El fin de la locura (Trilogía del siglo XX 2)

Jorge Volpi

Fragmento

El fin de la locura

I

AMAR ES DAR LO QUE NO SE TIENE A ALGUIEN QUE NO LO QUIERE

Si ustedes creen haber comprendido,
de seguro se han equivocado.
LACAN, El Seminario, libro I

—¡Basta de ruido!

Los muros de la habitación me resguardaban de su ira, no de sus lamentos: el clamor me perforaba los tímpanos como un disparo a quemarropa. Extraviado, me acerqué a la ventana y aguardé. Al principio sólo padecí una leve sacudida pero los espasmos se hicieron cada vez más estrepitosos mientras un torrente de hormigas —o de esa otra plaga, los humanos— se aproximaba a toda prisa a mi refugio. Los balbuceos se transmutaron en alaridos que lo mismo podían ser producto del gozo o de la cólera: nuestra especie apenas distingue los sonidos de la agonía y del orgasmo. Al taparme los oídos y anhelar una rápida sordera comprobé que mis manos no frenaban las ondas expansivas; si bien esos rebeldes detestaban las reglas, en cambio aullaban al unísono. La turba estaba compuesta por una marea de infantes caprichosos: sólo así podía entenderse la puerilidad de sus consignas y la torpeza de su euforia. ¿Qué pretendían? ¿Por qué vociferaban con tal brío? ¿Ansiaban salvarme, lincharme, maldecirme? Advertía sus rostros maltrechos —sus labios abiertos, sus colmillos, sus lenguas desatadas— muy cerca, al otro lado de la acera. Los insolentes no tardarían en encontrarme y a continuación me golpearían con la misma rabia con la cual reventaban parabrisas y vidrieras. Su marcha me hacía sentir prisionero de una bomba de tiempo o de un reloj torcido: uno, dos, tres, veinte pasos… Cincuenta, cien, mil… Su obstinación reducía el universo a ese convulsivo temblor que presagiaba la muerte de las horas. No soportaba más. Pronto subirían las escaleras, echarían la puerta abajo y me incluirían entre las víctimas de su escarnio. Incapaz de resistir, claudiqué ante sus voces. Ésa era, ay, la revolución.

No me despertó el griterío sino un hedor cavernoso semejante al de un insecticida. Abrí los párpados, envuelto en esa peste que flotaba en la penumbra, sin saber de dónde provenía. Era uno de esos olores intensos y repugnantes que poseen cierto atractivo, similar a los quesos fuertes, la gasolina o la pintura fresca. El ardor en las córneas apenas me permitía distinguir el perfil de mi cuerpo, el brillo de las sábanas, la silueta de la lámpara. Leonora no dormía a mi lado: no me arrullaba su respiración entrecortada ni el calor de sus muslos. De seguro había descubierto la fetidez antes que yo —siempre tuvo el sueño más ligero— y ahora estaría afrontando el estropicio. ¿Un ratón muerto debajo de la cama? Era posible. Sandra me contó que había descubierto una cría en el fondo de su armario; casi vomité al imaginar el cadáver del roedor, ennegrecido y cubierto de gusanos. Me erguí, un poco aturdido, apoyándome en la almohada, e intenté alcanzar el despertador; no tenía idea de la hora, pero debía de ser tarde, tal vez el mediodía, porque debajo de la puerta se colaba un hálito de luz como si un cirujano hubiese trazado una delgada incisión en la penumbra.

Al incorporarme, el tufo se hizo tan fuerte que se tornó casi embriagador. Tardé unos segundos en atisbar el contorno de la ventana, torpemente recubierta con una roñosa manta a cuadros. ¡No reconocía ninguna de las formas que me rodeaban! Me relajé e intenté levantarme. Nunca debí hacerlo: las alfombras habían desaparecido y el contacto con el suelo helado me precipitó de nuevo al lecho. Semejante a un marino que ha extraviado su brújula, no conseguía ubicarme en mi propia casa. ¿Cómo explicarlo? La sed me desgajaba las entrañas, necesitaba una aspirina, o tal vez una cerveza…

Ni siquiera recordaba qué día de la semana era aquél. Sosteniéndome contra el muro, deslicé mis dedos hasta localizar un interruptor. Mi pánico se acentuó: el cuarto se había reducido. Me desplacé unos pasos hacia la ventana y arranqué la tela que la cubría. Las paredes y el techo adquirieron una ridícula tonalidad amarillenta, adornada con paisajes marinos (unos espantosos huracanes), mientras el mobiliario se reducía a un ropero y una cómoda. No había nada más, ningún rastro de las fotografías de Sandra, el tocador de Leonora o mis estanterías; tampoco avisté mi título de médico o mi diploma de la Asociación Psicoanalítica de México.

Si el espacio no se había transformado, yo debía de haber enloquecido. Sólo había dos posibilidades: alguien me había secuestrado o yo había perdido la memoria. Eché otro vistazo: aquel sitio parecía un hotel o una pensión. El tapiz se descamaba como la piel de una serpiente, en los rincones se acumulaban cerros de mugre y el suelo tenía tantos desniveles como un campo de minas. Avivado por mis propios movimientos, el hedor de mi entrepierna se volvió intolerable; sin poder contener la arcada, escupí una masa pegajosa sobre el suelo. Una vez recuperado, abrí el armario y descubrí un espejo. Mi imagen era desoladora: la barba crecida y dispareja, el cuerpo enjuto, las costillas salidas, los tobillos plagados de costras, mi vergonzosa flaccidez. ¿En qué me había convertido? ¿Quién era ése? Me llevé las manos a la cara y, en cuanto observé que mi doble hacía lo mismo, comencé a sollozar. Me precipité hacia la puerta, dispuesto a escapar de aquella pesadilla; afuera se extendía un pasillo largo y anodino. Cerré de inmediato. Tomé una sábana y tallé la mugre de mis manos y pies, pero sólo conseguí pringarlas sin moderar la pestilencia. Volví a la cama y me adormecí de nuevo, plegado sobre mí mismo como un feto.

Al despertar, los murmullos se habían desvanecido, aunque seguía sin saber por qué estaba lejos de mi hogar, de mi familia, de mi consultorio. Mi mundo se había desvanecido para siempre. Como si hubiese renunciado a la cordura, ahora yo era incapaz de distinguir la fantasía de la realidad. Aterrado, me asomé una vez más por la ventana. Miré el cielo blanquecino, opaco y sin esperanzas, extendiéndose sobre un conjunto de edificios grises, altos y estrechos, arrancados de viejos escenarios de película. Abajo —me hallaba en un quinto piso—, una manada de jóvenes corría a toda velocidad para huir de un invisible predador. Entonces alguien aporreó la puerta: sin duda venían por mí. Procuré contener la respiración, pero los golpes no cesaron; se convirtieron en palabras (sin duda eran palabras) y luego en reclamos. Me ovillé en una esquina. Tras unos instantes de paz, una llave se introdujo en la cerradura. Sabían que yo continuaba allí, a su merced.

—¡Ya le he dicho que no puede permanecer en el cuarto todo el día! —me reprendió una anciana menuda y temblorosa—. En algún momento debo limpiar esta pocilga.

Observé su cabello entrecano, su delantal cubierto de manchas, sus dientes quebrados y amarillos, sin adivinar quién podría ser.

—¿Es que no piensa salir nunca? ¡Ya déjeme limpiar!

—¡Váyase al diablo, vieja bruja! —me escuché decir—. ¡No le pago para recibir sus sermones!

—Pues al menos podría limpiarse un poco…

Tenía razón, pero ello no me impidió insultarla

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