Mujer de luz / Woman of Light

kali Fajardo-Anstine

Fragmento

Mujer de luz

PRÓLOGO

La Profeta Somnolienta y el Niño de Ninguna Parte

La Tierra Perdida, 1868

La noche en que Fertudez Marisol Ortiz cabalgó hacia Pardona, un pueblito recóndito y modesto en el norte, el cielo estaba tan lleno de estrellas que parecían zumbar. Pensando que era señal de buen agüero, Fertudez no lloró mientras dejaba a su recién nacido a la orilla de un arroyo, envuelto en plumón de guajolote y con una garra de oso sujeta al pecho.

—Recuerda tu linaje —le susurró antes de montar su caballo y alejarse al galope.

En Pardona, Tierra del Cielo Temprano, la anciana Desiderya Lopez soñaba historias mientras dormía. El fogón refulgía en su casa de adobe mientras ella silbaba ronquidos a través de las paredes de tierra y su respiración se disipaba en la noche helada. Habría seguido profundamente dormida hasta la llegada del sol, pero la despertó el ruido de pezuñas pisoteando y grillos cantando, el crujir del cedro ardiendo, una interrupción entre el alba y el día.

—Ya basta —farfulló y maldijo mientras giraba lentamente para bajarse de la cama.

Al tocar el piso con la bola de los pies, el ruido se tornó enloquecedor. Tenía la espalda permanentemente doblada en una ligera L, y su larga falda tejida barría el piso alfombrado con pieles de borrego. Se envolvió en un rebozo blanco y metió las manos en guantes de zorro, que carecían de dedos para manejar con facilidad el tabaco. Su pipa era de barro de mica, y, mientras cojeaba hacia la puerta, el fuego chisporroteante le iluminó la cara hasta formar una mascada roja debajo de su amplia mandíbula. El calor de su aliento trató de quedarse dentro de la casa, pero ella rompió en una tos llena de flemas y lo arrastró de vuelta a sus pulmones.

—Te vienes conmigo —dijo antes de cruzar la puerta.

Conocida como la Profeta Somnolienta, Desiderya era una mujer importante en Pardona. Durante las ceremonias entraba en trance y recolectaba mil años de visiones, pero no siempre lograba revelarlas. Muchos años después, cuando los radios estaban de moda y todo mundo tenía una caja enorme junto a sus altares debajo de las vigas, las pocas personas que aún recordaban Pardona evocaban a Desiderya Lopez y a su antena espiritual, casi siempre descompuesta. Pero, a veces, muchas veces, funcionaba a la perfección.

Desiderya estaba parada en las márgenes del arroyo, fumando su pipa y contemplando la manera ascendente en la que las tinieblas azuladas teñían las montañas cercanas. El arroyo borboteaba bajo el delgado hielo. Los españoles le habían puesto Lucero porque la luz de las estrellas titilaba contra el correr del agua como si hubieran cubierto la tierra de cielo. El ruido del galope en sus sueños había desaparecido, y las montañas sagradas parecían observar a Desiderya divertidas, con sonrisitas veladas en sus arboledas y vetas rocosas. Entornó los ojos, giró la pipa y le quitó la boquilla con la mano derecha. Caminó sobre la nieve endurecida hacia aquel traqueteo entre cardos y capulines latentes, que se le engancharon del pulgar hasta hacerla verter sangre oscura por los guantes sin dedos.

—¿Quién está haciendo escándalo? —preguntó en tihua.

Al no haber respuesta, Desiderya probó con todos sus dialectos, y al final, después de esperar durante varios latidos, le dio la espalda al agua y a la maleza y dijo en español: Congélate pues, cariño.

Pidre lloró. Fuerte como tambor.

Desiderya abrió las ramas de cardo y capulín; sus tallos titilaban como las almas de los recién difuntos. Se quedó sin aliento ante la fuente del problema.

Ahí, frente a ella, había un bebé de ojos grises húmedos; un niñito que, con la cara coloreada en franjas por las sombras de la maleza, estiraba las manos hacia la Profeta Somnolienta.

Desiderya soltó un quejido mientras levantaba al bebé de entre la hierba. Estaba frío; la garra de oso que traía colgada del cuello se había empolvado de nieve.

—Vamos a meterte en calor —dijo con una urgencia tranquila mientras cargaba al bebé hacia la orilla del agua, con su carita acunada contra sus pechos caídos.

Metió la mano izquierda en el arroyo apenas congelado y se enjuagó la sangre de los dedos antes de manchar con una gotita el cachete del bebé. Él no lloró ante el frío, sino que fijó la vista en los ojos de la Profeta Somnolienta con el ceño fruncido, serio en su expresión. Desiderya se rio de su carita enojada.

—Solo es un instante —le explicó—. Estoy buscando un mensaje.

Encima de la cara del bebé, el agua reflejaba el cielo, aquellos planetas rojos y alados.

—Te dejaron —dijo Desiderya después de un rato—. Te dejaron para que alguien te encontrara.

Entonces el bebé la sorprendió, pues juntó los labios y trató de mamar de su ancho pecho. La Profeta Somnolienta se rio.

—Lleva un rato seco, chiquito.

Ya era el alba. Aparecieron líneas color naranja y lavanda detrás de las montañas del este. El mundo se calentó mientras Desiderya cargaba al bebé por el desierto, quebrando la nieve congelada con sus tewas. Le tarareaba plegarias al andar, canciones sobre el calor, saludos a la luz, bendiciones para el sol y la luna. Lo llevó al centro de Pardona, navegando entre las casas de adobe con sus umbrales azules para desviar espíritus a la deriva. A lo lejos, había un cementerio de cruces de madera desperdigadas por la ladera, como si los españoles hubieran regado una cubetada de catolicismo sobre la tierra. En la vieja misión de la plaza, había una cruz blanca inclinada hacia la izquierda y el aire resonaba con el graznido de gorriones y chivirines. Desiderya dejó atrás la mañana rosada para entrar a la iglesia. Se bendijo a sí misma y al bebé con el agua bendita de la puerta. Como era la tradición, debajo de la duela había cuatro curas enterrados. Las voces de sus espíritus saludaron a Desiderya cuando pisó el suelo encima de sus féretros. Le dijeron en español que les habían contado un secreto, y la Profeta Somnolienta soltó un quejido de hastío antes de decirles: “Suelten la sopa”.

—Díganme —les dijo.

—No podemos —contestaron.

Desiderya pateó la duela y sacudió los muros.

—Auch —dijeron.

—Suéltenla —dijo ella, y lanzó otro pisotón.

—Vale —dijeron—. El bebé tiene nombre. ¿Quieres que te lo digamos?

Cuando los curas muertos cedieron, Desiderya repitió el nombre. Su voz retumbó por el santuario de adobe. Volteó a ver al niño, que se había marcado una ligera línea morada en el cachete con las uñas translúcidas. Desiderya pensó que tendría que cortárselas después.

—Pidre —dijo sonriéndole al niño—, como piedra.

Dentro de la capilla, varias jóvenes estaban de rodillas, barriendo el piso con cepillos de cola de caballo. Te

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