Lunes 30 de mayo de 2016
Uno sigue siendo uno cuando muere. Lo digo porque lo sé, porque lo viví y porque lo puedo probar. Supe la buena nueva de mi muerte de la peor de las maneras. Ya estaba tumbado y anestesiado y profundo en la camilla de la sala de cirugía, donde por fin iban a extirparme las amígdalas putrefactas que no me dejaban ni hablar ni respirar, y le escuché a un residente atolondrado e inmisericorde las palabras «creo que le maté a su paciente, mi doctor, creo que se me fue la mano con el señor Hernández y que lo perdimos». Vino que oí el estruendo que oyen los muertos. Que vi mi propio cuerpo y mi espíritu se encogió de hombros entre esa oscuridad tan nueva. Que un vigilante me mostró mi vida como una comedia y me crucé con siete figuras extraviadas —y adopté e incorporé sus vidas— en el verdadero presente. Que volví a mí mismo a regañadientes y poco a poco fui entendiendo para qué. Pero yo sí se los puedo probar a ustedes: fuera de mí no hacerlo.
Yo me morí cuando ya se me estaban quitando las ganas de morirme, cuando ya no tenía claro si estaba muy cansado o si quería que se acabara la vida —«esta vida»— de una vez. Vivía con la garganta desgarrada. Apenas era capaz de tragar lo que tragaba: ¡glup! Tenía una vocecita estrangulada, ronca, como si los putos hechos se hubieran encargado de bajarme el volumen sólo a mí. Yo siempre he sido feo: eso sí. A mí nunca me ha gustado particularmente mirarme en el espejo. Pero además estaba jorobándome día a día, doblegado y cadavérico como un personaje secundario de novela rusa, porque seguía varado en lo que la gente llama «la peor época que he vivido»: solía descubrirme estremecido por una serie de traiciones que nadie más recordaba, sí, y envenenado por la vez que me robaron todos los archivos de mi computador, todos.
Y, sin embargo, cada lunes me parecía más y más claro que no tenía alternativa aparte de vivir —y mucho menos tenía un plan B— porque cada lunes me gustaban más los fines de semana que pasaba con la paseadora de perros y con su hijo.
Yo me llamo Simón Hernández, tal como consta en el lomo de este libro, porque «Simón» significa «aquel que ha oído» en hebreo y porque «Hernández» era el apellido de la familia que se encargó de mi papá cuando su madre murió con los pulmones repletos de mugre y su padre prefirió largarse porque sí: porque así se hacía en el siglo pasado. Yo estaba en la mitad de la vida, en el atasco, en el embotellamiento, en el trancón de la mitad de la vida, cuando me morí. Había cumplido cuarenta años sin pena ni gloria ni festejo. De día trabajaba en la agencia de viajes de mi tío, que ahora administraban mis dos primos, con la mirada fija en la ventana. De noche visitaba a mi pequeñísima y seria y neurasténica y sonriente madre, que además era mi vecina, pero que desde la muerte de mi papá a duras penas salía de su apartamento.
Seguía siendo el autor de una reputada trilogía de novelas cortas escritas en mis veintes, de Cronos, Cosmos y Nomos, sobre una mujer que no encuentra la salida de una selva amazónica sin remedio, en blanco y negro e irrespirable por culpa de una peste que violenta a quienes se contagian —«Hernández ha hallado la alegoría definitiva de la Colombia patriarcal e inexpugnable: su tríada es una risueña zancadilla a la versión oficial de la Historia, un cortocircuito a este statu quo plagado de bufones, un jab directo a la mandíbula de una literatura al servicio de esa “gente de bien” que desde el principio de los tiempos ha sido cómplice de esta Violencia», escribieron sobre mí, en Revista Atlántica, en su especial de los mejores libros del maldito siglo XXI—, pero la última vez que me había encontrado con la gerente de la editorial me había dicho «mijo: tengo la bodega llena de sus libros» sin asomos de culpas ni rubores.
Y, como insinué en la página anterior, seguía sintiéndome la insaciable víctima —el caído digno de una melodramática ranchera— de una exesposa que me había negado a muerte sus rarezas y sus infidelidades.
Y se me amargaban las tardes si alguna de las mil y una señales de cada mañana me recordaba que un enemigo invisible —de esos que saben entrar a los computadores ajenos sin moverse de una habitación— me había robado todos los textos que tenía guardados en el disco duro de mi HP G1302.
En pocas palabras, la vida no había sido particularmente buena conmigo. Podía decirse, incluso, que había sido cruel, mezquina, como suele serlo con quien le da la gana cuando le viene en gana. Me había dado esta mente de antagonista sin remedio, esta cultura de la A a la Z que sobre todo me servía para ampliar mi definición de estupidez y para que la gente me indignara más y más, y este rostro enjuto, curtido por las salidas en falso y las inseguridades, que me confería cierto aspecto de enterrador que sólo tenía tiempo para lo suyo. La verdad era que mis vecinos del Barrio Miranda, aquí en Bogotá, solían decirme «Simón: usted es un personaje» porque les costaba verme como una persona. La verdad era que siempre —y más desde que había vuelto de Iowa— había sido un extranjero exasperado por mi tierra: fuera de mí Colombia.
Y que este siglo XXI de los relatos distópicos me había traído, en estricto orden cronológico, la orfandad, el divorcio y el fracaso: miserable siglo XXI.
Pero ni siquiera todas las efectistas películas de Hollywood que me repetí hasta la náusea en los años ochenta, en el Betamax que mi papá nos trajo aquella noche como si hubiera sido idea suya —por supuesto, fue mía—, habrían podido prepararme para semejante jaque mate, para que en un abrir y cerrar de ojos, si se me permite un lugar común en el comienzo de este manual práctico de la muerte que suena a una confesión, un hacker me quitara todas las ideas que tuve alguna vez.
Eso, para ubicarnos a todos un poco más, para ponernos en claro las fechas de esta trama épica, fue siete años antes de mi muerte: a finales de agosto de 2009. Mi papá había muerto diez meses atrás. Yo estaba solísimo, varado en mi indignación, rodeado de cajas y recién llegado en el apartamento de divorciado contiguo al apartamento de viuda de mi madre, frente a la pantalla cóncava de mi viejo computador. Revisaba entre mis carpetas, entre mis archivos, las notas como epifanías sólo mías que tomé desde que asumí la decisión de escribir: «Q., un controvertido juez de la república, descubre que toda la ropa de su armario se ha vuelto invisible para los demás»; «Novela de mil páginas sobre una mudanza en la que una casona vieja va quedando vacía capítulo por capítulo»; «Ensayo contra la estructura dramática como un agente del poder para adormecer al pueblo sometido»; «Un hombre sin nombre, que fue un buen hijo y un buen esposo y un buen padre, va a dar al infierno por haberle sido indiferente a la miseria humana una y otra vez»; «Un sastre se va cosiendo bolsillos y etiquetas y solapas en su propia piel».
Y entonces, de golpe, el procesador de palabras se me cerró como un portazo en las narices: ¡tras! «Word ha encontrado un error y se va a cerrar…», me advirtió un recuadro gris, y ya nunca pude volver a abrirlo, y ya nunca pude volver a ver mis notas sueltas, mis cuentos, mis ensayos, mis artículos, mis poemarios inéditos, mis piezas teatrales de un solo acto, mis borradores de un par de novelas cortas a las que sólo les hacía falta una última lectura, mis experimentos, mis cartas de recomendación, mis confesiones, mis desahogos, mis deshonras por escrito, mis contactos. Todo se fue. Todo se perdió en el limbo de la red. Yo me quedé sin ideas y sin obras. Y ni mis denuncias en los círculos movedizos de la cultura, ni mis investigaciones demoledoras, ni mis conjeturas delirantes, ni mis búsquedas fallidas de las libretas y de los papeles que había lanzado a la basura unos días antes del trasteo, ni mis intentos desesperados de reconstruir aquellos textos a partir de correos electrónicos a mis editores, ni mis llamadas acusadoras a mi exesposa, ni mis amagos de demandas al balbuceante técnico que solía ayudarme con los computadores, ni mis plegarias al dios de la envidia para que vengara mi suerte, pudieron devolverme lo mío otra vez.
Siguieron «los peores años que he vivido». Tuve taquicardia desde entonces, y desde entonces me desperté en las madrugadas porque en ciertos sueños traicioneros —en ciertas pesadillas recurrentes— alguna persona borrosa se me acercaba demasiado y me susurraba «yo sé quién fue…» o «yo soy su verdugo…», y yo la escuchaba y la sentía en los pulmones y en las tripas. Pensé en dejar constancia de mi tragedia: ¡pum! Quise matarme un par de noches en las que se fue la luz del apartamento. Una mañana larga decidí, sin embargo, que iba a rendirme, que iba a dejarlo todo como estaba. Y me atiborré de razones para presentar mi renuncia irrevocable tanto a la literatura como a su mundillo, que había sido el mío, más o menos, hasta que me había apuñalado por la espalda.
Que se jodan. Que se queden con las migas de su secta. Prefiero ser mil veces este escritor raquítico que decidió volverse mudo justo antes de que sus enemigos agazapados consiguieran callarlo, y toda la vida que me quede prefiero ser esta voz «misteriosa e irrepetible» que sólo pudo y sólo quiso escribirse tres novelas breves como tres palimpsestos en un rapto de conexión con las voces del aire —«Quizás lo más novedoso de los aparatos novelísticos de Hernández sea que el autor no es sólo autor sino también crítico literario, no es sólo el letrado que se niega a servirle a un pequeño círculo de machos burgueses y liberales, sino el juez implacable que les recuerda a los artistas arrodillados la condena que les espera», se lee en el párrafo introductorio de la entrevista que me hizo la Revista Réquiem hace unos años—, y no acabar siendo el enésimo idiota útil de esos que se escriben novelitas decimonónicas e importantes de quinientas páginas para firmárselas luego a las solas y los jubilados que las aman: fuera de mí ese sino.
Mi mamá, que escuchaba mis disquisiciones como una vecina solidaria o una espectadora resignada a su suerte mientras doblaba las bolsas plásticas en forma de triángulo, era incapaz de decirme la frase que yo necesitaba oír: «Es lo que tú quieras, hijo», me decía, «lo más importante es que te sientas bien». Todas las noches de la semana, de lunes a jueves, nos sentábamos en el sofá adormecedor de la sala del televisor a leer en voz alta el libro que ella estuviera leyendo o a cabecear los sangrientos noticieros de cada día. Yo me le quejaba en el principio y en el fin, pero en el medio, en honor a la verdad, solíamos pasar un buen rato, un paréntesis al infierno nuestro de cada día lleno de silencios felices y de frases sueltas sobre lo que habría dicho mi papá de haber seguido vivo.
«Qué terquedad». «Te diría que no sufrieras más: que más bien hicieras libros de aventuras». «Repetía los cuentos mil y una veces». «Todo era idea suya». «Qué tal las manías con las corbatas». «Qué tal el cuento de que él habría querido ser actor». «Siempre decía “buenos días, señoras y señores”». «Qué personaje». «Qué ángel». «Qué papá».
«Vas a tener que cuidar a tu mamá por mí», me había dicho él en el altavoz de mi oreja cuando, en aquella cita del demonio que fue una buena idea mía y él se la adjudicó al final, nos dieron la noticia inverosímil de que en el mejor de los casos le quedaba un mes de vida.
Yo habría querido que mi mamá se describiera a sí misma para este libro, pues todos somos miopes frente a los otros, pero cuando se lo pedí me respondió un típico «lo que tú digas de mí estará perfecto». Mi mamá, que se llama Aura porque Aura significa «brisa» en griego, es una muñeca con unas cuantas frases adentro y una experta en sabotear conversaciones de las que uno puede arrepentirse. Poco dice porque está convencida —creo yo— de que muy poco se puede decir. Poco sale porque es pequeña y es frágil y puede llevársela el viento. Ordena lo ordenado, limpia lo limpio y cuenta los pesos: eso es. Durante toda mi infancia fue la gerente de un banco y fue una procesión por dentro. Su ética de robot le torció la columna y le revolvió el estómago hasta la jubilación. Y entonces, apenas pudo, se dedicó a leer.
«Yo le prometí que ningún banco y ninguna cuenta le iba a volver a quitar tiempo para leer sus novelas», me confesó mi papá, negándome la mirada en esa sala de espera, un poco más avergonzado conmigo que triste porque se iba a morir en unos meses.
Y así fue. Mi mamá dejó Credimensión, el banco, sin permitirse a sí misma despedidas ni añoranzas. Y, como desde ese momento se pasó los días leyendo y leyendo, hubo una vez en la que dejó de haber paredes y matas y mesitas en su apartamento y pasaba uno con sumo cuidado al lado de bibliotecas y de torres de libros puestas por ahí. Y mi papá, que las poquísimas veces que leyó se quedó dormido, sin falta, en el segundo párrafo de algún libro que ella le recomendaba leer, consiguió más y más y más pacientes —mi papá era traumatólogo— para que no nos faltara nunca la plata del mes. Era claro que ella necesitaba toda la soledad que pudiera comprarse, y toda la ficción que pudiera leerse en su estudio dentro de su gran biblioteca, para sobrellevar su sensibilidad. Y que estábamos todos de acuerdo con esas reglas del juego.
Por supuesto, estoy contando esto para que quede clarísimo que no podía morirme cuando me morí porque la tranquilidad de mi mamá dependía de mí, pero también lo cuento —sobre todo lo cuento— porque sólo hasta que conocí a la paseadora de perros conocí a otra persona así de capaz de estar sola.
Se decía, en el pequeño pueblo de los libros, que yo había dejado todo lo que tuviera que ver con la escritura —los borradores, las revistas, los talleres, los festivales, las ferias, las firmas— porque no había conseguido sobreponerme a una tragedia impronunciable. Se decía que me habían enloquecido el robo de mis ideas y los celos. Se rumoreaba que andaba por ahí, por la calle, maldiciendo a los amantes habidos y por haber de la mujer que fue mi esposa. Pero la verdad era que trabajaba de lunes a viernes en la agencia de viajes de mi tío y de mis primos, en Ícaro, dispuesto a convertirme en otro misterio al que se lo había tragado la tierra, cuando la paseadora de perros entró en mi oficina a pedirme que me encargara de algunos recorridos de la campaña presidencial de Antanas Mockus.
Se llamaba Lucía, como la santa patrona de los ciegos, pero todo el mundo la llamaba Rivera para volverla inalcanzable. Y no era una paseadora de perros en aquel entonces, enero o febrero de 2010, sino la jefa de una agencia de comunicaciones que se había ofrecido a trabajar gratis para la campaña de Mockus «a ver si por fin sacamos a esa gente del poder». Yo estuve listo a votar por el candidato que nos pusiera la izquierda, tal como lo había hecho siempre, hasta que ella me contagió la esperanza inadmisible —y perdón por la redundancia— de que ahora sí todo iba a cambiar. Nos hicimos buenos amigos. Nos descubrimos, pronto, llamándonos porque sí. Y no fue el fracaso estrepitoso de esas elecciones, sino una noticia de última hora, lo que me puso en mi lugar.
Yo no tenía a nadie tan cerca de mí. Yo me encargaba de sus viajes desde la habitación de su dúplex abajo del Parkway —de todo: de los transportes, de los puestos junto a la ventana en el avión, de las visitas— hasta la habitación de hotel «con cama sencilla» que no era nada fácil de hallar ni de explicar. Yo seguía despertándome, a pesar de las evidencias del Apocalipsis, porque hablar con Rivera era para mí un ejercicio nervioso y feliz, hasta que, unos días antes de que sucediera lo que sucedió en la aplastante segunda vuelta de esas elecciones, me llamó a pedirme que le reservara un cuarto «con cama matrimonial» porque a ese último viaje iba a acompañarla un novio del que ella siempre me hablaba pero yo no quería oír: «Yo no sé si ya le dije que estoy embarazada», soltó.
Yo hice lo que ella me pidió. Respondí «nada, nada, nada» cuando, en la única jugada cínica que le haya visto, me preguntó por qué sonaba como si me estuviera llegando tarde su voz. Y colgué y procedí a hacer los arreglos del caso porque a mí, como a los tres libros que hice, había que leerme entre líneas: «Hernández no es uno de esos narradores latinoamericanos exuberantes y barrocos, pródigos en adjetivos y peritos en alegorías sobre el ruinoso destino de sus naciones, sino un científico loco que nunca está diciendo lo que está diciendo y párrafo a párrafo va dejando claro que el escritor sólo puede dar vida como la da el doctor Frankenstein a su monstruo», escribieron ante mi desaparición en Utopía, el ingenioso blog mexicano sobre ciudades imaginarias.
Yo me resigné a las noticias de ella igual que a cualquier historia de amor que empieza, crece y termina en la cabeza. Yo le dije «buen viaje» como si no me hubiera quedado sin pretextos para vivir: fuera de mí mostrarme humano, fuera de mí rogarle a alguien que no me dejara solo conmigo nunca más. Le escribí un lacónico mensaje de texto cuando vi los resultados de las elecciones: «Siento mucho que siempre ganen los peores». Seguí trabajando en la agencia convencido de que mi destino era encarnar la pregunta de por qué algunas personas se vuelven promesas incumplidas. Seguí tragándome el orgullo —qué es eso— cada vez que alguno de mis dos primos, el Gordo o el Flaco, me daba las gracias por mi trabajo para que yo tuviera que darle las gracias por mi trabajo.
Y en la Semana Santa de 2011, justo cuando esta vida íntima empezaba a volverse un catálogo de noches raras, Rivera entró por la puerta de mi oficina a pedirme que le organizara un viaje a Cartagena para ella, para su hijo de siete meses y para mí.
Nada es mejor cada día en este mundo, pero la historia con ella sí lo fue. Siempre pensé que eso de que «todo pasa por algo y para algo» era una soberana estupidez, puro y físico miedo de huérfanos, hasta que empecé a pasar los fines de semana con ellos dos. Rivera era todas las personas que tiene que ser una persona para que vivir sea vivir con ella. Rivera era todos los cuerpos y todas las voces que buscaba yo. Por supuesto, en un principio no quiso definirse a sí misma para este libro, «usted sabe que a mí no me gustan estas cosas», me dijo, como corresponde a una mujer que asqueada de las bajezas de las campañas políticas —y en busca del sistema nervioso perdido— un lunes renunció a las agencias que le pagaban millones de millones de pesos, cerró su Facebook y su Twitter y su LinkedIn y nosequé más, y se dedicó a pasear perros en un barrio del norte de la ciudad.
No quiso definirse a sí misma, digo, para que yo me vea obligado a decir que todo el que la ha conocido en algún momento ha caído en cuenta de que en ella —en su soledad y en su compasión y en su terquedad— empieza una clase de belleza.
Dormí mal la primera noche que dormí en la casa de ellos. Pero a la mañana siguiente me despertó la felicidad muda de José María, el hijito de un año, apenas me vio entre las cobijas de la cama de su madre: «Buenos días…», le susurré con un ojo abierto nomás. El niño no decía ni una sola palabra en ese entonces. Y, sin embargo, me hizo sentir que me quería allí luego de esos pellizcos que le dio a mi nariz y de esa risita triunfal que me soltó en la cara. Yo jamás pensé en tener hijos. Ni siquiera cuando me di cuenta de que ya no me hacía falta la escritura —y ya me tenía sin cuidado la sospecha de que los artistas que se vuelven padres pierden el coraje— me pareció sensato tenerlos: para qué. Y ahora cualquier conjetura daba igual porque mi vida, buena o regular o mala, era amanecer con ellos dos.
¿Y si todo iba bien, si no esperaba más que eso de mí mismo, cómo terminé muerto sobre la camilla de esa sala de cirugía?
Pasó que desde la Semana Santa de 2015, seis años después del robo de mis archivos del computador, mis borradores empezaron a ser publicados bajo otros nombres: los cuentos que jamás publiqué aparecieron, en un volumen atribuido a un cabrón de apellido y cuello Blanco, a principios de abril; mis ensayos inéditos, una serie de reflexiones sobre el lenguaje como mecanismo del poder, le dieron a un tal Salavarrieta un premio latinoamericano con el que nadie contaba; mis cinco novelas fallidas y truncas, collages paródicos de la decadencia criolla, vieron la luz una por una en esos meses —a duras penas aumentadas y corregidas— firmadas por autores y autoras del demonio que no fueron capaces de darme la cara pero sí de quedarse con todo.
Perdí el temple como lo perdía en los años del divorcio, sí, pateé la pobre caneca de mi habitación o lancé un plato contra una pared cada vez que vi mis ideas en las vitrinas de las librerías, en los blogs, en los periódicos. Quién podía odiarme tanto. En qué tipo de mundo era necesario aniquilar a aquel que ya había dejado de ser. Qué clase de Dios no soportaba ver a un ateo feliz.
Y desde la Navidad de 2015, cuando mi exesposa me imploró que nos viéramos en el café del centro en el que nos encontrábamos siempre, se me inflamaron las amígdalas y la garganta se me cerró y no tuve mi voz sino un susurro y un ahogo. Se llamaba Laura, como la corona, pero no pude pronunciar su nombre mientras ella me ponía al día en sus reveses, aceptaba que se permitió serme infiel «con el que pasara por ahí» porque un mal día se le olvidó por qué carajos nos habíamos casado, pedía perdón por la separación larga e injusta a la que terminamos sometidos, y soltaba la noticia infame de que, luego de meses y meses de terapia, una sesión de hipnosis le había revelado que todo había salido mal entre los dos porque ella había sido violada cuando era apenas una niña.
—Tú no eres un pinche agente de viajes, Simón —agregó avergonzada e incapaz de mirarme a los ojos—, y si yo me hubiera entendido un poco antes, si yo hubiera sabido lo que por fin sé de mí, ya te habrías escrito alguna obra maestra.
Yo me tapé la cara con las manos y le dije mil veces «lo siento mucho» por las rendijas de los dedos y le pedí perdón en nombre de todos los hijos de puta. Y ya no pude decir mucho más porque se me salían las lágrimas y porque la voz me alcanzaba apenas para zumbar. Y allí empezó esa gripa eterna, ¡tos!, ¡tos!, ¡tos!, que me tapó los pulmones, me empujó el pecho hacia atrás y me arruinó noches enteras. Se lo susurré a Rivera, de espaldas, en la madrugada de un domingo: «Yo estaba bien y ya no», «yo no sé cómo quitarme esta amargura que ya me había quitado», «yo no puedo permitir que toda esa gente me robe mis libros», «yo tengo que volver a escribir», «usted sabe que yo la quiero a usted, Rivera, pero, después de lo que ella me dijo, me siento como un traidor a la patria». Y Rivera, misericordiosa, sólo me pidió que tratara de dormir.
De verdad traté. Tomé pastillas. Bebí aguas mágicas. Castigué a los objetos de mi apartamento, inflamado e infectado e insomne, cuando nadie me estaba viendo. Cuatro meses después era evidente que estaba perdiendo la batalla porque otra vez la estaba librando. No podía respirar en paz, apenas roncar durante unos cuantos minutos, pues cada vez tenía menos garganta. Dentro de poco iba a ser una proeza vivir con semejante dolor: ¡glup! Y Rivera, en vez de reclamarme que no quisiera tomarme un café con ella porque acababa de tomarme otro café con mi exesposa, en vez de recordarme que yo ya sabía que era un error tragarme el veneno que había conseguido escupir, me convenció de visitar al doctor que me hizo entender que tenía que empezar por extirparme las amígdalas si quería recuperarme a mí mismo alguna vez: «Se recomienda reposo de al menos tres semanas», nos dijo, «mucha paciencia…».
A Rivera no se le pasó por enfrente, jamás, la idea de dejarme: ya qué. Simplemente, me acompañó la mañana de la operación: lunes 30 de mayo de 2016. Se tomó la «amigdalectomía», eso sí, como una ceremonia dolorosa pero definitiva para recuperar nuestra familia: eso nos dijo. Y yo le di un beso breve, digno de una pareja que es también un hecho, cuando le di la espalda y me metí a ese último cuarto con la bata ridícula que prueba que uno es sólo eso. Debí decirle los lugares comunes que se había ganado desde que me pidió que organizara el viaje de los tres, sí. Apenas oí la torpe confesión del anestesista, «creo que le maté a su paciente, mi doctor, creo que se me fue la mano con el señor Hernández y que lo perdimos», reconocí que yo en efecto estaba muerto y lo asumí como un castigo por no haber dicho a tiempo lo único que había que decir.
Lamenté no haberle hecho a Lucía el chiste, de hombre incapaz de sacudirse a sí mismo, que había pensado hacerle: «Yo sé que en el fondo usted me quiere».
Pedí perdón por morirme como un aficionado. Y apenas escuché el estruendo que escuchan los espíritus cuando están negando su muerte, una consonante hecha de todas las consonantes, pensé que no quería morir sin ella.
Domingo 9 de marzo de 1687
Fue yéndose el estruendo, como se va todo lo que viene cuando uno sigue vivo, mientras una nueva oscuridad iba aclarándoseme sólo a mí con cuentagotas. Cuando uno se muere —eso fue, al menos, lo que yo viví— primero que todo está ansioso e impaciente igual que cualquier idiota vencido por las conjeturas de la madrugada: «¿Y si refinancio las tarjetas de crédito?». Y yo seguí escuchándoles al anestesiólogo y a su doctor, discípulo y maestro, siervo y amo, la noticia sensacionalista de mi muerte: «Ay», «¡que sí, doctor, que se murió!», «¡pues empiece ya mismo la reanimación, hombre, pida refuerzos!». Oí las palabras que nadie quiere oír, «arritmia», «paro», «broncoespasmo», «hipoxia», «hipoxia cerebral», con toda mi rabia en la punta de una lengua que ya no era mía. Y, ciego y mudo y contrariado, empezó a asfixiarme una extraña inquietud que uno no suele asociar con los muertos porque uno no cree en nada de esto hasta que no lo prueba.
«¿Pero qué diablos están haciendo estos imbéciles conmigo?», me le quejé a la nada. «¿Dónde estoy yo?», me pregunté a mí mismo sin voz. «¿Qué clase de subnormales matan a un paciente en un minuto?», me dije entre aquella bruma que luego entendí que era yo.
No era yo, por supuesto, el primer ser humano que escuchaba desde la primera fase de la muerte las palabras pobres que van diciendo los demás como si uno ya no estuviera allí —como si sirviera a la lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp— y ahora fuera nada: la umbra mortis de otro óleo sobre lienzo. Desde el principio de los tiempos ha sido así y así será hasta el día de la conclusión del hombre. El corazón se detiene sin más preámbulos, semejante a una frase que termina en dos puntos para nada, y se acaba la respiración de una milésima de segundo a la siguiente, y la temperatura del cuerpo cae y sigue cayendo, y se dilatan las pupilas sin remedio, y baja la presión de la sangre y ya: adiós. Pero uno sigue siendo uno cuando muere. Y para enterarse de ello basta encontrar, en los archivos de los periódicos y en los estantes de las viejas bibliotecas, miles de testimonios desdeñados por la ciencia.
Decía en el primer párrafo del primer capítulo que en la inexpresable e irrepetible ensoñación de la muerte vi a siete figuras extraviadas, venidas de todos los lugares y todos los tiempos, que andaban por ahí maldiciendo sus suertes. Decía entre guiones que recibí e incorporé sus historias a la mía. Doy por sentado que usted tiene este libro en sus manos porque ha llegado a la convicción de que este es un recuento riguroso de lo que pasa cuando uno se muere y porque ha tomado la decisión de creerme lo que le voy a contar —y de asumir que mis palabras son palabras de honor—, pero, aun cuando suene a mago que predice sus proezas o a vendedor que ofrece de una vez la garantía, para mí es importante que usted sepa que yo sé de primera mano estas siete experiencias que voy a contar desde el principio hasta el final: es fundamental que tenga claro que yo mismo conocí estos siete dramas con los cinco, seis, siete sentidos que uno tiene cuando ya no tiene cuerpo.
Y que, si bien escribir no es propia y necesariamente una señal de cordura, puedo probarle que esto no sucedió en una alucinación sino en un lugar que cada cultura y cada tiempo y cada muerto han estado narrando como mejor han podido.
Según recuerda el doctor Raymond A. Moody Jr., un científico serísimo que publicó en noviembre de 1975, el año y el mes en el que yo nací, una serie de testimonios que coinciden tanto con mi experiencia como con las de muchas personas con las que he hablado en los últimos cuatro años, existen numerosos registros de la vida después de la muerte en los vestigios de la Antigüedad. Desde el principio de los tiempos se habló del descenso a los infiernos, del fin de la consciencia, del paso a otras dimensiones, del cuerpo como un vehículo temporal del alma, del país desconocido al que va a dar la parte inmaterial de lo que somos. Y quizás haya sido Platón, el discípulo de Sócrates que interpretó su papel del 428 al 348 antes de Cristo, el que dejó la más clara y más precisa constancia del asunto.
Platón era tan cuerdo, por lo menos en la traducción al español que yo tengo, que creyó firmemente en la capacidad de la razón humana para acercarse a la verdad, pero al mismo tiempo dejó en claro, en diálogos como el Gorgias o el Fedón, que estaba convencido de que sólo era posible llegar a ella —a la verdad— cuando el alma al fin dejaba el cuerpo. Platón tenía clarísimo, como si él mismo hubiera accedido a ese plano, que sólo podía llegarse a comprender el mundo físico si se observaba desde otras dimensiones de la realidad. Describe la muerte como el doloroso proceso en el que lo incorpóreo, lo impalpable, lo etéreo, se separa al fin del cuerpo. Insiste e insiste en que morir es aterrizar en el fin del tiempo: para Platón el tiempo es, según recuerda el doctor Moody Jr. en su compendio Vida después de la vida, «el reflejo movedizo e irreal de la eternidad».
Platón narra el encuentro entre el alma que se va del cuerpo y otros espectros que a su paso, a su ritmo, se dirigen al siguiente reino. Habla de espíritus guardianes, de una barca que —como la de la ranchera de Pedro Infante que me cantaba mi papá— conduce de una orilla a la otra por un lago negro y oleaginoso. Explica en el Fedón que el nacimiento no es sólo la llegada del alma al cuerpo desde el otro plano, y la dolorosísima entrada en el drama del tiempo, sino el arribo a una especie de sueño turbulento, a una especie de olvido progresivo de la consciencia y de la verdad. Vivir es estar dormido. Morir es alcanzar el recuerdo y el despertamiento. Y el cuerpo es, entonces, una celda que enceguece y que se queda atrás cuando por fin llega la hora de volver.
En la Biblia, cuya escritura se demoró unos mil años apenas, se habla claramente de la resurrección, del alma y del espíritu, y de la vida eterna después del fin del cuerpo. Sin embargo, no se habla de la muerte como de ese despertar que es, sino que, en más de cincuenta pasajes que tengo resaltados, se describe como si se tratara de un sueño y de una amnesia: «Nuestro amigo Lázaro duerme…», «los muertos nada saben porque su memoria es puesta en olvido…», se dice en Juan 11:11 y en el Eclesiastés 9:5 de la edición que guarda mi madre en su mesa de noche. Y es claro que morir no es más que hacer una pausa que acaba en resurrección o en condena: el cuerpo vuelve sin su aliento al polvo de la tierra y el espíritu va tomando su propia forma en un lugar libre de las leyes humanas.
Siempre, hasta la mañana en la que oí la noticia de mi muerte, me tomé a las personas que me hablaron de El libro tibetano de los muertos como esnobs que luego se fumaban alguna mierda para perderse en la fiesta de turno o se lanzaban acto seguido —igual que yo— a la enriquecedora y liberadora tarea de acabar con el prójimo con un par de bromas despiadadas. Debo reconocer, no obstante, que no he encontrado en los estantes del mundo una guía más precisa para morir. Se dice que el título tibetano del texto es algo así como «el gran libro de la liberación natural mediante la comprensión del estado intermedio» porque no sólo es una serie de consejos que se le dan al alma viajera para que no regrese al ciclo dramático de la vida, al samsara, sino que contiene punto por punto el itinerario que suele seguir aquel que va de la Tierra a la iluminación.
Por supuesto, existen hoy, en los cuatro puntos cardinales del planeta, relatos de difuntos pronunciados por miles de voces venidas de todas las eras, pero para mí el más revelador e importante, después de El libro tibetano de los muertos —un «tesoro de la tierra» del siglo VIII hallado en el siglo XIV por el descubridor de tesoros Karma Lingpa—, sigue siendo la obra entera de la madre Lorenza de la Cabrera. Quizás lo diga porque la vi a ella en el desfiladero en el que me extravié cuando morí, o porque sus poemas a su Dios y a su cuerpo siempre estuvieron a la vista en la laberíntica biblioteca de la casa de mis papás —en la edición publicada en 1819 por un descendiente suyo—, o porque ella nació aquí en Colombia, en el municipio de Tunja, a unas cuantas horas nomás de Bogotá.
Quizás lo digo porque en su biografía «escrita por sí misma de mandato de sus confesores», que los propios censores de la Iglesia reconocieron como «un milagro literario» y titularon Vida y muerte de la venerable madre Sor Lorenza de la Cabrera y Téllez, describe, con las palabras precisas que yo no he sido capaz de encontrar, el estruendo que escucha uno cuando acaba de morir:
Sólo tenía cierto en mi corazón que la vida mía podía terminar y que mi martirio podía ser misericordiosamente breve —dice en la página 22 de la edición de la desaparecida «Biblioteca de voces colombianas»—, y un día, estando en el convento con mi angustia, me entró un tormento tal que hallándome sola en mi celda el enemigo me propuso vigorosamente que me ahorcara, pues no me quedaba a mí ya más remedio. Mas el Santo Ángel de mi guarda debió socorrerme, pues fue entonces que repartieron las sentencias de cada mes y decía la que a mí me tocó en suerte: «Devolvedle la vida, Dios, al que os busca en el tránsito». Esto fue sábado, y el domingo en la noche fue Tiempo del Ruido y me vinieron a avisar que caí muerta de repente y sólo yo oí el grito como un verso huérfano lleno de terror y de espanto que nadie más querría oír.
Eso es lo que uno oye apenas se entera de que ha muerto: un verso destemplado e incomprensible lleno de terror y de espanto que nadie más querría oír.
Cuenta sor Lorenza de la Cabrera y Téllez que el domingo 9 de marzo de 1687, «siguiendo el consejo y parecer en todo de mi confesor», viajó en la madrugada a Santa Fe de Bogotá con la convicción de que lejos de su celda «estrecha y lóbrega» se purificaría su alma, que sólo era de Dios. Sor Lorenza pertenecía a la Orden de las Hermanas Pobres de Santa Clara, pero se hospedó con un pequeño baúl en el Convento de Santo Domingo, a media cuadra de la Plaza Mayor, porque su difunto padre —un toledano enviado por el rey al Nuevo Reino de Granada en 1650— era buen amigo del arzobispo Antonio Sanz Lozano. Fue a las diez de la noche de aquel domingo, mientras ella se acomodaba en un «cuarto bajo» de la iglesia, cuando empezaron el estremecimiento y el olor a azufre.
Todo el mundo estaba dormido a esa hora en la muda Santa Fe de Bogotá de madera y de piedra. Y a las diez en punto comenzó a levantarse desde el suelo, desde el centro del centro de la Tierra, un rumor que se fue volviendo un susurro que se fue volviendo un ruido ensordecedor que se lo tomó todo durante unos quince minutos: ¡quince! Vino el pánico. Pronto, los señores y las señoras, las criadas y los mozos, los cacos y las putas, los niños y las ayas salieron en sus ropas de dormir a las calles polvorientas y pedregosas entre una espeluznante nube de azufre. Y en medio de la fuga, según cuenta la madre Lorenza en su autobiografía, el pavor se apoderó de sus corazones y se dejaron contagiar del ladrido lúgubre de los perros bogotanos.
En un estilo literario propio, que por lo colorido se aleja del tono de las escritoras místicas y que hasta el día de hoy, hasta este libro, nadie entiende bien dónde agarró, la huidiza monja De la Cabrera pinta a su manera una escena semejante a la que describen cronistas como el jesuita Pedro de Mercado o el secretario Juan Rodríguez Freyle: dice que se dio una estampida de cristianos enajenados que tropezaban entre sí, como prójimos en el sobresalto que eran incapaces de auxiliarse los unos a los otros, completamente convencidos de que «ese bramido interminable de la tierra, que enmudecía gritos, llantos y gemidos en la negrura de esa noche, anunciaba la hora clara del último juicio que se vaticina en las Sagradas Escrituras».
Se sumó al estrépito el vaivén siniestro de los campanarios de Santa Fe, que parecían anticiparse al último duelo, tin, tan, tin, tan, tin, tan. Y la gran mayoría de los bogotanos creyó que si no se trataba del fin de los tiempos, era entonces una invasión extranjera, pues el sonido de fondo a veces parecía la suma del traqueteo de las máquinas de guerra y el golpeteo de los tambores y el silbido de los sables empuñados, y los padres y los hijos pronunciaron palabras «asquerosas y obscenas» entre el azufre del demonio y terminaron golpeando en las puertas de los conventos, de los claustros, de los monasterios y de las iglesias: «Pero no se vaya a creer que fueron sueños de personas tímidas, sino que todo fue una realidad», pide a los lectores Pedro de Mercado, y ese fue el epígrafe de este manual hasta que se me vino a la cabeza otro poema de Emily Dickinson.
Hacia las diez y diez de la noche se abrieron las puertas del Convento de Santo Domingo. Y cuando los largos pasillos de esos tres pisos empezaron a llenarse de locos y de salvajes, cuando cientos de bogotanos comenzaron a arrancarse las ropas y a gritar improperios y a exigir auxilio en las celdas de los religiosos, la madre Lorenza salió a encarar el asunto, pero le pareció tan obvio que estaba ante las muecas y entre las cenizas de las tinieblas que acabó desmayándose y golpeándose la frente contra una de las barandas del segundo piso: «Ay, Señor, la reverenda está muerta» y «ay, Dios bendito, recíbela en tu reino de luz», escuchó que decían un par de monjas que luego le contaron que hicieron todo lo posible por rescatarla del fin en medio de un pozo de sangre.
Seguían el hedor y el estruendo en el cielo infernal de la colonial Santa Fe de Bogotá, y en el alma de la madre Lorenza continuaban oliéndose y escuchándose los mismos horrores, pero el ruido del Apocalipsis poco a poco fue volviéndosele ese verso de terror y de espanto dentro de ella:
Aquellas monjas dieron la noticia de mi muerte, con una congoja y apretura tal que parecía como si hubieran visto a su hermana de su propia sangre morir; pero yo no podía notarlo porque el alboroto que se oía en el mundo se me iba volviendo ese verso tormentoso que cuando empezó a aclarárseme la oscuridad en la que estaba sumida resultó siendo aquella oración que decimos en completas: Visita, quaesumus, Domine, habitationem istam, et omnes insidias inimici ab ea longe repelle: Angeli tui sancti habitent in ea, qui nos in pace custodiant; et benedictio tua sit super nos semper. Per Christum Dominum nostrum. Amen. Padre mío: los ruidos venenosos del enemigo, que llaman a las tristes cavernas del infierno, se convirtieron en letras y sílabas y rezos a tu gloria.
En su larga y descarnada confesión, sor Lorenza, que Lorenza también significa laurel, describe una educación amorosa en la casa paterna, una puericia llena de contradicciones y de distracciones y de llamamientos de Dios a la buena vida, una serie de visiones tormentosas en el camino a la juventud, la batalla abrumadora que libró contra las vanidades y contra los adornos, la entrega sin más demoras a los ejercicios espirituales, el enfrentamiento con el demonio en las horas de dicha, los padecimientos espirituales en el Convento de Santa Clara la Real, en Tunja, y la visión de la muerte de su padre amado —que hasta su última semana de vida trató de convencerla de que volviera a su lado— en una celda sombría en la que «despedazaba mi cuerpo para bañarme en mi sangre».
Y sin embargo, según declara justo en la mitad del volumen, página 177 de la edición de la «Biblioteca de voces colombianas», fue en «aquella selva obscura y con el alma errante y adormecida» cuando entendió la verdadera naturaleza de su propio Dios.
Yo no experimenté la trasformación del estruendo en plegaria después de escuchar la noticia de mi muerte, no, lejos de mí el viacrucis de los místicos. Pero doy fe de que hubo un hombre que vivió eso mismo, en una prestigiosa funeraria de Lisboa, sesenta y ocho años después.
Sábado 1º de noviembre de 1755
Fue un temblor por dentro de la tierra que se sintió en todas las eras al tiempo. Empezó en el estómago de Lisboa a las 9:35 de la mañana del sábado 1º de noviembre de 1755, el día festivo de Todos los Santos, como si se tratara de probar que la naturaleza es ciega y fría a los designios de su propio creador. En un principio fue un ruido sordo que zarandeó los edificios de la ciudad y sacó corriendo a los hombres y a las mujeres de sus moribundas casas. Luego de una pausa un poco más cruel que piadosa, semejante a las treguas de los puntos suspensivos, se volvió una sacudida bárbara que en un par de minutos derribó los tejados, las puertas y las paredes. Y después de una inhalación y una exhalación, y de otra inhalación y otra exhalación apenas, vino la convulsión terminante que echó abajo e hizo polvo los palacios y las iglesias.
Duró diez minutos nomás el estallido, pero diez minutos son una eternidad, por supuesto, cuando se trata del Apocalipsis: cuando lo que está sucediendo es que se están viniendo abajo las vigas maestras y los umbrales y ya no se ve el cielo suave de noviembre sino sólo el reflejo de las ruinas.
Diez minutos después, hacia las diez de la mañana, el velo de polvo y más polvo empezó a correrse, el horizonte ceniciento se fue blanqueando hasta verse como una pantalla de cine cuando todo ha terminado y los agazapados se dieron el lujo de erguirse y de cojear con sus pálidas figuras de estatuas anónimas. Tal como lo cuentan las notas de prensa, los poemas, las pinturas, las novelas y los libros de historia que se han hecho sobre el terremoto, aquella tregua de dos o tres minutos terminó cuando un comerciante judío les señaló a todos —para que se santiguaran por él— la garganta de fuego que estaba tumbando y que tumbó las pocas fachadas que quedaban en pie: ahí venía un incendio redundante que se propagó y se tendió sobre los cadáveres y los escombros.
Y entonces los difuntos y los sobrevivientes, y los resignados que se refugiaron en los muelles porque todos los templos ya habían sido vencidos, tuvieron en común la impotencia ante esa hoguera. Y, desde las 10:53 de la mañana, una y dos y tres olas monstruosas se llevaron el mundo por delante.
Fue el fin. El agua se echó para atrás como si estuviera haciéndolo a propósito, y en el lecho del mar alcanzaron a verse peces secos y mástiles rotos que dentro de poco serán los únicos vestigios de la humanidad, y regresó unos minutos después convertida en una bestia de siete metros de alto que se fue río arriba por el río Tajo y terminó tragándoselo todo desde el puerto hasta el centro de la ciudad. Adiós, distrito de São Paulo, Terreiro do Paço, Cais de Pedra, Aduana de Alfándega, adiós. Las tres olas feroces chocaron contra los barcos de vela y contra los muelles que estaban a punto de caerse: ¡tras!, ¡tras!, ¡tras! Aquellos que se habían refugiado en el malecón murieron ahogados. Y su silencio fue el silencio que precedió las réplicas que vinieron.
Ya había muerto, sepultada por los escombros, quemada por las llamas o estrangulada por el río, una buena parte de Lisboa: sesenta y seis mil almas —de las doscientos setenta mil que ocupaban la ciudad de noche y de día— que para bien y para mal alcanzaron a entender su suerte, «sálvame, Señor mío, del dolor en el pecho», unos segundos antes de morirse. Pero vinieron una serie de remezones que vaticinaron el fin sin remedio de lo que ciertas voces andaban llamando «el mejor de los mundos posibles». Y en medio de esos últimos temblores que no pasaron de ser bromas macabras, cerca del río que comenzaba a recobrar su cordura y bajo nubes de humo y de azufre, un par de putas desmadradas abordaron a un cura que había echado a correr en todas las direcciones como una gallina desde la iglesia de Santa Catalina.
—¡Padre Rodrigo, venga con nosotras, que no nos lo va a creer si no lo ve usted mismo! —le rogaron a ese cura, que hedía, hecho hombre de la peor manera.
Y a punto de morirse de pavor, y al ver que las dos muchachas tenían cara de haber visto un portal de piedra hacia el infierno, el sacerdote, de apellido Malagrida, se fue a saltos detrás de ellas —y mientras pasaba se fijó en la destrucción de su Lisboa, que hasta las diez de ese día había sido el reino amurallado de la Inquisición, habano y verde y rojo, un arrume de edificios estrechos y puntudos—, y sólo se dio cuenta de que habían llegado a un burdel de los extramuros, el burdel de la señora Alvares, cuando se vio a sí mismo rodeado de gente a medio desvestir. Cerró los ojos como si no fuera un inquisidor sino un hereje. Y repitió los versículos del capítulo sexto del Apocalipsis, «y he aquí que hubo un gran terremoto, y el sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna se volvió toda como sangre», hasta que por fin entendió el asunto de la A a la Z.
Que ese castigo inapelable a los hombres de mala fe, tal como lo había sido la peste negra de hacía cuatro siglos y tal como lo había sido la viruela en aquellos años, era muy poca cosa si se comparaba con los planes que Dios había hecho para el universo.
Que las sagradas iglesias no habían sido refugios sino trampas mortales durante la catástrofe.
Y que el prostíbulo estaba intacto, en cambio, como un templo incorruptible.
El padre Malagrida recorrió el pasillo lleno de candelabros intactos, dispuesto a presenciar un milagro del Antiguo Testamento, ante las miradas incrédulas de los clientes del burdel: «¡Dios mío!», exclamaron por turnos. Se santiguó él también por si acaso. Fue cuarto por cuarto con los ojos entrecerrados, y repitió los versículos del Apocalipsis, «y el cielo se desvaneció como un pergamino que se enrolla y todo monte y toda isla se removió de su lugar», sin detenerse en los corpiños ni en las pelucas empolvadas ni en las palabras reverenciales de la dueña de la casa. Fue en el último cuarto de ese primer piso, una parodia de recámara de reyes adornada con tapices ocres y cortinas pesadas, donde se encontró con el cuerpo bocarriba y obsceno del enterrador Nuno Cardoso.
A su lado, Duarte, el último perro alano que pisó Lisboa, ladraba y ladraba para que su dueño volviera de la muerte.
El sepulturero Nuno Cardoso, cuyo nombre significa «abuelo» y cuyo apellido quiere decir «espinoso» en latín, vivía tragándose sus propias palabras y era célebre en Lisboa porque sólo miraba a los ojos a las putas. Seguía e incumplía órdenes sin responder «sí» ni responder «no». Su calva era una luna menguante vista desde arriba. Siempre usaba sombreros de copa, abrigos negros con solapas anchas y zapatos de tacón, siempre. Vivía de guantes para que nadie temiera a sus manos. Se daba el lujo de visitar el burdel de la señora Alvares los sábados en la mañana, antes de que aparecieran los muertos ridículos de las noches de los viernes, pero las únicas personas con las que podía comentarlo eran las prostitutas mismas. Su padre había muerto en el terremoto anterior. Su madre lo había dejado en el Convento de Carmo. No tenía amigos, no, ni uno.
Tenía a Duarte, el alano, que era su ángel de la guarda y ladraba y ladraba. Nada más. Nadie más. No más.
Cardoso trataba a los cadáveres como si existiera la posibilidad de que sus almas regresaran en cualquier momento a reclamarlos y a señalar al culpable de su muerte. Sólo cuando se trataba del cuerpo de algún hereje torturado por la santa e inclemente Inquisición —que en ese caso era su obligación lanzarlo al Tajo— apuraba Cardoso los procedimientos, pero incluso a los sacrílegos los desnudaba, los lavaba parte por parte, les devolvía la expresión y les cerraba los ojos las veces que fuera necesario, como si se tratara de un secreto que no iba a salir nunca de aquella habitación. Siempre fue claro, para él, que todos los espíritus venían al mundo para estar a la altura de los cuerpos que Dios les había dado. Y era por ello que Renata, la única meretriz que aún atendía sus teorías, no podía dejar de ver y de volver a ver su cadáver.
—¿Y este hijo de Lucifer cómo terminó muerto? —le preguntó el padre Malagrida después de sobrevivir a una arcada.
Sólo le bastó a la piadosa e insolente Renata cubrirse el hombro descubierto, que tenía un lunar renegrido que le fascinaba al enterrador, para que todos los que estaban allí revivieran la escena como espiándola por un agujero. Se desnudaron, se lavaron, se besaron parte por parte con el alma en otra parte. Renata lo puso bocarriba como cumpliéndole una promesa y se le montó encima y se le rio en la cara —y se puso a escucharlo y a mirarlo a los ojos y a grabarse sus muecas mientras subía y bajaba— hasta que él empezó a arquearse y a engarrotarse parecido a un enfermo del corazón. Pero claro: ella no tuvo que confesárselo al padre Malagrida para que fuera obvio. El señor Cardoso murió ese sábado 1º de noviembre en aquella cama unos minutos antes del primer temblor.
Y lo que más me interesa, por lo pronto, es que lo primero que escuchó fue la noticia de su propia muerte: «¡Vuelve, Cardoso, no te mueras!», le gritó Renata a su cadáver. Y un rato más tarde oyó el estruendo que yo oí.
Hasta que yo me morí supe muy poco de Lisboa. Rivera, la paseadora de perros que me tiene a mí de evangelista, solía decirme «tenemos que ir juntos a Sintra» cuando volvíamos tarde a la casa: y luego me apretaba la mano debajo de las cobijas e iba quedándose dormida —y su cuerpo, igual a ella, parecía a mi merced— con la condición de que yo fuera su testigo. Pero como alguna vez traduje Cándido, la novela filosófica e irónica negada por Voltaire, siempre me llamaron la atención tanto el capítulo en el que el protagonista sobrevive al terremoto de 1755 como el poema en el cual el autor decreta el fin del optimismo. Y sí, traduje Cándido porque una editorial me lo pidió, pero dije que sí porque ese era el único libro de la formidable y ordenadísima biblioteca de mi mamá que tenía una dedicatoria de mi papá.
«Para Aura, mi futura señora, con la promesa de que todo va a estar bien», decía con una letra rotunda y desmedida como él.
A veces pienso que traduje Cándido o el optimismo con la esperanza de que mi mamá —que sin falta me dijo «tú naciste muy inteligente», y nada más, siempre que le di su copia de alguna novela mía— al fin leyera un libro que tuviera que ver conmigo. Sea como fuere, sé que esto de reconocer que antes de morirme yo ya tenía adentro Lisboa y su hecatombe de nada servirá a mi propósito de probarles a los descreídos como yo que estoy diciendo la verdad: ¿pudo ser —me preguntarán con mi propia condescendencia— que esas cinco fases de la muerte hayan sido inventadas por mi memoria alucinada en aquellos días sin oxígeno? Dirán cosas peores, sí. Pero lo cierto es que para lo que viene en este libro resulta clave poner en claro el giro que significa aquel terremoto para la trama humana.
Y reconstruir el primer paso de la travesía que vivió el enterrador Nuno Cardoso, en los parajes volubles de la muerte, para llegar él mismo a su propia conclusión.
Voltaire reaccionó a la noticia de que Dios había permitido semejante cataclismo en la piadosa e inquisitoria Lisboa, quizás la revelación más estremecedora desde que el cura Copérnico probó que el centro del universo no era la Tierra sino el Sol —y que este planeta giraba y giraba y era uno más—, con un poema con aires de monólogo rabioso y resignado al pesimismo que yo incluí en mi traducción: el «Poema sobre el desastre de Lisboa o examen de este axioma: todo está bien».
Era una respuesta amarga a los filósofos que insistían e insistían en que todo pasaba por algo y para algo. Y una crítica hastiada a los versos finales del Ensayo sobre el hombre que Alexander Pope publicó en 1734 para «reivindicar los modos de Dios con el hombre»: Toda la naturaleza no es sino arte desconocido para ti; / todo azar tiene un sentido que no alcanzas a ver; / toda discordia es una armonía incomprendida; / todo mal es parte del bien universal; / y, a pesar de todo orgullo, a pesar de la errática razón, / una verdad es clara: que todo lo que es está bien, escribió Pope como cantándoles una canción de cuna a los viejos desesperados. Y Voltaire le contestó con ese retrato feroz de un mundo que siempre está acabándose.
Empieza el poema como un temblor: ¡Oh infelices mortales! ¡Oh tierra lamentable! ¡Oh espeluznante reunión de todos los seres! ¡De inútiles dolores está hecha la eterna conversación! Filósofos engañados que gritan «¡todo está bien!»: ¡vengan ahora y contemplen estas ruinas espantosas! Sigue con la descripción de la pesadilla de Lisboa: Esos restos, esos despojos, esas cenizas desdichadas, esas mujeres, esos niños, apilados uno sobre otro, debajo de esos mármoles rotos, esos miembros diseminados. Va más allá: Cien mil desventurados que la tierra se ha tragado, ensangrentados, desgarrados y palpitantes, sepultados bajo sus techos, sin ayuda, terminan sus arrepentidos días en el horror de los tormentos. Y, una vez pintado el paisaje macabro, se dedica a hacerles preguntas a los filósofos que ven el mundo igual a una puesta en escena sin fisuras.
¿No fueron suficientes señales las fiebres, los esputos, los bubones rotos de los hombres que amanecían como si no hubiera alternativa, y en la noche devorados por la fiebre de la peste no se iban a dormir, sino a morir?
¿No habían sido síntomas contundentes los malestares, los vómitos, las calenturas, las erupciones, las llagas, las pústulas, las costras de tantos traicionados por la viruela?
¿De verdad piensan ustedes, entre voces moribundas y cenizas y víctimas, que un Dios bueno se ha vengado de esos niños aplastados y sangrientos sobre el seno materno? ¿De verdad creen que «todo está bien y todo es necesario» y que Lisboa debía ser engullida entre azufre y salitre porque había tenido más vicios que París, porque toda desgracia es la suerte de alguno, porque toda pila de muertos tiene una razón de ser? ¿No ven que, venga de donde venga, «el mal está en la tierra»? ¿Es la idea de que «esta mortal morada sólo es un estrecho paso hacia un mundo eterno», la idea de Leibniz de que no puede haber un universo mejor hilado, suficiente para entender por qué culpable e inocente sufren por igual?
¿No se ha venido encima el tiempo de pasar de la ilusión a la esperanza? ¿No ha llegado la hora de ir de «todo está bien» a «todo va a estar bien»?
Yo no podía creerlo mientras lo leía, no, yo tenía escalofríos mientras traducía esos últimos versos: ¿por qué hasta ahora me entero de que la desolación de Voltaire estuvo a punto de sospechar de un Dios que permite pandemias y terremotos, semejante alucinación y semejante dolor?, ¿qué hicimos en qué mundo anterior para merecernos esta carnicería que no tiene compasión ni con los niños ni con los viejos? Laura, que por ese entonces seguía conmigo y tendía a hablarme con la condescendencia con la que se le habla a un loco, se me paraba al lado a explicarme que 1755 no era 2005, que, después de la ciencia, ya no era posible pensar así. Y yo habría muerto en total acuerdo con ella, aunque a ella le diera igual, hasta que me morí y vi lo que vi con los ojos que tuve entonces.
Laura, Laura Cuevas, que había estudiado Matemáticas pero luego se había ido por los lados de la ecología, trabajaba en ese entonces en una ONG que se llamaba Terra Mater: «Yo era yo, pero al tiempo no lo era porque tenía reprimida y sepultada la memoria del horror que viví cuando era niña —me respondió cuando le pedí que se definiera a sí misma para este libro—: era inteligente y ambiciosa y trabajadora y enamoradiza, pero, educada en la calma chicha de mi infancia, les tenía pánico a las peleas con mi marido explosivo y escritor que sólo era la persona que era cuando entraba en conflicto». En las peores cosas siempre estábamos de acuerdo, pero discutíamos y discutíamos hasta no estarlo. Y así, mientras yo traducía el poema a mi lengua hastiada, ella me insistía en que Dios no existía ni gobernaba la naturaleza. Y yo le decía «¡ya sé!, ¡ya sé!».
Y me volcaba sobre mi escritorio, en mi estudio en el que nadie más podía entrar porque el oxígeno sólo alcanzaba para mí, para que Voltaire pudiera zarandear y despertar en castellano a la estúpida «gente de bien».
Voltaire redactó su poema desahuciado apenas unos días después del terremoto: Todo se queja, todo solloza buscando el bienestar, nadie querría morir, nadie querría renacer, escribió en ese noviembre de aquel 1755, hay que confesarlo: el mal existe sobre la tierra. Tres años después, asentado el dolor e incorporada la ironía, convirtió la tragedia en comedia en las 120 páginas de mi versión del Cándido. Cándido y el doctor Pangloss, su maestro, llegan a Lisboa cuando está empezando a abrirse la tierra. Son testigos de los temblores, de los incendios y de las inundaciones. Y, mientras los gravísimos y los agonizantes ruegan por su auxilio, el optimista inmundo de Pangloss asegura que el desastre es bueno «porque demuestra que hay cosas mejores, porque si hay un volcán no puede suceder sino así, porque es imposible que las cosas no sean lo que son, porque todo está bien, porque la caída del hombre y la maldición entran necesariamente en el mejor de los mundos posibles».
Se lo dice, según escribió Voltaire, a «un hombrecito polvoriento, cercano de la Inquisición, que volvió de la muerte para tomar cortésmente la palabra».
Y ese «hombrecito polvoriento» sin nombre es el enterrador Nuno Cardoso. Que sale a medio vestir «de un sitio inadmisible». Que sin aspavientos ni virulencias, simplemente como corrigiendo el rumbo de la conversación, asegura que «este lugar es el peor de los mundos posibles, pero es ciertamente muy bello». Y confiesa que mataría porque alguien le sirviera un vino de Oporto.
Para ponerles las cartas sobre la mesa a los verosimilistas como yo, debo decir en este párrafo del presente capítulo que, justo cuando tomó la decisión de enamorarse de mí en mi peor momento y de dedicarse a pasear perros en vez de permitirles a los políticos que le rompieran el corazón una y otra vez, Lucía andaba pegada a un repugnante y adictivo best seller sobre el terremoto titulado Amén. Su autora, una estrellita portuguesa llamada Vera Leão, cuenta cada vez que puede que ella misma les lee el tarot a sus personajes históricos para recrear lo que vivieron y cómo lo vivieron. Cuenta que en una librería de viejo de Lisboa encontró un famoso librito de 24 páginas, 1755: breve testemunho dum coveiro, en el que un enterrador cuenta que estuvo muerto durante el cataclismo y describe qué encontró cuando volvió a su cuerpo. Y que, removiendo viejos archivos del siglo XVIII y desplegando arcanos mayores en su escritorio de escritora, dio tanto con la identidad como con la forma de ser de Nuno Cardoso.
Nuno Cardoso es apenas un personaje secundario en Amén, una novela trepidante y envolvente y reveladora —y escoja usted cualquier otro adjetivo barato, de contracubierta de best seller, que haya odiado yo toda mi vida—, porque la mediática Vera Leão lo pone al servicio de una historia de amor tortuosa entre un par de caricaturas de tiempos de la Inquisición. Pero es cierto que su retrato de Cardoso como un hombre sombrío, a duras penas acompañado de un fiel alano llamado Duarte, coincide con lo que yo mismo vi allá. Y su cuidadoso testimonio de enterrador sobre «la caída de aquella ciudad de Dios pobre por fuera y esplendorosa por dentro», que describe la destrucción y la reconstrucción de Lisboa, alcanza a ser citado en el tercer capítulo del libro de Leão.
Quizás porque lo considera un recurso propio de la era del catolicismo, como una parábola o una alegoría sobre haber despertado ante la obra de Dios, la señora Leão no se vale de esa introducción fabulosa en la que Cardoso sugiere que volvió de la muerte con la tarea de librar a los sometidos y poner en cintura a los embaucadores. «Regresé del valle de las luces y de las cenizas y desperté en mi cuerpo bocarriba para ser testigo del más trágico evento que haya contemplado el hombre —arranca y lo traduzco yo como mejor puedo— y para traer al mundo la noticia de por qué se vinieron abajo las iglesias y en cambio quedaron en pie los burdeles». Y aunque para entrar en materia apenas reseña lo que llama, con magnífica precisión, «la excursión de mi alma», es claro que vio lo que yo vi.
Y comienza por mencionar «la oscuridad de las velas que acaban de apagarse» y «una voz de mujer que me ordenaba “¡vuelve, Cardoso, no te mueras!”» y «el rugido que se escucha cuando algo cae al piso en plena noche».
El Cardoso de Amén no es este hombre que volvió de la muerte para vencer a su opresor. Pero en honor a la verdad, más allá de mi aversión por esos libros de seiscientas páginas y pastas duras, sí es un espíritu que regresa a su cuerpo libre de pecados.
Viernes 10 de octubre de 1851
Hasta el día en que me morí viví lleno de placeres culposos. Ya no. Ya qué. Ya son placeres y no más. Ya puedo decir que las historias que más me gustan son las historias de impostores, pues ya sé que sólo los miserables —como yo— viven agazapados a la espera del día en que puedan usar un lapsus de uno en contra de uno, y no sobra disfrazarse un poco para protegerse. Siempre me gustaron aquellas tramas. Si un domingo estaban dando en algún canal de esos alguna película de esas, El regreso de Martin Guerre o Las 12 sillas o El embajador de la India o qué sé yo, era lo más seguro que me quedara viéndola así estuviera viéndola por enésima vez. Tenía presente a aquella trabajadora polaca con problemas mentales que estuvo a punto de convencer a los rusos de que ella era la gran duquesa Anastasia Nikoláyevna Románova. Solía repetirle a Rivera, sin darme cuenta de que lo estaba haciendo, la trama del estafador austrohúngaro que no sólo les vendió la Torre Eiffel dos veces a unos comerciantes de chatarra parisienses, sino que luego, años más tarde, tuvo el estómago para sacarle 5.000 dólares a Al Capone.
Vivía fascinado por los farsantes profesionales, en fin, quizás por pura solidaridad de gremio.
Y digo todo esto porque siempre que aparece un refrito tipo «los diez grandes tramposos de la historia», en alguna maltrecha y mordisqueada revista de sala de espera, vuelve a contarse en un par de párrafos apenas —tomados de los tres párrafos de la versión francesa de Wikipedia— la vida tragicómica de la negra literaria Muriel Blanc.
Y el día que yo morí, mientras quemaba el tiempo que faltaba para mi amigdalectomía, leí y releí otro sorprendido recuento de su paso por la Tierra que a diferencia de todos los demás se atrevía a asegurar que el viernes 10 de octubre de 1851 había sido asesinada por «agentes del gobierno de Luis Napoleón», pero había vuelto, como un fantasma de carne y hueso, de la muerte.
Se cuenta que nació en la madrugada del lunes 14 de febrero de 1820 a unos pasos nomás de la Ópera de París. Se dice que en la noche de esa misma jornada su madre murió y su familia se vio obligada a huir de la ciudad, pues su padre, un guarnicionero bonapartista de carácter indescifrable que se había empleado en las caballerizas de Luis XVIII «para acabar con los borbones», fue acusado de ser cómplice del asesinato del duque de Berry. Muriel creció en la pequeña e ilustrada Chambéry tanto como podía hacerlo una única hija entre siete hermanos hombres, que acabaron siendo cinco por culpa de la segunda pandemia de cólera de aquellos tiempos. Gracias a su belleza extraña, de princesa árabe que sólo hablaba para lanzar sentencias, su padre odió hasta el paroxismo a todos los muchachos que se le acercaron —«todos parecen borbones», decía—, pero la viva Muriel, que en gaélico significaba «mar luminoso», se escapó de su casa alpina a los diecisiete.
Se cuenta que un año y medio después, a principios de diciembre de 1838, mejor dicho, apareció en la isla de Elba convertida en la princesa Zafira de Amirania.
Estaba andrajosa, bocabajo, como un rastro en la playa de Patresi. Parecía muerta e ida para siempre, pero su espalda seguía respirando. Tenía un tatuaje en el cráneo rapado que nadie se atrevió a interpretar: . Las personas que la encontraron allí, un pescador del muelle viejo y su hijo, pensaron que se trataba de una princesa moribunda porque no se le entendía una sola palabra de las poquísimas que tartamudeaba y porque guardaba entre el puño un velo que no era propio de las mujeres de la isla. Se la llevaron como un bulto de sardinas a una posada junto a uno de los precipicios de Marciana. Estuvieron a punto de procesarla por vagancia, pero el señor Auguste Maquet, colaborador principal de Alexandre Dumas, la salvó de la cárcel cuando ni siquiera ella lo esperaba.
Fue el discretísimo Maquet, que se había puesto a sí mismo en la tarea de visitar la isla de Elba para documentar las leyendas y los chismes y las locuras que el desbocado Dumas quería convertir en El conde de Montecristo, quien confirmó que en efecto se trataba de una princesa árabe —la princesa Zafira de Amirania, ni más ni menos— a una turba de maridos y de esposas que estaban a punto de empujarla al mar. Esa era la última noche de Maquet en la isla, por supuesto. Y se dedicó a traducirles las mil y una desventuras de la princesa a los espectadores que se agolparon en la pequeña plaza entre los árboles del Santuario Della Madonna del Monte: su barco había naufragado —explicó— y ella era la única sobreviviente de una travesía sospechosamente parecida a la primera de Simbad el marino.
—¿Podría decirnos usted, querido señor Maquet, qué significa el mensaje pintado en la cabeza de la princesa? —preguntó el último suspicaz de la isla.
—Por supuesto que puedo decirlo, amigo mío, «sabran jamilan» quiere decir «la paciencia es la única virtud» —contestó el señor Maquet sin tomarse un solo segundo para pensárselo.
Maquet no pidió nada a cambio de salvarle el pellejo a aquella princesa Zafira de la lejana y esplendorosa tierra de Amirania. No sólo se definía a sí mismo desde entonces como «un hombre de familia» —y quizás eso lo salvó de todas las trampas que empezaron a aparecérsele en la vida a partir de ese momento—, sino que, no obstante un temperamento mordaz e inflexible, sobre todo era un hombre incapaz de resistirse a la sola posibilidad de convertir cualquier anécdota en novela. Se despidió de ella y le deseó toda la suerte que le fuera necesaria, como si se tratara de una princesa de verdad, convencido de que no iba a verla nunca más. Y durante los seis meses siguientes la exótica Zafira vivió entre lujos y agasajos ofrecidos por los dignatarios de la isla.
¿Por qué terminó inventándose semejante personaje para ella misma? Porque los encierros suelen convertir a los seres humanos en expertos en la ficción. ¿Por qué dejó de interpretar a la princesa misteriosa, desmemoriada, que todos los días recibía alguna propuesta de matrimonio? Porque un mal día un retrato suyo apareció en Le Siècle, un reciente diario liberal que desde sus primeros números había publicado las novelas por entregas de Dumas y de Balzac, y la farsa se le vino abajo. La noticia de que no era ninguna princesa de ninguna tierra reluciente, sino la hija extraviada de un zapatero bonapartista que algo había tenido que ver con el crimen infame del duque de Berry, la obligó a escaparse con la ayuda del hijo enamorado del pescador que la encontró.
«¿Pero entonces no hablaba esa mujer maldita la lengua de los árabes?». «¿Quién va a devolvernos las horas que pasamos celebrándola como si no hubiera sido una estafadora vulgar, sino una diosa?». «Yo le regalé la única joya que he tenido en mi vida para obtener los favores de su reino». «Me dijo en el lecho que no podía desposarme porque había sido prometida al príncipe Abdula, pero me prometió los favores de sus hermanas mayores: Dalila la taimada y Zeinab la embustera». «Me confesó que no era la hija de un rey sino la protegida del negro Sauab, el primer eunuco sudanés». «Tomó prestado el estuche labrado, con mis cubiertos de oro, que era de mi madre». «Yo le di el bicornio del emperador Bonaparte». «¡Nadaba desnuda entre las barcas del río Marina!».
Todo el mundo se enamoraba de ella y ella de vez en cuando les correspondía, pero el torturado Victor Hugo, que la conoció unos años después y la conoció muy bien, la definió como «un verdugo involuntario», pues sin temor a exagerar podría decirse que su amorosa indiferencia fue una de las causas principales de suicidio en los días tajantes del Romanticismo.
La señorita Muriel Blanc recorrió la Europa romántica —y fue dejando rastros por allí y por allá— en los seis años que siguieron. Es la encantadora y confundida y mujeriega Magda Mann, secretaria de la Academia de Ciencias de Berlín, que a punta de miradas estuvo a punto de acabar con la relación de los hermanos Grimm justo cuando acababan de conseguir el apoyo para terminar su diccionario alemán. Es la insólita e imposible Maria Keller, que convenció a medio mundo de viajar a la ancestral Tübingen, en el suroriente de Alemania, para visitar al poeta esquizofrénico Friedrich Hölderlin —«Mein Onkel», repetía ella, «mi tío»— en la pequeña torre amarilla en la que padeció encerrado treinta y seis de los setenta y tres años que vivió.
Según se cuenta en ciertos folletos de la región, Keller ofrecía a los turistas versos y autógrafos de su amado «tío Friedrich» —y ofrecía también «una conversación imborrable con su genio»— a cambio de unas cuantas monedas de plata. Y el anciano Hölderlin, asediado por las voces y abandonado por su familia y aliviado por el piano que tocaba para sacarse de adentro el demonio de la angustia, gustosamente garabateaba variaciones de un poema triste que alguna vez le había dedicado a su casero: Infinitas son las líneas de la vida, / como umbrales y como senderos / de horizontes velados para siempre. / Que lo que somos aquí entre las ruinas / pueda una fuerza acabarlo más allá / con armonía y gracia y paz eternas, escribía, cabizbajo, rezándoles a sus dioses griegos.
La guía turística Keller tuvo que irse de Tübingen un par de años antes de la muerte de Hölderlin porque el hermanastro del poeta, que pretendía quedarse con la enorme herencia de la familia, la acusó de ser una impostora: «¡Arrêter!».
Un colega de apellido Salamanca, que me encontré en la sala de espera de mi muerte, no me dejó leerlo en paz, pero en el artículo de la descuadernada revista de Avianca se asegura que Muriel Blanc se casó dos veces con dos millonarios entrados en años —español e inglés, que yo sepa— bajo la identidad falsa de la heredera Mary Wilkinson. No tuvo hijos. Y, no obstante, todo ello debió suceder entre febrero de 1841 y junio de 1843, un poco más, un poco menos, pues en marzo de 1844 Blanc aparece en París transformada en una rubia altísima y narizona a cargo del zoológico humano que se instaló por los lados del parque del Bosque de Bolonia: «L’extraordinaire exposition ethnique de Madame de Valois». La impostora, de veinticuatro años, se hacía llamar entonces Marion de Valois. Y en el afiche de su feria aparecía con una corona y un cetro y rodeada de monstruos de la naturaleza.
En los dos tiempos del Romanticismo, en el revolucionario y definitivo siglo XIX que vio a tantos héroes y a tantos megalómanos fundar naciones e imponer culturas a sangre y fuego, se encaró con la fuerza del liberalismo la tradición del clasicismo, se cuestionó día y noche un mundo articulado por los cánones, se peleó a muerte con el yugo racionalista de la Ilustración, se recobró la nostalgia por los paraísos perdidos que empiezan en la infancia, se defendió lo propio bajo la premisa de que quizás no haya nada más, se completó el rompecabezas sobrecogedor de la naturaleza, más allá de las imitaciones de los griegos, como completando a Dios, y se reivindicó el yo capaz de la fantasía, del universo propio, de la rareza, del genio.
Y en la búsqueda de los engendros y los caprichos y los desvaríos de la realidad de Dios, en la búsqueda de más y más criaturas del doctor Frankenstein, empezó a tener su propia lógica eso de exhibir seres humanos que —desde las gafas europeas de aquel entonces— parecían eslabones perdidos de la raza humana.
A comienzos del esplendoroso siglo XVI, el emperador Moctezuma, tlatoani de los mexicas, llegó a tener en su poder un repertorio de enanos, de jorobados y de albinos que agachaban la cabeza cuando lo veían pasar. Por aquellos mismos años, uno de los Médici, el jo