1. La realidad como anécdota
EL TELEGRAFISTA Y LA NIÑA BONITA
Al comenzar los años veinte, un muchacho llamado Gabriel Eligio García abandonó el pueblo donde había nacido, Sincé, en el departamento colombiano de Bolívar, para ir a Cartagena, donde quería ingresar a la Universidad. Lo consiguió, pero su paso por las aulas no duró mucho. Sin recursos económicos, se vio muy pronto obligado a dejar los estudios para ganarse la vida. La costa atlántica de Colombia vivía en esos años el auge del banano, y gente de los cuatro rincones del país y del extranjero acudía a los pueblos de la zona bananera con la ilusión de ganar dinero. Gabriel Eligio consiguió un nombramiento que lo instaló en el corazón de la zona: telegrafista de Aracataca. En este pueblo, Gabriel Eligio no encontró la fortuna, como probablemente había soñado, sino, más bien, el amor. Al poco tiempo de llegar se enamoró de la niña bonita de Aracataca. Se llamaba Luisa Santiaga Márquez Iguarán y pertenecía al grupo de familias avecindadas en el lugar desde hacía ya muchos años, que miraban con disgusto la invasión de forasteros provocada por la fiebre bananera, esa marea humana para la que habían acuñado una fórmula despectiva: «la hojarasca». Los padres de Luisa —el coronel Nicolás Márquez Iguarán y Tranquilina Iguarán Cotes— eran primos hermanos y constituían la familia más eminente de esa aristocracia lugareña. El padre había ganado sus galones en la gran guerra civil de principios de siglo, peleando bajo las órdenes del general liberal Rafael Uribe Uribe, y Aracataca, en gran parte por obra suya, se había convertido en una ciudadela liberal.
Luisa no fue indiferente con el joven telegrafista; pero el coronel y su esposa se opusieron a estos amores con energía. Que uno de la hojarasca, y para colmo bastardo, aspirara a casarse con su hija, les pareció escandaloso. Pese a la prohibición, la pareja siguió viéndose a ocultas, y entonces don Nicolás y doña Tranquilina enviaron a Luisa a recorrer los pueblos del departamento, donde tenían amigos y familiares, con la esperanza de que la distancia la hiciera olvidar al forastero. Luego supieron que, en cada pueblo, Luisa recibía mensajes de Gabriel Eligio, gracias a la complicidad de los telegrafistas locales, y que éstos, a la vez, transmitían mensajes de Luisa al enamorado de Aracataca. Irritados, el coronel y doña Tranquilina consiguieron que Gabriel Eligio fuera trasladado a Riohacha. Pero el empecinamiento de la muchacha continuó y ya para entonces el amorío había adquirido cierta aureola romántica y parientes y amigos trataban de persuadir a los Márquez Iguarán de que accedieran al matrimonio. Los padres dieron al fin su consentimiento, pero exigieron que la pareja viviera lejos de Aracataca. Gabriel Eligio y Luisa se instalaron en Riohacha en 1927. El enojo de don Nicolás y doña Tranquilina se disipó con la noticia de que su hija estaba encinta. Ilusionados con el primer nieto, llamaron a Luisa a Aracataca, para que diera a luz allí. El niño nació el 6 de marzo de 1928 y le pusieron Gabriel José. Cuando Luisa y su marido regresaron a Riohacha, el niño se quedó en Aracataca con los abuelos, quienes lo criarían. La niña bonita y el telegrafista formaron un hogar prolífico: tuvieron siete hijos varones y cinco mujeres (una de las cuales es monja). Vivieron un tiempo en Riohacha, luego en Barranquilla, donde Gabriel Eligio abrió una farmacia, luego en Sucre (pueblo vecino de Sincé), donde abrió otra farmacia, y finalmente la familia se instaló en Cartagena, donde vive todavía.
EL ESPLENDOR BANANERO
Cuando el coronel Nicolás Márquez y su esposa llegaron al pueblo, al finalizar la sangrienta guerra de los mil días (1899-1902), que devastó al país y lo dejó en bancarrota, Aracataca era un pueblecito minúsculo, situado en la provincia del Magdalena, entre el mar y la montaña, en una región de bochornoso calor y aguaceros diluviales. Pero poco después, en el primer decenio de este siglo, durante el régimen del general Rafael Reyes (1904-1910), la costa atlántica colombiana tuvo un súbito esplendor, al iniciarse el cultivo del banano en gran escala en toda la cuenca del Magdalena. La «fiebre del banano» atrajo millares de forasteros; la United Fruit Company sentó sus reales en la región y comenzó la explotación extensiva de las tierras. En 1908, de once mil obreros agrícolas bananeros, tres mil trabajaban para la United Fruit.[1]
A la sombra del banano sobrevino una aparente opulencia para Aracataca, y la imaginación popular aseguraría años más tarde que, en esos tiempos de bonanza, «Mujeres de perdición bailaban la cumbia desnudas ante magnates, que, por ellas, hacían encender en los candelabros, en vez de velas, billetes de cien pesos».[2] La imaginación colectiva —sobre todo la de una comunidad tropical— tiende a magnificar el pasado histórico y a fijarlo en ciertas imágenes, que, curiosamente, se repiten de región a región. En la Amazonía peruana, por ejemplo, se recuerda también la época de oro del caucho a través de anécdotas de derroche y sensualidad, y yo mismo he oído asegurar que, durante la «fiebre del caucho», los prósperos caucheros encendían los habanos con billetes en sus orgías. Desde el punto de vista de las fuentes de un escritor, importa poco determinar la exactitud de estas anécdotas, las dosis de verdad y de mentira que contienen. Más importante que saber cómo ocurrieron esos hechos del pasado local es averiguar cómo sobrevivieron en la memoria colectiva y cómo los recibió y creyó (o reinventó) el propio escritor. García Márquez evoca así la prosperidad de Aracataca: «Con la compañía bananera empezó a llegar a ese pueblo gente de todo el mundo y era muy extraño porque, en este pueblito de la costa atlántica de Colombia, hubo un momento en el que se hablaba todos los idiomas. La gente no se entendía entre sí; y había tal prosperidad, es decir, lo que entendían por prosperidad, que se quemaban billetes bailando la cumbia. La cumbia se baila con una vela y los simples peones y obreros de las plantaciones de bananos encendían billetes en vez de velas, y esto dio por resultado que un peón de las bananeras ganara, por ejemplo, 200 pesos mensuales y el alcalde y el juez ganasen 60. Así no había autoridad real y la autoridad era venal porque la compañía bananera con cualquier propina que les diera, con sólo untarles la mano, era dueña de la justicia y del poder en general».[3]
LA HUELGA DEL AÑO 28
La costa atlántica colombiana experimenta en esos años un proceso similar al de otros lugares de América Latina: el capital norteamericano entra en el continente por doquier, sustituyendo en muchos sitios al capital inglés, y, casi sin encontrar resistencia, establece una hegemonía económica, destruyendo en algunos casos al incipiente capitalismo local (como ocurre en el Perú, en las haciendas de la costa norte) y, en otros, asimilándolo como aliado dependiente. Lo que ocurre en la costa atlántica con el banano, ocurre en otros lugares con la caña de azúcar, el algodón, el café, el petróleo, los metales. La invasión económica norteamericana no tiene oposición e, incluso, es bienvenida porque crea el espejismo de la bonanza: establece nuevas fuentes de trabajo, eleva los salarios misérrimos del campesino del latifundio feudal y da la impresión de contribuir a la modernización y el progreso. El saqueo de las riquezas naturales que significa, la camisa de fuerza que impone a las economías de los países latinoamericanos, impidiéndoles desarrollarse industrialmente y reduciéndolos a meros exportadores de materias primas, la corrupción política que propaga mediante el soborno y la fuerza para asegurarse regímenes adictos que cautelen sus intereses, le aseguren concesiones, repriman los conatos de sindicalización y los movimientos reivindicativos de los trabajadores, pasan casi inadvertidos para la conciencia colectiva. Más tarde, ese período de explotación imperial será recordado incluso —es el caso de Aracataca— como una época feliz.
En la segunda década de este siglo comienza a tomar cuerpo en América Latina el movimiento sindical y se abre un período de conflictos sociales y de luchas obreras en todo el continente. La influencia que en ello tuvo la Revolución mexicana fue grande. En los años veinte se fundan sindicatos, centrales de trabajadores, se organizan los primeros partidos anarcosindicalistas, socialistas y marxistas. Este proceso es algo más tardío en Colombia que en otros países latinoamericanos. La primera huelga importante ocurre el año que nació García Márquez y afecta, precisamente, a toda la zona bananera. Ese año se había fundado en Colombia, luego del tercer Congreso obrero nacional, un Partido Socialista Revolucionario. La huelga del año 28 quedaría grabada en la memoria de toda la región por la ferocidad con que fue reprimida por el ejército. Un decreto expedido por el jefe civil y militar de la provincia, general Carlos Cortés Vargas, declaró «malhechores» a los huelguistas y autorizó al ejército a intervenir. La matanza se llevó a cabo en la estación de ferrocarril de Ciénaga, donde los huelguistas fueron ametrallados. Murieron muchos y luego se diría que la cifra de víctimas se elevó a centenares o a miles.[4] En una casa situada frente al lugar de la matanza vivía entonces un niño de cuatro años, Álvaro Cepeda Samudio, más tarde íntimo amigo de García Márquez, que evocaría ese sangriento episodio en una novela: La casa grande.[5] La matanza sería recordada en todos los pueblos de la zona bananera, Aracataca entre ellos, como un hecho propio. García Márquez evoca así ese episodio: «Llegó un momento en que toda esa gente empezó a tomar conciencia, conciencia gremial. Los obreros comenzaron por pedir cosas elementales porque los servicios médicos se reducían a darles una pildorita azul a todo el que llegara con cualquier enfermedad. Los ponían en fila y una enfermera les metía, a todos, una pildorita azul en la boca… Y llegó a ser esto tan crítico y tan cotidiano, que los niños hacían cola frente al dispensario, les metían su pildorita azul, y ellos se las sacaban y se las llevaban para marcar con ellas los números en la lotería. Llegó el momento en que por esto se pidió que se mejoraran los servicios médicos, que se pusieran letrinas en los campamentos de los trabajadores porque todo lo que tenían era un excusado portátil, por cada cincuenta personas, que cambiaban cada Navidad… Había otra cosa también: los barcos de la compañía bananera llegaban a Santa Marta, embarcaban banano y lo llevaban a Nueva Orleans; pero al regreso venían desocupados. Entonces la compañía no encontraba cómo financiar los viajes de regreso. Lo que hicieron, sencillamente, fue traer mercancía para los comisariatos de la compañía bananera y donde sólo vendían lo que la compañía traía en sus barcos. Los trabajadores pedían que les pagaran en dinero y no en bonos para comprar en los comisariatos. Hicieron una huelga y paralizaron todo y, en vez de arreglarlo, el gobierno lo que hizo fue mandar el ejército. Los concentraron en la estación del ferrocarril, porque se suponía que iba a venir un ministro a arreglar la cosa, y lo que pasó fue que el ejército rodeó a los trabajadores en la estación y les dieron cinco minutos para retirarse. No se retiró nadie y los masacraron».[6] La cita no sólo documenta el origen histórico de un episodio de Cien años de soledad; además, revela algo sobre la personalidad del autor: su memoria tiende a retener los hechos pintorescos de la realidad. Las anécdotas de la «pildorita azul» y de la «letrina portátil» no atenúan las implicaciones morales y políticas del drama social a que aluden, aunque seguramente hay en ellas exageración. Al contrario: lo fijan en hechos que, por su carácter inusitado y su cruel comicidad, le dan un relieve todavía mayor.[7]
Al terminar la primera guerra mundial, la «fiebre del banano» había comenzado a disminuir. La extensión de los cultivos bananeros en otras regiones, la baja de los precios en el mercado mundial acentuaron este proceso en los años siguientes y la zona bananera colombiana empezó a declinar. Se cerraron las comunicaciones con el resto del mundo que la bonanza había abierto, muchos sembríos fueron abandonados, para la gente del lugar la alternativa fue muy pronto el exilio o la desocupación. Comenzó entonces para Aracataca el derrumbe económico, el éxodo de los habitantes, la muerte lenta y sofocante de las aldeas del trópico. Cuando García Márquez comenzó a gatear, a andar, a hablar, el paraíso y el infierno pertenecían al pasado de Aracataca; la realidad presente era un limbo de miseria, de sordidez y de rutina. Pero, sin embargo, esa realidad extinta estaba viva aún en la memoria de la gente del lugar, y era, quizá, su mejor arma para luchar contra el vacío de la vida presente. Naturalmente, la fantasía del pueblo enriquecía, deformaba la verdad histórica, y los recuerdos hervían de contradicciones. Por ejemplo, al referir la matanza de Ciénaga, nadie estaba de acuerdo: «Lo que te digo es que esta historia… la conocí yo diez años después y cuando encontraba gente, algunos me decían que sí era cierto, y otros decían que no era cierto. Había los que decían: “Yo estaba, y sé que no hubo muertos; la gente se retiró pacíficamente y no sucedió absolutamente nada”. Y otros decían que sí, que sí hubo muertos, que ellos los vieron; que se murió un tío, e insistían en estas cosas. Lo que pasa es que en América Latina, por decreto, se olvida un acontecimiento como tres mil muertos…».[8]
A falta de algo mejor, Aracataca vivía de mitos, de fantasmas, de soledad y de nostalgia. Casi toda la obra literaria de García Márquez está elaborada con esos materiales que fueron el alimento de su infancia. Aracataca vivía de recuerdos cuando él nació;. sus ficciones vivirán de sus recuerdos de Aracataca.
LA CASA DE LOS ABUELOS
En los alrededores del pueblo había una finca de banano que se llamaba Macondo.[9] Éste será el nombre que dará más tarde a la imaginaria tierra cuya «historia» relata, de principio a fin, Cien años de soledad. Su niñez estuvo llena de curiosidades y de hechos insólitos; o, mejor dicho, de las experiencias de su niñez, son sobre todo las pintorescas las que registró con más fuerza su memoria. Pasó los primeros ocho años de vida con sus abuelos maternos y ellos han sido, afirma él con frecuencia, sus influencias más sólidas. Conoció a su madre cuando tenía cinco o seis años y para entonces ya habían nacido algunos de sus hermanos. A los lectores de Cien años de soledad les suele desconcertar el hecho de que los personajes tengan los mismos nombres; mi sorpresa no fue menor, hace unos años, al descubrir que uno de sus hermanos se llamaba también Gabriel. Él lo explica así: «Mira, lo que sucede es que yo era el mayor de doce hermanos y que me fui de la casa a los doce años y volví cuando estaba en la Universidad. Nació entonces mi hermano y mi madre decía: “Bueno, al primer Gabriel lo perdimos, pero yo quiero tener un Gabriel en casa…”».[10]
Los abuelos vivían en una casa asombrosa, llena de espíritus, que él dice haber utilizado como modelo de la casa del coronel de La hojarasca y que sirvió también, probablemente, de prototipo a las otras mansiones de su mundo narrativo: la casa de la Mamá Grande, la de los Asís y la de los Buendía. La primera novela que García Márquez intentó escribir se iba a llamar, precisamente, «La casa». Recuerda así el hogar de su infancia: «En cada rincón había muertos y memorias, y después de las seis de la tarde, la casa era intransitable. Era un mundo prodigioso de terror. Había conversaciones en clave».[11] «En esa casa había un cuarto desocupado en donde había muerto la tía Petra. Había un cuarto desocupado donde había muerto el tío Lázaro. Entonces, de noche, no se podía caminar en esa casa porque había más muertos que vivos. A mí me sentaban, a las seis de la tarde, en un rincón y me decían: “No te muevas de aquí porque si te mueves va a venir la tía Petra que está en su cuarto, o el tío Lázaro, que está en otro”. Yo me quedaba siempre sentado… En mi primera novela, La hojarasca, hay un personaje que es un niño de siete años que está, durante toda la novela, sentado en una sillita. Ahora yo me doy cuenta que ese niño era un poco yo, sentado en esa sillita, en una casa llena de miedos.»[12]
Los vivos de la familia eran tan extraordinarios como los muertos. La casa estaba siempre llena de huéspedes porque, además de amigos, se alojaban allí los hijos naturales de don Nicolás cuando estaban de paso por el pueblo. Eran hijos de la guerra, tenían todos la misma edad, y doña Tranquilina los recibía como a hijos propios. García Márquez recuerda a su abuela, ordenando cada mañana a las sirvientas: «Hagan carne y pescado porque nunca se sabe qué le gusta a la gente que llega».[13] Y había además una tía dotada de cualidades sorprendentes: «Hay otro episodio que recuerdo y que da muy bien el clima que se vivía en esta casa. Yo tenía una tía… Era una mujer muy activa; estaba todo el día haciendo cosas en esa casa y una vez se sentó a tejer una mortaja; entonces yo le pregunté: “¿Por qué estás haciendo una mortaja?”. “Hijo, porque me voy a morir”, respondió. Tejió su mortaja y cuando la terminó se acostó y se murió. Y la amortajaron con su mortaja. Era una mujer muy rara. Es la protagonista de otra historia extraña: una vez estaba bordando en el corredor cuando llegó una muchacha con un huevo de gallina muy peculiar, un huevo de gallina que tenía una protuberancia. No sé por qué esta casa era una especie de consultorio de todos los misterios del pueblo. Cada vez que había algo que nadie entendía, iban a la casa y preguntaban y, generalmente, esta señora, esta tía, tenía siempre la respuesta. A mí lo que me encantaba era la naturalidad con que resolvía estas cosas. Volviendo a la muchacha del huevo le dijo: “Mire usted, ¿por qué este huevo tiene una protuberancia?”. Entonces ella la miró y dijo: “Ah, porque es un huevo de basilisco. Prendan una hoguera en el patio”. Prendieron la hoguera y quemaron el huevo con gran naturalidad. Esa naturalidad creo que me dio a mí la clave de Cien años de soledad, donde se cuentan las cosas más espantosas, las cosas más extraordinarias con la misma cara de palo con que esta tía dijo que quemaran en el patio un huevo de basilisco, que jamás supe lo que era».[14]
La abuela era una mujer de unos cincuenta años, blanca, de ojos azules, todavía hermosa, crédula, y de sus labios García Márquez escuchó las leyendas, las fábulas, las prestigiosas mentiras con que la fantasía popular evocaba el antiguo esplendor de la región. A cada pregunta del nieto, la señora respondía con largas historias en las que siempre asomaban los espíritus. Doña Tranquilina parece haber sido un caso ejemplar de la mater familias, esa matriarca medieval, emperadora del hogar, hacendosa y enérgica, prolífica, de temible sentido común, insobornable ante la adversidad, que organiza férreamente la numerosa vida familiar, a la que sirve de aglutinante y vértice, No sólo es una de las canteras literarias de García Márquez, sino también prototipo de una serie de personajes femeninos que reaparecen en sus libros. Doña Tranquilina murió ciega y loca, como Úrsula Iguarán de Buendía, en Sucre, cuando García Márquez estudiaba en Zipaquirá.[15]
Pero aún más decisivo fue para García Márquez su abuelo, «la figura más importante de mi vida», dice él.[16] Don Nicolás Márquez era un sobreviviente de por lo menos dos guerras civiles, en las que había peleado siempre en el bando liberal. Las guerras civiles son un estigma en la vida republicana de todos los países latinoamericanos, su constante histórica mayor, junto con la dictadura militar, en el siglo XIX. Pero tal vez en ninguno tuvieron estas guerras entre caudillos, regiones o partidos, la magnitud y las consecuencias que en Colombia. Descontando el alzamiento popular de los comuneros en el siglo XVIII, y alborotos e incidentes de menor significación, Colombia vivió una relativa tranquilidad durante los siglos coloniales, en comparación con su historia republicana. La primera guerra civil tuvo lugar antes de que la independencia fuera una realidad: el combate entre las tropas federalistas del Congreso de Tunja y las centralistas de Antonio Nariño que vencieron a aquéllas el 9 de enero de 1813. Desde entonces hasta ahora, Colombia ha padecido cuando menos treinta revoluciones, en el sentido militar, no ideológico del término. La organización centralista o federal del Estado es, como en el resto de América Latina, el origen o pretexto de la pugna que enfrenta a conservadores y liberales a lo largo de buena parte del siglo pasado, así como el clericalismo y absolutismo de los primeros y el anticlericalismo y parlamentarismo de los últimos, aunque, en la mayor parte de los casos, las diferencias ideológicas son meras retóricas que disfrazan intereses y ambiciones de personas. Sin embargo, es un hecho que ninguno de los levantamientos liberales consigue triunfar; a diferencia de lo que ocurrió en Venezuela, por ejemplo, en Colombia son la mentalidad y el programa político conservadores los que salen siempre triunfantes en los conflictos civiles. La guerra de los mil días se inició con una rebelión de los liberales contra el régimen gerontocrático de Manuel Sanclemente, conservador «nacionalista», quien fue depuesto al año siguiente (1900) por el conservador «histórico» José Manuel Marroquín. El régimen de Sanclemente, tiránico, corrupto y administrativamente desastroso, cesó el 31 de julio de 1900, pero durante el régimen de Marroquín los abusos e iniquidades continuaron. La guerra de los mil días constituyó una matanza sin precedentes —se calcula en cien mil los muertos— y dejó al país arrasado y pobre. Los rebeldes obtuvieron algunas victorias iniciales (Peralonso, Terán), pero luego los conservadores comenzaron a ganar terreno. La revolución había estallado en el departamento de Santander, pero pronto el régimen dominó las acciones en casi todo el país, salvo, precisamente, en la costa atlántica, y sobre todo en Panamá, que fue a lo largo de la guerra un bastión liberal. Cuando los rebeldes aceptaron la paz (en realidad, la rendición), el 21 de noviembre de 1902, todavía controlaban Panamá. La región donde se halla Aracataca vivió, pues, de cerca, la guerra de los mil días, en la que muchos habitantes participaron activamente, como el abuelo de García Márquez. Gracias a los recuerdos de este veterano, el nieto revivió los episodios más explosivos, los heroísmos y padecimientos de esta guerra, y ese material le serviría para elaborar, en la historia de Macondo, las treinta y dos guerras civiles que inicia y pierde el coronel Aureliano Buendía. El abuelo se pasó toda la vida esperando el «reconocimiento de servicios» como ex combatiente, que le correspondía, según él, por ley. Y a la muerte de don Nicolás, doña Tranquilina siguió esperando la quimérica pensión. García Márquez recuerda a su abuela, ya ciega, exclamando: «Espero que después de mi muerte, cobren la jubilación».
De otro lado, don Nicolás era uno de los vecinos más antiguos de Aracataca, testigo de la época de oro, cuando el auge del banano. Entre el abuelo y el nieto parece haber existido, más que afecto, una total complicidad. García Márquez lo recuerda con deslumbramiento: «Él, en alguna ocasión, tuvo que matar a un hombre, siendo muy joven. Él vivía en un pueblo y parece que había alguien que lo molestaba mucho y lo desafiaba, pero él no le hacía caso, hasta que llegó a ser tan difícil su situación que, sencillamente, le pegó un tiro. Parece que el pueblo estaba tan de acuerdo con lo que hizo que uno de los hermanos del muerto durmió atravesado, esa noche, en la puerta de la casa, ante el cuarto de mi abuelo, para evitar que la familia del difunto viniera a vengarlo. Entonces mi abuelo, que ya no podía soportar la amenaza que existía contra él en ese pueblo, se fue a otra parte; es decir, no se fue a otro pueblo: se fue lejos con su familia y fundó un pueblo».[17] En Cien años de soledad, la fundación de Macondo es el resultado de un episodio semejante. José Arcadio Buendía, el fundador de la estirpe, mata a Prudencio Aguilar, y el cadáver de la víctima lo hostiga con sus apariciones hasta que José Arcadio cruza la Cordillera con veintiún compañeros y funda Macondo: «Sí, se fue y fundó un pueblo, y lo que yo más recuerdo de mi abuelo es que siempre me decía: “Tú no sabes lo que pesa un muerto”. Hay otra cosa que no olvido jamás, que creo que tiene mucho que ver conmigo como escritor, y es que una noche que me llevó al circo y vimos un dromedario, al regreso, cuando llegamos a la casa, abrió un diccionario y me dijo: “Éste es el dromedario, ésta es la diferencia entre el dromedario y el elefante, ésta es la diferencia entre el dromedario y el camello”; en fin, me dio una clase de zoología. De esa manera ya me acostumbré a usar el diccionario».[18] El abuelo era tuerto y hablaba incansablemente de su jefe durante la guerra de los mil días, el líder liberal Uribe Uribe. Don Nicolás y Uribe son el modelo de toda una genealogía en el mundo ficticio de García Márquez: los coroneles. El abuelo murió cuando García Márquez tenía ocho años: «Desde entonces no me ha pasado nada interesante»,[19] asegura él y, desde el punto de vista de sus demonios, ésta es, en comparación con otras, una moderada exageración.
BOGOTÁ Y EL INTERNADO EN ZIPAQUIRÁ
En realidad, le ocurrieron muchas cosas y, en relación con su vocación, la más importante fue salir de Aracataca: de haber permanecido allí nunca hubiera sido escritor. En 1936 sus padres se trasladaron a Sucre y a él lo enviaron al colegio, a Barranquilla. Más tarde fue becado a Zipaquirá. Abandonar su pueblo, conocer otros lugares, sobre todo la capital, fueron experiencias que recuerda sin alegría, como algo más bien doloroso: «Yo era un muchachito cuando vine por primera vez a Bogotá. Había salido de Aracataca con una beca para el Colegio Nacional de Zipaquirá, y, luego de un viaje endiablado por el río y una trepada feroz de la montaña en tren, tuve mi primer contacto con la capital —que era un lugar lejanísimo, un verdadero otro mundo— en la estación de ferrocarril. Iba de la mano de mi acudiente, porque entonces la distancia entre el hogar y el estudiante obligaba a que a éste le nombraran un acudiente, y todavía tenía miedo de morirme de una pulmonía, pues en la costa se hablaba de que los calentanos no soportaban el frío de Bogotá. Pero, bien abrigado y todo, me monté en un carro con mi acudiente y empecé a ver esa ciudad yerta y gris de las seis de la tarde. Había miles de enruanados, no se oía ese alboroto de los barranquilleros, y el tranvía pasaba con cargamentos humanos. Cuando crucé frente a la gobernación, en la avenida Jiménez abajo de la séptima, todos los cachacos andaban de negro, parados ahí con paraguas y sombreros de coco, y bigotes, y entonces, palabra, no resistí y me puse a llorar durante horas. Desde entonces Bogotá es para mí aprehensión y tristeza. Los cachacos son gente oscura; y me asfixio en la atmósfera que se respira en la ciudad, pese a que luego tuve que vivir varios años en ella. Pero, aún entonces, me limitaba a permanecer en mi apartamento, en la universidad o en el periódico, y no conozco más que estos tres sitios y el trayecto que había entre unos y otros; ni he subido a Monserrate, ni he visitado la Quinta de Bolívar, ni sé cuál es el Parque de los Mártires».[20] La «gran ciudad» no deslumbra al niño provinciano: lo deprime y disgusta. La compara con su pueblo, con la costa, donde la gente es comunicativa y alegre, y encuentra a Bogotá «gris y yerta», «asfixiante», a los cachacos «fríos y reservados», y desde entonces, dice, esa ciudad es para él «aprehensión y tristeza». Con estas tintas figura Bogotá en las rápidas apariciones que hace en su mundo ficticio.[21] En agosto de 1968, García Márquez y yo viajamos juntos a Bogotá, donde permanecimos unos días. En Caracas, antes del viaje, él hacía misteriosas llamadas a sus amigos bogotanos; después descubrimos que andaba tramando con ellos un atareado programa para que José Miguel Oviedo y yo no tuviéramos ocasión de ver la ciudad sino desde automóviles veloces que nos trasladaban de una casa a otra. Él sostiene, con chauvinismo negativo, que Bogotá «es la ciudad más fea del mundo».
Sus recuerdos del internado de Zipaquirá son también sombríos. Aracataca es una herida que el tiempo irrita en vez de cerrar, una nostalgia que aumenta con los días, una presencia subjetiva con la que el niño se siente obligado a medir el nuevo mundo que lo rodea, y éste, Bogotá o Zipaquirá, siempre resulta derrotado en la confrontación: «Luego me llevaron al colegio de Zipaquirá, donde estudié durante varios años bachillerato. Zipaquirá era también una ciudad fría, con techos de teja desgastada, y el colegio, un gran internado donde vivíamos doscientos o trescientos niños… Los sábados y domingos había salida, pero yo no me movía del edificio porque no quería enfrentarme con la tristeza y el frío del pueblo. Durante esos años pasé encerrado la totalidad de las horas libres despachando libros de Julio Verne y Emilio Salgari. Por eso mismo no conozco, a Dios gracias, la Catedral de Sal».[22] En esos años de reclusión, vividos en un medio al que el niño se niega a asimilarse, nace, en la experiencia de García Márquez, uno de los grandes temas de su mundo ficticio: la soledad. Asimismo, es probablemente en esos primeros años pasados en la Colombia andina, cuando, por contraste —en sus recuerdos, su actitud hostil hacia Bogotá y Zipaquirá tiene que ver con «el frío» de estas ciudades—, el calor tropical de su pueblo cobra para el niño valor decisivo y se convierte en uno de los rasgos dominantes de la imagen de Aracataca que lleva en la memoria. Así pasará, mitificado, a su mundo ficticio, en el que, como ha señalado Volkening, el calor representa algo tan constante y próximo como el miedo en el de Faulkner.[23] Aracataca, pues, en estos años se mantiene muy viva en el recuerdo de García Márquez: es algo que le impide ser feliz, que no lo deja adaptarse a su nueva vida, a la que siempre estará enfrentando subjetivamente, como un paraíso perdido, el mundo de su infancia. La contrapartida de esta fidelidad es, sin duda, la inconsciente idealización que la distancia física y temporal va operando en sus recuerdos de Aracataca. En el internado de Zipaquirá, como muchos de sus compañeros, García Márquez escribirá algunos poemas «piedracielistas», término que designa un movimiento poético renovador que estuvo de moda en Colombia en la década del cuarenta al cincuenta.
LA UNIVERSIDAD
Al terminar el colegio, en 1946, viaja a Sucre, donde viven sus padres y sus hermanos. Como todos los años en las vacaciones, también esta vez viajó en barco por el Magdalena; estos recorridos le proporcionarían más tarde el material necesario para el viaje que hace Meme Buendía con su madre, luego que hieren a Mauricio Babilonia, en Cien años de soledad (pp. 250-251). Regresó a Bogotá en 1947 para ingresar a la Universidad. Como todo escritor latinoamericano, o poco menos, emprendió estudios de abogado; y, también como casi todos, se desinteresó rápidamente de ellos. Condiscípulo suyo en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional fue Camilo Torres, que se haría luego sacerdote y moriría años más tarde en las guerrillas. En 1947 conoció, además, al primero de ese pequeño grupo de amigos íntimos que tendría una influencia grande en su vida: Plinio Apuleyo Mendoza. «Era un típico muchacho costeño», recuerda éste, «que desentonaba en las calles de Bogotá, porque vestía a la cubana, con camisas y corbatas estridentes». Como estudiante de leyes fue bastante apático: «Terminado el bachillerato me matriculé en la Universidad Nacional para estudiar Derecho, e hice los cinco años, pero no me gradué nunca porque me aburre a morir esa carrera… Vivía entonces en una pensión de la calle Florián, que es ahora, si no estoy mal informado, la carrera octava, y, aunque mis ingresos eran muy reducidos, me daba el lujo de pagar más que los demás residentes para que me dieran un huevo para el desayuno. Creo que era el único con huevo al desayuno entre los pensionados. Aprobé los civiles con más dificultad que los penales, pero unos y otros me daban la misma pereza. Ya usaba bigote, pero todavía no había hecho a un lado la corbata, y me volví un experto en jugar cascarita, pues aprovechábamos las horas de Derecho Comercial para dar patadas en los pasillos de la Facultad».[24]
Sólo estudió un año en la Universidad de Bogotá, 1947, y en ese año escribió su primer cuento. Ocurrió, según él, de una manera deportiva. «Ulises», el crítico y novelista Eduardo Zalamea Borda, director del suplemento literario de El Espectador, había publicado un artículo afirmando que la joven generación literaria era nula: «A mí me salió entonces un sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación y resolví escribir un cuento, no más para taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda que era mi gran amigo, o al menos que después llegó a ser mi gran amigo. Me senté, escribí el cuento, lo mandé a El Espectador y el segundo susto lo tuve el domingo siguiente cuando abrí el periódico y a toda página estaba mi cuento con una nota donde Eduardo Zalamea Borda reconocía que se había equivocado, porque evidentemente “con ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana” o algo parecido. Esta vez sí que me enfermé y me dije: “¡En qué lío me he metido! ¿Y ahora qué hago para no hacer quedar mal a Eduardo Zalamea Borda?”. Seguir escribiendo, era la respuesta».[25] El origen de su vocación, en realidad, no será tan leve ni risueño. Ese cuento («La tercera resignación») fue el primero de diez que aparecieron en El Espectador entre 1947 y 1952, ninguno de los cuales recogería en libro, y que constituyen la prehistoria de su mundo ficticio. En esa época, García Márquez nunca vio a «Ulises», quien tampoco le contestaba las cartas; se limitaba a publicarle los cuentos y a enviarle 150 pesos por correo.
EL BOGOTAZO Y LA VIOLENCIA
El 9 de abril de 1948 fue asesinado a tiros, en una calle céntrica de Bogotá, Jorge Eliécer Gaitán; ex alcalde de la ciudad, ministro de Educación en el gobierno liberal anterior y candidato a la presidencia de la República. Orador fogoso y carismático —había iniciado su vida de tribuno defendiendo a los huelguistas de las bananeras el año 28—, representaba el ala más dinámica del liberalismo, y había alcanzado una enorme popularidad, pero aun así, la explosión de violencia que su muerte provocó —«el bogotazo»— indica claramente que ese asesinato fue, más que la causa única, la chispa que hizo estallar a la luz del día las tensiones sociales y políticas que habían estado fermentando sordamente los años anteriores. Nunca se aclararon del todo las razones del asesinato de Gaitán; todavía hay quienes dudan que su asesino fuera Roa Sierra, un individuo de antecedentes turbios y, al parecer, enfermo mental, que fue linchado por la multitud. Hay quienes sostienen que el asesinato fue planeado por el sector más reaccionario del Partido Conservador, a quien atemorizaba el radicalismo creciente de Gaitán. En todo caso, las consecuencias inmediatas del asesinato fueron para Bogotá (donde se celebraba en esos días el Noveno Congreso Interamericano) tres días de horror: parte de la ciudad quedó arrasada por los incendios y se calcula que en esos tres días murieron de dos a tres mil personas. La consecuencia mediata fue el rebrote de la guerra civil entre los dos bandos tradicionales de la política colombiana, una guerra civil que fue abrazando a pocos a todo el país, extendiéndose de región a región, de pueblo a pueblo, de familia a familia, según un ritmo zigzagueante y demente, concentrándose a veces como un pequeño apocalipsis en un determinado lugar para luego desvanecerse y reaparecer en otro con más ferocidad, hasta desangrar a medio país. Según los datos escalofriantes que ofrecen Monseñor Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna[26] la violencia causó desde 1949 hasta 1962 entre doscientos y trescientos mil muertos y la destrucción casi integral del departamento de Tolima. Hecho determinante de la vida social y política colombiana desde 1948, la violencia deja asimismo una marca indeleble en todas las actividades privadas o institucionales del país. La literatura narrativa de los últimos veinte años está impregnada, desde luego, de este drama, del que da testimonio diverso pero constante, al extremo de ser designada como «la literatura de la violencia».[27]
CARTAGENA Y BARRANQUILLA
García Márquez no fue una excepción: al igual que en los otros escritores colombianos la violencia dejó una impronta en su obra. Pero en su caso ello ocurrió de una manera muy particular, como se verá más adelante. Durante «el bogotazo» ardió la pensión de la calle Florián y su amigo Plinio Apuleyo afirma que hubo que disuadirlo «para que no penetrara a través de las llamas en su pensión incendiada para rescatar los originales de un cuento».[28] Como la Universidad bogotana fue clausurada ese año a raíz de los sucesos, García Márquez partió a Cartagena, adonde se había trasladado su familia desde Sucre. Allí se matriculó en la Universidad para continuar los estudios de Derecho y, al mismo tiempo, se inició en un oficio con el que habría de ganarse la vida muchos años: el periodismo. Comenzó a trabajar en un diario recién fundado, El Universal, en el que haría de todo.[29] Permaneció dos años y medio en Cartagena, arrastrando los cursos de leyes, escribiendo en El Universal y enviando cuentos a El Espectador, hasta que en 1950 le ocurrieron dos cosas que cambiarían su vida. La primera consistió en un paseo a Barranquilla, en el curso del cual le presentaron, en el Café Happy, a tres muchachos que se hallaban sentados en una mesa con un viejo. Los muchachos eran Alfonso Fuenmayor, que escribía en El Heraldo, Álvaro Cepeda Samudio, que había publicado algunos cuentos, y Germán Vargas, periodista de El Nacional. El viejo era el catalán republicano Ramon Vinyes, ex librero, profesor en un colegio de señoritas y algo así como el patriarca del grupo. Los cuatro habían leído los cuentos de García Márquez y lo recibieron con afecto. Él quedó fascinado con ellos. La misma noche que se conocieron, Álvaro Cepeda llevó a García Márquez a su casa abarrotada de libros y se los mostró: ¡Te los presto todos! «Estaban al día en novela universal», dice García Márquez, y, Alfonso Fuenmayor sobre todo, «tenían una cultura literaria enorme». Se sintió de inmediato incorporado a ese círculo fraternal («los primeros y últimos amigos que tuvo en la vida», dice, homenajeándolos en Cien años de soledad), al punto que, poco después, decidió renunciar a El Universal y a los estudios de Derecho para irse a vivir a Barranquilla. La segunda cosa que le ocurrió fue acompañar a su madre a Aracataca, para vender la casa de don Nicolás: enfrentarse con su infancia hizo de él, definitivamente, un escritor.
LA HOJARASCA
En Barranquilla, Fuenmayor le consiguió trabajo en El Heraldo, donde inició una columna diaria, «La Jirafa», que consistía en notas impresionistas sobre sucesos y personajes locales, por cada una de las cuales le pagaban tres pesos. Estos flacos ingresos lo obligaban a llevar una vida estrecha y algo cómica: vivía en un cuartucho ínfimo, en un edificio de cuatro pisos llamado El Rascacielos, que era burdel además de conventillo, y sus vecinos eran prostitutas y chulos con los que llegó a entablar amistad. Se reunía a diario con sus nuevos amigos, en el Café Happy y en la librería Mundo, y leía vorazmente a los novelistas modernos. Hasta entonces había escrito unos relatos abstractos y artificiosos, pero luego del viaje a Aracataca con su madre su actitud literaria se transformó radicalmente. Fue allí, en Barranquilla, en su cueva del último piso de El Rascacielos, donde intentó por primera vez escribir una novela con todos los demonios de su infancia y de Aracataca. La novela, que se iba a llamar «La casa», se titularía finalmente La hojarasca cuando apareció, varios años después. Germán Vargas recuerda así las circunstancias en que fue escrita: «García Márquez trabajó duramente en “La casa” en sus primeros años de Barranquilla, hacia los comienzos de la década del 50. Vestido con un pantalón de dracón y una camiseta a rayas, de colorines, García Márquez, encaramado sobre una mesa de la redacción de El Heraldo sentado sobre su cama de madera en un cuartucho de El Rascacielos, un extraño burdel de cuatro pisos, sin ascensor. En el diario barranquillero escribía a diario una columna —“La Jirafa”— que le era pagada todas las tardes en forma tan exigua que apenas si le alcanzaba para medio comer y cancelar el cuarto de la pieza —y algo más— en El Rascacielos. En éste, el cuarto en que dormía quedaba en el último piso y era frecuente que se convirtiera en el sitio de tertulia de las prostitutas y de sus chulos, que se encantaban conversando y pidiendo consejos al juvenil inquilino que llegaba después de medianoche o en la madrugada y leía extraños libros de William Faulkner y de Virginia Woolf, y a quien iban a buscar, en carros oficiales de último modelo, amigos que a ellas les parecían demasiado distinguidos para el ambiente del burdel pobretón. Ellas nunca supieron quién era ni qué hacía el para ellas extraño compañero de alojamiento. Pero la verdad es que le tenían mucha simpatía y un cierto respeto y, a veces, lo convidaban a compartir la sencilla comida que ellas mismas preparaban y a que les hiciera oír canciones vallenatas tocadas por él en una dulzaina».[30] Al terminar esta novela, en 1951, García Márquez experimentó un sentimiento de frustración: no era lo que había querido escribir, la realización estaba por debajo del proyecto. Había planeado una ficción que contendría toda la historia de Macondo, y el texto ofrecía una breve imagen fragmentaria de ese mundo. Este mismo sentimiento de fracaso lo dominará al terminar todos sus libros siguientes, hasta Cien años de soledad, y es la razón del desgano con que tomó la publicación de esas ficciones. Todas se editaron bastante tiempo después de ser escritas. A los pocos meses de terminar La hojarasca, un agente de la editorial Losada envió el manuscrito a la Argentina, junto con El Cristo de espaldas, de Caballero Calderón. La editorial rechazó la novela de García Márquez con una carta del crítico Guillermo de Torre «en la que éste decía que yo no estaba dotado para escribir y que haría mejor en dedicarme a otra cosa».[31]
El fracaso emocional y editorial de su primer libro no lo afectó demasiado porque su vida en Barranquilla, aunque ajustada, era exaltante. Había ante todo esa honda fraternidad entre él y Germán Vargas, Álvaro Cepeda y Alfonso Fuenmayor. Este último, mayor que los otros, era el mentor intelectual del grupo, quien descubría a los autores extranjeros que leían con avidez: Faulkner, Hemingway, Virginia Woolf, Kafka, Joyce. Iban a menudo al Café Colombia, a reunirse con Ramon Vinyes, anciano pintoresco y cultísimo, escritor también, y en esa tertulia, recuerda uno de ellos, se discutía «en voz alta sobre todos los temas imaginables, ante el escándalo que los vocablos usados y los asuntos tratados producían en los demás parroquianos».[32] Es en estos compañeros, en Plinio Apuleyo Mendoza y en el poeta Álvaro Mutis, a quien había conocido el año anterior en Cartagena, en quienes piensa García Márquez cada vez que declara a los periodistas que escribe sólo para «que mis amigos me quieran más».[33] Esta camaradería no se fundaba sólo en lecturas comunes y discusiones intelectuales. También había tiempo para diversiones más terrestres, como por ejemplo ir de cuando en cuando donde la Negra Eufemia, matrona legendaria del primer prostíbulo de Barranquilla, sobre la que circulaban toda clase de historias y quien contribuiría también, sin sospecharlo, a la edificación del mito de Macondo. De otro lado, García Márquez merodeaba discretamente por las vecindades de una farmacia local; la hija del boticario, Mercedes Barcha, a quien había visto niña, en Sucre, se había convertido en una guapa joven de rasgos exóticos (descendía de egipcios), y García Márquez hablaba de ella en clave con sus amigos: la llamaban «el cocodrilo sagrado».
PERIODISTA EN EL ESPECTADOR
En 1954, Álvaro Mutis convenció a García Márquez que regresara a Bogotá. Le había conseguido trabajo en El Espectador: haría crítica de cine y notas editoriales. En realidad, lo que recordará con más entusiasmo de su carrera periodística son los reportajes: «Luego entré como reportero en El Espectador. Es lo único que querría volver a ser. Mi gran nostalgia es no ser reportero, y la única vez en mi vida que me ha dolido no hallarme en Colombia fue cuando se produjo el envenenamiento colectivo en Chiquinquirá: yo hubiera ido gratis a cubrir esa información. Inventábamos cada noticia… Una vez recibimos un cable del corresponsal en Quibdó, Primo Guerrero se llamaba, por la época en que se había pensado repartir al Chocó entre los departamentos vecinos, en el que se hablaba de una manifestación cívica sin precedentes. Al otro día, y al siguiente, volvimos a recibir mensajes similares, y entonces resolví irme a Quibdó para ver cómo era una ciudad en pie. Hacía un sol de los infiernos cuando, tras miles de peripecias para viajar a un sitio adonde nadie viajaba, llegué a un pueblo desierto y amodorrado en cuyas calles polvorientas el calor retorcía las imágenes. Logré determinar el paradero de Primo Guerrero y, al llegar, lo encontré echado en la hamaca en plena siesta bajo el bochorno de las tres de la tarde.
»Era un negro grandísimo. Me explicó que no, que en Quibdó nada estaba pasando, pero que él había creído justo enviar los cables de protesta. Pero como yo me había gastado dos días en llegar hasta allí, y el fotógrafo no estaba decidido a regresar con el rollo virgen, resolvimos organizar, de mutuo acuerdo con Primo Guerrero, una manifestación portátil que se convocó con tambores y sirenas. A los dos días salió la información, y a los cuatro llegó un ejército de reporteros y fotógrafos de la capital en busca de los ríos de gente. Yo tuve que explicarles que en este mísero pueblo todos estaban durmiendo, pero les organizamos una nueva y enorme manifestación, y así fue como se salvó el Chocó.
»En otra ocasión en que el material para publicar era escasísimo, inventamos el descenso de un helicóptero al Salto del Tequendama. La proeza era una tontería; se trataba de un helicóptero que repetía por milésima vez una operación de descenso común y corriente, sólo que en esta oportunidad lo hacía en la cañada del Salto. Le dimos gran despliegue, metí un fotógrafo en la cabina, yo me quedé al pie de la carretera porque no pensaba bajar ni muerto y, al final, resultó ser la primera inspección en helicóptero a una cascada famosa. Después vinieron los reportajes al marino Velasco.»[34]
La cita muestra que el periodismo fue para García Márquez algo más que una actividad alimenticia, que lo ejerció con alegría e incluso pasión. Muestra también qué lo sedujo en el periodismo: no la página editorial sino la labor del reportero que se moviliza tras la noticia y, si no la encuentra, la inventa. Es el aspecto aventurero del periodismo lo que lo entusiasmó, pues cuadraba perfectamente con un rasgo de su personalidad: la fascinación por los hechos y personajes inusitados, la visión de la realidad como una suma de anécdotas. Esta inclinación psicológica encontró en el periodismo un medio propicio y estimulante y, simultáneamente, el periodismo la acentuó. El paralelismo con el caso de Hemingway es obligatorio. Los primeros tanteos literarios de éste desembocaron también en el periodismo, y esta profesión no sólo fue para él una fuente de experiencias —también en su caso era el aspecto aventurero del periodismo lo que más le importaba— sino que, técnicamente, contribuyó a la formación de su estilo literario. Esas célebres instrucciones que el Kansas City Star daba a sus redactores y que todos los biógrafos de Hemingway recuerdan («… use short sentences. Use short first paragraphs. Use Vigorous English, not forgetting to strive for smoothness. Be positive, not negative»),[35] podrían resumir también las virtudes de concisión y transparencia del estilo en que están escritos tres de los libros de García Márquez: El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la Mamá Grande (con excepción del relato que da título al volumen) y La mala hora.
EL RELATO DE UN NÁUFRAGO
García Márquez escribió algunos reportajes que tuvieron una gran repercusión en Colombia; los más célebres fueron los que hizo al marinero Velasco.[36] En febrero de 1955, ocho marineros del destructor Caldas, de la marina de guerra de Colombia, cayeron al agua en el Caribe. Unos días más tarde, uno de los náufragos apareció medio muerto en una playa, después de haber permanecido diez días sin comer ni beber en una balsa a la deriva. Se llamaba Luis Alejandro Velasco, tenía veinte años, buena memoria y sentido del humor. García Márquez reconstruyó con él, en catorce artículos, los pormenores de lo sucedido. El resultado fue un ligero pero excelente relato de aventuras, fraguado con un dominio maestro de todos los secretos del género: objetividad, acción incesante, toques hábilmente alternados de dramatismo, suspenso y humor. Los episodios son monólogos en primera persona en los que Velasco va revelando, de manera minuciosa y con una calculada frialdad, todos los incidentes que vivió desde que el Caldas zarpó de Mobile, Alabama —donde había estado ocho meses en reparación y donde, claro, Velasco dejaba una novia llamada Mary— hasta que, unas semanas después, se vio convertido por obra de su buena estrella y de su coraje, en un héroe nacional. Lo más arduo era describir los diez días vacíos e idénticos que pasó Velasco a la deriva, sin incurrir en repeticiones o caer en la truculencia. La dificultad fue salvada con una intuición de narrador que sabe organizar inteligentemente sus materiales y dosifica con cuidado la acción a lo largo del relato. Cada uno de los días solitarios en alta mar se centra en torno a un suceso original: el primer día, el espanto cósmico del navegante al caer sobre él la noche antillana; el segundo, los aviones que lo sobrevuelan sin verlo y los tiburones que aparecen puntualmente a las cinco de la tarde; el tercero, la alucinación que trae a la balsa a un amigo de infancia; el cuarto, la caza de la gaviota; el quinto, el recurso desesperado de comerse pedazos de zapatos, de cinturón y de camisa, etc. Todo es verosímil y conmovedor, sin ser nunca patético ni demagógico, por la eficacia del lenguaje que, aunque esencialmente informativo, tiene una limpieza y una seguridad que delatan en su autor más aptitudes de narrador que de reportero. Estos artículos tuvieron consecuencias políticas inesperadas: de las confesiones de Velasco quedó en evidencia que el destructor Caldas llevaba una carga de contrabando en cubierta y que había sido ésta, al desprenderse de sus amarras, la que había provocado la tragedia, y no la tormenta como había dicho la versión oficial. La dictadura de Rojas Pinilla «acusó el golpe con una serie de represalias drásticas que habían de culminar, meses después, con la clausura del periódico».[37]
Aunque El Espectador absorbe buena parte de su tiempo, García Márquez sigue escribiendo cuentos, la mayoría de los cuales van al canasto, inconclusos. Sin embargo, a principios de 1955 uno de ellos gana un premio en un concurso convocado en Bogotá por la Asociación de Escritores y Artistas. Se trata de «Un día después del sábado», situado en Macondo, como su novela todavía inédita, y que integrará Los funerales de la Mamá Grande. Cuando estaba escribiendo La hojarasca, en Barranquilla, García Márquez comprendió que uno de los capítulos constituía un relato independiente y lo separó del libro. El cuento, «Isabel viendo llover en Macondo», fue publicado en 1955, en la revista Mito, que había fundado ese mismo año el poeta Jorge Gaitán Durán.[38] Lo que ocurrió con este cuento, se repetirá más tarde con El coronel no tiene quien le escriba que nació también como un desprendimiento de su segunda novela. Y, finalmente, casi al mismo tiempo apareció en letras de imprenta la novela que llevaba ya cuatro años inédita: «Cinco años después, cuando trabajaba en el periódico, llegó a mi oficina Samuel Lisman Baum, quien había editado un par de libros, y me dijo que si le podía dar los originales de una novela que, según le habían contado, yo tenía por ahí. Abrí la gaveta del escritorio y le di el joto como estaba. A las pocas semanas me llamaron de la Editorial Zipa y me dijeron que estaba listo el libro, pero que el editor se había perdido y yo tenía que pagarlo. De manera que me tocó ir con varios libreros a la Editorial Zipa, convencerlos de que compraran cinco o diez ejemplares cada uno, y así fui pagando la deuda».[39] El libro tuvo escasa circulación y muy pocas críticas.
García Márquez trabajó como periodista los años que los sociólogos designan como los de «la primera ola de violencia» en Colombia. Casi en todo el país, pero sobre todo en los departamentos del interior, los crímenes, emboscadas, actos represivos y acciones guerrilleras dejan cada día un saldo creciente de víctimas y de daños materiales. En tanto que en Bogotá prosigue la vida de costumbre, el interior ofrece un paisaje de pueblos diezmados, de cosechas destruidas, de familias enteras sacrificadas, a veces con indecible sadismo, por el odio político.[40] Años más tarde, Camilo Torres explicó así ese período atroz: «El pueblo no entendía la política de los ricos, pero toda la rabia que sentía por no poder comer ni poder estudiar, por sentirse enfermo, sin casa, sin tierra y sin trabajo, todo ese rencor lo descargaban los liberales pobres contra los conservadores pobres y los conservadores pobres contra los liberales pobres. Los oligarcas, los culpables de la mala situación de los pobres, miraban felices los toros desde la barrera, ganando dinero y dirigiendo el país».[41] Estas experiencias van a reflejarse, de manera indirecta pero fuerte, en los libros siguientes de García Márquez, cuyas historias sucederán en un pueblo sometido al estado de sitio, en el que la represión ha causado o causará muchas víctimas, en el que hay una acción política clandestina y en cuyas afueras operan invisibles guerrillas. Cuando estudiaba en el liceo nacional, en Zipaquirá, donde había algunos profesores marxistas, García Márquez había recibido un vago, esporádico adoctrinamiento político. En 1955, luego de publicada La hojarasca, el Partido Comunista, que se hallaba en la ilegalidad, hizo contacto con él y García Márquez entró a una célula. El partido le suministraba datos obtenidos a través de su organización clandestina que él utilizaba en su trabajo periodístico. Su breve militancia consistió casi exclusivamente en discusiones políticas e intelectuales. Sus compañeros consideraban que el estilo artístico en que estaba escrita La hojarasca no era el adecuado para describir los problemas más urgentes de la realidad colombiana. Aunque sin caer nunca en las toscas concepciones del realismo-socialista, García Márquez, sin embargo, llegaría a una conclusión parecida sobre su lenguaje narrativo, algunos meses después, al iniciar su segunda novela.
EUROPA Y EL CUENTO DE LOS PASQUINES
Ese mismo año de 1955, en julio, salió por primera vez de su país. Los artículos sobre el marinero Velasco y el escándalo del contrabando le habían creado un clima hostil en el mundo oficial y El Espectador decidió enviarlo a Ginebra, a cubrir la Conferencia de los Cuatro Grandes. El viaje iba a ser, en principio, muy corto, y así se lo dijo García Márquez a Mercedes, su novia de Barranquilla. Pero las cosas ocurrirían de otro modo y sólo regresaría a Colombia cuatro años más tarde. Estuvo una semana en Suiza y al terminar la Conferencia el diario le cablegrafió: «Vete a Roma por si el Papa se muere de hipo». Pero, a poco de llegar García Márquez a Italia, Pío XII se había restablecido y El Espectador aceptó entonces que permaneciera en Europa como corresponsal. Su trabajo era envidiable: buen salario (300 dólares mensuales) y mucho tiempo libre. Una vieja afición lo llevó a matricularse en el Centro Sperimentale di Cinematografia, donde siguió cursos de dirección durante algunos meses. Allí conoció a otro de sus amigos íntimos: el cineasta Guillermo Angulo. A fin de año, decidió mudarse a París. A los pocos días de haber llegado a Francia, se enteró de que la dictadura de Rojas Pinilla había clausurado El Espectador y de que estaba sin trabajo. El diario le envió dinero para su pasaje de vuelta, pero él, que en esos días se había puesto a escribir, decidió permanecer en Francia. Vivía en el Barrio Latino, en la rue Cujas, en el último piso del averiado Hotel de Flandre, y, por primera vez libre de todo trabajo alimenticio gracias al dinero del pasaje, escribía a diario, con verdadera furia, desde que oscurecía hasta el amanecer. Su amigo Plinio Apuleyo se encontraba esos días en París y ha contado, en un artículo risueño, cómo se gestó El coronel no tiene quien le escriba.[42]
Días antes de la Navidad de 1955, García Márquez, recién llegado a París, contó a Plinio, mientras tomaban una cerveza en La Chope Parisiènne de la rue des Écoles, que había decidido escribir el cuento de los pasquines, un relato sobre un episodio sucedido en Sucre, el remoto pueblecito fluvial del departamento de Bolívar donde había pasado temporadas de niño. El episodio, mencionado con cierta exageración en La mala hora,[43] era el siguiente: un día habían comenzado a aparecer pasquines anónimos en las paredes del lugar, y estas delaciones o calumnias sin firma habían provocado toda clase de conflictos y dramas, incluso hechos de sangre, al extremo que muchos vecinos se marcharon del pueblo (entre ellos, la familia de Mercedes). La primera noche de trabajo en el Hotel de Flandre, escribió diez cuartillas; comprendió entonces que la historia jamás cabría en un cuento y decidió hacer una novela. Los primeros meses de 1956 trabajó sistemáticamente en el manuscrito de esa ficción, que sería La mala hora. Escribía siempre de noche, en su vieja máquina portátil de corresponsal, cuyas teclas se fueron deteriorando. Un día la máquina se plantó del todo y el mecánico que la compuso exclamó apenado, al verla: «Elle est fatiguée, monsieur!».
La historia de los pasquines seguía creciendo, ramificándose en historias que muchas veces se apartaban del asunto central. Uno de los personajes, sobre todo, concebido originariamente como una figura menor, comenzó a cobrar una personalidad vigorosa y su situación a perfilarse como un episodio autónomo: un viejo coronel, veterano de la guerra civil, que espera eternamente una jubilación, que soporta la miseria con dignidad y que ha heredado un gallo de lidia de su hijo asesinado. «La historia del coronel y su gallo se me sale de la novela», le confesó García Márquez a Plinio. El origen de esta historia era una imagen: en Barranquilla, García Márquez había visto algunas veces, frente al mercado de pescados, a un hombre apoyado en una baranda, en actitud de espera.[44] Esta figura enigmática le sugirió un personaje: un anciano que espera algo, inacabablemente. Luego, de una manera natural, esa imagen vino a calzar en un viejo recuerdo de infancia: la figura del abuelo. El anciano que espera sería un coronel, sobreviviente de la guerra civil, que aguarda su reconocimiento de servicios. El motivo del gallo de lidia está también íntimamente ligado a su tierra natal: en la costa atlántica de Colombia, como en toda la región del Caribe, las peleas de gallos son un deporte popular. La primera ola de violencia en Colombia, luego del bogotazo, le suministraría el clima de represión y de sordos odios políticos donde estaría situada la historia del gallo y del coronel. Una fuente más se sumaría a las anteriores: las hambrunas que el propio García Márquez había comenzado a pasar en París, agotado ya el dinero del pasaje. Cada día bajaba a esperar el correo, con la esperanza de recibir una buena noticia: el viejo coronel del relato visitaría con la misma puntualidad y angustia la oficina de correos. Cada vez más absorbido por el personaje del coronel y su gallo, García Márquez decidió separar esta historia de la novela de los pasquines y, a mediados de 1956, anudó el manuscrito de la novela con una corbata de colores y lo guardó en una maleta, para concentrarse en el relato. Trabajando con el mismo ímpetu, hizo y rehízo once borradores de El coronel no tiene quien le escriba, hasta dejarlo definitivamente concluido en enero de 1957. Había escrito una pequeña obra maestra pero no sólo no lo sabía, sino que experimentaba la misma sensación de fracaso que al terminar La hojarasca. Guardó el manuscrito del relato y retornó a la novela de los pasquines.
Las dificultades materiales eran cada día peores y, desde entonces hasta su regreso a América Latina, llevaría la vida difícil, aventurera y pintoresca de muchos sudamericanos varados en París. En un reportaje concedido en Francia, en 1968, García Márquez evocó así sus años de miseria parisina: «No podía trabajar porque necesitaba una carta de trabajo, no conocía a nadie que me pudiera dar trabajo, no hablaba francés. A veces conseguía botellas vacías y las cambiaba, a veces hacía el ramassage de journaux y con esto defendía mi vida. Estuve tres años viviendo de milagros cotidianos. Esto me produjo unas amarguras tremendas. Yo estaba en un grupo de latinoamericanos en la misma situación. Habíamos descubierto que si uno compraba un bistec el carnicero regalaba un hueso y se hacía un caldo. A veces uno pedía prestado el hueso para hacer su caldo y lo devolvía. A mí me parecía que los carniceros, los panaderos, los camareros eran muy groseros. Ahora los encuentro muy amables. Pienso que entonces compraba un bistek para pedir el hueso y ahora compro un kilo de carne. No puedo saber si la diferencia reside en eso o si los franceses realmente han cambiado. En aquella época yo vivía en un hotel de la rue Cujas que se llamaba Hotel de Flandre. Los administradores se llamaban M. y Mme. Lacroix. Cuando me quedé sin un centavo, les hablé y les dije que no podía pagarles y me dejaron irme a la buhardilla. Pensaba que esa situación iba a durar uno o dos meses, pero me quedé un año y no tuve nunca con qué pagarles. Al año les pagué 120.000 francos antiguos que para nosotros era una suma enorme. Ahora, lo primero que hice al llegar a París fue preguntar por los señores Lacroix en el Hotel de Flandre. Me dijeron que no sabían dónde se habían ido. La semana pasada pasó por aquí Mario Vargas que se hospedó en el Hotel Wetter y cuando entré en ese hotel me encontré con que los administradores eran los mismos señores Lacroix. Y lo formidable es que Mario se encontró en una situación idéntica en 1960 y le dijeron lo mismo, que subiera a la buhardilla, y él también se quedó mucho tiempo sin poder pagar. Gracias a eso yo escribí El coronel no tiene quien le escriba y Mario escribió La ciudad y los perros. París no ha cambiado, soy yo quien ha cambiado. En caso que yo quisiera buscar trabajo lo podría conseguir. Pero si no hubiese vivido estos tres años probablemente no sería escritor. Aquí aprendí que nadie se muere de hambre y que uno es capaz de dormir bajo los puentes».[45] Recuerdo muy bien la cara de García Márquez, entre deslumbrada y asustada, al entrar al Hotel Wetter y reconocer a la generosa Mme. Lacroix. Ella también se acordaba de él: «¡Ah, monsieur Marquez, le journaliste du septième étage!».
A fines de 1956, poco después de haber terminado El coronel no tiene quien le escriba, García Márquez dejó el Hotel de Flandre y se trasladó a una chambre de bonne de la rue d’Assas. La razón era una muchacha española que vivía allí, con quien García Márquez tendría un breve, tempestuoso idilio que luego se disolvería en una profunda amistad, que dura hasta hoy. En la rue d’Assas siguió trabajando en la novela de los pasquines hasta mediados de 1957, época en que volvió a París Plinio Apuleyo Mendoza y ambos amigos decidieron viajar a los países socialistas.
REPORTAJE SOBRE EL SOCIALISMO
Hicieron un viaje a Alemania Occidental, y luego, con algunos tropiezos, consiguieron pasar a Alemania Oriental, donde permanecieron dos semanas recorriendo Berlín, Leipzig, Weimar. Regresaron a París y allí, al poco tiempo, se presentó la ocasión de hacer un nuevo viaje al Este. Acababa de llegar a Francia el conjunto colombiano Delia Zapata, de música folklórica, dirigido por el médico y novelista Manuel Zapata Olivella, que había sido invitado al Festival de la Juventud que iba a celebrarse en Moscú en agosto de 1957. Plinio y García Márquez obtuvieron la visa soviética como miembros de esa agrupación musical. Viajaron a Praga en un tren atestado —hicieron todo el viaje de pie, en la puerta del excusado de un vagón— y luego de pasar unos días en la capital checa continuaron a Moscú, también por tren. Estuvieron dieciocho días en Moscú y en Stalingrado, y luego García Márquez regresó a París con una escala en Budapest (menos de un año después de la intervención soviética). Su viaje por el mundo socialista está documentado en diez extensos artículos que se publicaron en la revista Elite de Venezuela y en la revista Cromos de Bogota.[46] Este reportaje, que apareció con el título de «90 días en la Cortina de Hierro», da una idea clara de la clase de periodista que fue: informado, ingenioso, con un estilo desenvuelto y un sentido extraordinario del arte de contar. El reportaje no es primordialmente político sino informativo y García Márquez guarda una cierta distancia sobre aquello que ve y oye para dar una impresión de objetividad, pero a menudo se le escapan reacciones políticas ante lo que descubre en los países socialistas. Estas reacciones varían de país a país. Las peores son ante Alemania Oriental donde comprueba que la gente come bien y barato pero donde todo le parece feo, uniforme, gris: «Aquella gente estaba desayunando con las cosas que constituyen un almuerzo normal en el resto de Europa, y compradas a un precio más bajo. Pero era gente estragada, amargada, que consumía sin ningún entusiasmo una espléndida ración material de carne y huevos fritos» (Art. 1). Lo deprime la tristeza de la gente y también el mal gusto arquitectónico y urbanístico (es el apogeo del realismo socialista) que ve, sobre todo, en «el colosal mamarracho de la avenida Stalin» de Berlín (Art. 2). El balance de su paso por la República Democrática Alemana no puede ser peor: «Para nosotros era incomprensible que el pueblo de Alemania Oriental se hubiera tomado el poder, los medios de producción, el comercio, la banca, las comunicaciones, y sin embargo fuera un pueblo triste, el pueblo más triste que yo había visto jamás» (Art. 2).
La impresión del socialismo cambia considerablemente al llegar a Checoeslovaquia; ve a la gente satisfecha con el régimen y cree respirar un ambiente más abierto: «Yo no encontré ningún checo que no estuviera más o menos contento con su suerte. Los estudiantes manifiestan apenas su inconformidad con el innecesario control de la literatura y la prensa extranjera, y las dificultades para viajar al exterior» (Art. 4); «Es el único país socialista donde la gente no parece sufrir de tensión nerviosa y donde uno no tiene la impresión —falsa o cierta— de estar controlado por la policía secreta» (Art. 5). Todo el reportaje contiene este tipo de opiniones contradictorias, de adhesión y de crítica, que muestran no sólo la independencia ideológica y la sinceridad del testimonio del cronista, sino, sobre todo, la impresión ambigua, contrastada, que hizo en él este contacto con el socialismo. En el reportaje se filtran de pronto algunos comentarios que delatan una irreprimible nostalgia de la costa atlántica.
Al entrar a Checoeslovaquia, por ejemplo, anota: «Mi deformación de encontrar parecidos entre las cosas europeas y mis pueblos de Colombia, me hizo pensar que aquella estación ardiente, desierta, con un hombre dormido frente a un carrito de refrescos con frascos de colores, era igual a las polvorientas estaciones de la zona bananera de Santa Marta. La impresión fue reforzada por los discos: los boleros de los Panchos, mambos y corridos mexicanos. El bolero “Perfidia” fue repetido varias veces. Pocos minutos después de la llegada transmitieron “Miguel Canales”, de Rafael Escalona, en una interpretación notable, que yo no conocía» (Art. 4).
Además de un informe sobre aspectos políticos y sociales, el reportaje es una crónica de sucesos pintorescos, un documento turístico en el mejor sentido de la palabra. En Praga, una pequeña calle le inspira un excelente párrafo evocativo y, quién sabe, tal vez el primer estímulo para dotar, años más tarde, al Macondo de Cien años de soledad, de toda una dimensión alquimista: «Hay una callecita —la calle de los Alquimistas— que es uno de los pocos museos hechos con sentido común. Lo hizo el tiempo. En el siglo XVII había allí unas tiendecitas donde se vendían inventos maravillosos. Los alquimistas se quemaban las pestañas en la trastienda buscando la piedra filosofal y el elixir de la vida eterna. La ingenua clientela que esperó el milagro con la boca abierta —que sin duda ahorró dinero para comprar el elixir de la vida eterna cuando lo pusieran en la vitrina— se murió esperando con la boca abierta. Después se murieron también los alquimistas y con ellos sus fórmulas magistrales que no eran otra cosa que la poesía de la ciencia. Ahora las tiendecitas están cerradas. Nadie ha tratado de falsificarlas para impresionar a los turistas. En lugar de dejar que se llenen de murciélagos y telarañas para que se les vea la edad, las casitas son pintadas todos los años con amarillos y azules rudimentarios, infantiles, y siguen pareciendo nuevas, sólo que no con una novedad de ahora sino del siglo XVII. No hay placas ni referencias eruditas. Uno pregunta a los checos: “¿Qué es esto?”. Y los checos responden con una naturalidad tan humana que lo hacen sentirse a uno en el siglo XVII: “Ésa es la calle de los Alquimistas”» (Art. 5). El observador se confunde por momentos con el soñador y entonces brotan en los artículos destellos real-imaginarios, como cuando, al entrar a Varsovia, García Márquez intuye un diluvio bíblico semejante al que anegará Macondo: «Todo estaba perfectamente seco pero —no sé por qué— me pareció que en Varsovia había estado lloviendo sin tregua durante muchos años» (Art. 5). Estos movimientos de pura fantasía son a veces gratuitos, a veces matizan un asunto demasiado denso, y a veces sirven admirablemente al periodista para mostrar lo que quiere de una manera plástica. Es el caso de esta anécdota (sin duda inventada) sobre la generosidad del pueblo soviético: «Yo conocí un delegado alemán que en una estación de Ucrania hizo el elogio de una bicicleta rusa. Las bicicletas son muy escasas y costosas en la Unión Soviética. La propietaria de la bicicleta elogiada —una muchacha— le dijo al alemán que se la regalaba. Él se opuso. Cuando el tren arrancó, la muchacha ayudada por la multitud tiró la bicicleta dentro del vagón e involuntariamente le rompió la cabeza al delegado. En Moscú había un espectáculo que se volvió familiar en el festival: un alemán con la cabeza vendada paseando en bicicleta por la ciudad» (Art. 7). Del mismo modo, en vez de escribir un largo texto explicando las desesperantes disposiciones burocráticas sobre el cambio de moneda y el cruce de fronteras entre países socialistas, improvisa una anécdota: como ha conservado 200 zlotis al terminar su viaje a Polonia y no puede sacar dinero nacional del país, debe gastárselos en la misma frontera, comprando 200 cajetillas de cigarrillos, de las cuales tiene que vender 20 al propio guarda fronterizo polaco para pagar los derechos de exportación de Polonia. Minutos después las 180 cajetillas sobrantes son decomisadas en Checoeslovaquia porque no tiene con qué pagar los derechos de importación checos (Art. 6).
García Márquez llega a Polonia durante el deshielo, en pleno período de afianzamiento de Gomulka en el poder. Lo impresionan la extremada pobreza de la gente, la dignidad con que los polacos sobrellevan las penurias, y le parece registrar una liberalización del régimen muy marcada: «Desde cuando Gomulka llegó a su puesto y el país empezó a disfrutar de la libertad de expresión…», «… es asombrosa la libertad con que los polacos se pronuncian contra el gobierno…» (Art. 6). La URSS lo anonada por su inmensidad, por su infinita variedad de pueblos, lenguas, tipos humanos. y paisajes, y también por «los dramáticos contrastes de un país donde los trabajadores viven amontonados en un cuarto y sólo tienen derecho a comprar dos vestidos al año, mientras engordan con la satisfacción de saber que un proyectil soviético ha llegado a la luna» (Art. 10). Éste es uno de los rasgos soviéticos que más destaca, con ejemplos y anécdotas: el desconcertante desnivel entre el adelanto técnico y científico y el retraso en todo lo relativo a la vida doméstica y cotidiana. Aunque el tono de objetividad se mantiene y García Márquez procura no opinar directamente, en los artículos sobre la URSS se transparenta una cierta desilusión política cuando aluden al aislamiento en que se halla el país del resto del mundo, a los extremos ridículos a que puede llevar la desinformación a la gente (para ello, otra anécdota: los aparatos de radio moscovitas tienen un solo botón: el de Radio Moscú), al dirigismo estético y «al ambiente de mojigatería aldeana» que se respira en la ciudad (Art. 9). Pero lo que más fuertemente lo impresiona es Stalin, la sombra del dictador que, pese a que la campaña contra el culto de la personalidad se halla en su clímax, divisa por todas partes, y a quien dedica un artículo entero (el 9). Una especie de fascinación se percibe en ese texto sobre el indecible poder que llegó a concentrar Stalin en sus manos y sobre el fervor que su recuerdo despierta todavía en la gente. Va a ver su cadáver —estaba aún en el Mausoleo de la Plaza Roja, junto al de Lenin— y tiene unas frases en las que asocia la época de Stalin a sus lecturas de Kafka: «Los libros de Franz Kafka no se encuentran en la Unión Soviética. Se dice que es el apóstol de una metafísica perniciosa. Es posible sin embargo que hubiera sido el mejor biógrafo de Stalin…»; «La tarde en que me explicaron en Moscú en qué consistía el sistema de Stalin no encontré un detalle que no tuviera un antecedente en la obra de Kafka» (Art. 9). No es imposible que fuera allí, en el marmóreo sótano de la Plaza Roja, contemplando en su urna de vidrio los restos del bigotudo dictador de manos femeninas, que brotara en el espíritu de García Márquez ese demonio que lo llevaría años más tarde a querer escribir una novela sobre un dictador.
En octubre de 1957 García Márquez viajó a Londres, con la idea de aprender inglés. Sólo estuvo un par de meses en Inglaterra, que pasó prácticamente encerrado en su cuarto de hotel, en South Kensington, muerto de frío, escribiendo algunos cuentos que habían ido surgiendo, también, como retoños de la novela de los pasquines. A mediados de diciembre, Plinio Apuleyo Mendoza le anunció desde Venezuela que la revista Momento, cuya dirección había asumido, lo contrataba como redactor y que le pagaría el viaje a Caracas. Anudó con la corbata de colores los nuevos manuscritos, e hizo sus maletas.
CARACAS: BOMBAS Y RELATOS
Llegó a Caracas la víspera de la Navidad y se instaló en una pensión de San Bernardino. Su recuerdo de Venezuela es grato, aunque movido: «Siento un afecto especial por los amigos de allá… a pesar de que Caracas me parece una ciudad apocalíptica, irreal, inhumana, que la primera vez, en 1958, me recibió con un bombardeo aéreo, y la segunda vez, el año pasado, me recibió con un terremoto».[47] Efectivamente, había llegado a tiempo para ser testigo de la agonía de la dictadura de Pérez Jiménez. Llevaba apenas una semana en Momento cuando, una mañana, en el departamento de Plinio, mientras se aprestaban para ir a la playa, escucharon un ruido infernal: tableteo de ametralladoras, cañoñazos, vuelo rasante de aviones a reacción. Se había levantado la guarnición de Maracay, estaba ocurriendo la tentativa de asalto a Palacio del 1 de enero. Desde esa fecha hasta el 21 del mismo mes, día de la caída de Pérez Jiménez, Caracas vivirá sacudida por los atentados, las manifestaciones, la represión ciega de la policía y los rumores más fantásticos. Los amigos de García Márquez recuerdan haberle oído mencionar por primera vez, en esos días de alta tensión, el proyecto de escribir alguna vez una novela sobre una dictadura. Él dice que la idea brotó un día en que esperaba con otros periodistas, en el Palacio de Miraflores, el final de una reunión sobre el sucesor de Pérez Jiménez, y en que vieron salir de la reunión, bruscamente, a un oficial con una ametralladora bajo el brazo y con las botas embarradas, que atravesó la antesala como huyendo. Su trabajo lo obligó a seguir muy de cerca todos los acontecimientos políticos sucesivos: el regreso de los exiliados, la explosión de cólera popular contra los torturadores de la dictadura, las conferencias de prensa de los dirigentes de los partidos que emergían de la ilegalidad. Pero su vocación por lo anecdótico tampoco lo abandonó en esos momentos: uno de sus reportajes en Momento es al mayordomo de Palacio, que había servido a varios presidentes y dictadores.
En marzo de 1958, hizo un viaje relámpago a Barranquilla para casarse con Mercedes, que lo esperaba con paciencia ursulina desde hacía casi tres años. Al pasar por Bogotá entregó a Germán Vargas el manuscrito de El coronel no tiene quien le escriba, y éste se lo pasó a Jorge Gaitán Durán, quien lo publicó en Mito un tiempo después.[48]
García Márquez trabajó cerca de medio año en Momento, que, en esa época, se convirtió en la publicación más popular de Caracas. 1958 fue un año excepcional para Venezuela desde el punto de vista periodístico, un año pletórico de exaltación popular luego de la caída de la dictadura, y también lleno de zozobra política, pues en ese solo año fueron debeladas tres tentativas de golpe de Estado. El trabajo en la revista absorbía buena parte del tiempo de García Márquez, que debía dedicar todos los días a reportajes, crónicas y artículos. Tuvo esporádicos contactos con los jóvenes poetas y pintores del grupo Sardio (entre quienes estaba Salvador Garmendia), pero, en general, sus amistades en ese tiempo pertenecían al mundo periodístico.
A pesar de la intensa actividad alimenticia, no abandonó la literatura. Trabajando sólo los domingos, escribió en Venezuela casi todos los cuentos que compondrían Los funerales de la Mamá Grande, algunos de los cuales había empezado en Londres. El primero fue «La siesta del martes», que presentó al concurso anual de cuentos de El Nacional de Caracas, sin obtener siquiera una mención. Luego vinieron «Un día de éstos», «En este pueblo no hay ladrones», «La prodigiosa tarde de Baltazar», «La viuda de Montiel» y «Rosas artificiales». «Los funerales de la Mamá Grande» lo escribió a fines de 1959, cuando vivía en Bogotá. Según su costumbre, no se ocupó de la publicación de estos relatos; todos fueron enviados a hacer compañía a la novela de los pasquines, al fondo de una maleta.
LA REVOLUCIÓN CUBANA: PERIODISMO Y POLÍTICA
A mediados de 1958, García Márquez dejó de trabajar en Momento. A raíz de la visita que hizo el entonces vicepresidente de Estados Unidos, Richard Nixon, a Caracas y de los disturbios que provocó —su automóvil fue apedreado y él abucheado y casi agredido por los manifestantes—, el propietario de la revista, Ramírez MacGregor, escribió una nota de excusas que debía aparecer como editorial de Momento. Plinio y García Márquez decidieron publicar la nota con la firma del autor, en señal de discrepancia, lo que originó un escándalo. El resultado fue la renuncia de ambos y de varios redactores. García Márquez pasó a trabajar en una revista de la cadena Capriles, Venezuela Gráfica, publicación escandalosa y chismográfica a la que la gente había rebautizado con el nombre de «Venezuela Pornográfica». También colaboraba, esporádicamente, en la revista Elite.
El carácter amarillento de la nueva revista no debió preocupar demasiado a García Márquez, para quien el periodismo había sido hasta entonces, de un lado, una actividad alimenticia, y, de otro, una especie de deporte, una manera de estar en contacto con los hechos más novedosos y divertidos de la vida. Pero a fines de 1958 algo sucedió en América Latina que cambiaría totalmente esa actitud funcional y un tanto aséptica de García Márquez hacia el periodismo: la revolución cubana. En los últimos días de diciembre, la dictadura de Fulgencio Batista acabó de derrumbarse y Fidel Castro y sus barbudos entraron a las ciudades liberadas de la isla. El triunfo de los guerrilleros cubanos abría una nueva etapa en la historia de América Latina; la victoria de Fidel provocó de inmediato un gran movimiento de solidaridad en todo el continente, y, sobre todo, en los medios estudiantiles e intelectuales. Fue el caso de García Márquez: como a muchos escritores latinoamericanos de su generación, la revolución cubana hizo de él, por lo menos durante un tiempo, un hombre activamente comprometido en una acción política de izquierda.
En enero de 1959, para contrarrestar la campaña periodística hostil que había surgido en Estados Unidos y América Latina con motivo de los fusilamientos de Cuba, Fidel Castro organiza «La operación verdad», e invita a periodistas y observadores de todo el mundo a asistir al juicio de Sosa Blanco. García Márquez está entre los periodistas que llegan a La Habana y asiste a las audiencias del juicio, sentado a muy poca distancia del acusado. Cuando éste es condenado a muerte, García Márquez firma con otros periodistas una petición pidiendo la revisión del proceso. En los cuatro días que permanece en La Habana sus amigos lo oyen hablar, nuevamente, de su proyecto de escribir alguna vez una novela sobre un dictador: los horrores de la dictadura de Batista, documentados durante las audiencias del juicio a Sosa Blanco, han reavivado ese proyecto concebido en los días finales del régimen de Pérez Jiménez. Aunque los fusilamientos de criminales de guerra en Cuba le han causado una impresión dolorosa, García Márquez regresa a Caracas firmemente solidario de la revolución y entusiasmado con el clima heroico y mesiánico que se vive en Cuba. Más aún: regresa decidido a concretar de alguna manera práctica esta adhesión.
La oportunidad se presenta pronto. La revolución cubana acaba de fundar una agencia, Prensa Latina, en vista de las constantes deformaciones que las agencias internacionales cometen al propagar las noticias de la revolución. Al frente de la agencia está Jorge Ricardo Massetti, periodista argentino, viejo amigo del Che Guevara. Massetti propone a Plinio Apuleyo Mendoza y a García Márquez que abran la oficina de Prensa Latina en Colombia y ellos aceptan. En febrero de 1959 García Márquez retorna a Bogotá y de inmediato inicia sus actividades de periodista político. La tarea no es fácil y requiere una paciencia sin límites y habilidades diplomáticas. El objetivo es doble: enviar a La Habana crónicas veraces sobre la situación colombiana, y conseguir que los servicios informativos de Prensa Latina sean publicados por la prensa de Colombia, la mayoría de cuyos órganos ve cada día con más alarma la radicalización de Cuba. Trabajando con convicción, esforzándose porque los servicios de Prensa Latina sean ágiles y objetivos dentro de su línea comprometida y venciendo a veces mediante la amistad y los contactos personales las prevenciones de directores de diarios, radios y revistas, Plinio y García Márquez consiguen durante buena parte de 1959 que las noticias de Prensa Latina se abran paso en la prensa y se difundan en la radio, contrapesando así en parte las informaciones hostiles a Cuba de las agencias norteamericanas.
A mediados de año apareció en El Tiempo, con una ilustración de Botero, «La siesta del martes». Ese mismo año se publicó, en un festival del libro, la segunda edición de La hojarasca con un breve episodio suprimido y algunas otras modificaciones.[49] El 24 de agosto nació en Bogotá el primer hijo de los García Márquez, quien fue bautizado por Camilo Torres con el nombre de Rodrigo.
Tampoco el periodismo político, más absorbente que el que había practicado antes, lo apartó de su vocación. Al poco tiempo de instalarse en Bogotá escribió «Los funerales de la Mamá Grande» y luego rescató el manuscrito de los pasquines, para corregirlo. Ésta es la historia de la nueva versión: «Después, en Bogotá, García Márquez releyó los originales de la novela y empezó a desalojar personajes y episodios, en un silencioso trabajo de carpintería mental, que concluyó con una determinación drástica: había que romper aquellas 500 cuartillas y escribir el libro de nuevo. Trazó un plan cuidadoso. Estableció de antemano los compartimentos de la historia, de suerte que a cada día correspondiera un capítulo; señaló el área de cada personaje; purgó adjetivos; esquivó la dominante influencia “faulkneriana” que se había hecho sentir en su primer libro y aprendió de Hemingway la magia de una sobriedad llevada al máximo rigor. Después de esto escribió en tres meses la novela iniciada cuatro años atrás.
»Sus amigos jamás se explicaron por qué, una vez concluida, y en apariencia perfectamente lograda, la novela fue puesta de nuevo en cuarentena por su autor, como tampoco entendieron la razón de que ella se quedara sin nombre. A falta de un bautizo legal, la novela tuvo un apodo de familia. Se llamó “el mamotreto”.
»El libro viajó por varios países en la maleta de su autor, compartiendo un espacio exiguo con un espantable saco de rayas eléctricas, semejante a los que usan los cómicos de la TV americana, que García Márquez lleva a todas partes, quizá como un recuerdo nostálgico de su aplazada vocación de director de cine.»[50]
En septiembre de 1960, Jorge Ricardo Massetti llamó a García Márquez a La Habana, donde estuvo trabajando en Prensa Latina hasta fin de año. La situación en Cuba no era la misma que había encontrado en su primer viaje. Una vez que quedó claro que la revolución no se contentaría con un cambio de personas en el gobierno, sino que aspiraba a realizar reformas profundas en la estructura social y económica del país y se hacía cada vez más evidente su orientación socialista, la hostilidad hacia el régimen por parte de Estados Unidos fue total. Y en la propia isla, los sectores conservadores e incluso liberales pero anticomunistas hacían oposición al régimen. Habían empezado a registrarse actos de sabotaje y terrorismo contra la revolución. De otro lado, en el seno del régimen había cierta tirantez: lo que más tarde sería denunciado por Fidel Castro como «la política sectaria de Aníbal Escalante y su grupo», manifestaba sus primeros síntomas. Los viejos miembros del partido comunista, encabezados por Escalante, iban copando gradualmente los diversos órganos del poder, desplazando en ellos a gente del «26 de julio» y de otras fuerzas fidelistas. Esta pugna había llegado a Prensa Latina, donde la posición de Massetti se hallaba amenazada. García Márquez seguía este proceso con inquietud; al mismo tiempo, trabajaba con sus compañeros de la agencia a un ritmo infernal: «A mediados del sesenta regresé a La Habana; estuve trabajando seis meses y te voy a decir lo que conocí de Cuba: conocí el quinto piso del edificio del Retiro Médico, una vista reducida de la Rampa, la tienda Indochina, que está en la esquina; conocí otro ascensor que me llevaba por la otra calle al piso veinte, donde vivía con Aroldo Wall. ¡Ah!, y conocí el restaurante Maracas, donde comíamos, a una cuadra y media de allí. Trabajábamos todos los mi