El hechizo de Chichén Itzá

Lucie Dufresne

Fragmento

Título

1. PRELIMINARES

El sol se eleva en el horizonte. Inunda la tierra y el océano con su luz rosada. La brisa marina sacude suavemente la selva, con sus ramas desnudas por la estación seca. El joven hechicero admira el azul del cielo entre las hojas de la inmensa ceiba o ya’axche’ que se levanta en medio de su patio; se trata del árbol preferido de los dioses. Los espíritus cantan. El hombre se alegra; el día pinta bien. Los preparativos están muy avanzados: infusiones, pomadas, filtros, alcohol… Casi no falta nada. Ruidos bruscos llegan desde la cocina. Se trabaja: el cuchillo golpea la tabla, la mano del mortero aporrea vegetales. Son sonidos agradables. El hechicero se acerca. Entre los maderos de la pared ve a un esclavo picar hojas y a otro machacarlas. Los dos operan bajo la mirada grave del padre del hechicero, acostumbrado desde siempre a los rituales. El joven piensa que tiene suerte de poder aprovechar la experiencia de su progenitor; un festival de la luna no puede improvisarse. El viejo mago, a quien la edad ha vuelto venerable, ocupa el puesto de primer orador del santuario en la isla de Kusaamil o “lugar de las golondrinas”, muy famoso por haber sido bendecido por los dioses.

El hijo se frota las manos con satisfacción. Al parecer, el festival será muy concurrido. Según la sacerdotisa que dirige el santuario, siete peregrinas han confirmado su visita, ¡cada una con su escolta! Provienen de diferentes lugares de la península, y una de ellas pertenece a la nobleza de Chichén. Son siete damas que necesitan ayuda para tener hijos. Por costumbre, el santuario sólo recibe a dos o tres, de suerte que la próxima luna será una gran celebración.

Contento, el joven sale de casa, su guarida, para dirigirse al santuario. Lleva su pareja de jaguares: los animales necesitan moverse. Quiere asegurarse de la calidad de los preparativos. Tiene confianza en la mujer que administra el lugar. Más aún, la admiró durante mucho tiempo. Cierta complicidad los unía, recuerdos de amores también; pero ahora… ella se está amargando por la enfermedad.

Después de correr toda la mañana, el hechicero llega a la arboleda que rodea el santuario. Hace sonar el caracol allí amarrado para anunciarse. Se abre la puerta. El joven entra en el recinto con sus dos animales sujetos con correas; le gusta hacer alarde de su poder. Atraviesa la amplia plaza donde se yergue una estela. Lo ve todo muy calmado por el momento. Camina hacia los espacios reservados para las sacerdotisas.

A lo lejos ve a la sacerdotisa líder en la explanada de su residencia, dando instrucciones a un grupo de doncellas que ejecutan un baile. La mujer lleva un sombrero de ala ancha sobre un velo que la cubre casi por completo. El hechicero sabe que ese velo protege su delicada piel de los rayos del sol, al tiempo que oculta los efectos de la enfermedad: cabello escaso, lesiones…

La mujer observa al hechicero que camina hacia ella. Al notar los jaguares aprieta los dientes. Ese hombre… ¡Qué arrogancia! Las bailarinas también ven a los animales. Se agrupan unas con otras. El joven sube a la plataforma, flanqueado por sus felinos. Les ordena que se sienten. Las sacerdotisas retoman el baile. La lideresa cruza los brazos bajo su túnica. La palidez de su rostro resalta lo oscuro de sus ojos; un volcán hierve en ellos.

—¡El mismísimo primer hechicero! Con su escolta… ¿A qué debo semejante honor?

El visitante se inclina.

—Honorable madre de las sacerdotisas, vengo a asegurarme de que todo esté listo. Y a saber cómo estás.

La boca de la mujer se tuerce en una media sonrisa; sabe bien que su salud no le importa mucho a su interlocutor. Sin poder impedirlo, lanza una mirada al pectoral que cuelga del pecho musculoso de éste: un rectángulo de piel de jaguar en el que luce un sol de oro. Como para evitar que los recuerdos la alteren, se concentra en el festival.

—Todo marcha bien; puedes estar tranquilo. Los músicos llegan hoy, así que podremos repetir los bailes y los cantos. Las cocineras vendrán mañana del pueblo. Tenemos víveres e incienso suficientes. Los cuartos para las peregrinas están listos.

—Bien. Todo se organiza también por mi lado. Alcohol, hierbas… Otros dos hechiceros van a ayudarnos y cuatro enanos le han confirmado a mi padre su llegada.

—¡Cuatro! Es la primera vez… Serán cómo los Bakabo’ob que sostienen las esquinas del universo. Tendremos una ceremonia grandiosa.

—Sí. Los dioses están a nuestro favor. Realizaremos milagros.

—Ese es nuestro fuerte, los milagros. La fama del santuario se extenderá aún más.

—Entonces, si todo está bajo control, iré a entrenarme. Debo estar en mi mejor forma. —El joven mira a las bailarinas y ajusta su cinturón, del que pende la vaina de su cuchillo.

De súbito, uno de los jaguares se levanta y salta, empujando a su dueño. El hechicero suelta la correa, sorprendido. Un ratón gordo corre a lo largo de la pared. La mujer grita:

—¡Ch’o’chito!

El jaguar sostiene al roedor entre sus colmillos. Las bailarinas se quedan boquiabiertas frente al sacrilegio. El hechicero emite una orden con fuerza. El jaguar se sienta; inerte, el ratón cuelga de su boca. La mujer vocifera:

—¿No puedes controlar a tus demonios? Yo había domesticado a ese animalito. Venía a verme cada mañana. El ratón, aliado de los gemelos divinos en el Popol Vuh. ¿Te acuerdas?

El hechicero carraspea.

—Lo siento… Se escapó.

Se escucha el ruido de los huesos al romperse. En dos bocados, el jaguar se traga a su presa. El hechicero levanta una mano, impotente.

—Un roedor tan gordito… Hay muchos en la isla. Podrás reemplazarlo.

La mujer aprieta los labios. Si estuvieran solos, lo abofetearía.

—Gracias por tu amable sugerencia —murmura—. Por cierto, ¿por qué no vas a entrenarte a la selva? Habría menos desastres. Aquí vamos a trabajar.

Enojada por la pérdida de su animalito, la mujer apenas se inclina antes de dar la media vuelta hacia las bailarinas. No hay nada que esperar de tal seductor. Que vaya a perderse al final de la isla, si se le antoja. Ella tiene muchas tareas; un mundo que debe hacer funcionar: sacerdotisas, músicos, sirvientas… Y reemplazar a Ch’o’chito. Además, debe encontrar un remedio para que dejen de temblarle manos y brazos. ¿Tal vez un tratamiento de arcilla?

Algo avergonzado pero con la cabeza en alto, el hechicero abandona el santuario. No se va a conmover… ¡por la muerte de un ratón! Claro, la gente prefiere no matarlos, pero fue un accidente… Empieza a correr con sus jaguares, su ejercicio favorito. Al acercarse a la playa suelta a los animales, a quienes alegra la libertad. El joven y sus felinos se dirigen a la punta norte de la isla, por senderos que discurren entre pantanos, manglares y bosques, sin pasar por los dos pueblos que bordean el camino principal. Los jaguares corren, nadan y aterrorizan a la fauna local. Su pelaje se confunde con la vegetación. El dueño vuela tam

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Product added to wishlist