus manos o las monedas que desaparecen entre los dedos y reaparecen en las orejas o la nariz, están a menudo presentes, pero, a menudo, también, como en esos famosos episodios absurdos de Rayuela que protagonizan la pianista Bertha Trépat, en París, y el del tablón sobre el vacío en el que hace equilibrio Talita, en Buenos Aires, sutilmente se transmutan en una bajada a los sótanos del comportamiento, a sus remotas fuentes irracionales, a un fondo inmutable —mágico, bárbaro, ceremonial— de la experiencia humana, que subyace a la civilización racional y, en ciertas circunstancias, reflota en ella, desbaratándola. (Éste es el tema de algunos de los mejores cuentos de Cortázar, como El ídolo de las cícladas y La noche boca arriba, en los que vemos irrumpir de pronto, en el seno de la vida moderna y sin solución de continuidad, un pasado remoto y feroz de dioses sangrientos que deben ser saciados con víctimas humanas).

Rayuela estimuló las audacias formales en los nuevos escritores hispanoamericanos como pocos libros anteriores o posteriores, pero sería injusto llamarla una novela experimental. Esta calificación despide un tufillo abstracto y pretencioso, sugiere un mundo de probetas, retortas y pizarras con cálculos algebraicos, algo desencarnado, disociado de la vida inmediata, del deseo y el placer. Rayuela rebosa vida por todos sus poros, es una explosión de frescura y movimiento, de exaltación e irreverencia juveniles, una resonante carcajada frente a aquellos escritores que, como solía decir Cortázar, se ponen cuello y corbata para escribir. Él escribió siempre en mangas de camisa, con la informalidad y la alegría con que uno se sienta a la mesa a disfrutar de una comida casera o escucha un disco favorito en la intimidad del hogar. Rayuela nos enseñó que la risa no era enemiga de la gravedad y todo lo que de ilusorio y ridículo puede anidar en el afán experimental, cuando se toma demasiado en serio. Así como, en cierta forma el marqués de Sade agotó de antemano todos los posibles excesos de la crueldad sexual, llevándola en sus novelas a extremos irrepetibles, Rayuela constituyó una suerte de apoteosis del juego formal luego de lo cual cualquier novela experimental nacía vieja y repetida. Por eso, como Borges, Cortázar ha tenido incontables imitadores, pero ningún discípulo.

Desescribir la novela, destruir la literatura, quebrar los hábitos al «lector-hembra», desadornar las palabras, escribir mal, etcétera, en lo que insistía tanto el Morelli de Rayuela, son metáforas de algo muy simple: la literatura se asfixia por exceso de convencionalismos y de seriedad. Hay que purgarla de retórica y lugares comunes, devolverle novedad, gracia, insolencia, libertad. El estilo de Cortázar tiene todo eso y sobre todo cuando se distancia de la pomposa prosopopeya taumatúrgica con que su alter ego Morelli pontifica sobre literatura, es decir en sus cuentos, los que, de manera general, son más diáfanos y creativos que sus novelas, aunque no luzcan la vistosa cohetería que aureola a estas últimas.

Los cuentos de Cortázar no son menos ambiciosos ni iconoclastas que sus textos narrativos de aliento. Pero lo que hay en ellos de original y de ruptura suele estar más metabolizado en las historias, rara vez se exhiben con el virtuosismo impúdico con que lo hace en Rayuela, 62/Modelo para armar y Libro de Manuel, donde el lector tiene a veces la sensación de ser sometido a ciertas pruebas de eficiencia intelectual. Esas novelas son manifiestos revolucionarios, pero la verdadera revolución de Cortázar está en sus cuentos. Más discreta pero más profunda y permanente, porque soliviantó a la naturaleza misma de la ficción, a esa entraña indisociable de forma-fondo, medio-fin, arte-técnica que ella se vuelve en los creadores más logrados. En sus cuentos, Cortázar no experimentó: encontró, descubrió, creó algo imperecedero.

Así como el rótulo de escritor experimental le queda corto, sería insuficiente llamarlo escritor fantástico, aunque, sin duda, puestos a jugar a las definiciones, ésta le hubiera gustado más que la primera. Julio amaba la literatura fantástica y la conocía al dedillo y escribió algunos maravillosos relatos de ese sesgo, en los que ocurren hechos extraordinarios, como la imposible mudanza de un hombre en una bestezuela acuática, en Axolotl, pequeña obra maestra, o la voltereta, gracias a la intensificación del entusiasmo, de un concierto baladí en una desmesurada masacre en que un público enfervorizado salta al escenario a devorar al maestro y a los músicos (Las Ménades). Pero también escribió egregios relatos del realismo más ortodoxo. Como la maravilla que es Torito, historia de la decadencia de un boxeador contada por él mismo, que es, en verdad, la historia de su manera de hablar, una fiesta lingüística de gracia, musicalidad y humor, la invención de un estilo con sabor a barrio, a idiosincrasia y mitología de pueblo. O como El perseguidor, narrado desde un sutil pretérito perfecto que se disuelve en el presente del lector, evocando de este modo subliminalmente la gradual disolución de Johnny, el jazzman genial cuya alucinada búsqueda del absoluto, a través de la trompeta, llega a nosotros mediante la reducción «realista» (racional y pragmática) que de ella lleva a cabo el crítico y biógrafo de Johnny, el narrador, Bruno.

En verdad, Cortázar era un escritor realista y fantástico al mismo tiempo. El mundo que inventó tiene de inconfundible precisamente ser esa extraña simbiosis, que Roger Caillois consideraba la única con títulos para llamarse fantástica. En su prólogo a la Antología de literatura fantástica que él mismo preparó, Caillois sostuvo que el arte de veras fantástico no nace de la deliberación de su creador sino escurriéndose entre sus intenciones, por obra del azar o de más misteriosas fuerzas. Así, según él, lo fantástico no resulta de una técnica, no es un simulacro literario, sino un imponderable, una realidad que, sin premeditación, sucede de pronto en un texto literario. Recuerdo una larga y apasionada conversación con Cortázar, en un bistró de Montparnasse, sobre esta tesis de Caillois, el entusiasmo de Julio con ella y su sorpresa cuando yo le aseguré que aquella teoría me parecía calzar como un anillo a lo que ocurría en sus ficciones.

En el mundo cortazariano la realidad banal comienza insensiblemente a resquebrajarse y a ceder a unas presiones recónditas, que la empujan hacia lo prodigioso, pero sin precipitarla de lleno en él, manteniéndola en una suerte de intermedio, tenso y desconcertante territorio en el que lo real y lo fantástico se solapan sin integrarse. Éste es el mundo de Las babas del diablo, de Cartas de mamá, de Las armas secretas, de La puerta condenada y de tantos otros cuentos de ambigua solución, que pueden ser igualmente interpretados como realistas o fantásticos, pues lo extraordinario en ellos es, acaso, fantasía de los personajes o, acaso, milagro.

Ésta es la famosa ambigüedad que caracteriza a cierta literatura fantástica clásica, ejemplificada en The turn of the screw, de Henry James, delicada historia que el maestro de lo incierto se las arregló para contar de tal manera que no haya posibilidad de saber si lo que ocurre en ella realmente ocurre o es alucinación de un personaje. Lo que diferencia a Cortázar de un James, de un Poe, de un Borges o de un Kafka, no es la ambigüedad ni el intelectualismo, que en aquél son propensiones tan frecuentes como en éstos, sino que en las ficciones de Cortázar las más elaboradas y cultas historias nunca se desencarnan y trasladan a lo abstracto, siguen plantadas en lo cotidiano y lo concreto y tienen la vitalidad de un partido de fútbol o una parrillada. Los surrealistas inventaron la expresión «lo maravilloso-cotidiano» para aquella realidad poética, misteriosa, desasida de la contingencia y las leyes científicas, que el poeta puede percibir por debajo de las apariencias, a través del sueño o el delirio, que evocan libros como Le paysan de Paris, de Aragon o la Nadja de Breton. Pero creo que a ningún otro escritor de nuestro tiempo define tan bien como a Cortázar, vidente que detectaba lo insólito en lo sólito, lo absurdo en lo lógico, la excepción en la regla y lo prodigioso en lo banal. Nadie dignificó tan literariamente lo previsible, lo convencional y lo pedestre de la vida humana, que, en los juegos malabares de su pluma, denotaban una recóndita ternura o exhibían una faz desmesurada, sublime u horripilante. Al extremo de que, pasadas por sus manos, unas instrucciones para dar cuerda al reloj o para subir una escalera podían ser, a la vez, angustiosos poemas en prosa y carcajeantes textos de patafísica.

La explicación de esa alquimia que funde en las ficciones de Cortázar la fantasía más irreal con la vida jocunda del cuerpo y de la calle, la vida libérrima, sin cortapisas, de la imaginación con la vida restringida del cuerpo y de la historia, es el estilo. Un estilo que maravillosamente finge la oralidad, la soltura fluyente del habla cotidiana, el expresarse espontáneo, sin afeites ni petulancias, del hombre común. Se trata de una ilusión, desde luego, porque, en verdad, el hombre común se expresa con complicaciones, repeticiones y confusiones que serían irresistibles trasladadas a la escritura. La lengua de Cortázar es también una ficción, primorosamente fabricada, un artificio tan eficaz que parecía natural, un habla reproducida de la vida, que manaba al lector directamente de esas bocas y lenguas animadas de los hombres y mujeres de carne y hueso, una lengua tan transparente y llana que se confundía con lo que nombraba, las situaciones, las cosas, los seres, los paisajes, los pensamientos, para mostrarlos mejor, como un discreto resplandor que los iluminaría desde adentro, en su autenticidad y verdad. A ese estilo deben las ficciones de Cortázar su poderosa verosimilitud, el hálito de humanidad que late en todos ellos, aun los más intrincados. La funcionalidad de su estilo es tal, que los mejores textos de Cortázar parecen hablados.

Sin embargo, la limpidez del estilo nos engaña a menudo, haciéndonos creer que el contenido de esas historias es también diáfano, un mundo sin sombras. Se trata de otra prestidigitación. Porque, en verdad, ese mundo está cargado de violencia; el sufrimiento, la angustia, el miedo acosan sin tregua a sus habitantes, los que, a menudo, para escapar a lo insoportable de su condición se refugian (como Horacio Oliveira) en la locura o algo que se le parece mucho. Desde Rayuela los locos ocupan un lugar central en la obra de Cortázar. Pero la locura asoma en ella de manera engañosa, sin las acostumbradas reverberaciones de amenaza o tragedia, más bien como un disfuerzo risueño y algo tierno, manifestación de la absurdidad esencial que anida en el mundo detrás de sus máscaras de racionalidad y sensatez. Los piantados de Cortázar son entrañables y casi siempre benignos, seres obsesionados con disparatados proyectos lingüísticos, literarios, sociales, políticos, éticos, para —como Ceferino Pérez— reordenar y reclasificar la existencia de acuerdo a delirantes nomenclaturas. Entre los resquicios de sus extravagancias, siempre dejan entrever algo que los redime y justifica: una insatisfacción con lo existente, una confusa búsqueda de otra vida, más imprevisible y poética (a veces pesadillezca) que aquella en la que estamos confinados. Algo niños, algo soñadores, algo bromistas, algo actores, los piantados de Cortázar lucen una indefensión y una suerte de integridad moral que, a la vez que despiertan una inexplicable solidaridad de nuestra parte, nos hacen sentir acusados.

Juego, locura, poesía, humor, se alían como mezclas alquímicas, en esas misceláneas, La vuelta al día en ochenta mundos, Último round y el testimonio de ese disparatado peregrinaje final por una autopista francesa, Los autonautas de la cosmopista en los que volcó sus aficiones, manías, obsesiones, simpatías y fobias con un alegre impudor de adolescente. Estos tres libros son otros tantos jalones de una autobiografía espiritual y parecen marcar una continuidad en la vida y la obra de Cortázar, en su manera de concebir y practicar la literatura, como un permanente disfuerzo, como una jocosa irreverencia. Pero se trata también de un espejismo. Porque, a finales de los sesenta, Cortázar protagonizó una de esas transformaciones que, como lo diría él, sólo-ocurren-en-la-literatura. También en esto fue Julio un imprevisible cronopio.

El cambio de Cortázar, el más extraordinario que me haya tocado ver nunca en ser alguno, una mutación que muchas veces se me ocurrió comparar con la que experimenta el narrador de Axolotl, ocurrió, según la versión oficial —que él mismo consagró— en el Mayo francés del 68. Se le vio entonces, en esos días tumultuosos, en las barricadas de París, repartiendo hojas volanderas de su invención, y confundido con los estudiantes que querían llevar «la imaginación al poder». Tenía cincuenta y cuatro años. Los dieciséis que le faltaba vivir sería el escritor comprometido con el socialismo, el defensor de Cuba y Nicaragua, el firmante de manifiestos y el habitué de congresos revolucionarios que fue hasta su muerte.

En su caso, a diferencia de tantos colegas nuestros que optaron por una militancia semejante pero por esnobismo u oportunismo —un modus vivendi y una manera de escalar posiciones en el establecimiento intelectual, que era y en cierta forma sigue siendo monopolio de la izquierda en el mundo de lengua española—, esta mudanza fue genuina, más dictada por la ética que por la ideología (a la que siguió siendo alérgico) y de una coherencia total. Su vida se organizó en función de ella, y se volvió pública, casi promiscua, y buena parte de su obra se dispersó en la circunstancia y en la actualidad, hasta parecer escrita por otra persona, muy distinta de aquella que, antes, percibía la política como algo lejano y con irónico desdén. (Recuerdo la vez que quise presentarle a Juan Goytisolo: «Me abstengo —bromeó—. Es demasiado político para mí»). Como en la primera, aunque de una manera distinta, en esta segunda etapa de su vida dio más de lo que recibió, y aunque creo que se equivocó muchas veces —como aquella en que afirmó que todos los crímenes del estalinismo eran un mero accident de parcours del comunismo—, incluso en esas equivocaciones había tan manifiesta inocencia e ingenuidad que era difícil perderle el respeto. Yo no se lo perdí nunca, ni tampoco el cariño y la amistad, que ––aunque a la distancia— sobrevivieron a todas nuestras discrepancias políticas.

Pero el cambio de Julio fue mucho más profundo y abarcador que el de la acción política. Yo estoy seguro de que empezó un año antes del 68, al separarse de Aurora. En 1967, ya lo dije, estuvimos los tres en Grecia, trabajando juntos como traductores. Pasábamos la mañana y la tarde sentados a la misma mesa, en la sala de conferencias del Hilton, y las noches en los restaurantes de Plaka, al pie de la Acrópolis, donde infaliblemente íbamos a cenar. Y juntos recorrimos museos, iglesias ortodoxas, templos, y, en un fin de semana, la islita de Hydra. Cuando regresé a Londres, le dije a Patricia: «La pareja perfecta existe. Aurora y Julio han sabido realizar ese milagro: un matrimonio feliz». Pocos días después recibí carta de Julio anunciándome su separación. Creo que nunca me he sentido tan despistado.

La próxima vez que lo volví a ver, en Londres, con su nueva pareja, era otra persona. Se había dejado crecer el cabello y tenía unas barbas rojizas e imponentes, de profeta bíblico. Me hizo llevarlo a comprar revistas eróticas y hablaba de marihuana, de mujeres, de revolución, como antes de jazz y de fantasmas. Había siempre en él esa simpatía cálida, esa falta total de la pretensión y de las poses que casi inevitablemente vuelven insoportables a los escritores de éxito a partir de los cincuenta años, e incluso cabía decir que se había vuelto más fresco y juvenil, pero me costaba trabajo relacionarlo con el de antes. Todas las veces que lo vi después —en Barcelona, en Cuba, en Londres o en París, en congresos o mesas redondas, en reuniones sociales o conspiratorias— me quedé cada vez más perplejo que la vez anterior: ¿era él? ¿Era Julio Cortázar? Desde luego que lo era, pero como el gusanito que se volvió mariposa o el faquir del cuento que luego de soñar con maharajás, abrió los ojos y estaba sentado en un trono, rodeado de cortesanos que le rendían pleitesía.

Este otro Julio Cortázar, me parece, fue menos personal y creador como escritor que el primigenio. Pero tengo la sospecha de que, compensatoriamente, tuvo una vida más intensa y, acaso, más feliz que aquella de antes en la que, como escribió, la existencia se resumía para él en un libro. Por lo menos, todas las veces que lo vi, me pareció joven, exaltado, dispuesto.

Si alguien lo sabe, debe ser Aurora, por supuesto. Yo no cometo la impertinencia de preguntárselo. Ni siquiera hablamos mucho de Julio, en estos días calientes del verano de Deyá, aunque él está siempre allí, detrás de todas las conversaciones, llevando el contrapunto con la destreza de entonces. La casita, medio escondida entre los olivos, los cipreses, las buganvillas, los limoneros y las hortensias, tiene el orden y la limpieza mental de Aurora, naturalmente, y es un inmenso placer sentir, en la pequeña terraza junto a la quebrada, la decadencia del día, la brisa del anochecer, y ver aparecer el cuerno de la luna en lo alto del cerro. De rato en rato, oigo desafinar una trompeta. No hay nadie por los alrededores. El sonido sale, pues, de ese cartel del fondo de la sala, donde un chiquillo larguirucho y lampiño, con el pelo cortado a lo alemán y una camisita de mangas cortas —el Julio Cortázar que yo conocí— juega a su juego favorito.

MARIO VARGAS LLOSA

Noviembre de 1992

LA OTRA ORILLA

Forzando su espaciada ejecución —1937/1945— reúno hoy estas historias un poco por ver si ilustran, con sus frágiles estructuras, el apólogo del haz de mimbres. Toda vez que las hallé en cuadernos sueltos tuve certeza de que se necesitaban entre sí, que su soledad las perdía. Acaso merezcan estar juntas porque del desencanto de cada una creció la voluntad de la siguiente.

Las doy en libro a fin de cerrar un ciclo y quedarme solo frente a otro menos impuro. Un libro más es un libro menos; un acercarse al último que espera en el ápice, ya perfecto.

Mendoza, 1945

Plagios y traducciones

I. El hijo del vampiro

Probablemente todos los fantasmas sabían que Duggu Van era un vampiro. No le tenían miedo pero le dejaban paso cuando él salía de su tumba a la hora precisa de medianoche y entraba al antiguo castillo en procura de su alimento favorito.

El rostro de Duggu Van no era agradable. La mucha sangre bebida desde su muerte aparente —en el año 1060, a manos de un niño, nuevo David armado de una honda-puñal— había infiltrado en su opaca piel la coloración blanda de las maderas que han estado mucho tiempo debajo del agua. Lo único vivo, en esa cara, eran los ojos. Ojos fijos en la figura de Lady Vanda, dormida como un bebé en el lecho que no conocía más que su liviano cuerpo.

Duggu Van caminaba sin hacer ruido. La mezcla de vida y muerte que informaba su corazón se resolvía en cualidades inhumanas. Vestido de azul oscuro, acompañado siempre por un silencioso séquito de perfumes rancios, el vampiro paseaba por las galerías del castillo buscando vivos depósitos de sangre. La industria frigorífica lo hubiera indignado. Lady Vanda, dormida, con una mano ante los ojos como en una premonición de peligro, semejaba un bibelot repentinamente tibio. Y también un césped propicio, o una cariátide.

Loable costumbre en Duggu Van era la de no pensar nunca antes de la acción. En la estancia y junto al lecho, desnudando con levísima carcomida mano el cuerpo de la rítmica escultura, la sed de sangre principió a ceder.

Que los vampiros se enamoren es cosa que en la leyenda permanece oculta. Si él lo hubiese meditado, su condición tradicional lo habría detenido quizá al borde del amor, limitándolo a la sangre higiénica y vital. Mas Lady Vanda no era para él una mera víctima destinada a una serie de colaciones. La belleza irrumpía de su figura ausente, batallando, en el justo medio del espacio que separaba ambos cuerpos, con el hambre.

Sin tiempo de sentirse perplejo ingresó Duggu Van al amor con voracidad estrepitosa. El atroz despertar de Lady Vanda se retrasó en un segundo a sus posibilidades de defensa. Y el falso sueño del desmayo hubo de entregarla, blanca luz en la noche, al amante.

Cierto que, de madrugada y antes de marcharse, el vampiro no pudo con su vocación e hizo una pequeña sangría en el hombro de la desvanecida castellana. Más tarde, al pensar en aquello, Duggu Van sostuvo para sí que las sangrías resultaban muy recomendables para los desmayados. Como en todos los seres, su pensamiento era menos noble que el acto simple.

En el castillo hubo congreso de médicos y peritajes poco agradables y sesiones conjuratorias y anatemas, y además una enfermera inglesa que se llamaba Miss Wilkinson y bebía ginebra con una naturalidad emocionante. Lady Vanda estuvo largo tiempo entre la vida y la muerte (sic). La hipótesis de una pesadilla demasiado verista quedó abatida ante determinadas comprobaciones oculares; y, además, cuando transcurrió un lapso razonable, la dama tuvo la certeza de que estaba encinta.

Puertas cerradas con Yale habían detenido las tentativas de Duggu Van. El vampiro tenía que alimentarse de niños, de ovejas, hasta de —¡horror!— cerdos. Pero toda la sangre le parecía agua al lado de aquella de Lady Vanda. Una simple asociación, de la cual no lo libraba su carácter de vampiro, exaltaba en su recuerdo el sabor de la sangre donde había nadado, goloso, el pez de su lengua.

Inflexible su tumba en el pasaje diurno, érale preciso aguardar el canto del gallo para botar, desencajado, loco de hambre. No había vuelto a ver a Lady Vanda, pero sus pasos lo llevaban una y otra vez a la galería terminada en la redonda burla amarilla de la Yale. Duggu Van estaba sensiblemente desmejorado.

Pensaba a veces —horizontal y húmedo en su nicho de piedra— que quizá Lady Vanda fuera a tener un hijo de él. El amor recrudecía entonces más que el hambre. Soñaba su fiebre con violaciones de cerrojos, secuestros, con la erección de una nueva tumba matrimonial de amplia capacidad. El paludismo se ensañaba en él ahora.

El hijo crecía, pausado, en Lady Vanda. Una tarde oyó Miss Wilkinson gritar a su señora. La encontró pálida, desolada. Se tocaba el vientre cubierto de raso, decía:

—Es como su padre, como su padre.

Duggu Van, a punto de morir la muerte de los vampiros (cosa que lo aterraba con razones comprensibles), tenía aún la débil esperanza de que su hijo, poseedor acaso de sus mismas cualidades de sagacidad y destreza, se ingeniara para traerle algún día a su madre.

Lady Vanda estaba día a día más blanca, más aérea. Los médicos maldecían, los tónicos cejaban. Y ella, repitiendo siempre:

—Es como su padre, como su padre.

Miss Wilkinson llegó a la conclusión de que el pequeño vampiro estaba desangrando a la madre con la más refinada de las crueldades.

Cuando los médicos se enteraron hablose de un aborto harto justificable; pero Lady Vanda se negó, volviendo la cabeza como un osito de felpa, acariciando con la diestra su vientre de raso.

—Es como su padre —dijo—. Como su padre.

El hijo de Duggu Van crecía rápidamente. No sólo ocupaba la cavidad que la naturaleza le concediera sino que invadía el resto del cuerpo de Lady Vanda. Lady Vanda apenas podía hablar ya, no le quedaba sangre; si alguna tenía estaba en el cuerpo de su hijo.

Y cuando vino el día fijado por los recuerdos para el alumbramiento, los médicos se dijeron que aquél iba a ser un alumbramiento extraño. En número de cuatro rodearon el lecho de la parturienta, aguardando que fuese la medianoche del trigésimo día del noveno mes del atentado de Duggu Van.

Miss Wilkinson, en la galería, vio acercarse una sombra. No gritó porque estaba segura de que con ello no ganaría nada. Cierto que el rostro de Duggu Van no era para provocar sonrisas. El color terroso de su cara se había transformado en un relieve uniforme y cárdeno. En vez de ojos, dos grandes interrogaciones llorosas se balanceaban debajo del cabello apelmazado.

—Es absolutamente mío —dijo el vampiro con el lenguaje caprichoso de su secta— y nadie puede interpolarse entre su esencia y mi cariño.

Hablaba del hijo; Miss Wilkinson se calmó.

Los médicos, reunidos en un ángulo del lecho, trataban de demostrarse unos a otros que no tenían miedo. Empezaban a admitir cambios en el cuerpo de Lady Vanda. Su piel se había puesto repentinamente oscura, sus piernas se llenaban de relieves musculares, el vientre se aplanaba suavemente y, con una naturalidad que parecía casi familiar, su sexo se transformaba en el contrario. El rostro no era ya el de Lady Vanda. Las manos no eran ya las de Lady Vanda. Los médicos tenían un miedo atroz.

Entonces, cuando dieron las doce, el cuerpo de quien había sido Lady Vanda y era ahora su hijo se enderezó dulcemente en el lecho y tendió los brazos hacia la puerta abierta.

Duggu Van entró en el salón, pasó ante los médicos sin verlos, y ciñó las manos de su hijo.

Los dos, mirándose como si se conocieran desde siempre, salieron por la ventana. El lecho ligeramente arrugado, y los médicos balbuceando cosas en torno a él, contemplando sobre las mesas los instrumentos del oficio, la balanza para pesar al recién nacido, y Miss Wilkinson en la puerta, retorciéndose las manos y preguntando, preguntando, preguntando.

1937

II. Las manos que crecen

Él no había provocado. Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un canalla, y además un mal poeta», las palabras decidieron el curso de las acciones, tal como suele ocurrir en esta vida.

Plack avanzó dos pasos hacia Cary y empezó a pegarle. Estaba bien seguro de que Cary le respondía con igual violencia, pero no sentía nada. Tan sólo sus manos que, a una velocidad prodigiosa, rematando el lanzar fulminante de los brazos, iban a dar en la nariz, en los ojos, en la boca, en las orejas, en el cuello, en el pecho, en los hombros de Cary.

Bien de frente, moviendo el torso con un balanceo rapidísimo, sin retroceder, Plack golpeaba. Sin retroceder, Plack golpeaba. Sus ojos medían de lleno la silueta del adversario. Pero aún mejor ubicaba sus propias manos; las veía bien cerradas, cumpliendo la tarea como pistones de automóvil, como cualquier cosa que cumpliera su tarea moviéndose al compás de un balanceo rapidísimo. Le pegaba a Cary, le seguía pegando, y cada vez que sus puños se hundían en una masa resbaladiza y caliente, que sin duda era la cara de Cary, él sentía el corazón lleno de júbilo.

Por fin bajó los brazos, los puso a descansar junto al cuerpo. Dijo:

—Ya tienes bastante, estúpido. Adiós.

Echó a caminar, saliendo de la sala de la Municipalidad, por el corredor que conducía lejanamente a la calle.

Plack estaba contento. Sus manos se habían portado bien. Las trajo hacia delante para admirarlas; le pareció que tanto golpear las había hinchado un poco. Sus manos se habían portado bien, qué demonios; nadie discutiría que él era capaz de boxear como cualquiera.

El corredor se extendía sumamente largo y desierto. ¿Por qué tardaba tanto en recorrerlo? Acaso el cansancio, pero se sentía liviano y sostenido por las manos invisibles de la satisfacción física. Las manos de la satisfacción física. ¿Las manos...? No existía en el mundo mano comparable a sus manos; probablemente tampoco las había tan hinchadas por el esfuerzo. Volvió a mirarlas, hamacándose como bielas o niñas en vacaciones; las sintió profundamente suyas, atadas a su ser por razones más hondas que la conexión de las muñecas. Sus dulces, sus espléndidas manos vencedoras.

Silbaba, marcando el compás con la marcha por el interminable pasillo. Todavía quedaba una gran distancia para alcanzar la puerta de salida. Pero qué importaba después de todo. En casa de Emilio se comía tarde, aunque en verdad él no iría a almorzar a casa de Emilio sino al departamento de Margie. Almorzaría con Margie, por el solo placer de decirle palabras cariñosas, y tornaría luego a cumplir la jornada vespertina. Mucho trabajo, en la Municipalidad. No bastaban todas las manos para cubrir la tarea. Las manos... Pero las suyas sí que habían estado atareadas rato antes. Pegar y pegar, vindicadoras; quizá por eso le pesaban ahora tanto. Y la calle estaba lejos, y era mediodía.

La luz de la puerta empezaba a agitarse en la atmósfera visual de Plack. Dejó de silbar; dijo: «Bliblug, bliblug, bliblug». Lindo, habla sin motivo, sin significado. Entonces fue cuando sintió que algo le arrastraba por el suelo. Algo que era más que algo; cosas suyas estaban arrastrando por el suelo.

Miró hacia abajo y vio que los dedos de sus manos arrastraban por el suelo.

Los dedos de sus manos arrastraban por el suelo. Diez sensaciones incidían en el cerebro de Plack con la colérica enunciación de las novedades repentinas. Él no lo quería creer pero era cierto. Sus manos parecían orejas de elefante africano. Gigantescas pantallas de carne arrastrando por el suelo.

A pesar del horror le dio una risa histérica. Sentía cosquillas en el dorso de los dedos; cada juntura de las baldosas le pasaba como un papel de esmeril por la piel. Quiso levantar una mano pero no pudo con ella. Cada mano debía pesar cerca de cincuenta kilos. Ni siquiera logró cerrarlas. Al imaginar los puños que habrían formado se sacudió de risa. ¡Qué manoplas! Volver junto a Cary, sigiloso y con los puños como tambores de petróleo, tender en su dirección uno de los tambores, desenrollándolo lentamente, dejando asomar las falanges, las uñas, meter a Cary dentro de la mano izquierda, sobre la palma, cubrir la palma de la mano izquierda con la palma de la mano derecha y frotar suavemente las manos, haciendo girar a Cary de un extremo a otro, como un pedazo de masa de tallarines, igual que Margie los jueves a mediodía. Hacerlo girar, silbando canciones alegres, hasta dejar a Cary más molido que una galletita vieja.

Plack alcanzaba ahora la salida. Apenas podía moverse, arrastrando las manos por el suelo. A cada irregularidad del embaldosado sentía el erizamiento furioso de sus nervios. Empezó a maldecir en voz baja, le pareció que todo se tornaba rojo, pero en algo influían los cristales de la puerta.

El problema capital era abrir la condenada puerta. Plack lo resolvió soltándole una patada y metiendo el cuerpo cuando la hoja batió hacia afuera. Con todo, las manos no le pasaban por la abertura. Poniéndose de costado quiso hacer pasar primero la mano derecha, luego la otra. No pudo hacer pasar ninguna de las dos. Pensó: «Dejarlas aquí». Lo pensó como si fuese posible, seriamente.

—Absurdo —murmuró, pero la palabra era ya como una caja vacía.

Trató de serenarse, y se dejó caer a la turca delante de la puerta; las manos le quedaron como dormidas junto a los minúsculos pies cruzados. Plack las miró atentamente; fuera del aumento no habían cambiado. La verruga del pulgar derecho, excepción hecha de que su tamaño era ahora el de un reloj despertador, mantenía el mismo bello color azul maradriático. El corte de las uñas persistía en su prolijidad (Margie). Plack respiró profundamente, técnica para serenarse; el asunto era serio. Muy serio. Lo bastante como para enloquecer a cualquiera que le ocurriese. Pero conseguía sentir de veras lo que su inteligencia le señalaba. Serio, asunto serio y grave; y sonreía al decirlo, como en un sueño. De pronto se dio cuenta de que la puerta tenía dos hojas. Enderezándose, aplicó una patada a la segunda hoja y puso la mano izquierda como tranca. Despacio, calculando con cuidado las distancias, hizo pasar poco a poco las dos manos a la calle. Se sentía aliviado, casi feliz. Lo importante ahora era irse a la esquina y tomar en seguida un ómnibus.

En la plaza las gentes lo contemplaron con horror y asombro. Plack no se afligía; mucho más raro hubiese sido que no lo contemplasen. Hizo con la cabeza un violento gesto al conductor de un ómnibus para que detuviera el vehículo en la misma esquina. Quería trepar a él, pero sus manos pesaban demasiado y se agotó al primer esfuerzo. Retrocedió, bajo la avalancha de agudos gritos que surgían del interior del ómnibus, donde las ancianas sentadas del lado de la acera acababan de desvanecerse en serie.

Plack seguía en la calle, mirándose las manos que se le estaban llenando de basuras, de pequeñas pajas y piedrecitas de la vereda. Mala suerte con el ómnibus. ¿Acaso el tranvía...?

El tranvía se detuvo, y los pasajeros exhalaron horrendos gritos al advertir aquellas manos arrastradas en el suelo y a Plack en medio de ellas, pequeñito y pálido. Los hombres estimularon histéricamente al conductor para que arrancara sin esperar. Plack no pudo subir.

—Tomaré un taxi —murmuró, empezando lentamente a desesperarse.

Abundaban los taxis. Llamó a uno, amarillo. El taxi se detuvo como sin ganas. Había un negro en el volante.

—¡Praderas verdes! —balbuceó el negro—. ¡Qué manos!

—Abre la portezuela, bájate, tómame la mano izquierda, súbela, tómame la mano derecha, súbela, empújame para entrar en el coche, más despacio, así está bien. Ahora llévame a la calle Doce, número cuarenta setenta y cinco, y después vete al mismo infierno, negro de todos los diablos.

—¡Praderas verdes! —dijo el conductor, ya tornado al tradicional color ceniza—. ¿Seguro que esas manos son las suyas, señor?

Plack gemía en su asiento. Apenas había sitio para él: las manos ocupaban todo el piso, se desbordaban sobre el asiento. Empezaba a refrescar y Plack estornudó. Quiso instintivamente taparse la nariz con una mano y por poco se arranca el brazo. Se dejó estar, abúlico, vencido, casi feliz. Las manos le descansaban sucias y macizas en el suelo del taxi. De la verruga, golpeada contra una columna de alumbrado, brotaban algunas gordas gotas de sangre.

—Iré a casa de un médico —dijo Plack—. No puedo entrar así en casa de Margie. Por Dios, no puedo; le ocuparía todo el departamento. Iré a ver un médico; me aconsejará la amputación, yo aceptaré, es la única manera. Tengo hambre, tengo sueño.

Golpeó con la frente el cristal delantero.

—Llévame a la calle Cincuenta, número cuarenta y ocho cincuenta y seis. Consultorio del doctor September.

Después se puso tan contento ante la idea que acababa de ocurrírsele que llegó a sentir el impulso de restregarse las manos de gusto; las movió pesadamente, las dejó estar.

El negro le subió las manos hasta el consultorio del doctor. Hubo una espantosa corrida en la sala de espera cuando Plack apareció, caminando detrás de sus manos que el negro sostenía por los pulgares, sudando a mares y gimiendo.

—Llévame hasta ese sillón; así, está bien. Mete la mano en el bolsillo del saco. Tu mano, imbécil: en el bolsillo del saco; no, ése no, el otro. Más adentro, criatura, así. Saca el rollo de dinero, aparta un dólar, guárdate el vuelto y adiós.

Se desahogaba en el servicial negro, sin saber el porqué de su enojo. Una cuestión racial, acaso, claro está que sin porqués.

Ya dos enfermeras presentaban sus sonrisas veladamente pánicas para que Plack apoyara en ellas las manos. Lo arrastraron trabajosamente hasta el interior del consultorio. El doctor September era un individuo con una redonda cara de mariposa en bancarrota; vino a estrechar la mano de Plack, advirtió que el asunto demandaría ciertas forzadas evoluciones, permutó el apretón por una sonrisa.

—¿Qué lo trae por aquí, amigo Plack?

Plack lo miró con lástima.

—Nada —repuso, displicente—. Me duele el árbol genealógico. ¿Pero no ve mis manos, pedazo de facultativo?

—¡Oh, oh! —admitía September—. ¡Oh, oh, oh!

Se puso de rodillas y estuvo palpando la mano izquierda de Plack. Daba la impresión de sentirse bastante preocupado. Se puso a hacer preguntas, las habituales, que sonaban extrañamente ahora que se aplicaban al asombroso fenómeno.

—Muy raro —resumió con aire convencido—. Sumamente extraño, Plack.

—¿A usted le parece?

—Sí, es el caso más raro de mi carrera. Naturalmente, usted me permitirá tomar algunas fotografías para el museo de rarezas de Pensilvania, ¿no es cierto? Además tengo un cuñado que trabaja en The Shout, un diario silencioso y reservado. El pobre Korinkus anda bastante arruinado; me gustaría hacer algo por él. Un reportaje al hombre de las manos... digamos, de las manos extralimitadas, sería el triunfo para Korinkus. Le concederemos esa primicia, ¿no es verdad? Lo podríamos traer aquí esta misma noche.

Plack escupió con rabia. Le temblaba todo el cuerpo.

—No, no soy carne de circo —dijo oscuramente—. He venido tan sólo a que me ampute esto. Ahora mismo, entiéndalo. Pagaré lo que sea, tengo un seguro que cubre estos gastos. Por otra parte están mis amigos, que responden por mí; en cuanto sepan lo que me pasa vendrán como un solo hombre a estrecharme la... Bueno, ellos vendrán.

—Usted dispone, mi querido amigo —el doctor September miraba su reloj pulsera—. Son las tres de la tarde (y Plack se sobresaltó porque no creía que hubiese transcurrido tanto tiempo). Si lo opero ya, le tocará pasar el peor rato por la noche. ¿Esperamos a mañana? Entretanto, Korinkus...

—El peor rato lo estoy pasando ahora —dijo Plack y se llevó mentalmente las manos a la cabeza—. Opéreme, doctor, por Dios. Opéreme... ¡Le digo que me opere! ¡¡Opéreme, hombre..., no sea criminal!!... ¡¡Comprenda lo que sufro!! ¿¿Nunca le crecieron las manos, a usted..?? ¡¡¡Pues a mí, sí!!! ¡¡¡Ahí tiene...; a mí, sí!!!

Lloraba, y las lágrimas le caían impunemente por la cara y goteaban hasta perderse en las grandes arrugas de las palmas de sus manos, que descansaban boca arriba en el suelo, con el dorso en las baldosas heladas.

El doctor September estaba ahora rodeado de un diligente cuerpo de enfermeras a cuál más linda. Entre todas sentaron a Plack en un taburete y le pusieron las manos sobre una mesa de mármol. Hervían fuegos, olores fuertes se confundían en el aire. Relumbrar de aceros, de órdenes. El doctor September, enfundado en siete metros de género blanco; y lo único vivo que había en él eran sus ojos. Plack empezó a pensar en el momento terrible de la vuelta a la vida, después de la anestesia.

Lo acostaron dulcemente, de manera que las manos quedaran sobre la mesa de mármol donde se llevaría a cabo el sacrificio. El doctor September se acercó, riendo por debajo de la mascarilla.

—Korinkus vendrá a sacar fotos —dijo—. Oiga, Plack, esto es fácil. Piense en cosas alegres y su corazón no sufrirá. ¿Se despidió de sus manos? Cuando despierte... ya no estarán con usted.

Plack hizo un gesto tímido. Empezó a mirarse las manos, primero una y después otra. «Adiós, muchachitas», pensó. «Cuando estéis en el acuario de formol que os destinarán especialmente, pensad en mí. Pensad en Margie que os besaba. Pensad en Mitt cuyo pelaje acariciabais. Os perdono la mala pasada, en homenaje a la paliza que le disteis a Cary, a ese vanidoso insolente...

Habían acercado algodones a su rostro y Plack estaba empezando a sentir un olor dulce y poco agradable. Intentó una protesta pero September hizo una suave señal negativa. Entonces Plack se calló. Era mejor dejar que lo durmieran, entretenerse pensando cosas alegres. Por ejemplo, la pelea con Cary. Él no había provocado. Cuando Cary dijo: «Eres un cobarde, un canalla, y además un mal poeta», las palabras decidieron el curso de las acciones, tal como suele ocurrir en esta vida. Plack avanzó dos pasos hacia Cary y empezó a pegarle. Estaba bien seguro de que Cary le respondía con igual violencia, pero no sentía nada. Tan sólo sus manos que, a una velocidad prodigiosa, rematando el lanzarse fulminante de los brazos, iban a dar en la nariz, en los ojos, en la boca, en las orejas, en el cuello, en el pecho, en los hombros de Cary.

Lentamente, tornaba a sí mismo. Al abrir los ojos, la primera imagen que se coló en ellos fue la de Cary. Un Cary muy pálido e inquieto, que se inclinaba balbuceante sobre él.

—¡Dios mío..! Plack, viejo... Jamás pensé que iba a ocurrir una cosa así...

Plack no comprendió. ¿Cary, allí? Pensó; acaso el doctor September, en previsión de una posible gravedad posoperatoria, había avisado a los amigos. Porque, además de Cary, veía él ahora los rostros de otros empleados de la Municipalidad que se agrupaban en torno a su cuerpo tendido.

—¿Cómo estás, Plack? —preguntaba Cary, con voz estrangulada—. ¿Te... te sientes mejor?

Entonces, de manera fulminante, Plack comprendió la verdad. ¡Había soñado! ¡Había soñado! «Cary me acertó un golpe en la mandíbula, desmayándome; en mi desmayo he soñado ese horror de las manos...».

Lanzó una aguda carcajada de alivio. Una, dos, muchas carcajadas. Sus amigos lo contemplaban, con rostros todavía ansiosos y asustados.

—¡Oh, gran imbécil! —apostrofó Plack, mirando a Cary con ojos brillantes—. ¡Me venciste, pero espera a que me reponga un poco..., te voy a dar una paliza que te tendrá un año en cama...!

Alzó los brazos para dar fe de sus palabras con un gesto concluyente. Entonces sus ojos vieron los muñones.

1937

III. Llama el teléfono, Delia

A Delia le dolían las manos. Como vidrio molido, la espuma del jabón se enconaba en las grietas de su piel, ponía en los nervios un dolor áspero trizado de pronto por lancinantes aguijonazos. Delia hubiera llorado sin ocultación, abriéndose al dolor como a un abrazo necesario. No lloraba porque una secreta energía la rechazaba en la fácil caída del sollozo; el dolor del jabón no era razón suficiente, después de todo el tiempo que había vivido llorando por Sonny, llorando por la ausencia de Sonny. Hubiera sido degradarse, sin la única causa que para ella merecía el don de sus lágrimas. Y además estaba allí Babe, en su cuna de hierro y pago a plazos. Allí, como siempre, estaban Babe y la ausencia de Sonny. Babe en su cuna o gateando sobre la raída alfombra; y la ausencia de Sonny, presente en todas partes como son las ausencias.

La batea, sacudida en el soporte por el ritmo del fregar, se agregaba a la percusión de un blues cantado por la misma muchacha de piel oscura que Delia admiraba en las revistas de radio. Prefería siempre las audiciones de la cantante de blues: a las siete y cuarto de la tarde —la radio, entre música y música, anunciaba la hora con un «hi, hi» de ratón asustado— y hasta las siete y media. Delia no pensaba nunca: «las diecinueve y treinta»; prefería la vieja nomenclatura familiar, tal como lo proclamaba el reloj de pared, de péndulo fatigado que Babe observaba ahora con un cómico balanceo de su cabecita insegura. A Delia le gustaba mirar de continuo el reloj o atender el «hi, hi» de la radio; aunque le entristeciera asociar al tiempo la ausencia de Sonny, la maldad de Sonny, su abandono, Babe, y el deseo de llorar, y cómo la señora Morris había dicho que la cuenta de la despensa debía ser pagada de inmediato, y qué lindas eran sus medias color avellana.

Sin saber al comienzo por qué, Delia se descubrió a sí misma en el acto de mirar furtivamente una fotografía de Sonny, que colgaba al lado de la repisa del teléfono. Pensó: «Nadie me ha llamado hoy». Apenas si comprendía la razón de continuar pagando mensualmente el teléfono. Nadie llamaba a ese número desde que Sonny se fuera. Los amigos, porque Sonny tenía muchos amigos, no ignoraban que él era ahora un extraño para Delia, para Babe, para el pequeño departamento donde las cosas se amontonaban en el reducido espacio de las dos habitaciones. Solamente Steve Sullivan llamaba a veces y hablaba con Delia; hablaba para decirle a Delia lo mucho que se alegraba de saberla con buena salud, y que no fuese a creer que lo ocurrido entre ella y Sonny sería motivo para que dejase nunca de llamar preguntando por su buena salud y los dientecitos de Babe. Solamente Steve Sullivan; y ese día el teléfono no había sonado ni una sola vez; ni siquiera a causa de un número equivocado.

Eran las siete y veinte. Delia escuchó el «hi, hi» mezclado con avisos de pasta dentífrica y cigarrillos mentolados. Se enteró además de que el gabinete Daladier peligraba por instantes. Después volvió la cantante de blues y Babe, que mostraba propensión a llorar, hizo un gracioso gesto de alegría, como si en aquella voz morena y espesa hubiera alguna golosina que le gustara. Delia fue a volcar el agua jabonosa y se secó las manos, quejándose de dolor al frotar la toalla sobre la carne macerada.

Pero no iba a llorar. Sólo por Sonny podía ella llorar. En voz alta, dirigiéndose a Babe que le sonreía desde su revuelta cuna, buscó palabras que justificaran un sollozo, un gesto de dolor.

—Si él pudiera comprender el mal que nos hizo, Babe... Si tuviera alma, si fuese capaz de pensar por un segundo en lo que dejó atrás cuando cerró la puerta con un empujón de rabia... Dos años, Babe, dos años... y nada hemos sabido de él... Ni una carta, ni un giro... ni siquiera un giro para ti, para ropa y zapatitos... No te acuerdas ya del día de tu cumpleaños, ¿verdad? Fue el mes pasado, y yo estuve al lado del teléfono, contigo en brazos, esperando que él llamara, que él dijera solamente: «¡Hola, felicidades!», o que te mandara un regalo, nada más que un pequeño regalo, un conejito o una moneda de oro...

Así, las lágrimas que quemaban sus mejillas le parecieron legítimas porque las derramaba pensando en Sonny. Y fue en ese momento que sonó el teléfono, justamente cuando desde la radio asomaba el prolijo y menudo chillido anunciando las siete y veintidós.

—Llaman —dijo Delia, mirando a Babe como si el niño pudiera comprender. Se acercó al teléfono, un poco insegura al pensar que acaso fuera la señora Morris reclamando el pago. Se sentó en el taburete. No demostraba apuro a pesar del insistente campanilleo. Dijo:

—Hola.

Tardó en oírse la respuesta.

—Sí. ¿Quién...?

Claro que ella ya sabía, y por eso le pareció que la habitación giraba, que el minutero del reloj se convertía en una hélice furiosa.

—Habla Sonny, Delia... Sonny.

—Ah, Sonny.

—¿Vas a cortar?

—Sí, Sonny —dijo ella, muy despacio.

—Delia, tengo que hablar contigo.

—Sí, Sonny.

—Tengo que decirte muchas cosas, Delia.

—Bueno, Sonny.

—¿Estás... estás enojada?

—No puedo estar enojada. Estoy triste.

—¿Soy un desconocido para ti... un extraño, ahora?

—No me preguntes eso. No quiero que me preguntes eso.

—Es que me duele, Delia.

—Ah, te duele.

—Por Dios, no hables así, con ese tono...

—...

—Hola.

—Hola. Creí que...

—Delia...

—Sí, Sonny.

—¿Te puedo preguntar una cosa?

Ella advertía algo raro en la voz de Sonny. Claro que podía haberse olvidado ya de un pedazo de la voz de Sonny. Sin formular la pregunta, supo que estaba pensando si él la llamaba desde la cárcel o desde un bar... Había silencio detrás de su voz; y cuando Sonny callaba, todo era silencio, un silencio nocturno.

—... una pregunta solamente, Delia.

Babe, desde la cuna, miró a su madre inclinando la cabecita con un gesto de curiosidad. No mostraba impaciencia ni deseos de prorrumpir en llanto. La radio, en el otro extremo de la habitación, acusó otra vez la hora: «hi, hi», las siete y veinticinco. Y Delia no había puesto aún a calentar la leche para Babe; y no había colgado la ropa recién lavada.

—Delia... quiero saber si me perdonas.

—No, Sonny, no te perdono.

—Delia...

—Sí, Sonny.

—¿No me perdonas?

—No, Sonny, el perdón no vale nada ahora... Se perdona a quienes se ama todavía un poco... y es por Babe, por Babe que no te perdono.

—¿Por Babe, Delia? ¿Me crees capaz de haberlo olvidado?

—No sé, Sonny. Pero no te dejaría volver nunca a su lado porque ahora es solamente mi hijo, solamente mi hijo. No te dejaría nunca.

—Eso no importa ya, Delia —dijo la voz de Sonny, y Delia sintió otra vez, pero con más fuerza, que a la voz de Sonny le faltaba (¿o le sobraba?) algo.

—¿De dónde me llamas?

—Tampoco importa —dijo la voz de Sonny como si le apenara contestar así.

—Pero es que...

—Dejemos eso, Delia.

—Bueno, Sonny.

(Las siete y veintisiete).

—Delia... imagínate que yo me vaya...

—¿Tú, irte? ¿Y por qué?

—Puede pasar, Delia... Pasan tantas cosas que... Comprende, comprende... ¡Irme así, sin tu perdón... irme así, Delia, sin nada... desnudo... desnudo y solo!

(La voz, tan rara. La voz de Sonny, como si a la vez no fuera la voz de Sonny pero sí fuera la voz de Sonny).

—Tan sin nada, Delia... Solo y desnudo, yéndome así... sin otra cosa que mi culpa... ¡Sin tu perdón, sin tu perdón, Delia!

—¿Por qué hablas así, Sonny?

—Porque no sé... Estoy tan solo, tan privado de cariño, tan raro...

—Pero...

Como a través de una niebla, Delia miraba fijamente delante suyo, hacia el reloj. Las siete y veintinueve; la aguja coincidía con la firme línea precedente al trazo más grueso de la media hora.

—¡Delia... Delia...!

—¿De dónde hablas...? —gritó ella, inclinándose sobre el teléfono, empezando a sentir miedo, miedo y amor; y sed, mucha sed, y queriendo peinar entre sus dedos el pelo oscuro de Sonny, y besarlo en la boca—. ¿De dónde hablas...?

—...

—¿De dónde hablas, Sonny?

—...

—¡Sonny...!

—...

—¡Hola, hola...! ¡Sonny!

—... Tu perdón, Delia...

El amor, el amor, el amor. Perdón, qué absurdo ya...

—¡Sonny... Sonny, ven...! ¡Ven, te espero...! ¡Ven...!

(«¡Dios. Dios...!»)

—...

—¡Sonny...!

—...

—¡Sonny! ¡¡Sonny!!

—...

Nada.

Eran las siete y treinta. El reloj lo señalaba. Y la radio: «hi hi». El reloj, la radio y Babe, que sentía hambre y miraba a la madre un poco asombrado del retardo.

Llorar, llorar. Dejarse ir corriente abajo del llanto, al lado de un niño gravemente silencioso y como comprendiendo que ante un llanto así toda imitación debía callar. Desde la radio vino un piano dulcísimo, de acordes líquidos, y entonces Babe se fue quedando dormido con la cabeza apoyada en el antebrazo de la madre. Había en la habitación como un gran oído atento, y los sollozos de Delia ascendían por las espirales de las cosas, se demoraban, hipando, antes de perderse en las galerías interiores del silencio.

El timbre. Un toque seco. Alguien tosía, junto a la puerta.

—¡Steve!

—Soy yo, Delia —dijo Steve Sullivan—. Pasaba, y...

Hubo una larga pausa.

—Steve... ¿viene de parte de...?

—No, Delia.

Steve estaba triste, y Delia hizo un gesto maquinal invitándolo a entrar. Notó que él no caminaba con el paso seguro de antes, cuando venía en busca de Sonny o a cenar con ellos.

—Siéntese, Steve.

—No, no... me voy en seguida. Delia, usted no sabe nada de...

—No, nada...

—Y, claro, usted ya no lo quiere a...

—No, no lo quiero, Steve. Y eso que...

—Traigo una noticia, Delia.

—¿La señora Morris...?

—Se trata de Sonny.

—¿De Sonny? ¿Está preso?

—No, Delia.

Delia se dejó caer en el taburete. Su mano tocó el teléfono frío.

—¡Ah...! Pensé que podría haberme hablado desde la cárcel...

—¿Él le habló a usted?

—Sí, Steve. Quería pedirme perdón.

—¿Sonny? ¿Sonny le pidió perdón por teléfono?

—Sí, Steve. Y yo no lo perdoné. Ni Babe ni yo podíamos perdonarlo.

—¡Oh, Delia!

—No podíamos, Steve. Pero después... no me mire así... después he llorado como una tonta... vea mis ojos... y hubiera querido que... pero usted dijo que era una noticia... una noticia de Sonny...

—Delia...

—Ya sé, ya sé... no me lo diga; ha robado otra vez, ¿verdad? Está preso y me llamó desde la cárcel... ¡Steve... ahora sí quiero saberlo!

Steve parecía atontado. Miró hacia todas partes, como buscando un punto de apoyo.

—¿Cuándo la llamó él, Delia?

—Hace un rato, a las siete... a las siete y veinte, ahora me acuerdo bien. Hablamos hasta las siete y media.

—Pero, Delia, no puede ser.

—¿Por qué no? Quería que yo le perdonase, Steve, y recién cuando cortó la llamada comprendí que estaba verdaderamente solo, desesperado... Y entonces era tarde, aunque grité y grité en el teléfono... era tarde. Hablaba desde la cárcel, ¿verdad?

—Delia... —Steve tenía ahora un rostro blanco e impersonal y sus dedos se crispaban en el ala del sombrero manoseado—. Por Dios, Delia...

—¿Qué, Steve...?

—Delia... no puede ser, ¡no puede ser...! ¡Sonny no puede haber llamado hace media hora!

—¿Por qué no? —dijo ella, poniéndose de pie en un solo impulso de horror.

—Porque Sonny murió a las cinco, Delia. Lo mataron de un balazo, en la calle.

Desde la cuna llegaba la rítmica respiración de Babe, coincidiendo con el vaivén del péndulo. Ya no tocaba el pianista de la radio; la voz del locutor, ceremoniosa, alababa con elocuencia un nuevo modelo de automóvil: moderno, económico, sumamente veloz.

1938

IV. Profunda siesta de Remi

Venían ya. Había imaginado muchas veces los pasos, distantes y livianos y después densos y próximos, reteniéndose algo en los últimos metros como una última vacilación. La puerta se abrió sin que hubiera oído el familiar chirrido de la llave; tan atento estaba esperando el instante de incorporarse y enfrentar a sus verdugos.

La frase se construyó en su conciencia antes de que los labios del alcaide la modularan. Cuántas veces había sospechado que solamente una cosa podía ser dicha en ese instante, una simple y clara cosa que todo lo contenía. La escuchó:

—Es la hora, Remi.

La presión en los brazos era firme pero sin maligna dureza. Se sintió llevado como de paseo por el corredor, miró desinteresado algunas siluetas que se prendían a las rejas y cobraban de pronto una importancia inmensa y tan terriblemente inútil, sola importancia de ser siluetas vivas que aún se moverían por mucho tiempo. La cámara mayor, nunca vista antes (pero Remi la conocía en su imaginación y era exactamente como la había pensado), una escalera sin apoyos porque con él ascendía el apoyo lateral de los carceleros, y arriba, arriba...

Sintió el redondo dogal, lo soltaron bruscamente, se quedó un instante solo y como libre en un gran silencio lleno de nada. Entonces quiso adelantarse a lo que iba a suceder, como siempre y desde chico adelantarse al hecho por vía de reflexión; meditó en el instante fulmíneo las posibilidades sensoriales que lo galvanizarían un segundo después cuando soltaran la escotilla. Caer en un gran pozo negro o solamente la asfixia lenta y atroz o algo que no lo satisfacía plenamente como construcción mental; algo defectivo, insuficiente, algo...

Hastiado, retiró del cuello la mano con la cual había fingido la soga jabonada; otra comedia estúpida, otra siesta perdida por culpa de su imaginación enferma. Se enderezó en la cama buscando los cigarrillos por el solo hecho de hacer alguna cosa; todavía le quedaba en la boca el sabor del último. Encendió el fósforo, se puso a mirarlo hasta casi quemarse los dedos; la llama le bailaba en los ojos. Después se estudió vanamente en el espejo del lavabo. Tiempo de bañarse, hablarle a Morella por teléfono y citarla en casa de la señora Belkis. Otra siesta perdida; la idea lo atormentaba como un mosquito, la apartó con esfuerzo. ¿Por qué no acababa el tiempo de barrer esos resabios de infancia, la tendencia a figurarse personaje heroico y forjar en la modorra de febrero largos acaeceres donde la muerte lo esperaba al pie de una ciudad amurallada o en lo más alto de un patíbulo? De niño: pirata, guerrero galo, Sandokan, concibiendo el amor como una empresa en la que sólo la muerte constituía trofeo satisfactorio. La adolescencia, suponerse herido y sacrificado —¡revoluciones de la siesta, derrotas admirables donde algún amigo dilecto ganaba la vida a cambio de la suya!—, capaz siempre de entrar en la sombra por el escotillón elegante de alguna frase postrera que le fascinaba construir, recordar, tener lista... Esquemas ya establecidos: a) la revolución donde Hilario lo enfrentaba desde la trinchera opuesta. Etapas: toma de la trinchera, acorralamiento de Hilario, encuentro en clima de destrucción, sacrificio al darle su uniforme y dejarlo marchar, balazo suicida para cubrir las apariencias. b) Salvataje de Morella (casi siempre impreciso); lecho de agonía —intervención quirúrgica inútil— y Morella tomándole las manos y llorando; frase magnífica de despedida, beso de Morella en su frente sudorosa. c) Muerte ante el pueblo rodeando el cadalso; víctima ilustre, por regicidio o alta traición, Sir Walter Raleigh, Álvaro de Luna, etc. Palabras finales (el redoblar de los tambores apagó la voz de Luis XVI), el verdugo frente a él, sonrisa magnífica de desprecio (Carlos I), pavor del público vuelto a la admiración frente a semejante heroísmo.

De un ensueño así acababa de tornar —sentado en el borde de la cama se seguía mirando en el espejo, resentido— como si no tuviera ya treinta y cinco años, como si no fuera idiota conservar esas adherencias de infancia, como si no hiciera demasiado calor para imaginar semejantes trances. Variante de esa siesta: ejecución en privado, en alguna cárcel londinense donde cuelgan sin muchos testigos. Sórdido final, pero digno de paladearse despacio; miró el reloj y eran las cuatro y diez. Otra tarde perdida...

¿Por qué no charlar con Morella? Discó el número, sintiendo que le quedaba aún el mal gusto de las siestas y eso que no había dormido, solamente imaginado la muerte como tantas veces de chico. Cuando descolgaron el tubo del otro lado, a Remi le pareció que el «Haló!» no lo decía Morella sino una voz de hombre y que había un sofocado cuchicheo al contestar él: «¿Morella?», y después su voz fresca y aguda, con el saludo de siempre sólo que algo menos espontáneo precisamente porque a Remi le llegaba con una espontaneidad desconocida.

De la calle Greene a lo de Morella diez cuadras justas. Con un auto dos minutos. ¿Pero no le había dicho él: «Te veré a las ocho en lo de la señora Belkis»? Cuando llegó, casi tirándose del taxi, eran las cuatro y cuarto. Entró a la carrera por el living, trepó al primer piso, se detuvo ante la puerta de caoba (la de la derecha viniendo de la escalera), la abrió sin llamar. Oyó el grito de Morella antes de verla. Estaban Morella y el teniente Dawson, pero solamente Morella gritó al ver el revólver. A Remi le pareció como si el grito fuera suyo, alarido quebrándose de golpe en su garganta contraída.

El cuerpo cesaba de temblar. La mano del ejecutor buscó el pulso en los tobillos. Ya se iban los testigos.

1939

V. Puzzle

A Rufus King

Usted había hecho las cosas con tanta limpieza que nadie, ni siquiera el muerto, hubiese podido culparlo del asesinato.

En la noche, cuando las sustancias se sumergen en una identidad de aristas y de planos que sólo la luz podría romper, usted vino armado de un cuchillo curvo, de hoja vibrante y sonora, y se detuvo junto a la habitación. Escuchó, y al no hallar más réplica que la del silencio, empujó la puerta; no con la lentitud sistemática del personaje de Poe, aquel que le tenía odio a un ojo, sino con alegre decisión, como cuando se entra en casa de la novia o se acude a recibir un aumento de sueldo. Usted empujó la puerta, y sólo un motivo de elemental precaución pudo disuadirlo de silbar una tonada. Que, no está de más decirlo, hubiera sido Gimiendo por ti.

Ralph solía dormir de costado, ofreciendo un flanco a las miradas o los cuchillos. Usted se acercó despacio, calculando la distancia que lo separaba del lecho; cuando estuvo a un metro, hizo alto. La ventana, que Ralph dejaba abierta para recibir la brisa del amanecer (y levantarse a cerrarla por el mero placer de dormir nuevamente hasta las diez), permitía el acceso a los letreros luminosos. Nueva York estaba rumorosa y llena de caprichos esa noche, y a usted le causó gracia observar la competencia entablada, sin cuartel, entre las marcas de cigarrillos y los distintos tipos de neumáticos.

Pero ése no era momento para ideas humorísticas. Había que concluir una tarea iniciada con alegre decisión y usted, hundiéndose los dedos en el cabello y echando ese cabello hacia atrás, se resolvió a dar una puñalada a Ralph, ahorrando todo preliminar y toda mise en scène.

Acorde con tal principio, usted puso el pie derecho en la alfombrita roja que señalaba el emplazamiento justo del lecho de Ralph (claro está que un paso hacia delante); olvidándose de los carteles luminosos, giró el torso hacia la izquierda y, moviendo el brazo como si estuviera por lanzar un tiro de golf, enterró el cuchillo en el costado de Ralph, algunos centímetros por debajo del sobaco.

Ralph se despertó en el preciso instante de morir, y tuvo conciencia de su muerte. Eso no dejó de agradarle a usted. Prefería que Ralph comprendiera su muerte, y que la cesación de tan odiada vida tuviera otro espectador directamente interesado en ello.

Ralph dejó huir un suspiro, y luego un quejido, y después otro suspiro, y después un borborigmo, y nada quedó en el aire que pudiese hacer dudar de que la muerte había entrado junto con el cuchillo y se abrazaba a su nueva conquista.

Usted desenterró la hoja, la limpió en su pañuelo, acarició suavemente el cabello de Ralph —lo cual era una ofensa premeditada— y fue hacia la ventana. Estuvo largo rato inclinado sobre el abismo, mirando Nueva York. La miraba atentamente, con gesto de descubridor que se adelanta visualmente a la proa de su navío. La noche era antipoética y calva. Allá abajo, siluetas de automóviles regresaban a condición de escarabajos y luciérnagas por el imperio del color y la hora y la distancia.

Usted abrió la puerta, la cerró otra vez, y se fue por el corredor, con una dulce sonrisa de ángel perdida fuera de los dientes.

—Buen día.

—Buen día.

—¿Dormiste bien?

—Bien. ¿Y tú?

—Bien.

—¿Tomas el desayuno?

—Sí, hermanita.

—¿Café?

—Bueno, hermanita.

—¿Bizcochos?

—Gracias, hermanita.

—Aquí tienes el diario.

—Lo leeré, hermanita.

—Es raro que Ralph no se haya levantado aún.

—Es muy raro, hermanita.

Rebeca estaba frente al espejo, empolvándose. La policía observaba sus movimientos desde la puerta de la habitación. El agente con rostro de pajarera celeste tenía un modo sospechoso de mirar, presumiendo culpabilidades desde lejos.

El polvo cubría las mejillas de Rebeca. Se maquillaba de manera mecánica, pensando todo el tiempo en Ralph. En las piernas de Ralph, en sus muslos lisos y blancos. En las clavículas de Ralph, tan personales. En la manera de vestirse de Ralph, su artístico desaliño.

Usted estaba en su habitación, rodeado por el inspector y varios detectives. Le hacían preguntas, y usted las contestaba, hundiéndose la mano izquierda en el cabello.

—No sé nada, señores. Ayer a la tarde lo vi por última vez.

—¿Cree en un suicidio?

—Lo creería si viese el cadáver.

—Quizá lo encontremos hoy.

—¿No había huellas de violencia en la habitación?

Los agentes se maravillaron de que usted se pusiera a interrogar al inspector, y eso le produjo a usted una inmensa gracia. El inspector, por su parte, no salía de su asombro.

—No, no hay huellas de violencia.

—Ah. Pensé que podrían haber encontrado sangre en el lecho, en la almohada.

—Quién sabe.

—¿Por qué lo dices?

—Aún falta algo por hacer.

—¿Qué cosa, hermanita?

—Cenar.

—¡Bah!

—Y esperar la llegada de Ralph.

—Ojalá llegue.

—Llegará.

—Hablas con firmeza, hermanita.

—Llegará.

—Me convences.

—Te convencerás.

Fue entonces que usted pasó revista a algunos acontecimientos. Lo hizo aprovechando un alto en el asedio policial.

Usted recordó cómo pesaba. Usted se dijo que la destreza había sido un factor importante en la obtención del resultado. El corredor, al amanecer. Y el cielo plomizo, cargado de perros ambulantes color manteca.

Habría que dar pintura a alguna jaula de pájaros, pronto. Comprar una pintura carmesí, o mejor bermellón, o mejor aún púrpura, aunque quizá el color por excelencia fuese el violado. Pintar la jaula de violado, utilizando el pantalón y la camisa que ahora reposaban junto a una cosa.

Segundo: Usted pensó en la necesidad de comprar arena, fraccionarla en gran cantidad de paquetes de cinco kilos, y llevarla a la casa. La arena serviría para contrarrestar derivaciones de orden sensorial.

Tercero: Usted pensó que la tranquilidad de Rebeca debía tener orígenes neuróticos, y empezó a preguntarse si, después de todo, no le habría hecho un señalado favor.

Pero, claro está, esas cosas no podían averiguarse claramente.

—Adiós, sargento.

—Adiós, señor.

—Feliz Nochebuena, sargento.

—Lo mismo le digo, señor.

La casa sola, y sus dos ocupantes.

Rebeca puso la tapa a la olla de la sopa. La puso despaciosamente. Usted estaba en el comedor, oyendo radio, a la espera de la cena. Rebeca miró la olla, luego la fuente de ensalada, y después el vino. Usted criticaba mentalmente a Ruddy Vallée.

Rebeca entró con la bandeja, y fue a sentarse en su sitio mientras usted cerraba el receptor y ocupaba la silla de la cabecera.

—No ha vuelto.

—Volverá.

—Puede ser, hermanita.

—¿Es que acaso lo dudas?

—No. Es decir, quisiera no dudarlo.

—Te digo que volverá.

Usted se sintió arrastrado hacia la ironía. Era peligroso, pero usted no se arredraba.

—Me pregunto si alguien que no se ha ido... puede volver.

Rebeca lo miraba a usted con una fijeza increíble.

—Eso es lo que yo me pregunto.

A usted no le gustó nada esa respuesta.

—¿Por qué te lo preguntas, hermanita?

Rebeca lo miraba a usted con una fijeza increíble.

—¿Por qué suponer que él no se ha ido?

A usted se le estaban empezando a erizar los cabellos de la nuca.

—¿Por qué? ¿Por qué, hermanita?

Rebeca lo miraba a usted

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