La duquesa

Danielle Steel
Danielle Steel

Fragmento

Capítulo 1

1

El castillo Belgrave se erigía en todo su esplendor en el centro de Hertfordshire, como había hecho a lo largo de once generaciones y casi trescientos años desde el siglo XVI. Aparte de algunos elementos más modernos añadidos con posterioridad y unos cuantos detalles decorativos, muy poco había cambiado en su historia. De hecho, sus dueños conservaban las mismas tradiciones desde hacía más de doscientos años, lo que para Phillip, duque de Westerfield, resultaba reconfortante. Era su hogar. La familia Latham había construido el castillo Belgrave, uno de los más grandes de Inglaterra y, gracias a la fortuna del duque, uno de los mejor conservados.

Estaba rodeado por vastas tierras que se extendían hasta donde alcanzaba la vista y que incluían bosques, un gran lago que los guardas mantenían bien provisto de peces, y granjas arrendadas, explotadas por agricultores cuyos antepasados habían sido siervos. El duque lo supervisaba todo desde que su padre murió en un accidente de caza en una hacienda aledaña, cuando él era joven. Y bajo su concienzuda dirección, Belgrave y todas sus tierras y propiedades no habían dejado de prosperar.

A sus setenta y cuatro años, llevaba mucho tiempo instruyendo a su primogénito, Tristan, sobre la administración de la hacienda. Phillip creía que su hijo estaba listo para encargarse de todo y hacerlo de forma responsable, pero abrigaba otras preocupaciones con respecto a él. Tristan tenía cuarenta y cinco años, estaba casado y era padre de dos hijas. El hijo menor del duque, Edward, de cuarenta y dos años, no se había casado y no tenía ningún hijo legítimo, aunque sí incontables ilegítimos. Nadie sabía cuántos exactamente, ni siquiera el propio Edward. También era propenso a darse al juego y a la bebida, así como a cualquier clase de exceso imaginable, sobre todo si tenía que ver con caballos veloces o mujeres. Habría sido una catástrofe de haber sido el primogénito, pero por suerte no lo era, aunque ninguno de sus hijos había tenido un descendiente varón y, por consiguiente, un heredero.

Ambos eran hijos de la primera esposa del duque, Arabella, hija de un conde y prima segunda de Phillip. Poseía una cuantiosa fortuna propia, pertenecía a una familia intachable, de linaje aristocrático, y era una joven de asombrosa belleza cuando se casaron. Ambas familias se mostraron muy satisfechas con esta unión, a pesar de que Phillip tenía veintiocho años y Arabella apenas diecisiete. Causó sensación en su puesta de largo en Londres, en la que se esperaba que conociera a su futuro esposo. Desde luego, ella supo aprovechar la ocasión de manera muy satisfactoria.

Con los años, Phillip descubrió que tenía un carácter frío y estaba mucho más interesada en figurar en sociedad y gozar de las ventajas de ser duquesa que en su marido, y que aún tenía menos interés en sus hijos. Era una mujer muy egocéntrica, aunque admirada por su belleza. Murió a causa de la gripe cuando los niños tenían cuatro y siete años. Phillip los crio solo, si bien tuvo que echar mano de institutrices, de la nutrida servidumbre que tenía contratada y de su madre, la duquesa viuda, que aún vivía en esa época.

En los años posteriores, las jóvenes de las familias que vivían en las proximidades del castillo y las anfitrionas que lo invitaban a fiestas durante su estancia en Londres hicieron todo lo posible para captar su interés. No obstante, sus hijos ya habían cumplido la veintena cuando Phillip conoció a la mujer que lo hechizó por completo y se convirtió en el amor de su vida desde el momento en que la vio.

Marie-Isabelle era hija de un marqués francés, primo hermano del último rey galo que había muerto en la Revolución francesa. Era Borbón por una rama de la familia y Orleans por la otra, con miembros de la realeza en ambas. Nació durante el primer año de la Revolución y poco después mataron a sus padres, incendiaron su château y robaron o destruyeron todas sus pertenencias. Presintiendo lo que se avecinaba, su padre la envió a Inglaterra con unos amigos cuando era solo un bebé, asegurándole de esta forma el porvenir por si en Francia se cumplían sus peores temores.

Marie-Isabelle se había criado feliz en el seno de la familia inglesa que había accedido a acogerla y la adoraba. Era una joven fascinante, de asombrosa belleza, con el pelo casi rubio platino, enormes ojos azules, una figura exquisita y piel de porcelana. Y se quedó tan prendada del duque cuando lo conoció como él de ella. Ambos procedían de buena familia y tenían parientes entre la realeza. Marie-Isabelle se enamoró de él de inmediato.

Se casaron cuatro meses después, cuando ella tenía dieciocho años, y por primera vez en la vida, Phillip conoció la verdadera felicidad, al lado de una mujer a la que adoraba. Como pareja llamaban la atención. Él era alto, de constitución fuerte y elegante, y Marie-Isabelle combinaba las costumbres aristocráticas de los ingleses, entre los que había crecido, con el encanto de los franceses, que llevaba en la sangre. Resultó ser un elemento maravilloso en la vida del duque y, como adoraba Belgrave tanto como él, le ayudó a complementar las reliquias de su familia con nuevas y hermosas piezas decorativas. El castillo resplandecía con su presencia y todos la querían, tanto por su carácter alegre como por la evidente adoración que sentía hacia su marido. Él tenía cincuenta y cinco años cuando se casaron, pero volvía se sentirse como un niño cuando estaba con ella.

Su vida en común era como un cuento de hadas que terminó demasiado pronto. Ella se quedó encinta en su primer año de matrimonio y murió dos días después de dar a luz a una hija a la que llamaron Angélique, porque parecía un ángel, con el mismo pelo rubio platino y los ojos celestes de su madre. Desolado sin Marie-Isabelle, Phillip consagró su vida a su hija, que era la alegría de su existencia. La llevaba a todas partes con él y le enseñó todo lo que sus hermanos sabían sobre la hacienda, incluso más.

Angélique compartía su pasión por sus tierras y su hogar, y poseía el mismo instinto innato para administrarlos. Pasaban muchas horas durante las largas noches de invierno hablando sobre la gestión de Belgrave y las granjas, y en verano cabalgaban juntos mientras él le enseñaba los cambios y mejoras que había llevado a cabo y le explicaba por qué eran importantes. Ella conocía a la perfección el funcionamiento de la hacienda, tenía buena cabeza para los números y las finanzas y le daba buenos consejos.

Phillip contrató una institutriz francesa que educó a Angélique en casa y le enseñó el idioma de su madre. Quería que también hablara francés, al igual que Marie-Isabelle, que lo aprendió gracias a las atenciones de la familia que la acogió.

Cuando creció, Angélique cuidaba de su padre, lo observaba con atención, se preocupaba cuando no se encontraba bien y lo atendía ella misma siempre que caía enfermo. Era la hija ideal y Phillip se sentía culpable por no llevarla a Londres más a menudo. No obstante, le cansaba ir a la gran ciudad y hacía tiempo que había perdido el interés por asistir a bailes y actos de sociedad importantes, aunque en 1821, cuando Angélique tenía doce años, la había llevado a la coronación de su primo, el rey Jorge IV, en la abadía de Westminster. Ella fue uno de los pocos menores presentes, pero el rey no puso objeciones gracias a su estrecha relación. A Angélique le impresionó tanta pompa y boato, así como los posteriores festejos. Phillip, que en esa época tenía sesenta y ocho años y una salud cada vez más frágil, se sintió aliviado cuando regresaron al campo, pero feliz de haberla llevado. Su hija le dijo que jamás lo olvidaría, y habló de ello durante años.

Desde entonces, el duque había pensado a menudo en la puesta de largo de Angélique, el baile que debería organizar en su casa londinense de Grosvenor Square, y en los hombres que allí conocería. Pero no soportaba la idea de exponerla al mundo tan pronto y perderla al dejarla en manos de un marido, quien seguro que la alejaría de él. Era demasiado hermosa para que eso no sucediera, y lo aterraba.

Hacía unos años, había permitido que Tristan, su esposa y sus dos hijas se instalaran en la casa de Londres, ya que él no la utilizaba. Estaba más cómodo y tranquilo en Belgrave; Londres y el ajetreo de la vida social le resultaban agotadores. Y Angélique siempre insistía en que era feliz con él en Hertfordshire y no necesitaba ir a Londres. Prefería estar en casa con su padre.

La esposa de Tristan, Elizabeth, podría haber asumido sin problemas la función de acompañar a Angélique en su presentación en sociedad e incluso haberle organizado un baile, que el duque habría sufragado. Sin embargo, Tristan sufría unos celos enfermizos hacia su hermanastra desde el día en que nació, un sentimiento que empezó con su odio hacia su madrastra y su enfado por el segundo matrimonio de su padre. Pese al linaje real de Marie-Isabelle, Tristan y su hermano menor se referían a ella llamándola «la puta francesa». Su padre lo sabía bien y sentía una pena indescriptible. Y la franca hostilidad del hijo hacia su hermana nada más nacer, le preocupaba cada vez más con el paso de los años.

El mayorazgo dictaba que el título, la hacienda y la mayor parte de su fortuna debían transmitirse a Tristan, y establecía un legado bastante menor para Edward, el benjamín. Él heredaría Dower House, una espléndida mansión dentro de la hacienda en la que vivió su abuela durante muchos años, hasta su muerte. Además, Phillip le había asignado una renta con la que viviría holgadamente si ponía freno a sus locuras. No obstante, si no lo hacía, el duque sabía que su hermano mayor se haría cargo de él, ya que ambos siempre habían estado unidos y Tristan jamás permitiría que acabara en la ruina.

Sin embargo, Phillip no podía dejarle nada a su única hija, aparte de una dote si se casaba. En varias ocasiones había manifestado a Tristan su deseo de que Angélique viviera en el castillo durante el tiempo que ella quisiera, y en la casa de la hacienda, a la que llamaban «casa de campo», cuando envejeciera, si así lo decidía, incluso aunque estuviera casada.

La casa de campo era casi tan grande como Dower House y también requería de una nutrida servidumbre para su buen funcionamiento, pero su padre sabía que a ella le gustaría vivir allí. No obstante, la decisión final dependería de Tristan y de lo generoso que quisiera ser con Angélique, ya que no tenía ninguna obligación legal de mantener a su hermana.

El duque también le había pedido que la ayudara económicamente y le asignara una cantidad apropiada cuando se casara, como correspondía a su posición social y noble cuna. No quería que Angélique se quedara sin un céntimo o la hicieran de lado cuando él muriera, pero, por ley, no tenía forma de impedirlo. Su hija estaría a merced de sus hermanos y no podría heredar directamente de él. Había hablado del tema con Angélique a menudo y ella insistía en que no se preocupara. No necesitaba mucho para ser feliz y, mientras pudiera vivir en Belgrave para siempre, no quería ni podía imaginar nada más. No obstante, al conocer mejor que ella cómo funcionaba el mundo, los peligros del mayorazgo, la dureza del carácter de Tristan y la codicia de su esposa, Phillip pasaba muchas noches en blanco, preocupado por su hija. Y más en los últimos tiempos, sabiéndose mayor y con una salud frágil.

Phillip llevaba un mes enfermo, con una neumonía que no había hecho sino agravarse, y Angélique estaba muy preocupada. El médico lo había visitado varias veces, pero ya llevaba una semana con fiebre. Era noviembre, había hecho más frío que de costumbre y Angélique pidió a las criadas que tuvieran encendida la chimenea de su habitación para que estuviera caliente. Belgrave solía tener corrientes de aire en invierno, y ese año estaba siendo gélido, con nieve desde octubre.

Angélique le leía en voz alta, sentada a la cabecera de su cama, mientras oía el viento en el exterior. Se había quedado dormido varias veces esa tarde. Cuando se despertaba, parecía agitado y las mejillas le brillaban por la fiebre. La señora White, el ama de llaves, entró a verlo mientras dormía y coincidió con la joven en que debían volver a llamar al médico. John Markham, el ayuda de cámara del duque, opinaba igual. Markham estaba a su servicio desde mucho antes de que naciera Angélique y era casi tan viejo como su señor, a quien profesaba una honda devoción. A ninguno le gustaba cómo estaba evolucionando la enfermedad. El duque tenía una tos profunda y convulsiva y no quería comer ni beber, aunque Markham le había llevado varias bandejas a la habitación.

Hobson, el mayordomo, se encargaba de la casa y a menudo competía con Markham por la atención del duque, pero, de momento, con Phillip tan enfermo, Hobson permitía que el ayuda de cámara lo atendiera sin inmiscuirse. Angélique les agradecía la devoción que mostraban por su padre, a quien todo el mundo apreciaba en la casa: lo tenían por un hombre bondadoso que se preocupaba por todos, además de ser un patrón considerado y responsable. Y había enseñado a Angélique a hacer lo mismo.

Ella conocía los nombres de todos sus lacayos y criadas, sus historias y algunas pinceladas de sus orígenes. Y lo mismo de los guardas, los mozos de las caballerizas y los aparceros y sus familias. Hablaba con ellos cuando se los encontraba a lo largo del día, mientras recorría el castillo realizando sus tareas, revisando la ropa blanca con la señora White o escuchando problemas en la cocina. La cocinera, la señora Williams, era una mujer arisca pero de buen corazón que dirigía sus dominios con puño de hierro y daba órdenes a las criadas como un sargento militar, pero las comidas que preparaba eran deliciosas y dignas de cualquier casa distinguida. En ese momento estaba intentando tentar al duque con algunos de sus platos preferidos, pero las bandejas retornaban intactas a la cocina desde hacía tres días. Ella lloraba al verlas y temía que fuera una mala señal, al igual que quienes habían visto al duque. Parecía muy enfermo, y Angélique también se había dado cuenta.

Tenía solo dieciocho años, pero era madura para su edad, sabía cómo llevar la casa de su padre y lo había cuidado muchas veces en los últimos años. No obstante, esa vez era distinto. Llevaba enfermo un mes y no daba muestras de mejoría, y después de tener fiebre durante casi una semana, no estaba reaccionando a los cuidados y atenciones que le prodigaban. Lo único que quería era dormir, lo cual no era nada propio de él. Pese a tener setenta y cuatro años, hasta ese momento había sido un hombre vital e interesado por todo.

Volvieron a llamar al médico, que dijo que no le gustaba el cariz que estaba tomando la situación. Cuando se marchó, Angélique intentó engatusar a su padre para que se tomara el caldo que la señora Williams le había preparado, acompañado de unas finas lonchas de pollo hervido, pero él no quiso ni probarlo y lo rechazó con un gesto de la mano mientras ella lo miraba con lágrimas en los ojos.

—Papá, por favor... prueba la sopa. Está deliciosa, y la señora Williams se molestará si no te tomas al menos un poco.

Intentar discutir con ella le provocó un acceso de tos de cinco minutos, tras lo cual volvió a recostarse en las almohadas, con aspecto de estar agotado. Angélique se dio cuenta de que parecía estar encogiendo, adelgazando y perdiendo las fuerzas, y era innegable que se había debilitado, aunque ella intentara fingir lo contrario. Se quedó dormido con su mano entre las de ella, que no dejaba de observarlo. Markham fue a verlo varias veces: lo miraba desde la puerta y se marchaba sin hacer ruido.

Hobson, el mayordomo, vio a Markham entrar en la cocina.

—¿Cómo está Su Excelencia? —le preguntó en voz baja.

—Más o menos igual —respondió Markham con cara de preocupación, mientras la señora White rondaba cerca para poder oír lo que decían.

La cocina bullía de actividad, aunque ni Angélique ni su padre comían. Iban a subir la cena de la joven en una bandeja, pero aún quedaban veinticinco criados que alimentar. En Belgrave siempre había mucho movimiento, sobre todo en las dependencias del servicio.

—¿Qué va a pasarle a nuestra pequeña? —preguntó la señora White al mayordomo cuando Markham se sentó a cenar con el resto—. Estará a merced de sus hermanos si algo le pasa a Su Excelencia.

—Es inevitable —suspiró Hobson.

Le habría gustado no estar tan preocupado como el ama de llaves, pero lo estaba. Llevaba sirviendo como mayordomo desde que su esposa y su hija habían muerto en una epidemia de gripe. Descubrió que esa vida le convenía y se quedó. A esas alturas, creía que la mejor solución para Angélique sería estar ya casada cuando su padre muriera, bajo la protección de un marido y con una dote de su padre. No obstante, aún era joven, no se había presentado en sociedad ese verano, cuando llegó la primera oportunidad de haberlo hecho, y parecía que no quería. Pero ahora, si su padre no se reponía, sería demasiado tarde, a menos que Tristan se ocupara de presentarla el verano siguiente, lo que no parecía probable. Había dejado claro que el futuro de Angélique no le interesaba. Él tenía dos hijas propias, de dieciséis y diecisiete años, ni la mitad de guapas que su joven tía, quien solo les llevaba un año. Angélique habría sido la estrella de cualquier presentación en sociedad y habría eclipsado a sus hijas, que era lo último que Tristan y su esposa querían.

La señora White y Hobson se sentaron a cenar con el resto y poco después Markham fue a echar otro vistazo al duque. Llevaba todo el día subiendo y bajando. Cuando llegó a la habitación, Su Excelencia estaba dormido y Angélique apenas había probado la cena que le había llevado en una bandeja. Era

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Product added to wishlist