Trilogía La novia gitana (edición pack con: La novia gitana | La red púrpura | La Nena)

Carmen Mola

Fragmento

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Al principio parece un juego. Alguien ha encerrado al niño en un lugar oscuro y él tiene que intentar salir de allí por sus propios medios. Lo primero sería encontrar el interruptor de la luz, pero el niño no lo busca porque piensa que la puerta se va a abrir en cualquier momento.

La puerta no se abre.

También puede ser un concurso de resistencia, gana el que pasa más tiempo en silencio, el que no pide ayuda. El niño pega la oreja a la puerta de madera, desportillada. Oye un ruido ensordecedor, una moto que arranca y se aleja. Entonces comprende que está solo. Si empezara a gritar, notaría el eco de su voz en ese espacio lóbrego, lleno de polvo y humedad; pero está tan asustado que no le sale ni el llanto.

Ahora sí tiene que encontrar el interruptor de la luz. Tantea la pared. Evita los obstáculos, despacio, para no caerse. Hay una bombilla en el techo, tiene que haberla. La habitación cuenta con una ventana estrecha y alargada, en la parte superior de la pared, pero el sol se ha puesto hace una hora y ya solo quedan las primeras sombras de la noche.

No sabe por qué lo han encerrado.

En sus pasos de sonámbulo por la oscuridad tropieza con lo que parece una lavadora. Podría probar a ver si funciona, por lo menos le acompañaría el ruido del agua dando vueltas en el tambor; pero no lo hace. Sigue explorando el lugar, acariciando la pared con una mano, como un ciego. Quiere encontrar el interruptor, pero sus dedos golpean el mango de una herramienta. Es una pala que cae al suelo con estrépito.

El niño rompe a llorar y tarda un poco más de la cuenta en oír un gruñido sordo que proviene de un rincón. No está solo. Hay un animal escondido; no es la primera vez que lo escucha, sabe que por las noches ronda la zona: sus gemidos, sus aullidos son tan fuertes que ha llegado a pensar que era un lobo. Es solo un perro que se ha colado en la nave que hay en la finca, la que se ve desde la ventana de su habitación y a la que nunca le han dejado entrar. Es allí donde lo han encerrado, en la nave prohibida, por eso no reconoce el espacio y no es capaz de manejarse en la oscuridad.

Casi puede ver dos puntitos luminosos en la negrura del fondo. Retrocede por puro instinto. Tiene la impresión de que los puntitos luminosos avanzan hacia él, pero no sabe si es el miedo el que crea esa imagen. No es posible que únicamente se vean dos pequeños destellos. Y, de pronto, deja de verlos. Ahora siente un dolor intenso, agudo, en la pierna. El animal le está mordiendo.

El niño usa las dos manos para apartarlo de su cuerpo. Nota un nuevo ataque y aparta la cara del animal con el pie. Las patadas y los manotazos lo hacen recular. El niño oye jadeos y después nada. No se escucha nada y el silencio le parece mucho más aterrador.

Con sigilo retrocede hasta la puerta, preparado para contener el ataque, si al perro le da por lanzarse de nuevo, y al hacerlo su mano encuentra el interruptor de la luz. Le parece increíble no haberlo localizado antes, pero por alguna razón se saltó justo esa parte de la pared.

Una bombilla torcida cuelga del techo. Ilumina lo suficiente como para comprender que la nave es un almacén de cajas con mantas viejas, cintas de casete, libros, herramientas de labranza, una lavadora, una bicicleta oxidada con una sola rueda y unos cuantos trastos más.

El perro está debajo de una pila con un grifo, un pequeño lavabo. Es un perro callejero al que le falta una pata.

Sin apartar la vista del animal, el niño coge la pala que encontró antes, la que cayó al suelo. El perro gruñe. El niño levanta la pala. Le sorprende ser capaz de manejar ese peso con tanta desenvoltura. Debe de ser el instinto de supervivencia, algo le ha insinuado que en ese encierro no pueden convivir los dos.

El animal se incorpora y cojea lastimosamente hasta el niño. Lo hace de un modo tan remolón que no resulta amenazador. Pero luego empieza a morderle el tobillo como si fuera un hueso al que hay que sacarle hasta la última gota de tuétano. El niño descarga un palazo y el animal se desploma con un leve gañido. Golpea la cabeza del perro varias veces, hasta que ya no puede con el peso de la herramienta. Se sienta en el suelo y se pone a llorar.

Le duele el tobillo, tiene marcados los dientes del animal. También tiene el zapato manchado de sangre. Se lo quita y descubre la herida que el perro le hizo en su primer ataque. Con el miedo ni siquiera se había dado cuenta.

Entonces se va la luz.

El eco duplica los jadeos del niño y él se obliga a contenerlos para ver si es el perro el que respira; pero no es así. El perro está muerto.

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Capítulo 1

 

 

 

 

—¡Su-sa-na!, ¡Su-sa-na!, ¡Su-sa-na!

Las amigas de Susana gritan, aplauden, bailan entusiasmadas, igual que han hecho las de las otras quince o veinte novias que han coincidido hoy, viernes, en el Very Bad Boys, en la calle Orense. Ni un solo hombre entre el público, todo mujeres, celebrando despedidas de soltera o reuniones de amigas; unas se han puesto ridículas diademas con pollas en la frente; otras, bandas de miss cruzando el pecho con el nombre de la homenajeada; un grupo lleva camisetas con la foto de la futura esposa... Las amigas de Susana han sido discretas dentro de lo que cabe: solo tienen tutús rosas de bailarina alrededor de la cintura.

—¡Su-sa-na!, ¡Su-sa-na!, ¡Su-sa-na!

Susana llevaba rato temiendo el momento en que le tocara a ella ser el centro de atención y este ha llegado. Le han correspondido dos bailarines, uno rubio con aspecto de sueco, un vikingo; otro mulato, parece brasileño. Los dos empezaron vestidos de policías, aunque ahora estén casi desnudos, los dos son muy atractivos, de pechos amplios y piernas fuertes, musculados, con el pelo afeitado en los lados de la cabeza y más largo por arriba, depilados por completo y con la piel brillante por el aceite que deben de haberse untado antes de salir a actuar... Solo les queda puesto un pequeño tanga, rojo el del mulato y blanco el del vikingo. Susana teme que le pidan que se los quite con los dientes, como han hecho varias de las novias que la han precedido en el escenario. Si su padre la viera... Por cosas así siente tanta ira hacia ella.

—No te preocupes, no te vamos a hacer nada —le susurra el mulato, tranquilizador, en buen castellano.

Susana no ha acertado, no es brasileño, es cubano.

Está sobre el pequeño escenario, la música es ensordecedora y la han sentado en una silla; los dos bailarines se alternan sobre ella, rozándola con sus genitales, bailando a su alrededor, pasando las manos por todo su cuerpo. Al entrar en el local, todas las invitadas hicieron la misma promesa: «lo que pasa en el Very Bad Boys se queda en el Very Bad Boys», ninguna de sus amigas contará lo que haya ocurrido allí a nadie, mucho menos a Raúl, el que dentro de un par de semanas va a ser su esposo. Está segura de que no va a acabar como una de las novias de antes, la del grupo de las pollas en la frente, se llamaba Rocío: todas pudieron ver cómo uno de los bailarines que la sacaron al escenario —uno vestido de bombero— se ponía nata montada sobre su órgano sexual y ella le pasaba la lengua a lo largo para retirarla, hasta que lo dejó completamente limpio para delirio de sus acompañantes. Ella no va a hacer eso, por mucho que nadie vaya a contarlo. Aunque las amigas la llamen reprimida, como han hecho siempre. Ellas la consideran una beata y su padre, poco más que una zorra, pero no es ni una cosa ni la otra.

No puede ver a sus compañeras, pero las imagina a todas gritando y riendo, a todas menos a una, Cintia. Después tendrá que hablar con ella, recordarle que esto no significa nada, que solo está haciendo lo que todo el mundo espera de una novia en su despedida de soltera.

El mulato cumple su palabra y ni él ni el sueco la ponen en la tesitura de hacer algo que no quiera o de negarse y cortar la diversión de todas. Supone que el vikingo y el cubano ven decenas de novias cada semana y saben hasta dónde pueden llegar con cada una en cuanto la miran. Bailan, terminan de desnudarse, se frotan un poco más contra ella y la ayudan a bajar del escenario, educados y respetuosos, pese al entorno.

Marta, la más lanzada de sus amigas, la que lo ha organizado todo y se empeñó en que Susana no podía casarse sin tener su despedida, le habla al oído.

—¿No te han propuesto que vayas al camerino?

—No.

—Eres una sosa, cuando yo me casé, después de la actuación, fui al camerino con el rubio que ha bailado contigo.

—¿Y qué hiciste?

—Imagínatelo... Eso mismo que estás pensando. Seguro que la tiene el doble de grande que Raúl, aunque a Raúl no se la he visto. La que iba antes que tú, la tal Rocío, se está tirando a sus dos bomberos y a tus dos policías, como si lo viera.

Susana no es así, no piensa follar con un bailarín de estriptis, por mucho que otras novias lo hagan o por mucho que lo hiciera hasta su amiga Marta; no le extraña que su matrimonio solo durara cinco meses. Mira alrededor, temerosa, no ve a la única del grupo que le interesa de verdad.

—¿Y Cintia?

—Se marchó cuando estabas arriba. ¿De dónde has sacado a una amiga tan aburrida?

Cintia es la única de las invitadas que no fue con ella al colegio, la distinta. Debería haber previsto que no congeniaría con las demás. Pero no podía no llamarla para la fiesta, no a ella; en todo caso, podía haber sido la única convidada. Lo que tenía que haber hecho son dos despedidas de soltera, una para Cintia y otra para el resto.

 

 

«¿Por qué te has marchado?»

En el taxi, camino de El Amante, al lado de la calle Mayor, donde van a tomar una copa porque según Marta es el sitio más de moda de Madrid, le ha mandado un wasap a su amiga, pero dos horas después Cintia no lo ha leído, todavía no se han puesto azules las aspas. Al salir de El Amante, vuelve a consultarlo, angustiada, deseando una respuesta.

En esas dos horas les han entrado varios grupos de chicos, las han invitado a copas, la han empujado al baño para compartir una raya de coca y ella se ha negado a aceptarla, han visto a uno que era futbolista, ya retirado, y se han sacado fotos con él. Las amigas por un lado, en grupo; la novia, por el otro, sola con él, abrazada por la cintura... El futbolista sí que le ha propuesto que se fueran juntos, quizá le haya gustado, quizá ha sido el morbo de acostarse con una novia el día de su despedida de soltera. Susana no ha tenido mayor problema en quitárselo de encima, es muy guapa —tanto que en algún momento fantaseó con ser modelo— y está acostumbrada a los moscones desde hace muchos años.

—Ahora nos vamos a un local clandestino que hay cerca de Alonso Martínez —propone Marta—. No cierra hasta por la mañana, tengo la contraseña para entrar.

—Ahora nos vamos a casa, que ya es hora —responde Susana. Y lo dice tan convencida que los intentos de las otras por estirar la noche son más empeños de justificar que la noche ha sido divertida que propuestas reales.

Al bajarse del taxi donde la dejan sus amigas para seguir su juerga, a dos manzanas de casa porque las calles del barrio son un lío y hay que dar muchas vueltas para que el coche la lleve hasta el portal, se da cuenta de que todavía lleva puesto el tutú rosa. Ya se lo quitará arriba. Coge el teléfono y comprueba otra vez que Cintia no ha leído el mensaje que le mandó al salir de la sala de los Boys. Le escribe otro.

«Ya llego a casa, agotada. No te habrás enfadado, ¿no? Te he echado de menos.»

Todo el mundo encuentra ridículo que Susana escriba los wasaps siguiendo fielmente las instrucciones de la Real Academia, sin faltas, sin abreviaturas, respetando los signos de puntuación. Cuando Cintia le conteste lo hará con emoticonos, sin vocales, en un galimatías que a veces le resulta imposible de descifrar. Susana se da cuenta de que en toda la noche apenas ha pensado en Raúl, pero no le sorprende ni le hace cambiar de opinión: se casará con él, aunque su padre deje de hablarle, aunque Cintia se enfade. No es amor, no tiene nada que ver con el amor.

En la calle de Ministriles, donde está el pequeño apartamento de Susana, no se ve un alma. A cualquiera le daría miedo caminar por allí de noche, por una acera oscura en la que el ayuntamiento parece que ha olvidado poner farolas. Pero ella está acostumbrada y no tiene ningún temor, no está dispuesta a vivir con miedo, como siempre ha querido su madre. No va a hacer caso a sus decenas de instrucciones y consejos, no le va a pasar nada, su familia ya ha agotado las dosis de mala suerte para varios siglos. Lo oyó decir en una película: nunca caen dos bombas en el mismo sitio, no hay lugar más seguro que el cráter de un obús.

Cuando siente el golpe en la cabeza y el pañuelo tapándole la boca, no tiene tiempo de reaccionar, le quedaban dos metros para llegar a su portal, ya estaba sacando la llave del bolso, soñaba con acostarse en su cama y comprobar si Cintia había leído sus mensajes... Solo nota que pierde la fuerza, que la arrastran y que la suben a la parte de atrás de un vehículo, tal vez una furgoneta. Nada más.

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Capítulo 2

 

 

 

 

La Quinta de Vista Alegre, en Carabanchel, es una espectacular finca de recreo que tuvo su máximo esplendor en el siglo XIX, cuando se convirtió en lugar de veraneo de la reina María Cristina de Borbón y, más tarde, en residencia del marqués de Salamanca, el constructor que impulsó el barrio de Salamanca en Madrid.

—No me he acercado para no meter la pata. En cuanto la he visto les he llamado —el guarda de seguridad de la Quinta de Vista Alegre está nervioso, deseando que los policías se hagan cargo del cuerpo que ha aparecido allí—. Es la primera vez que me encuentro con una muerta, pero tenía que pasar, esto está muy abandonado.

El subinspector Ángel Zárate lleva muy poco tiempo en la comisaría local, aún no había tenido ocasión de visitar la Quinta y ahora mira a todas partes sorprendido. Han pasado junto a un palacio y atraviesan unos jardines en los que parece haberse detenido el tiempo, en los que sorprendería menos encontrar a una dama vestida con ropas del siglo XIX que a una muerta del XXI.

—Es como el Retiro —comenta admirado.

—Mejor que el Retiro, lo que pasa es que no se cuida. Ya sabe cómo son los políticos, no hay dinero para lo que no los beneficia. Seguro que para sus banquetes y para ir en cochazos no han recortado nada. Aquí hay dos palacetes, el antiguo de la reina y el nuevo del marqués, también una residencia de ancianos y hasta ha habido un orfanato. Decían que iban a alquilar todo a la Universidad de Nueva York para que se instalase aquí y que lo arreglarían, pero nada, ya ve cómo está.

Le aburre la gente que habla mal de los políticos, aunque tengan razón. Es más fácil echarles la culpa que hacer algo para mejorar las cosas. Y los jardines no están mal cuidados, sino mucho mejor mantenidos que cualquier otro parque del distrito. Allí no hay ni pandillas, ni camellos, ni columpios rotos.

—¿Ha dicho que se llamaba...?

—Ramón, para servirle —se apresura a contestar el guardia. No da apellidos.

—¿Cuándo encontró el cadáver, Ramón?

—No hace ni media hora. Menos mal que fui hacia esa zona, la del antiguo orfanato de La Unión. Yo crecí allí, ¿sabe? La verdad es que llevo varios días mosca. Suele haber mendigos que se cuelan por la noche y los últimos días no venían.

—No entiendo la relación.

—Todo tiene siempre relación, señor inspector. Nada pasa porque sí; al final, una cosa lleva a la otra. ¿No ha oído eso que dicen de que el aleteo de una mariposa en Australia puede causar un terremoto aquí?

Lo último que esperaba Zárate era que el guarda de un parque le diera su propia versión del efecto mariposa. Y no le interesa, así que sigue andando al encuentro del cadáver.

—Mire, ahí viene su compañero. Y perdone si hablo demasiado, es la falta de compañía, paso los días solo y, desde que falleció mi esposa, también las noches. Aquí estamos los mendigos y yo. Y ahora la muerta, claro.

Aproximándose a él, ve a Alfredo Costa. Si su compañero tuviera que volver a aprobar las oposiciones para entrar en la policía, lo tendría muy difícil. Siempre le dice a Zárate que cuando tenía su edad estaba hecho una mula, pero ahora, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, no podría perseguir a la carrera ni a su abuela.

—¿Has visto el cadáver? —Zárate está ansioso, los policías jóvenes no tienen muchas oportunidades de investigar un asesinato. Como dice Salvador Santos, su mentor desde joven, el hombre que le animó y ayudó a entrar en el cuerpo: en Madrid se mata poco.

—Sí, lo he visto, pero no me he acercado —Costa ya está de vuelta y no comparte la opinión de Salvador, para él se mata demasiado y, sobre todo, demasiado a las horas en que él se encuentra de guardia—. Y tú tampoco deberías, que después llegan los de la Científica y nos tocan los cojones con lo de la destrucción de pruebas. CSI le ha hecho mucho daño a la policía, lo que yo te diga.

—¿Les has llamado?

—A la vez que a ti, deberían haber llegado ya.

Los dos se acercan al lugar que les señala el guarda de seguridad. Se quedan a algunos metros de la chica. Lleva algo alrededor de la cintura, algo rosa.

—¿Qué es?

—Un tutú. Cuando tengas hijas te hincharás a comprar gilipolleces como esa —Costa tiene dos niñas, de catorce y de diez; si se le escucha, se le quitan a uno las ganas de tener hijos para siempre.

—Yo quiero verlo más de cerca.

—No te metas en líos, ¿cuándo vas a aprender que lo mejor es mantenerse alejado de los problemas? Los ascensos llegan por antigüedad, no por pisar charcos.

Los de la Científica aparecen antes de que Zárate dé un paso hacia el cadáver. Por lo menos, el que viene es Fuentes, uno de los más veteranos. No se cree que está en una serie de televisión, como los otros.

—¿Sabéis quién es?

—No nos hemos arrimado.

—Joder —protesta—. ¿Y cómo sabéis que está muerta?

Los tres se aproximan a la chica, Zárate va observando todo mientras llega junto a ella: morena —si tuviera que apostar diría que gitana—, guapa, pero con la cara descompuesta, como si hubiera sufrido mucho. El tutú está sucio y manchado de sangre, como el resto de su ropa, hecha jirones.

El de la Científica es el primero que la toca, le abre un ojo para ver sus pupilas y se llevan la mayor de las sorpresas. Fuentes da un grito, pero no es por el gusano que sale reptando de la cuenca.

—¡Está viva! Rápido, el maletín.

Uno de sus ayudantes corre hacia él, pero la chica tiene un espasmo, el último. Quién sabe, tal vez, si hubieran llegado antes, podrían haberle salvado la vida. Fuentes suelta el aire y niega con la cabeza.

—Tranquilos, ya está muerta, no le quedaba mucho. Vamos a poner en el informe que la encontramos muerta, así os ahorro el marrón.

—¿Qué le ha pasado? ¿De dónde ha salido el gusano? —Zárate está, a su pesar, descompuesto.

—No toquéis nada, me temo que este caso no es para vosotros. Voy a llamar al comisario Rentero —avisa Fuentes.

Zárate mira alrededor, el parque ha dejado de ser un lugar maravilloso para convertirse en un infierno, en un sitio en donde a las muertas les salen gusanos de los ojos.

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Capítulo 3

 

 

 

 

—¿Una barrita con tomate, señora inspectora?

A Elena Blanco no le gusta nada que Juanito, el camarero rumano que la atiende a diario —eficaz, gamberro y barcelonista—, la llame inspectora en público, pero ya ha desistido de afeárselo.

—¿Tengo cara de querer una barrita con tomate?

No necesita decir nada más para que Juanito saque del frigorífico que hay bajo la barra una botella de grappa friulana joven, una Nonino, la que a ella le gusta por las mañanas, de aspecto transparente y cristalino, con un gusto seco y limpio. Dicen que la grappa no se debe tomar con el estómago vacío, pero Elena Blanco lleva años, muchos años, cerrando con esa bebida las noches en las que dormir no le ha parecido una prioridad.

—Estuvo aquí a primera hora Didí, el vigilante del aparcamiento de debajo de la plaza. Me pidió que le pusiera una copa de su grappa.

—Espero que no lo hicieras.

—No, le puse orujo y se lo bebió sin rechistar. Me contó que anoche una pareja estuvo echando un polvo en la tercera planta del parking.

—¿En un Land Rover rojo?

El rumano sonríe, le hacen gracia las cosas de Elena y por eso le comenta cada rumor detrás del que cree que está ella. De vez en cuando intenta ligársela, aunque ya sabe que es un esfuerzo inútil, tiempo tirado a la basura.

—¿No sería usted, inspectora...?

—No, es que siempre he pensado que, si tuviera que echar un polvo en la tercera planta del parking de debajo de mi casa, lo haría con un tío que tuviera un Land Rover rojo. Ya ves, las hay con suerte que cumplen mis fantasías. ¿Te ha dejado algo para mí Didí?

Juanito mira a todos lados antes de darle una bolsita, atento y preocupado, como si le estuviera entregando el mayor alijo de droga de los narcos colombianos.

—No te asustes, Juanito, que la policía soy yo y no te voy a detener.

—Debería tener cuidado.

—¿Con los Land Rover rojos o con los alijos?

—Con todo.

—No sé cómo te has decidido a cruzar Europa, con lo prudente que eres.

En la bolsa apenas hay unos gramos de marihuana, Didí la cultiva en el jardín de su casa de Camarma de Esteruelas. No tiene producción suficiente para atender a sus dos o tres clientes ni siquiera durante la primera mitad del año. A Elena le sobra, solo se fuma un porro algunas mañanas como la de hoy, esas que siguen a toda una noche bebiendo en bares, en las que visita los aparcamientos con propietarios de coches grandes. Es muy raro que suba a alguno a su casa.

—Cóbrame, Juanito, que me voy a dormir.

 

 

Vivir en la plaza Mayor es un lujo y un incordio. Un lujo porque al asomarte al balcón puedes imaginarte que la ciudad lleva cientos de años pasando por allí; cuatrocientos son los que acaba de cumplir la plaza. Dicen que se han hecho corridas de toros, procesiones, misas, autos sacramentales, juicios de la Santa Inquisición y hasta hogueras para quemar a los condenados. Desde el balcón de Elena se pueden ver, en escorzo y si uno se esfuerza un poco, los dibujos, sorprendentes y coloridos, de la Casa de la Panadería y los espectáculos que el ayuntamiento programa en fiestas. Por eso mismo es un incordio: desde los concursos de chotis en San Isidro hasta el mercadillo de Navidad, todo pasa por debajo de su casa. Ha llegado a ver una exhibición de doma de caballos jerezanos desde el balcón y sin pagar entrada. Ruido, ruido garantizado todo el año.

Los turistas que se concentran en la plaza, los que se hacen fotos con el Spiderman gordo, con los cuerpos de flamencas a los que ellos mismos ponen la cabeza, los que echan monedas a los hombres estatua o a la cabra con hocico de madera, no se creerían que detrás de esas viejas fachadas pudiera haber un piso como el de ella: moderno, minimalista, elegante, de más de doscientos metros cuadrados. Cuando lo heredó de su abuela no era más que el piso abigarrado de objetos de una anciana, ahora podría salir en cualquier revista de decoración.

Para Elena tiene un valor añadido: en un rincón oculto de uno de los balcones hay una cámara que no se ve desde la plaza, escondida de miradas ajenas. La cámara, situada sobre un trípode y protegida por un pequeño voladizo, enfoca siempre hacia el mismo sitio, el arco que da a la calle de Felipe III. Está programada para hacer una foto cada diez segundos y lleva así años, conectada a un ordenador. Elena comprueba que ha funcionado correctamente. Hay miles de fotos desde ayer por la mañana, la última vez que las analizó; ha sacado millones desde que instaló el sistema, aunque ha guardado muy pocas, más por curiosidad que porque le vayan a servir para nada.

Antes de sentarse delante del ordenador, pone música con su iPad. Lo mismo que siempre, una canción de Mina Mazzini: «Vorrei che fosse amore». Escucha, y canta por lo bajo, mientras se fuma el porro que ha liado con la marihuana de Didí. Se desnuda lentamente, el dueño del Land Rover le ha hecho un arañazo en el hombro, se mira en el espejo, a sus casi cincuenta años sigue teniendo prácticamente el mismo cuerpo que a los treinta, no necesita largas horas de gimnasio para mantener los kilos y las redondeces a raya. Se mete en la ducha.

Mientras siente caer el agua, piensa en que quizá hoy tenga suerte, quizá en una de esas miles de fotos aparezca la cara picada por la viruela que busca hace tanto tiempo. El teléfono suena, no se inmuta, lo deja sonar. Solo cuando vuelven a llamar, después de un primer intento fallido, sospecha que pueda ser algo urgente. Envuelta en una toalla, dejando charcos a su paso, contesta.

—¿Rentero? Hoy es mi día libre... ¿Quinta de Vista Alegre? No, no sé dónde está, pero seguro que el navegador sabe... ¿Carabanchel? Perfecto, tardo veinte minutos, o mejor pon treinta. Que me espere allí mi equipo.

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Capítulo 4

 

 

 

 

La previsión de media hora ha sido muy optimista teniendo en cuenta el tráfico de un lunes por la mañana en Madrid. La inspectora Blanco ha tardado casi una hora en llegar, puede ver ya a su equipo en acción y se siente orgullosa: están haciendo lo que ella habría ordenado.

—El cadáver no tiene mucho peor aspecto que tú... ¿Tuviste noche de jarana?

Buendía, el forense del equipo, es una de las pocas personas a las que Elena permite un comentario así. Lleva años trabajando con él, le fiaría su vida si fuera preciso, aunque espera que no lo sea: a Elena no le gusta dejar nada importante en manos de nadie que no sea ella misma.

De haber tenido algo más de margen, se habría maquillado mejor y habría tapado los efectos de la noche en vela. Solo le ha dado tiempo a ponerse unos vaqueros y una camiseta, a peinarse un poco y a tomarse una pastilla de paracetamol. Ahora sí que necesita un café más que una grappa, en cuanto pueda hará que vayan a buscarle uno.

—¿Ha llegado Rentero?

—Yo no lo he visto, no creo que venga... El cadáver está por allí.

La inspectora Elena Blanco, jefa de equipo de la Brigada de Análisis de Casos, nunca había estado en la Quinta de Vista Alegre. Admira fascinada —como todos los que han acudido esa mañana a ese lugar— los jardines, los palacios, las estatuas. Muy descuidados, pero quizá por ello mucho más atractivos, así se nota que no es una recreación a la manera de los parques de atracciones americanos, que allí hay historia de verdad, que quizá una reina de España plantara su culo en el mismo sitio en el que se ha sentado un policía viejo, que mira a todos los presentes como si aquello no le interesara lo más mínimo.

—¿Quién es?

—El agente Costa —le contesta Buendía—. Es uno de los policías que han respondido al aviso del cadáver. Está deseando marcharse, no como su compañero, un tal Ángel Zárate. Se mete por medio, quiere estar al tanto de todo. Ya ha tenido dos enganchadas con Chesca.

—¿Es joven ese Zárate?

—Poco más de treinta. Ya sabes cómo son los jóvenes. Está jodido porque le quitamos el caso.

—De buena gana se lo devolvería.

No es normal que la BAC se haga cargo de un caso que se inicia en ese momento. Ellos suelen entrar después. Son un departamento especial del cuerpo que se encarga de investigaciones que se tuercen, unas veces por incompetencia de los policías que las llevan o porque se sospeche que haya intereses personales de los agentes; otras, simplemente, porque se han ido embarullando de tal manera que es difícil deshacer los nudos... En Estados Unidos los considerarían una especie de superpolicías, en España no hay nada de eso, solo son los que se comen los marrones después que los demás, los que no tienen ya nadie en quien delegar. La única diferencia es que cuentan con más medios que cualquier otro departamento.

—¿Qué es lo que lleva el cadáver alrededor de la cintura? —como a todos, es lo primero que llama la atención a Elena.

—Un tutú de ballet. Dicen que puede ser...

—... de una despedida de soltera —completa la inspectora.

Gracias a la situación de su piso, esa es otra de las materias acerca de las que podría dar conferencias. Rara es la despedida de soltera que no pasa bajo su balcón. Al principio eran grupos de ingleses borrachos hasta las cejas, se les unieron las inglesas, igual de borrachas; después grupos de franceses, de italianos, de españoles... Lo de los tutús lo ha visto bastante, también velos de novias y lencería sobre la ropa. El no va más siguen siendo las pollas de plástico a modo de diadema.

—Chesca, Orduño, acercaos.

Ellos también son miembros de la BAC. Buenos policías, jóvenes, entusiastas, atléticos, a los que Elena recurre siempre que puede ser necesario usar los músculos además de la cabeza. Orduño procede de los Geos; Chesca era una agente de la Brigada de Homicidios y Desaparecidos. La inspectora Blanco los escogió personalmente, junto con Buendía, el forense, y Mariajo, su peculiar experta en informática; son las personas en las que más confía.

—A tus órdenes, inspectora —le ha costado a Elena que Orduño abandonara las formas militares, pero poco a poco lo va consiguiendo, por lo menos ya es capaz de tutearla.

—Echad a toda la gente que hay alrededor del cadáver. Lo dudo, pero si hay alguna pista que no haya sido pisoteada la quiero. Y es posible que la víctima estuviera en una despedida de soltera, a ver si nos enteramos de algo.

Órdenes precisas y claras, ya tendrán tiempo para elaborar teorías cuando se reúnan en las oficinas de la BAC. Todos saben cómo le gusta trabajar a Elena y todos la respetan.

—Inspectora, los policías que acudieron cuando se descubrió el cadáver...

—Ángel Zárate y su compañero, ¿no? Tranquila, Chesca, yo me encargo, ya me ha hablado Buendía de ellos.

Ha localizado a Zárate con la mirada, pero prefiere esperar antes de hablar con él, ver cómo se mueve. No le gusta enemistarse con sus compañeros, los policías a los que la BAC sustituye, pero sabe que es casi imposible evitarlo. Enemistarse con los demás policías es el mayor defecto de Chesca, es como si el resto del mundo fuera su contrincante y la BAC, su familia. Menos mal que Orduño suele ser mucho más diplomático.

—Ya estamos en marcha, Buendía. Y ahora cuéntame por qué nos ha llamado Rentero.

Buendía sabe que debe ser muy objetivo y directo con ella, no se anda por las ramas.

—El primero que se acercó al cadáver fue Fuentes, de la Científica. Es un buen policía, veterano, le conozco hace años. Al levantarle el párpado a la víctima observó que salía un gusano. No podía ser de descomposición porque la mujer acababa de expirar.

—¿Entonces?

—Cuestión de suerte: hace unos años, Fuentes trabajó en el asesinato de otra mujer exactamente en las mismas circunstancias, un asesinato ritual espeluznante. Ha temido que fuera lo mismo. Por eso llamó a Rentero y Rentero nos llamó a nosotros.

—Vaya, ya estamos con lo de los asesinos en serie. ¿No se puede prohibir que los agentes vean películas?

—No te lo tomes a broma, Elena. Me llevo el cadáver al anatómico forense para hacerle la autopsia esta misma mañana.

—Te sigo enseguida. Voy a hablar con ese tal Zárate.

No necesita acercarse, Zárate ya ha descubierto que es la que manda y llega hasta ella, para protestar por haber sido apartado.

—¿Es usted la jefa de este equipo? —la aborda altivo.

—Me han dicho que has sido tú el que ha respondido al aviso del cadáver —Elena ignora su pregunta para hacerle ver quién marca las reglas—. Soy la inspectora Blanco, jefa de equipo de la BAC.

—Entonces es cierto que la BAC existe...

Blanco se sorprende por su respuesta sarcástica, le mira y lo aprecia como un hombre muy atractivo: moreno, con el cuerpo trabajado en el gimnasio como la mayor parte de los agentes jóvenes... Si tuviera un todoterreno rojo y Elena se lo encontrara en una noche de diversión, no dudaría en llevarlo al aparcamiento de Didí.

—Somos nosotros quienes nos vamos a hacer cargo del caso.

—¿Por qué? Está en la jurisdicción de mi comisaría.

—¿Por qué? Pues porque la vida es injusta y porque sí, la BAC existe. Se lo comunicaremos a tus superiores. Haz el favor de no inmiscuirte en las tareas de recogida de pruebas.

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Capítulo 5

 

 

 

 

A Elena no le ha dado tiempo a ir a casa a cambiarse de ropa, se ha tenido que poner la bata, así como el gorrito y la mascarilla, con la que obligan a entrar en la sala de autopsias, sobre los mismos vaqueros y la camiseta con los que fue a la Quinta de Vista Alegre. No le gusta ir vestida así, en cualquier momento la llama Rentero y debe ir a algún restaurante de los caros o al bar de algún hotel de cinco estrellas, los lugares en donde su jefe se siente a gusto, en donde prefiere reunirse con ella.

—¿Has descubierto ya algo, Buendía?

—Te estábamos esperando para empezar —la recibe el forense con todo listo—. De momento solo la hemos examinado por fuera.

—¿Alguna pista sobre quién es la novia gitana? —por ahora la llaman así, por los rasgos, a falta de un nombre.

—Hay un tatuaje con una mariposa, se le han sacado fotos, cuando acabemos te las envío.

El tatuaje está en el omóplato derecho, no es demasiado llamativo. Una mariposa bonita, coloreada con rojo, verde, azul y negro.

—¿Alguna mariposa en concreto? Me refiero a si puede tener algún significado especial —de repente a Elena se le ha ocurrido que tal vez sea la misma mariposa en la que se convertiría el gusano que salió de su ojo. En el fondo, una mariposa y un gusano son lo mismo.

—No tengo ni idea de mariposas, nos enteraremos.

Buendía le muestra los dedos de la chica.

—Mira debajo de las uñas, hay restos de piel.

—¿Pueden ser de su asesino?

—O suyos, si se ha rascado, o de su novio, o de cualquiera —rebaja Buendía las expectativas de la inspectora—. Sacamos muestras y lo analizamos.

—¿La han violado? —Elena sabe que en los casos de violencia contra mujeres no es extraño que se haya abusado de ellas antes o inmediatamente después de su muerte.

—No. Lo indagaremos más a fondo, pero no parece que haya sido violada.

A Elena le gusta ver trabajar a Buendía: meticuloso, ordenado, con el pulso más firme que ha visto en su vida. A su alrededor se mueven, igual de eficaces, las dos auxiliares que siempre asisten a las autopsias con él, silenciosas, sin nombre.

—Mira aquí.

Buendía le señala tres pequeños agujeros en el cráneo unidos por un corte en forma de círculo. La muerta tiene esa zona de la cabeza afeitada. Una de las pocas cosas en las que Elena Blanco se fijó cuando vio su cadáver en la Quinta de Vista Alegre fue en su pelo, negro, largo y, de haber estado limpio de sangre, precioso...

—El corte circular es rudimentario y superficial, quizá un cuchillo afilado o un cúter, parece que solo sirve para unir las incisiones o marcar dónde debían hacerse. Seguramente han usado un taladro eléctrico, uno pequeño, de alta precisión, para hacerle los agujeros. Hay gusanos dentro.

—¿Dentro de los agujeros? —Elena está asqueada, aunque no lo demostrará delante de sus compañeros.

—Me temo que dentro del cráneo, pero eso no te lo voy a decir hasta que lo abra. No es agradable, mejor apártate.

Elena se siente obligada a quedarse, por muy desagradable que sea ver cómo seccionan el cráneo de una joven. Solo una llamada de móvil le permite alejarse unos segundos.

—¿Rentero? Por fin me llamas... ¿En el bar de la Facultad de Medicina en quince minutos?... Perfecto, allí nos vemos.

Todavía tiene tiempo de ver a Buendía usando el cincel de cráneo y la sierra circular con aspiración. Sus ayudantes ya tienen preparado un aparato con el que levantar la bóveda craneal.

—Bien...

Dentro solo hay gusanos, gusanos que han debido de comerse todo el cerebro de esa joven.

—Voy a tener que llamar a un entomólogo, a ver qué nos puede contar de esto —poco más puede decir Buendía.

 

 

Manuel Rentero, comisario, director adjunto operativo y número dos de la policía española, la está esperando sentado en una de las mesas de la cafetería de la Facultad de Medicina.

—¿Has hablado con tu madre? —le pregunta a modo de bienvenida.

No solo es su jefe, fue un buen amigo de su padre y, tras su muerte, ha mantenido la amistad con su madre. La ve más a menudo que la misma Elena.

—Seguro que eres tú el que me va a decir dónde está.

—¿No lo sabes? En el lago Como, siempre pasa allí el final de la primavera. ¿Cuánto hace que no vas a verla?

—Lo mismo aprovecho las vacaciones —Elena tiene que contenerse para no tirar en exceso de ironía, hace muchos años que no sigue las costumbres de su familia. De cualquier forma, no quiere herir a Rentero, aunque pertenezca a una clase tan alta como sus padres, trabaja y es un buen jefe—. Vengo de la autopsia de la chica de esta mañana. Le han hecho una barbaridad.

—¿Gusanos?

—¿Cómo lo sabes?

—Lo suponía. Susana Macaya, veintitrés años, medio gitana y medio paya —Rentero pone ante ella el historial de la muerta. Ya tiene nombre por el que llamarla: Susana—. Hubo un caso similar hace siete años.

—¿Similar o idéntico?

—La muerta de entonces se llamaba Lara, Lara Macaya, era hermana de Susana y también estaba a punto de casarse.

Elena Blanco no dice nada, pero acaba de convencerse de que ese caso es suyo y de que va a meter en la cárcel al que lo haya hecho. Para esto se hizo policía. Dos hermanas muertas a punto de casarse, con la cabeza llena de gusanos. Ahora entiende por qué han llamado a la BAC.

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Capítulo 6

 

 

 

 

—Entonces, aunque han llegado después, ¿ahora mandan ellos?

Zárate está frustrado y de buena gana obligaría a callarse al guarda de la Quinta de Vista Alegre, como si el pobre hombre tuviera la culpa de que a Costa y a él los hayan dejado de lado. Por allí andan los policías de la BAC, despreciando a los demás. La jefa ya no está, pero una más joven se mueve de un lado para otro mirando a los agentes uniformados como si fueran inferiores.

—Lo que importa es pillar al que se ha cargado a la chica, ¿no? Da igual si mandan ellos o nosotros, no es asunto suyo. Supongo que no hay cámaras.

—No, ni cámaras, ni nada. Solo yo. Y un jardinero que viene una vez cada quince días. Hace unos años instalaron riego por goteo en los jardines, antes venía más a menudo.

—¿Y vienen muchos visitantes?

—Apenas nadie, hay vecinos del barrio que quieren que se abra el parque al público, pero de momento, nada. Aquí dentro solo estoy yo y los mendigos que se cuelan.

—¿Ha habido algún robo o algo así?

—Esto es tranquilo, como mucho pequeños incendios en invierno. Los mendigos encienden hogueras, se emborrachan y a veces se les va de las manos o se pelean entre ellos. Pero no ha pasado nada grave, gracias a Dios.

—Y me decía que hace días que no aparecen los mendigos.

—Sí. Y me extraña. Hace buen tiempo, no es mal sitio para dormir. Yo intentaría hablar con ellos.

—Sé hacer mi trabajo —responde antipático—. Hablaré con ellos cuando corresponda.

No debería perder tan fácilmente la paciencia; Salvador Santos, su mentor, le insiste siempre en eso, en que sepa escuchar, en que no eche en saco roto lo que dicen los testigos, en que aprenda a distinguir el trigo de la paja. Sabe que tiene razón, pero hoy está enfadado, le fastidia que les hayan quitado el caso, que esa inspectora le haya tratado como si fuera un simple agente de movilidad.

Hace un rato encontraron el bolso de la chica, Zárate se ha enterado de su nombre, Susana Macaya, porque se lo escuchó decir por teléfono a uno de los de la brigada mientras se lo comunicaba a sus jefes. También les ha visto sacar moldes de huellas de zapatos, había unas grandes, de un hombre pesado, que parecían prometedoras; han guardado una bolsa de un supermercado de la que quizá puedan sacar impresiones digitales. Él no la hubiera recogido, tenía pinta de ser una bolsa que ha llevado el viento hasta allí, pero, claro, no la ha visto de cerca, tal vez hayan reparado en algo que él de lejos no ha sido capaz de apreciar. Debe reconocer que los agentes de la BAC trabajan bien, organizados, sin dejarse ni un centímetro por escrutar. Si no fueran tan prepotentes...

—Me han dicho que ya nos podemos marchar —Costa lo estaba deseando desde que encontraron el cadáver.

—Yo me quedo —se empeña Zárate.

—No te hacía tan gilipollas, el caso lo han cogido los de la BAC, olvídate de él.

—¿Tú sabes dónde tienen estos las oficinas?

—No, ni yo, ni nadie. Ni siquiera sabía si existían de verdad. Nosotros somos como párrocos de pueblo y ellos son los mandamases del Vaticano, nada que ver. Olvídate de esto, te quedan muchos años por delante, te vas a hartar de investigar asesinatos.

—Márchate tú, mañana te veo.

Costa se va, cabreado. Zárate sigue curioseando, de un lado a otro. Se mete dentro de la zona que han precintado los de la brigada. Ve una colilla de cigarrillo, se agacha a recogerla para meterla en una bolsa de pruebas.

—¿Qué coño haces? —la policía borde llega hasta él, prácticamente le arrebata la bolsa de la mano—. Haz el favor de salir de la zona acotada.

—Soy policía y ahí había una colilla que se te ha escapado.

—Me da igual quién te creas, para mí eres un guarda jurado. El caso es nuestro y tú te sales. ¿O quieres que te saque yo?

—¿Sí?, ¿me vas a sacar? ¿Cómo?

Los dos se enfrentan, brazos abajo, chocando sus pechos, como hacían de niños en el colegio. La diferencia es que ya no están en el recreo, él va de uniforme y ella lleva un chaleco con las letras BAC en la espalda. El otro, el cachas, se acerca, más conciliador.

—Venga, Chesca, vuelve al trabajo. Zárate te llamas, ¿no? Soy Orduño. Perdona a mi compañera, se pone muy nerviosa.

—Pues que se tranquilice.

—Venga, que estamos todos en el mismo bando. Nos ha tocado el caso a nosotros, no te hagas mala sangre. ¿Quién sabe si tú otro día te quedas con un caso nuestro?

Le acompaña, por la fuerza, pero sin que se note demasiado, fuera del terreno acotado. Zárate se aleja y, cuando está lo bastante apartado para que nadie le vea, se lleva la mano al bolsillo. Se pregunta cuánto tiempo tardará esa agente de la BAC en echar de menos su cartera.

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Capítulo 7

 

 

 

 

Las oficinas de la Brigada de Análisis de Casos no están dentro de una comisaría, ni siquiera en un edificio oficial. Ocupan la cuarta planta de un inmueble normal de la calle Barquillo, rodeadas de empresas convencionales, una de informática que programa juegos de ordenador, otra de seguros, una empresa de brókeres de bolsa. Allí no hay ni uniformes, ni armas a la vista, ni letreros que indiquen lo que se hace dentro. Lo único que diferencia a los trabajadores de la cuarta planta es que casi todos están en forma, en especial Chesca y Orduño. La sala de reuniones es como la de cualquier empresa: una mesa, sillas, una gran pizarra blanca, un dispensador de agua en una esquina...

En la Brigada de Análisis de Casos no se guardan pistas en secreto, todos hacen su trabajo y lo ponen en común. La verdadera investigación se hace en esta sala, analizando lo que se va encontrando; cuando están metidos en un caso hay reuniones diarias, a veces más de una, para mantener a los miembros del equipo perfectamente informados. Solo han pasado unas horas desde el hallazgo del cadáver y ya tienen que presentar sus pesquisas, o bien sus intuiciones. La primera en hablar es la inspectora Elena Blanco, que acaba de compartir los primeros datos del informe de la novia gitana.

—De momento, la prensa está fuera, aunque Rentero no sabe cuánto podrá aguantarla, así que no habléis con nadie —les dice—. La víctima, como ya sabéis, se llama Susana Macaya, tenía veintitrés años, era medio gitana y medio paya y puede ser que estuviera de despedida de soltera.

—¿Se ha confirmado ya con la familia?

—No, todavía no les hemos informado de la muerte. Vienen hacia acá, yo hablaré con ellos —Elena se ha guardado lo mejor para el final—: Hay un elemento especial, el que hace que nos hayan dado el caso a nosotros; bueno, dos. El primero es la causa de la muerte: parece ser que los gusanos le han comido el cerebro. El segundo es que una hermana de Susana, Lara, murió de la misma forma hace siete años.

Todos se quedan en silencio, procesando la información, hasta que Orduño se atreve a preguntar:

—¿No se descubrió entonces al asesino?

—Ese es el tercer elemento discordante de la historia. El asesino de Lara Macaya está en la cárcel, cumpliendo condena.

—¿Puede haber un copycat, alguien que esté copiando la forma de matar a una hermana para cargarse a la otra?

—Es lo que tenemos que averiguar, Chesca: cotejaremos todos los detalles a medida que los tengamos. Quiero que estudiemos el caso de la hermana para ver hasta qué punto son iguales o si solo se parecen. Pero vamos por orden, lo primero es enterarse de si de verdad estaba en una despedida de soltera, dónde se celebró, quién iba con ella, si pasó algo...

—¿Sabemos quién era el novio?

—Ni idea, pero me enteraré ahora, cuando hable con los padres. ¿Te ocupas tú de localizar a las amigas en cuanto sepamos algo, Orduño?

—Me pongo ya, no hay tantos locales en Madrid en los que se celebren despedidas. Supongo que teniendo su nombre encontraremos dónde estuvieron, tendrían que hacer una reserva.

—Muy bien —lo que más le gusta a la inspectora de su equipo es que tengan iniciativa y no esperen a que ella les diga cómo hacer las cosas—. Mariajo, hemos localizado el bolso de la víctima. Su teléfono está apagado, supongo que se quedó sin batería. ¿Te encargas de ponerlo a funcionar y ver qué había dentro?

—Sí, sin problema.

Mariajo es la última persona de la que nadie esperaría que fuese una hacker extremadamente competente. No se trata de un joven huraño, con más relación con los ordenadores que con las personas, sino de una encantadora abuelita —hace tiempo que dejó atrás los sesenta— sin nietos, de las que siempre aconsejan remedios de toda la vida para el catarro o el dolor de cabeza, de las que llevan bizcochos para sus compañeros y de las que mata los ratos libres haciendo crucigramas. Pero, cuando se sienta delante de un teclado, se transforma. Si alguien es capaz de averiguar todo lo que haya en la red sobre Susana Macaya, es ella.

—Cuando se registre su casa fijaos bien en si hay ordenadores, tablets o lo que sea. Voy a mirar sus redes sociales, a ver qué encontramos —remata.

—Confío en ti, Mariajo —le dice Elena antes de volverse hacia Orduño—. Quiero que busquéis cámaras en los alrededores del portal de Susana.

Orduño asiente.

—¿Qué tenemos del lugar donde se encontró el cadáver?

—Además del bolso de la víctima, hemos recogido una bolsa de plástico con manchas dentro, creo que de sangre, lo que no quiere decir que no se trate de sangre de unos filetes de ternera; también una colilla de cigarrillo...

—¿Nada que sea más prometedor?

—Unas huellas de pisadas. Profundas. Casi con toda seguridad son de alguien que cargó con Susana, es decir, su asesino. Zapatos masculinos, talla cuarenta y cinco. Se ha mandado todo a analizar.

—¿Os contó algo interesante ese policía que llegó antes que nosotros?

—Ese no se enteraría de nada ni aunque hubiera presenciado el crimen —se nota que a Chesca no le ha caído nada bien su compañero de la comisaría de Carabanchel—. No sé por qué aprueban en la academia a tipos tan obtusos.

Elena no le da mucha importancia, en todos y cada uno de los casos hay un policía del que Chesca piensa lo mismo. Ha llegado el momento de Buendía...

—Todavía no puedo contar mucho, esta tarde he quedado con un entomólogo para ver si nos puede iluminar un poco. Lo que parece claro es que a la víctima se le hicieron unos agujeros en el cráneo, probablemente con un torno eléctrico de dentista, y un corte en forma de círculo que los unió. En los agujeros hay restos de polietileno, policloruro de vinilideno y policloruro de vinilo, es decir, se hicieron con la cabeza cubierta por una bolsa de plástico. Puede ser esa que habéis encontrado. Ya la he mandado a analizar. Le habían sujetado las manos con cinta de embalar, de la normal, la que se compra en cualquier sitio. Se están haciendo análisis para ver si la chica estaba drogada con alguna sustancia. Mañana os podré decir mucho más.

—Gracias, Buendía. Se levanta la reunión, todos a trabajar.

Antes de salir, Chesca se acerca a Elena para pedirle que la libere media hora.

—Es que he perdido la cartera.

—¿No te la habrán robado…? No sé si fiarme de una policía que se deja robar la cartera. Qué decepción, Chesca —Elena sabe que a Chesca hay que bajarle las ínfulas de vez en cuando—. Tómate el tiempo que necesites.

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Capítulo 8

 

 

 

 

Miguel Vistas enseña a Carlos —un preso joven, de poco más de veinte años, al que todos conocen como el Caracas— a colgar el negativo de las fotografías para su secado.

—Caracas, ten cuidado, es una foto, no las bragas de tu novia. Tiéndela con cariño.

El resto de los alumnos está a lo suyo, no les interesa ni lo más mínimo la clase: uno dormita, otro escucha música con auriculares, otro simplemente está allí, absorto en sus pensamientos. Suena un timbre.

—Ya es la hora, el miércoles seguimos.

Solo el Caracas se queda a ayudar a Miguel a recogerlo todo, los demás salen del taller. Por lo menos hoy no han estado revolucionados, parecen dormidos. Apenas hay cinco apuntados y casi nunca asisten más de tres al curso de fotografía del Centro Penitenciario Madrid VII, en Estremera. A ninguno le interesa la fotografía, el único valor que tiene el curso es que sirve para demostrar buen comportamiento y, según los tipos de pena, lograr más días de permiso. Al primero al que no le interesa nada en absoluto es a Miguel Vistas, el instructor, un preso como los demás. Él sabe, como cualquiera, que las fotos con película, negativo, revelado y papel son el pasado, que pronto será imposible conseguir los aparatos y los componentes químicos necesarios; están asistiendo a los estertores de su arte. Los ordenadores, la fotografía digital, han acabado con todo eso. Es lo que les dice al empezar el curso, que con un móvil se pueden hacer fotos cojonudas. Pero, mientras le sigan permitiendo impartir la clase, tendrá algo de dinero para gastar en el economato del centro.

—¿Sabes algo de tu recurso, Caracas?

El Caracas no es un delincuente de verdad, solo un pardillo al que metieron droga en la maleta en el aeropuerto de Caracas, de ahí el apodo. Un pobre chaval que no debería estar en la cárcel: la cárcel es para los malos, no para los tontos.

—Todavía nada, a ver si me contestan pronto.

—Putos abogados —responde Miguel, que sabe que es lo que los internos quieren oír. Allí todos son inocentes y están entre rejas porque han sido maltratados en el juicio.

—Putos abogados, sí. El peor, el mío —no hay nadie que hable más de abogados que los presos. De abogados, de recursos, de jueces, de permisos, de reducciones de penas... Todos acaban entendiendo de leyes más que cualquier ciudadano.

Miguel Vistas es un preso más, pero no es como el resto de sus compañeros. En la cárcel todos aprovechan el tiempo libre para pasarlo en el gimnasio, ponerse cachas, hacerse tatuajes y cortes de pelo que indiquen lo duros que son. Miguel, no, Miguel tiene unos cuarenta años, está regordete y, cuando pasea por el patio, casi siempre solo, parece un padre de familia de cualquier barrio residencial de Madrid que disfruta del fin de semana vestido con su chándal comprado en las rebajas del Alcampo.

Según consta en su expediente, Miguel asesinó a una chica medio gitana de poco más de veinte años que estaba a punto de casarse. Fue un crimen especialmente brutal, le hizo tres agujeros en el cráneo y le introdujo gusanos, unos gusanos que le comieron el cerebro. La chica tardó casi una semana en morir, consciente, entre dolores terroríficos. Miguel Vistas continúa asegurando que él es inocente, que no merece estar allí, expuesto a las venganzas de otros gitanos. Por eso prefiere no hablar, que ninguno de los recién llegados se entere de lo que le ha llevado allí, que caiga en el olvido. Aunque a veces se permite adoptar un aire misterioso cuando le preguntan por su caso, para que piensen que sí puede ser culpable. En la cárcel, la etiqueta de asesino atroz concede prestigio.

—A mí me ha pedido una reunión un abogado nuevo —le cuenta al Caracas—. No sé qué querrá, ya no confío en nadie. Lo atiendo para ver si consigue que me den un pase de fin de semana. ¿Sabes cuánto hace que no piso la calle? Siete años. Cuando salga, no voy a conocer nada.

—Está todo igual que antes. Me voy, luego te veo, que tengo que lavar la ropa del Mataviejas.

—Que no te oiga llamarle así.

El Caracas, como muchas veces Miguel, tiene que hacer de criado para los presos duros de verdad: lavar la ropa, limpiar la celda... El Mataviejas es uno que se cargó a tres ancianas para quedarse con sus ahorros. Nada más ingresar, otro preso le quiso dar una paliza, por si había violado a las viejas, siguiendo ese viejo y absurdo código de la cárcel de que hay que castigar a los violadores, los violetas. El Mataviejas demostró que no iba a permitir que nadie le tratara como tratan al Caracas, que él era un tipo de cuidado: mató al justiciero con un punzón fabricado con el mango de una cuchara.

—No te preocupes, delante de él le llamo hasta señor. No quiero que me jodan.

—Si no me haces caso, acabarán jodiéndote. ¿No vives bien cuando haces lo que te aconsejo? Aunque aquí, tarde o temprano, uno acaba jodido —Miguel Vistas sabe de qué habla.

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Capítulo 9

 

 

 

 

Zárate ha dejado la moto en la plaza del Rey, donde está la Casa de las Siete Chimeneas —el lugar en donde dicen que ronda el fantasma de una amante del rey Felipe II—, y ha ido por la calle Barquillo buscando el número que aparecía en el recibo de taxi que encontró en la cartera de la policía borde de la brigada. No está orgulloso de habérsela robado, pero quiere ir a la BAC y era la única forma de saber adónde dirigirse. Tampoco está seguro de que vaya a dar con lo que busca en ese edificio antiguo y elegante, lo del recibo de taxi no ha sido más que una corazonada, pero tiene que intentarlo, no quiere quedarse fuera del caso así como así.

—¿A la cuarta planta? No me han avisado de que esperaran ninguna visita. Me tendría que haber llegado la comunicación. Si quiere, póngase en contacto con ellos por teléfono y que me avisen; de lo contrario no le puedo dejar pasar —demasiado interés por las visitas a la oficina para ser un simple portero.

—Soy policía.

Al portero no parece importarle mucho la placa que Zárate le enseña. No le dejaría entrar si no escuchara a su espalda la voz de una mujer.

—Deja, Ramiro. Yo me hago cargo. ¿Qué le trae por aquí?

Tenía razón, allí está la BAC, la misteriosa Brigada de Análisis de Casos, y la que le franquea el paso es su jefa, la inspectora Elena Blanco. Zárate le muestra inocente la cartera.

—Se le cayó a una de su equipo en la Quinta de Vista Alegre, he venido a traérsela.

—Bien, le ahorrarás un montón de papeleo. Ya sabes cómo es esto de renovar todos los carnés y las tarjetas de crédito. Sube y te enseño nuestras instalaciones.

Zárate no esperaba que fuese tan sencillo cruzar la entrada. Al parecer va a tener hasta una visita guiada por las oficinas.

El ascensor es pequeño, de los de madera y rejas, instalado en el hueco de una escalera que no fue construida para albergar uno. La proximidad entre la inspectora y Zárate es incómoda, ella no parece darse cuenta.

—¿Se la has robado a Chesca?

Entre lo pequeño del ascensor y lo abrupto de la pregunta, Zárate siente que es imposible que la inspectora no se dé cuenta de que el corazón se le ha acelerado. No vale la pena negarlo.

—Era la única forma de encontrar la BAC. Y no quiero quedarme fuera del caso.

—¿Por qué?

—Es mi primer muerto por asesinato desde que llegué a este destino. Llevo toda la vida preparándome para esto...

La inspectora Blanco no habla hasta que se detiene el traqueteo del ascensor. Zárate duda sobre la conveniencia de haber dicho la verdad, llega a pensar que le van a detener en cuanto llegue al descansillo de la cuarta planta. La inspectora acerca una tarjeta a un lector y la puerta se abre. Por fuera parece una puerta normal; al ver su hoja, se nota que está blindada. Dentro hay una recepcionista.

—Verónica, hazle una tarjeta al subinspector Zárate, va a pasar unos días con nosotros.

—En mi destino… —la decisión de la inspectora ha pillado desprevenido a Zárate.

—Yo hablo con ellos. Ven.

Al pasar por un despacho, ella se detiene. Dentro está Chesca.

—Anda, toma tu cartera. Tienes que tener más cuidado, Chesca: si no llega a encontrarla Zárate en la Quinta de Vista Alegre, te tienes que renovar hasta el DNI —le dice mientras se la entrega.

—A buenas horas.

Chesca mira con evidente hostilidad a Zárate; de no haber estado la inspectora Blanco, habría acabado con la pelea que iniciaron en la Quinta. Zárate se dice que debe tener cuidado con ella. Él y la inspectora siguen andando hasta llegar a una puerta cerrada.

—Ahí dentro están los padres de la víctima. Se llaman Moisés y Sonia. Ya asesinaron hace años a su hija mayor, Lara, ahora han matado a la pequeña. Vamos a darles la noticia.

—¿Quiere que la acompañe? —se extraña Zárate.

—Te irá bien ver que investigar asesinatos es una de las cosas más crueles que existen, por muchas ganas que tengas de hacerlo. No les vamos a dar detalles escabrosos, solo les diremos que Susana ha muerto. ¿De acuerdo?

—Claro. Solo una pregunta, ¿por qué me acepta?

—Me ha gustado que te hayas atrevido a robarle la cartera a una policía que te arrancaría la cabeza de un solo golpe. Te merecías un premio... Y un castigo: serás tú quien les dé la noticia a los padres. Yo he bajado a beberme una grappa antes de hacerlo, para encorajarme, y sigo sin ganas.

Zárate no tiene tiempo ni para procesarlo antes de que Elena Blanco abra la puerta.

—Señores Macaya, siento haberles hecho venir hasta aquí. El subinspector Zárate les cuenta el motivo.

Es muy difícil dar a unos padres la noticia de que han encontrado a su hija muerta, asesinada. Hay lágrimas, lamentos, dolor, reproches velados... Moisés, el padre de las dos hermanas muertas, tiene un duelo más llamativo, agravado, además, por un evidente tirón en la espalda. Sonia, la madre, se muestra más callada, sufre por dentro.

—Les prometo que vamos a poner todos los medios para encontrar al asesino de su hija —después de dejar a Zárate la parte más dura del encuentro con los padres, la inspectora Blanco retoma el protagonismo. Zárate se da cuenta de que es una estrategia: él da las malas noticias, ella abre la esperanzadora puerta de la venganza.

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Capítulo 10

 

 

 

 

—No es sencillo educar a una hija cuando estás convencido de que ella debe ser libre, tomar sus propias decisiones y cometer sus propios errores —Moisés habla despacio, como si sufriera cada una de las palabras que pronuncia—. Ahora me arrepiento, debí educarlas como se ha hecho siempre con las mujeres de mi raza. Ya me equivoqué con Lara, solo yo tengo la culpa de que también me haya ocurrido con Susana.

Entre Zárate y Elena les han dado los datos imprescindibles sobre la muerte de su hija, les han dicho que estaban convencidos de que se trataba de un homicidio, pero les han asegurado que hasta que lleguen los resultados definitivos de la autopsia no podrán indicarles cómo ha sido asesinada.

—¿Sufrió mucho? —pregunta Sonia entre lágrimas—. La muerte de Lara fue atroz.

—Ese malnacido que la mató sigue en la cárcel. Y espero que nunca salga —completa Moisés.

La inspectora Blanco sabe que debe ir con cuidado, no dejar que los padres de la víctima se cierren en banda ni que sospechen que su hija no fue escogida al azar y que su muerte es una reedición del asesinato de su hermana.

—Como les he dicho, les daremos toda la información cuando se complete la autopsia, pero ahora necesitamos que sean ustedes los que nos ayuden a nosotros. ¿Llevaba mucho tiempo Susana viviendo sola?

—Un poco más de dos años. Desde que cumplió veintiuno. Hasta eso aceptamos, que quisiera vivir sola —se lamenta Moisés.

—¿De qué vivía?

—De algunos trabajos de mensajería. También ha hecho de modelo para catálogos de ropa —el padre está orgulloso de la belleza de su hija.

—A veces yo le pasaba algo de dinero, poco —completa la madre, mirando a Moisés con temor; está claro que él no lo sabía—. Para que llegara a fin de mes.

—Lo normal a esas edades —tercia la inspectora, que no quiere que ella tenga miedo a decir la verdad por contrariar a su esposo—. Creemos que su hija estaba en una despedida de soltera.

—Se casaba a final de mes, en dos semanas. Su novio se llama Raúl, no me gusta... —reconoce Moisés—. Se dedica a algo de publicidad. Señora inspectora, uno ha visto mucho mundo y sabe que ese joven no es de fiar, es de los que pasan la vida en bares, metiéndose lo que sea que se metan ahora, de los que no se casan para formar una familia, sino para tener a una chica dispuesta a satisfacer sus vicios...

—¿Se lo había dicho a ella?

—Mil veces, tantas que había dejado de hablarnos. Ni siquiera nos quería invitar a la boda. Menos mal que mi esposa habló con ella y la hizo entrar en razón...

—Creemos que Susana desapareció la noche del viernes al sábado, aunque todavía no tenemos la certeza, la hemos encontrado hoy y no teníamos ninguna denuncia. ¿No hablaban con ella? —dice Zárate. Blanco le clava la vista: no debería decir nada que parezca un reproche, ya le echará la bronca después.

Moisés, como Elena suponía que iba a suceder, mira hostil a Zárate.

—Usted no tiene hijos, ¿verdad? Hay veces en que no es fácil entenderse con ellos. No era la primera vez que pasábamos un fin de semana, incluso una semana entera sin saber de ella.

—Yo hablé el viernes por la tarde con mi hija —Sonia no interviene mucho y hay que aguzar el oído cuando lo hace, se nota que es una mujer destrozada, tras recibir la peor noticia que se le puede dar a una madre—. Se iba de despedida con sus amigas de toda la vida. Solo le deseé que no hiciera nada de lo que tuviera que avergonzarse y que disfrutara, que lo pasara bien.

—¿Sabe dónde iba a juntarse con las amigas?

—Iban a un restaurante y después a un local de esos en los que celebran las despedidas. No sé el nombre, yo nunca he ido a un sitio de esos —contesta la mujer—, solo que está por la calle Orense.

Mientras hablan, mientras Zárate, que quiere ganar puntos, les hace preguntas sobre su hija, sobre cómo localizar al novio, sobre quiénes son las amigas que pudieron ir con Susana a la despedida, Elena Blanco se abstrae. Delante de sus padres no quiere pensar en la última imagen que tiene de Susana, la de hace unas horas en la sala de autopsias, con el cráneo abierto y la cavidad llena de gusanos. Quiere pensar en la joven como ellos la recuerdan, como una chica guapa y rebelde. Piensa también en su hermana muerta hace años, a la que todavía no pone cara porque no les ha llegado el expediente con su fotografía. ¿Estaban las dos unidas?, ¿hay algo más allá de su relación familiar que las iguale ante los ojos del asesino?, ¿hay alguna diferencia en las muertes que permita pensar que no las haya asesinado la misma persona?, ¿se llevó bien la investigación del primer asesinato?, ¿está el verdadero asesino en la cárcel? Son muchas las preguntas sin respuesta. Como en cada caso al que se enfrenta, le costará dormir bien —más incluso de lo habitual— hasta que las haya encontrado.

—No me he vengado, el asesino de mi hija mayor está en la cárcel. Podía haber hecho que lo mataran, tenía medios para hacerlo, y no lo he hecho, he confiado en su justicia. Esta vez no será así.

Elena Blanco no sabe si es una amenaza fundada o una forma de liberar tensión de Moisés Macaya. Tampoco le importa, detendrá al asesino; lo que ocurra después —si le castiga el Estado o se venga el padre— no depende de ella.

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Capítulo 11

 

 

 

 

Bruno, bailarín del Very Bad Boys —el segundo de los locales del mismo estilo que recorren—, recuerda perfectamente a la chica morena del tutú rosa. Chesca mira alrededor en el vestuario donde los estríperes se preparan para el show del día. Le hace gracia ver a su compañero Orduño hablar con el cubano: costaría saber cuál es el que va a actuar dentro de unos minutos, Orduño tiene más músculos que cualquiera de los bailarines que se mueven por allí.

—Parecía tímida, estaba a disgusto. Así que le dije que no se preocupara, que no iba a pasar nada. Bailamos, terminamos nuestro número y se marchó.

El cubano es atractivo, educado, habla bien y parece realmente afectado al escuchar la suerte que ha corrido una de sus clientas, pero poco más puede decirles.

—Hay chicas a las que les divierte venir, otras vienen por la costumbre y empujadas por las amigas. Usted me pregunta por una de las segundas.

—¿Recuerda a las amigas?

—Por aquí pasan decenas de mujeres cada noche. Si nos cuesta recordar a las que salen al escenario, imagine a las que se quedan en el público.

—Me habían dicho que cada día acababa más de una en el camerino con vosotros.

—De vez en cuando, pero mucho menos de lo que la gente cree. La chica del tutú rosa no era una de las que nos visitan después. Esa noche hubo otra que tendrá que explicarle muchas cosas a su novio antes de la boda, una que llevaba una diadema con una polla de goma.

Otro de los bailarines, de más de uno noventa y cien kilos de músculos inflados, entra en el vestuario, sonríe despectivo y provocador a Chesca.

—Me voy a desnudar, ¿te vas a asustar de lo que veas?

—No creo que me asuste. Ya he visto pollas pequeñas antes.

—¿Pequeñas? Si quieres te hago un pase. Y, si te apetece, nos vamos a uno de los camerinos privados.

—¿Serás lo bastante hombre para mí?

—Hasta ahora no he tenido quejas. Les gusto mucho a los chochitos como tú.

El bailarín le echa la mano al culo a Chesca, quizá no sepa que es policía o, sabiéndolo, ha decidido que así es más excitante. Orduño se da cuenta tarde y no puede evitar que ella le tuerza el brazo atrás y le haga arrodillarse en el suelo.

—¿Estás loca? —grita el bailarín, mientras intenta zafarse sin éxito—. ¡Suéltame!

—Chesca, por favor —interviene Orduño sin mucha energía.

—No te preocupes, solo quiero darle una lección a mi amigo, que tiene las manos muy largas... Lo primero, que no le debe tocar el culo a una chica que no le ha dado permiso. Lo segundo, que a ninguna mujer, o a casi ninguna, le gusta que la llamen chochito...

Aprieta, le retuerce el brazo, podría romperlo. El cubano mira con indiferencia, como si hubiera visto algo así muchas veces, como si solo esperara que sonara un crac. Pero Chesca lo suelta.

—Apréndelo para la próxima.

Orduño se ríe cuando llegan a la calle, no es la primera vez que es testigo del mal humor de su compañera.

—Podrías haberle roto el brazo.

—Es verdad, hasta he pensado en hacerlo. Lo que me jode es que no hemos sacado nada de esta visita —se queja Chesca.

—Conocemos mejor a Susana, algo es algo. Era de las que no se divierten en estas fiestas. Una buena chica.

 

 

La siguiente cita de los dos agentes de la BAC, en un día que está resultando especialmente largo, es en las oficinas de la calle Barquillo. Allí los esperan las amigas de la novia que estuvieron en la despedida de soltera en el Very Bad Boys. Todas antiguas compañeras de colegio menos una, Cintia.

—¿De qué conocías a Susana? —Cintia es la primera en la que se ha fijado Chesca. No sabe por qué, quizá por un sexto sentido que la ha llevado a ser policía.

—Estuvimos juntas en un curso de modelos —Cintia, aunque parezca tímida y apenas mire de frente, solo al suelo, como si no quisiera que se le viera bien la cara, es muy guapa y tiene el típico cuerpo de modelo: alta, delgada, muy espigada—. Susana lo dejó enseguida, no le gustaba y era bajita. Ahora solo hacía algún catálogo de supermercados, de tiendas online y cosas así. Pero continuamos siendo amigas.

La conversación deriva hacia las demás jóvenes, aunque Chesca sigue muy pendiente de las reacciones de Cintia. La líder de las amigas es Marta, la que contesta antes que ninguna, la que lo organizó todo, la que menos siente la muerte de Susana, por lo menos no lo aparenta.

—Fuimos muy amigas en el colegio y después hemos seguido viéndonos. Más por costumbre que por otra cosa: despedidas de soltera, una noche de chicas cada verano y poco más. La gente cambia mucho a lo largo de la vida y ya teníamos poco que ver.

—¿Sospecháis de alguien que pudiera quererla mal?

—¿Han hablado ya con su novio? Aunque no creo, Raúl es un buen chico. No estaba enamorado de ella, pero es un buen chico. Si no se metiera tanto por la nariz, hasta sería un famoso director de cine. Bueno, y lo de su hermana Lara; aunque Susana no hablaba casi nunca de ella, todas lo sabíamos. No me parece casualidad que dos hermanas mueran poco antes de casarse. ¿Sabe que su padre es gitano? Las bodas de los gitanos son distintas, ¿no? Lo mismo a la familia no les gustaba que se fueran a casar como las payas. Pero lo digo por decir —remata.

Interrogan una por una a todas por separado, no hay contradicciones. Todas, menos Cintia, se fueron desde el Very Bad Boys a El Amante; después dejaron a Susana con un taxi cerca de su casa antes de acabar la noche en un local por Alonso Martínez. Tienen que volver a hablar con Cintia.

 

 

—¿Eres la única que no se quedó? ¿Dónde fuiste?

—A casa, a dormir.

—¿Sola?

—Sí, sola... No me gustaba lo del sitio ese, me da vergüenza que las mujeres hagan esas cosas, como si esos tíos tuvieran derecho a hacer lo que quisieran con ellas. Era patético, disfrazados de bomberos, de policías...

Chesca opina lo mismo que Cintia, a ella no se le ocurriría entrar en un lugar así. Orduño se mantiene al margen, escuchando las preguntas de su compañera y las respuestas de la amiga de la novia.

—¿Por qué fuiste a la despedida?

—No quería dejar sola a Susana. Me arrepiento de haberme marchado.

Cintia rompe a llorar, lo que no ha hecho antes ninguna de las amigas. Chesca no es buena para consolar, eso se lo deja a Orduño. Le permiten irse con el aviso de que pronto volverán a hablar con ella.

—¿Qué te parece? —pregunta a su compañero cuando la han dejado metida en un taxi.

—Que estaban liadas.

—Todos los hombres pensáis que las mujeres guapas están liadas.

Orduño se encoge de hombros.

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Capítulo 12

 

 

 

 

A Chesca no le ha gustado nada enterarse de que Zárate iba a estar unos días con ellos y no se corta en demostrarlo, pero cumple órdenes: todos saben que con Elena se puede discutir y argumentar lo que sea y que, en muchas ocasiones, se consigue que cambie de opinión, pero una vez da una orden no cabe más que cumplirla.

—Yo voy al apartamento de la víctima, me acompaña Zárate. Vosotros presentaos en casa del novio, no le aviséis antes; a ver cómo reacciona —ordena la inspectora.

Esa tarde han tenido una reunión más. Buendía les ha dado datos sobre la autopsia que, de momento, no han aportado nada nuevo; Orduño y ella han comentado su impresión sobre Cintia. Quien ha estado más interesante ha sido Mariajo.

—Los últimos mensajes que salieron del móvil de Susana Macaya fueron para Cintia. Le pedía que no se enfadara con ella. Cintia no contestó hasta el día siguiente, le pedía perdón por haberse comportado como una aguafiestas. O eso creo, qué mal escribe esa chica, no había ni una vocal en todo el mensaje…

—¿Te pareció que era una discusión de enamoradas? Orduño está empeñado en que tenían un lío —se ríe de él Chesca—. Debe de ser una de sus fantasías.

—La forma en que hablaba de ella su amiga… No son fantasías —se defiende Orduño.

—Era una charla de buenas amigas, nada más. Aunque tampoco sería capaz de negarlo, tenían mucha confianza. En realidad, hacía pocos días que se había eliminado el chat. Lo mismo que las fotos, en la tarjeta apenas había, se borraron hace solo una semana, supongo que cuando acceda a la nube podré deciros algo más.

—¿Hay algo en las redes sociales?

—Susana no era muy activa. Tenía Facebook, pero apenas lo usaba. Nada de Twitter, ni de Instagram, ni de ninguna otra red.

—Mira las redes del novio y las de Cintia. A ver si ellos eran más activos. Y tú, Buendía, intenta que el entomólogo nos diga algo que nos ayude a avanzar. Todos en marcha, mañana reunión a primera hora para poner todo en común.

 

 

—¿Y este coche?

Zárate alucina al subirse en el Lada Riva rojo de la inspectora Blanco, una joya de la automoción soviética.

—Es el único que he tenido en mi vida, un clásico. Aunque igual debería ir pensando en cambiarlo, pues cada vez me cuesta más encontrar mecánicos que me lo tengan a punto.

No es verdad que sea el único que ha tenido; de hecho, en el aparcamiento de debajo de casa, el que cuida Didí y es testigo de sus fantasías cumplidas, guarda el Mercedes 250 Berlina gris perla, que compró para viajar y que nunca mueve. El Lada es su favorito, el que usa siempre por Madrid, el que ha cogido hoy para llegar, a primera hora de la mañana, a la Quinta de Vista Alegre.

No es fácil aparcar en la zona de Lavapiés, cerca de la calle de Ministriles, donde está el apartamento de Susana. Deben dejarlo en un área de carga y descarga, pero a Elena no le preocupa, sabe que Rentero se encargará de que la Policía Municipal no tramite la multa, si es que se la calzan.

El edificio es antiguo o, mejor, habría que decir viejo. Susana vivía en el tercero sin ascensor, al que se llega subiendo una estrecha escalera. Tienen orden de registro, pero no copia de la llave y allí no hay portero. Los de la Científica todavía no han llegado, solo les queda una solución: usar su habilidad para abrir la puerta.

—¿Se te dan bien las ganzúas o llamamos a un cerrajero?

—Soy un experto —se jacta el agente.

Zárate tarda menos de lo que hubiera hecho con una copia de la llave; en apenas unos segundos están dentro de la casa de Susana.

—Está todo muy ordenado. Está claro que no se la llevaron de aquí. Quien se la llevara lo hizo después de que se bajara del taxi que luego dejó a sus amigas en Alonso Martínez y antes de entrar en el portal.

—Quizá ella decidió ir a algún lugar antes de volver a casa.

—Quizá.

Es un apartamento pequeño, un salón con cocina americana, una habitación y un baño con plato de ducha. En la pared del salón destaca la reproducción de un cuadro; una mujer rubia, desnuda de cintura para arriba, con lo que parecen edificios de cemento en el fondo. Elena lo identifica sin necesidad de acercarse.

—Es de Tamara de Lempicka. Es una pintora medio polaca, medio mexicana. Era bisexual, lo mismo tiene razón Orduño y las dos amigas se entendían. Lo mismo es solo que le gustaban sus pinturas. A mí me gustan.

—¿Sabe usted de arte?

—Lo primero, háblame de tú, Zárate, te lo he pedido ya varias veces, la próxima te arresto —le dice ella por fin—. No, no sé nada de arte, pero estuve en su casa museo en Cuernavaca, en México. No hay que haber visto muchos para identificar un cuadro suyo.

Resulta muy violento curiosear entre las posesiones de un muerto, mucho más ser el primero que lo hace. Entrar en una casa que estaba esperando a su propietario, sin que él hubiera podido hacer nada para ocultar de la vista lo que no quería que nadie viera: papeles, fotografías, revistas, libros y hasta juguetes sexuales que cualquiera tendría pudor en mostrar a los demás; pero allí no hay nada que llame la atención.

—¿No te extraña? Es como si fuera una habitación de hotel. Pero todos tenemos secretos —Elena curiosea, con cuidado para no tocar nada, mientras Zárate busca. Lo único que le llama la atención es la foto de una chica parecida a la víctima, supone que se trata de su hermana Lara. Está guardada en un cajón, como si la inquilina del apartamento no quisiera deshacerse de ella, pero tampoco verla a todas horas—. ¿Crees que alguien puede haber preparado la casa para un registro?

—No —apunta Zárate—. Mariajo también comentó que las fotos del móvil habían sido eliminadas, como si quisiera hacer borrón y cuenta nueva con su antigua vida antes de casarse.

Elena asiente, Zárate tiene razón. Deben descartar que haya sido de allí de donde se llevaron a Susana. Probablemente la chica no llegó a subir a su casa después de la despedida.

Zárate sale de la habitación con un portátil viejo en la mano, se lo llevarán a Mariajo.

—Hay ordenador, pero no hay línea ADSL. Todo el mundo tiene internet ya, hasta mi madre. ¿De verdad vivía aquí?

—Veremos qué nos cuentan Chesca y Orduño de la visita a casa de su novio. Lo mismo vivía allí y este apartamento solo lo mantenía para venir de vez en cuando. Ya están de camino los de la Científica, ellos nos dirán si hay algo más que debamos saber.

Lo sabrán, en breve no quedará nada de la vida de Susana que ellos no sepan.

—Necesito una grappa. ¿Vienes?

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Capítulo 13

 

 

 

 

El piso en el que vive Raúl no tiene nada que ver con el de Susana. Está en una de las calles de detrás del Museo del Prado, de las que llevan al Retiro, una zona de Madrid que recuerda a París. El edificio hace esquina con Alfonso XII y es el último piso; seguro que tendrá unas vistas privilegiadas sobre el parque, quizá hasta cuente con uno de los torreones que Chesca mira con envidia todas las mañanas, mientras da las dos vueltas de rigor al parque corriendo. Allí solo puede vivir gente de dinero.

—¿Raúl Garcedo? Policía.

—¿Policía? ¿Qué pasa?

—¿Le importa si hablamos dentro?

—Estoy ocupado. ¿Vienen con una orden?

Raúl intenta impedir la entrada de los policías, Orduño se tiene que poner serio.

—No, no traemos una orden de registro, pero si quiere la pedimos y vemos qué trata de esconder. Solo venimos a hablar con usted sobre su novia, Susana Macaya.

—¿Le ha pasado algo?

Raúl permite la entrada de los dos policías. El salón es todavía más lujoso de lo que ellos esperaban: decoración en blanco y negro, elegante y cara, sobre todo un impresionante altavoz BeoLab 90, de Bang & Olufsen, que cuesta bastante más que un coche de gama media. Si lo hiciera sonar a la máxima potencia, la música podría acompañar a los corredores del parque; como dice la publicidad de la casa, un sonido más potente solo se consigue en primera fila de un concierto en un estadio.

—Antes de hablar, prefiero que guarde eso —Chesca mira con desprecio.

Sobre la mesa hay una raya de coca; a su lado, la tarjeta de crédito que ha servido para prepararla y un tubo que tal vez sea de plata. Para sorpresa de los policías, Raúl esnifa la raya y deja caer todo lo demás dentro de un cajón, empujándolo con el dorso de la mano.

—Guardado. Ustedes me dirán... No sé nada de Susana desde el viernes. Se iba de despedida de soltera.

—¿No ha intentado hablar con ella?

—Ayer la llamé al móvil, no me lo cogió. Suponía que me llamaría hoy.

—Se van a casar dentro de un par de semanas. ¿No sería normal que hablaran a diario? —pregunta Chesca.

—Supongo que la policía no viene a mi casa para saber si me porto mejor o peor con mi novia o si hablamos cada diez minutos. Hagan el favor de decirme lo que sea.

Chesca siente una inmediata antipatía por Raúl, casi deseos de que sea el culpable de la muerte de la chica. Lo suelta sin rodeos:

—Esta mañana han encontrado el cadáver de Susana Macaya en un parque en Carabanchel.

—¿Qué?

La sorpresa de Raúl no parece fingida, pero eso no quiere decir nada, todos los sentimientos se pueden imitar.

—Ha sido asesinada. Le rogamos que colabore con nosotros.

—Claro, lo que ustedes me pidan —por primera vez parece nervioso—. No sospecharán que yo...

—En un caso de asesinato, siempre sospechamos de la pareja; desgraciadamente, nos da buen resultado. Tendrá que acompañarnos.

—Pero ¿estoy detenido?

—No, por supuesto que no. No le detendremos si no encontramos motivos para hacerlo. Si llegara el caso, se lo diríamos, para que pudiera llamar a su abogado. De momento solo queremos que nos hable de Susana Macaya.

Se llevan el ordenador —un Mac de más de dos mil euros— para que Mariajo pueda analizarlo y le piden que los acompañe a sus oficinas. No le dicen que esta noche no volverá a casa, que dormirá en una sala de espera y que la inspectora Blanco solo le interrogará por la mañana, cuando esté enfadado, cuando se le pasen los efectos de la cocaína que acaba de esnifar, cuando esté dispuesto a cambiar su altavoz Bang & Olufsen por una simple ducha. Solo entonces les dirá todo lo que quieren saber.

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Capítulo 14

 

 

 

 

La inspectora Elena Blanco ha llevado a Ángel Zárate hasta un local en la calle Huertas. Es un karaoke de los de toda la vida, el Cher’s.

—¿Un karaoke?

—¿Has estado alguna vez en uno?

—Hace más de diez años, con unos amigos... Pero no había vuelto.

Nada más entrar advierte que allí todos conocen a la inspectora: los camareros la saludan, algunos entre el escaso público presente le hacen un gesto, hasta el cantante que está en el escenario, que en estos momentos interpreta una canción de Mocedades, le guiña un ojo al verla.

—Veo que eres de lo más popular.

—Vengo a menudo, de domingo a jueves. Los viernes y sábados solo hay turistas y borrachos, entre semana es cuando se juntan los que cantan bien.

Zárate mira alrededor, sin saber cuál puede ser el encanto del local: gente mayor, un micrófono, una pantalla con delirantes vídeos con la letra de las canciones, un hombre con pinta de funcionario que canta sobre una mujer a la que las demás mujeres del barrio llamaban loca... El camarero se acerca a ellos con una sonrisa en la cara.

—No te esperaba hoy, Elena. Como ayer te marchaste tan tarde...

—Hoy no me dejes que me quede hasta el final. Una horita y me voy.

—¿Lo de siempre?

—Sí.

—¿Y el señor?

—Una cerveza, un tercio de Mahou —interviene Zárate.

Elena se precia de saber mucho de la gente por lo que bebe, pero no tiene ninguna opinión sobre los que piden tercios de Mahou. Que son madrileños, poco más.

—¿Qué es lo de siempre? ¿Grappa? —le pregunta él.

—Sí, una grappa distinta según la hora del día. Al caer la noche me gusta la stravecchia, envejecida en barricas de madera al menos dos o tres años.

—Un coche ruso de la época de los sóviets, grappa, un karaoke... No se puede negar que eres peculiar, inspectora.

—Todavía no sabes nada. Y hemos venido a trabajar. Dime, ¿qué te ha llamado más la atención del apartamento de Susana?

Zárate siente haber estado tan presionado por la presencia de la inspectora y no haber tenido los ojos lo bastante abiertos. Poco puede decir, más allá de lo que ya han hablado, la llamativa ausencia de detalles personales, aparte de la ropa. También la falta de línea ADSL.

—¿Nada más?

—Nada. ¿Qué ha visto usted?

—Poco, como bien dices, daba la impresión de que se había limpiado el piso de recuerdos, pero algunos elementos llamaban la atención.

Elena le habla del cuadro de Lempicka, que puede tener significado o no; también del retrato de Lara guardado en un cajón, del imán de nevera con la misma mariposa que Susana llevaba tatuada en el omóplato...

—Muy poca cosa, pero no importa. Ya encontraremos lo que buscamos.

—¿Y si no lo encontramos?

—La brigada siempre lo encuentra, no tenemos demasiada prisa. Y no lo olvides: siempre llevamos ventaja sobre el asesino. Nosotros podemos equivocarnos veinte veces, pero si acertamos una, lo descubrimos; él puede acertar veinte veces, pero si falla una, lo descubrimos. Es una cuestión de estadística.

A Zárate le gustaría que la inspectora siguiera hablando, pero por el altavoz la reclaman: Elena.

—Es mi turno.

Sale al escenario y coge el micrófono, algunos de los presentes la saludan con aplausos, la música empieza a sonar.

—Suona un’armonica, mi sembra un organo, che vibra per te, per me, su nell’immensità del cielo.

No es una música que a Zárate le guste —nunca antes había oído cantar a Mina Mazzini; en realidad, la única italiana que le suena es Raffaella Carrà—, pero debe reconocer que la inspectora canta muy bien. Le ha dado una sorpresa más, mayor que la de la grappa o la del Lada. Cuando acaba, se lleva una buena dosis de aplausos. Enseguida llega el camarero con otra copa del selecto aguardiente.

—Invitación de la casa, cada día cantas mejor, Elena.

Hablan de la carrera de Zárate: hijo de policía, nacido en Bilbao, aunque vive en Madrid desde la muerte de su padre en acto de servicio cuando él era apenas un niño, policía de vocación tardía, antes de presentarse a las pruebas para entrar en el cuerpo estudió Derecho... Elena, en cambio, no dice más que generalidades sobre sí misma.

—Espera y atiende, va a salir a cantar Adriano.

Un hombre de cerca de sesenta años sube al escenario y rechaza el micrófono que le ofrecen.

—Escúchalo, si Adriano hubiese querido, Pavarotti, Carreras y Plácido Domingo se tendrían que haber ganado la vida cantando en el metro.

—¿Exageras? —se ríe Zárate.

—Un poco, pero canta muy bien.

Adriano no necesita el micro para que se le escuche hasta en el último rincón del Cher’s.

—Nessun dorma! Nessun dorma! Tu pure, o Principessa, nella tua fredda stanza, guardi le stelle, che tremano d’amore e di speranza!...

Todos aplauden a rabiar, incluido Zárate, aunque él es consciente de que lo hace solo para imitar a los demás: ellos parecen haber accedido a algo que a él le ha sido vedado, una experiencia que solo está al alcance de algunos escogidos.

—¿Tienes coche? —le pregunta Elena, como si la actuación del tal Adriano hubiera sido un resorte.

—No, solo moto.

—Entonces vamos a mi casa...

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Capítulo 15

 

 

 

 

Cuando se levantó esta mañana, en su apartamento compartido con otros dos agentes de la comisaría en Carabanchel, Zárate no podía ni imaginar que el día acabaría en un piso en el que cualquiera desearía vivir, en plena plaza Mayor de Madrid.

—Ponte de beber lo que quieras, voy un momento al baño.

Mientras la inspectora Blanco desaparece por el pasillo, él se asoma a la ventana para ver la plaza a la que tantas veces su madre le trajo de niño para comprar las figuritas del belén; si lo piensa bien, no hace tantos años de eso. No recuerda las Navidades, sin padre, como días muy felices. En el balcón, tapada con un voladizo, hay una cámara. Un piloto rojo ha llamado su atención. Tal vez sea algo del ayuntamiento, tal vez se trate de un sistema de seguridad. Después le preguntará a la dueña de la casa.

Tras salir del karaoke, fueron a buscar el Lada. La inspectora lo condujo hasta el aparcamiento de debajo de la plaza y allí se acabaron las dudas de Zárate acerca de lo que iba a ocurrir: ella se sentó a horcajadas sobre él y le empezó a besar.

—Tienes que conseguir un todoterreno, grande.

Después subieron al piso, parando en los descansillos de la escalera para seguir besándose y entraron en el impresionante salón en el que ahora están. Si esta mañana hubiera tenido que apostarse su sueldo a que acabaría con una de la BAC en la cama, se habría decantado por Chesca, no porque sea la que más le gusta, ni mucho menos, sino porque era la más borde y a Zárate le gustan los retos. Mejor con la jefa, mucho mejor que sea con la jefa.

—¿Todavía estás así? Desnúdate.

La inspectora Blanco ha salido desnuda del baño y le ha pedido —ordenado— a Zárate que haga lo propio, pero no le deja tiempo. Ella misma se le acerca y lo lleva al dormitorio mientras le va quitando la ropa.

La habitación es también muy grande, con una cama que debe de medir dos metros de ancho por otros dos de largo. No hay nada en la casa fuera de lugar. Sobre el cabecero de la cama, cuelga un cuadro grande en el que se retrata un desnudo femenino. No se parece al de casa de Susana, al de la pintora polaca o mexicana de la que hablaban. Este es más realista y, aunque no se le ve la cara, se pregunta si no será quizá la misma inspectora.

—Solo te aviso de una cosa. Esto que está pasando no ha sucedido. Mañana sigo siendo la inspectora y tú el agente que está destinado unos días en mi brigada. Nada más, no te creas más importante por esto. Si no lo aceptas así, levántate y vete.

—No te preocupes.

Son las últimas palabras de ambos. A partir de ahí solo hay sonidos guturales, gemidos, susurros... Cuando se fija en ella, ve que tiene la cicatriz de una cesárea, no se imaginaba a Elena Blanco como madre, no hay nada en lo que ha visto de esa casa que lleve a pensar que allí viva nadie más. Quizá sea que no se fija en los detalles, que no es observador, lo mismo que le pasó en casa de la muerta.

La inspectora no es una mujer remilgada en la cama, nada le parece mal, todo le provoca placer. Zárate está en tensión continua, no quiere quedar mal con su jefa, que ella no acabe satisfecha. Como si la posibilidad de no darle placer en la cama fuera a traducirse en la negativa a aceptarle en la BAC. Pero ella llega muy rápido al orgasmo y no se detiene por eso, sigue y sigue, encadenando uno tras otro. Cuando termina, se acurruca a su lado, como si buscara que alguien la protegiera.

No tarda en quedarse dormida, Ángel se levanta con cuidado para no molestarla. Desnudo, como está, va al salón. Mira alrededor, no hay fotos, no hay nada que permita pensar en el hijo o en la hija que supuestamente tiene la inspectora. Todo parece muy caro, el sofá de cuero, los muebles de maderas buenas, juraría que los cuadros son de firma, nada que se compre en centros comerciales o en mercadillos... Se vuelve a asomar a la plaza Mayor, casi desierta a esta hora de la noche, solo la atraviesa un hombre que camina deprisa. Allí está la cámara, con su piloto rojo que se enciende de forma intermitente.

—¿No puedes dormir?

La inspectora se ha puesto una bata ligera para salir al salón.

—Perdona, me llama la atención la plaza por la noche.

—Creo que es mejor que te vayas.

—No quería molestarte.

—No es molestia, es que no me gusta que nadie pase aquí la noche. De hecho, no me gusta que nadie suba a mi casa —esta es su guarida, solo para ella—. No te molestes, te espero mientras te vistes.

—Perdóname una pregunta, ¿qué es ese piloto que se enciende y se apaga en el balcón?

—Nada importante —no le da ninguna explicación más.

En la puerta no hay un beso, la inspectora le tiende la mano.

—Hasta mañana, Zárate.

Cuando el agente ha salido, Elena lucha entre el deseo de irse a la cama a dormir y la que considera su auténtica obligación: comprobar las fotografías, muchos miles desde que lo hizo por última vez el domingo, que ha tomado la cámara instalada en su balcón.

Tiene práctica, las mira de veinticinco en veinticinco y las borra a continuación. Ocasionalmente guarda alguna porque tiene algo que le hace gracia: una pareja besándose, un niño con un globo, una mujer con un rostro peculiar... Pero nunca aparece lo que ella busca, una cara picada de viruela que solo vio en una ocasión, durante un par de segundos, hace ocho años. Teme que esa cara se le olvide y no poder reconocerla si alguna vez se la encuentra.

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Capítulo 16

 

 

 

 

Zárate se encuentra todos los días con su compañero Costa en el bar La Reja, casi enfrente de la comisaría de Carabanchel. Allí toman su café con leche con churros y se preparan para el día.

—Pensé que no ibas a desayunar.

—Creo que voy a estar unos días sin venir, la inspectora Blanco ha pedido que me una a la Brigada de Análisis de Casos mientras dura la investigación sobre el asesinato de la chica y el comisario ha aceptado —Zárate supone que Costa se va a enfadar, se va a sentir desplazado; en lugar de eso sonríe y suelta el cotilleo:

—Mejor, así te enteras de todo lo que vayan descubriendo. ¿Sabes quién llevó la investigación del asesinato de la hermana? Salvador Santos...

Zárate asiente al oír el nombre de su mentor. No hay nada que temer, Salvador Santos fue un buen policía, uno de los mejores, seguro que el caso estuvo bien instruido y las pruebas que llevaron a que un condenado entrara en prisión eran concluyentes. Salvador Santos fue compañero de Costa, pero años antes lo fue de Eugenio Zárate, el padre de Ángel. El día en que murió, en un tiroteo con unos aluniceros, estaba con él. Fue Salvador quien tuvo que llamar a su madre para darle la noticia. Desde entonces ha seguido cerca de él, como una especie de segundo padre. Fue él quien, cuando Zárate acabó Derecho y estaba perdido, le asesoró para que entrara en la policía, le allanó el camino y le consiguió los mejores preparadores. Gracias a Santos entró a formar equipo con Costa, su compañero. Desde que se jubiló, hace unos seis años, Zárate come todos los domingos en su casa la magnífica paella que prepara Ascensión, su esposa. Así, domingo tras domingo está siendo testigo de cómo el alzhéimer va terminando con los recuerdos del hombre al que más admira y aprecia. Todavía le reconoce al llegar y le sonríe cuando le ve, algunos días hasta parece que la enfermedad se ha parado y está brillante, pero lo normal es que su conversación sea cada semana más incoherente. Zárate sabe que al Salvador Santos que conoció le queda muy poco...

—¿Te preocupa algo, Costa?

—A Salvador se le nota la enfermedad en los últimos tiempos, pero la arrastra desde antes, desde mucho antes de jubilarse —le responde Costa como si le hubiese estado leyendo la mente—. Estoy intranquilo, solo eso. No dejes que nadie manche su nombre, Zárate. Sabes que fue un gran policía, el mejor, mucho mejor que esa inspectora que parece de película.

 

 

Elena Blanco no mira a los ojos de Zárate cuando este llega a las oficinas de la BAC, como si no recordara la noche pasada. Todos están entrando en la sala de reuniones. Zárate ya va conociendo los nombres: Buendía es el forense; Mariajo, la experta en informática; Orduño y Chesca, los agentes que se encargan de casi todo; Elena, la jefa. Es un equipo pequeño que parece funcionar como una máquina bien engrasada.

El primero en tomar la palabra es Buendía. Ya tiene completos los informes de la autopsia y le pasa una copia a cada uno de ellos. Nadie los mira, todos esperan sus explicaciones.

—Antes que nada, debo decir que el modus operandi del asesinato es el mismo que el descrito en la muerte de la hermana mayor de la víctima. He tenido acceso al expediente de la autopsia de Lara Macaya y no he encontrado diferencias significativas.

—¿Mismo asesino? —Elena lleva siempre la voz cantante, aunque el que presente sus conclusiones sea otro de los miembros del equipo.

—Eso lo debéis descubrir vosotros, pero yo tiendo a pensar que sí. Os he dejado un resumen de la autopsia de la hermana entre los papeles. La muerte fue tremendamente cruel: miasis. Os explico qué es —las imágenes que Buendía quiere mostrar a los demás van apareciendo en un proyector en la pared. La primera es de un gusano—. Os presento a la Cochliomyia hominivorax. Una mosca inofensiva. Pero en su etapa larvaria es un gusano que se alimenta de tejidos vivos. Sobre todo del ganado, pero también de humanos.

Sonríe al grupo con expresión ufana. Él hace su trabajo con eficacia, sin detenerse a pensar en lo perturbadores que pueden resultar sus hallazgos. Habla con entusiasmo, como si les estuviera recomendando un restaurante magnífico que descubrió la noche anterior.

—Es una mosca tropical, pero se ha visto en Europa, quizá por los envíos de ganado de un continente a otro. Por ejemplo, en Francia se han encontrado gusanos de esta mosca en un perro que tenía una herida en la oreja.

—¿Es el mismo gusano que apareció en el cadáver de Lara? —pregunta Blanco.

—El mismo en las dos hermanas.

—¿Cómo lo hace?

Es Chesca quien plantea la pregunta. Pese a su afán por parecer una mujer aguerrida, no puede evitar una mueca de repugnancia.

—Solo hay dos modos —explica el forense—. O introducir una mosca hembra en la cabeza de la víctima para que ponga sus huevos dentro, lo que llevaría un tiempo de incubación, o colocar directamente las larvas vivas para que empiecen a hacer su trabajo. Dado el destrozo causado en el tejido cerebral, me inclino por lo segundo.

—¿El asesino mete gusanos vivos en la cabeza de las víctimas? —pregunta Mariajo—. ¿Lo estoy entendiendo bien?

—Así es. Y estos gusanos son voraces. Se les llama gusanos «barrenadores». Arrasan con todo el tejido que encuentran a su paso.

—Prefiero los piojos —bromea Chesca.

—Se nota que no has tenido hijos —rebate Buendía.

Elena zanja el chascarrillo antes de que vaya a más.

—¿Se pueden criar aquí esos gusanos?

—Sin problema, en determinadas condiciones de humedad y temperatura —responde el forense—. Así es como actuaron en la cabeza de Susana.

La siguiente imagen muestra lo que Elena ya vio en la sala de autopsias: el cráneo de la víctima, de la novia gitana, abierto. Dentro hay centenares de gusanos que se han comido todo su contenido.

—Joder, Buendía, vaya guarrada —se queja Orduño.

—Si no quieres ver guarradas, dedícate a la decoración de interiores; eres policía, recogemos la mierda de la sociedad —se defiende jocoso el forense—. Los gusanos o, más bien, los huevos se introdujeron en el cerebro a través de tres incisiones hechas con un torno eléctrico de dentista.

La explicación de Buendía sigue, mezclando los términos técnicos con las puntualizaciones al alcance del más lego: los gusanos «barrenadores» pueden atacar a cualquier ser de sangre caliente, incluyendo al género humano. Las larvas comienzan inmediatamente a alimentarse del tejido vivo penetrando en la herida, que se agranda conforme se alimentan.

—Y lo más cruel: no es necesario que el anfitrión esté muerto. Susana, como su hermana hace unos años, permaneció con vida durante toda la tortura a la que fue sometida.

Las caras de todos reflejan asco y dolor, deseos de venganza.

—Vamos a pillar al culpable —les promete Elena.

Los siguientes en hablar son Orduño y Chesca, que trajeron a Raúl, el novio de la víctima, a la brigada.

—Ahí lo tenemos, en la sala de espera. Ayer llegó muy gallito. Pasar la noche en esas sillas lo tiene que haber hecho ablandarse —informa Chesca.

—Muy bien. ¿Algo que debamos saber sobre él?

—Que tiene el dinero por castigo. Menudo casoplón mirando al Retiro. Que el tío se mete coca. Ah, y que no sé por qué se casaba, no ha soltado ni una lágrima desde que le dijimos que su novia había muerto.

—Su ordenador tiene más filtros de seguridad que el de Donald Trump, bueno, no es un buen ejemplo, el de Donald Trump tiene menos que el de mis nietos.

—No tienes nietos, Mariajo —se ríe la inspectora—. ¿No vas a conseguir abrirlo?

—Claro que sí, pero voy a tardar un poco.

—Pues nos vamos a hablar con él. Zárate, ven conmigo. Si aparece algo nuevo, decídmelo. Chesca, Orduño, quiero que os empolléis el informe que nos ha dado Buendía. ¿Habéis encontrado cámaras cerca de la casa de Susana?

—Había dos. Nos están preparando un montaje, ahora vamos a visionar las imágenes —dice Orduño.

—Estupendo. Si hay novedades, me llamáis de inmediato.

Chesca mira hostil a Zárate mientras él sale de la sala, acompañando a la inspectora.

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Capítulo 17

 

 

 

 

—¡No tienen ningún derecho a retenerme aquí! ¡Es un abuso! ¡Les voy a denunciar!

La inspectora está acostumbrada a la reacción de los retenidos, hasta cree que tienen razón y que ella misma gritaría, se quejaría, amenazaría con denuncias. No le gusta hacer lo que ha hecho con Raúl, sobre todo teniendo en cuenta que su prometida acaba de ser asesinada, pero lo considera necesario.

—Nadie le ha retenido, usted podría haberse marchado en el momento en que lo deseara. Como puede ver, esto no es una comisaría, sino una dependencia policial; si le hubiéramos querido retener, le habríamos llevado a un calabozo. Aquí las puertas no tienen llave.

—Me voy.

—Si se va ahora, nos hará pensar que no tiene deseos de que encontremos al asesino de Susana. Y, si creemos que usted quiere entorpecer nuestra investigación, sospecharemos. Le aconsejo que se quede sentado y responda a nuestras preguntas.

El tono de voz de la inspectora ha sorprendido a Zárate: amable y a la vez firme. Nadie se levantaría de esa mesa.

—No me han dicho nada de la muerte de Susana —es la última protesta de Raúl.

—No queremos que trascienda. No sé si usted conocía la muerte de Lara, la hermana mayor de su prometida.

—Sé que la asesinaron, poco más.

—No parece que tuviera una relación muy estrecha con la víctima, aunque se fuera a casar con ella.

—No todos los noviazgos son iguales.

Poco a poco, pese a las reticencias de Raúl, la inspectora va sacando la información que quiere: que no se llamaban a diario, que la última vez que hablaron fue el viernes por la tarde, cuando ella salió a celebrar la despedida con sus amigas, que pensaba que tendría una resaca brutal y por eso no se había puesto en contacto con él...

—¿Cuándo vio a Susana por última vez?

—El miércoles o el jueves, no recuerdo, no, sí, el jueves. Cenamos en el Amazónico, en la calle Jorge Juan, después le propuse tomar una copa por allí, pero ella prefería que fuéramos a casa. Así que allí nos fuimos.

—¿Se quedó a dormir?

—No, hicimos el amor y se fue a su casa. No le gustaba quedarse a dormir. Y yo tenía que trabajar por la mañana, tenía una reunión para preparar la grabación de un anuncio de un yogur.

—¿Qué hizo usted el viernes por la noche?

Raúl se pone todavía más nervioso.

—No sé, ¿no me considerarán sospechoso? Esto es absurdo...

Elena Blanco repite su pregunta, implacable.

—¿Qué hizo el viernes por la noche?

Raúl no alcanza a responder porque Mariajo se asoma a la sala.

—Por favor, inspectora, es importante.

 

 

Elena y Zárate salen al pasillo, Raúl se queda solo, tal vez intentando recordar qué hizo el viernes, tal vez inventando una mentira.

—He conseguido abrir el ordenador del novio de la víctima. Todavía no he visto ni un diez por ciento. ¿A que no sabe lo primero que ha aparecido?

No tienen que tirarle de la lengua para que ella les muestre una serie de fotos: son Susana y su amiga Cintia, desnudas y en posiciones más que reveladoras, en la cama del apartamento de Ministriles que Elena y Zárate visitaron ayer. Están sacadas de lejos, probablemente con una cámara dotada de un potente teleobjetivo.

—Tenía razón Orduño, estaban liadas. Pídeles que traigan a Cintia a hablar conmigo esta misma mañana.

Antes de entrar en la sala, la inspectora se queda pensando y lo comenta con Zárate y Mariajo.

—¿Estaban liadas, Raúl se enteró y mató a su novia? —no es una posibilidad muy original, pero quizá sea todo así de sencillo.

—¿Con gusanos? No lo creo —responde Zárate.

Elena concuerda, pero a Mariajo le queda algo por desvelar.

—En el ordenador hay una carpeta entera con recortes del asesinato de la hermana mayor —Mariajo ha descubierto mucho más de lo que ella misma reconoce, en apenas unos minutos trasteando con el Mac.

—Quizá tuvo acceso al expediente de la muerte de su hermana y le pareció que matarla de la misma forma era un modo de apartar de él las sospechas. Pero no, yo tampoco creo que nadie mate a la novia con gusanos por un enfado, eso hay que prepararlo con tiempo. Además, tal vez lo sabía y le ponía cachondo.

—O tal vez la asesina fue Cintia. Estaba enamorada de su amiga y ella se iba a casar con otro... era una manera de impedirlo —aventura Zárate.

—Te digo lo mismo que me dijiste tú —Elena duda—. ¿Con gusanos? ¿Será tan rebuscada?

—Tal vez. ¿Le decimos algo a Raúl de lo que sabemos de su novia y de Cintia?

—No, dejemos que él mismo nos cuente qué hizo el viernes.

 

 

Cuando regresan a la sala, Raúl ya no está tan agresivo como hace unos minutos; ahora se muestra abatido, nervioso.

—El viernes no hice nada. Me quedé en casa.

—Qué contrariedad —habla con sarcasmo la inspectora—. No me ha parecido que fuera usted una persona de quedarse muchas noches en casa.

—El viernes fue una de esas noches.

—¿Vio la tele? ¿Pidió una pizza?

—No, no sé qué hice. Leer, escuchar música...

La inspectora toma notas constantemente. Ni Raúl ni Zárate saben qué es lo que escribe. En realidad, no escribe nada importante, se trata de un truco: si toma notas, el interrogado piensa que ella sabe más de lo que demuestra, que de alguna forma ha dicho cosas que no debiera.

—Vamos a volver a hablar del asesinato de Lara, la hermana de su novia. ¿Qué sabe de aquello?

—Nada, no sé nada.

La dureza emerge en la voz de la inspectora.

—Sin embargo, en su ordenador hay una carpeta con los recortes de prensa que aparecieron en la época.

Raúl se da cuenta de que su posición es peor cada minuto que pasa. Es el momento de que diga la verdad.

—En serio, Susana nunca quería hablar conmigo de aquello. Pero yo siempre he deseado ser director de cine, se me ocurrió que se podría hacer un guion...

Hay una nueva interrupción, esta vez es Chesca.

—Inspectora.

Otra vez salen los dos. Chesca les enseña unas imágenes en una tablet.

—Es de una cámara de seguridad de la plaza de Tirso de Molina. Se ve al novio de Susana, a Raúl Garcedo. Es de la noche del viernes al sábado a las tres de la mañana.

Allí está, se trata de él sin ninguna duda. Camina hacia la calle de Ministriles, donde vivía su novia.

—Vaya, parece que al final no se quedó en casa. Preparad el traslado, Raúl Garcedo queda detenido.

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Segunda parte

QUISIERA QUE FUERA AMOR

 

Quisiera que fuera amor, aquel amor verdadero,

lo que siento y lo que me hace pensar en ti.

Quisiera poderte decir que te amo hasta morir

porque es lo que deseas de mí.

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El niño está sentado en el suelo y se mira la herida del pie. Tiene mal aspecto. Hay sangre coagulada en medio de una mancha negra que le cubre todo el empeine. El mordisco en la pierna le duele a oleadas, como descargas eléctricas que le recorren la tibia y luego se van. Hasta que llega una nueva.

Con la luz del día, la nave es un lugar habitable. La lavadora blanca, las cajas en fila, bajo una estantería alargada de obra. El perro muerto, con la lengua fuera, como si le estuviera haciendo la burla. La pala apoyada en el cuerpo del animal. La pala.

El niño se levanta, coge la pala. La emprende a golpes con la puerta. La pala pesa mucho, le resulta más fácil utilizarla a modo de ariete. Una astilla salta y se le mete en el ojo. El niño parpadea. En un ataque de furia golpea la madera con la pala varias veces. La pala se le escurre de las manos y le hace daño en el pie herido. Se deja caer y se queda ovillado con la espalda apoyada en la puerta. Se frota los ojos, tiene una astilla dentro y siente un ardor insoportable. Llora.

Podría explorar las cajas en busca de alguna herramienta que

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