Diabólica

S.J. Kincaid

Fragmento

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Todo el mundo creía que los diabólicos no sentían miedo, pero en mis primeros años, el miedo fue lo único que conocí. Hizo presa en mí la misma mañana en que los Impyrean vinieron a los corrales a verme.

No sabía hablar, pero entendía la mayor parte de las palabras que oía. El patrón del corral estaba fuera de sí en sus advertencias a sus ayudantes: en breve llegarían el senador Von Impyrean y su mujer, la matriarca de los Impyrean. Los cuidadores se paseaban por mi redil y me repasaban de la cabeza a los pies en busca de cualquier defecto.

Esperé a aquel senador y a la matriarca con el corazón latiéndome con fuerza y los músculos preparados para la batalla.

Y entonces llegaron.

Todos los adiestradores, todos los cuidadores, cayeron de rodillas ante ellos. El patrón del corral les tomó las manos y se las llevó a las mejillas en un gesto de reverencia.

—Nos sentimos muy honrados por esta visita.

Sentí una punzada de temor. ¿Qué suerte de criaturas eran estas, que el aterrador patrón del corral caía al suelo ante ellas? Jamás había sentido tan restrictivo el resplandeciente campo de fuerza de mi redil. Retrocedí tanto como pude. El senador Von Impyrean y su mujer se acercaron dando un paseo y me observaron desde el otro lado de la barrera invisible.

—Como vos podéis ver —les contó el patrón del corral—, Némesis tiene aproximadamente la edad de vuestra hija, y su físico ha sido confeccionado conforme a sus especificaciones. En los próximos años, lo único que hará es crecer y ponerse más fuerte.

—¿Estás seguro de que esa chica es peligrosa? —dijo el senador arrastrando las palabras—. Parece una niña aterrada.

Aquellas palabras me helaron la sangre.

Se supone que yo jamás debía estar aterrada. El miedo me proporcionaba descargas, raciones reducidas, castigos. Nadie debe verme asustada, nunca. Fulminé al senador con una fiera mirada.

Cuando sus pupilas se encontraron con las mías, pareció sorprendido. Abrió la boca para volver a hablar, titubeó y entornó los ojos antes de apartarlos de los míos.

—Tal vez tengas razón —masculló—. Esos ojos. En ellos se ve la crueldad. Querida, ¿estás totalmente segura de que necesitamos esta monstruosidad en nuestra casa?

—Todas las grandes familias tienen ya un diabólico. No va a ser nuestra hija la única que se quede sin protección —dijo la matriarca. Se volvió hacia el patrón del corral—. Me gustaría ver qué recibiremos a cambio de nuestro dinero.

—Por supuesto —respondió el patrón, que se dio la vuelta para hacer una señal a uno de los cuidadores—. Un poco de carnada…

—No —sonó como un latigazo la voz de la matriarca—. Debemos asegurarnos. Hemos traído nuestro propio trío de condenados. Serán prueba suficiente para esta criatura.

El patrón sonrió.

—Pues claro, noble Von Impyrean. Todo cuidado es poco. Hay tantos criaderos de baja calidad por ahí… Némesis no os decepcionará.

La matriarca hizo un gesto de asentimiento a alguien que se encontraba fuera de mi vista. Se materializó el peligro que me había estado esperando: traían a tres hombres hacia mi redil.

Volví a poner la espalda contra el campo de fuerza y sentí el cosquilleo de la vibración por la piel. Se me abrió un gélido agujero en la boca del estómago. Sabía lo que iba a suceder a continuación. Estos no eran los primeros hombres que me traían de visita.

Los ayudantes del patrón los desencadenaron y desactivaron la sección más alejada del campo de fuerza para empujarlos al interior conmigo antes de volver a conectarlo. Mi respiración se había convertido en un jadeo. No quería hacerlo. No quería.

—¿De qué va esto? —exigió saber uno de los condenados mirándome a mí y después a su improvisado público.

—¿No es obvio? —la matriarca se agarró del brazo del senador, lanzó una mirada de satisfacción a su marido y se dirigió a los condenados en un tono de lo más agradable—. Os han traído aquí vuestros delitos de sangre, pero ahora disponéis de la oportunidad de redimiros. Matad a esa niña, y mi marido os concederá el perdón.

Los hombres se quedaron mirando al senador, que hizo con la mano un gesto de indiferencia.

—Es como dice mi señora.

Uno de los hombres maldijo con violencia.

—Ya sé lo que es eso. ¿Creéis que soy idiota? ¡Yo ni me acerco!

—Si no lo haces —respondió la matriarca con una sonrisa—, los tres seréis ejecutados. Ahora, matad a la niña.

Los condenados me estudiaron, y, pasado un instante, el más corpulento de ellos mostró una sonrisa lasciva.

—Es una cría. Yo lo haré. Niña, ven aquí —comenzó a acecharme—. Oídme, ¿queréis ver sangre, o le rompo el cuello sin más?

—Tú decides —dijo la matriarca.

Su confianza envalentonó a los demás e hizo que se les iluminase el rostro con la esperanza de la libertad. El corazón me golpeaba contra las costillas. No tenía forma de advertirles que se alejaran de mí. Aunque la hubiera tenido, no me habrían escuchado. Su cabecilla me había definido como una cría, y eso era lo que ellos veían ahora. Esa fue su fatal equivocación.

El más grande alargó la mano por abajo para agarrarme sin la debida atención, y llegó tan cerca que pude olerle el sudor.

El olor desencadenó algo dentro de mí, lo mismo que todas las veces anteriores: el miedo desvanecido. El terror disuelto en una oleada de ira.

Mis dientes se cerraron como un cepo en su mano. Saltó la sangre, cálida y de color cobrizo. Chilló y trató de retirarla… demasiado tarde. Lo agarré por la muñeca, me lancé hacia delante y le retorcí el brazo por el camino. Crujieron los ligamentos. Le di una patada en la parte posterior de la pierna para tirarlo al suelo. Salté sobre él y aterricé con un fuerte golpe de la suela de las botas sobre su nuca. El cráneo se le astilló.

Otro de los hombres, también muy atrevido, se había acercado en exceso, y en ese momento advirtió su error. Gritó horrorizado, pero no escapó. Fui demasiado rápida. La palma de mi mano le golpeó en el cartílago de la nariz y se lo hundió hasta el cerebro.

Pasé por encima de los dos cadáveres hacia el tercer hombre, el que había tenido la sensatez de temerme. Soltó un alarido y se trastabilló al retroceder contra el campo de fuerza, encogido de miedo tal y como yo lo había hecho antes, cuando aún no me había enfadado. Alzó las manos temblorosas. Los sollozos le sacudían el cuerpo.

—No, por favor. No me hagas daño, por favor, ¡por favor, no!

Aquellas palabras me hicieron dudar.

Mi vida, toda ella, había transcurrido de aquel modo, esquivando a agresores, matando para evitar la muerte, matando para que no me matasen a mí. Sin embargo, solo en una ocasión antes de aquella una voz me había pedido clemencia. En aquel entonces no supe qué hacer. Ahora, allí de pie sobre ese hombre encogido, sentí cómo se filtraba en mí aquella misma confusión y me anclaba en el sitio. ¿Cómo iba a actuar a partir de ahí?

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