La torre de la encrucijada

David Pulido

Fragmento

Capítulo 1

1

Apartamentos individuales, amplios y modernos, en el centro de Madrid. Edificio histórico totalmente remodelado.

Se buscan inquilinos que disfruten la aventura de vivir en un lugar privilegiado con unas condiciones muy especiales. 204 euros al mes.

Más información y selección de candidatos en Liquidámbar (El Gallinero, caseta 234).

Solo hoy 1 de septiembre.

Germán se quedó unos segundos mirando fijamente aquel anuncio en la pantalla de su portátil. No estaba seguro de si lo releía o si trataba de asimilar su contenido. Se echó para atrás en la silla de la cafetería donde llevaba dos horas buscando en internet pisos de alquiler, como si necesitara tomar algo de distancia antes de empezar a entusiasmarse.

Lo de tomar distancia era algo que Germán sabía hacer muy bien.

Había pasado los últimos dos años en Londres, como tantos licenciados españoles sin futuro en su propio país. Pero él no pretendía encontrar trabajo, ni perfeccionar el idioma ni vivir una experiencia en el extranjero. Él había huido de Madrid con intención de empezar su vida desde cero.

Y en eso no se le podía negar que había tenido un éxito rotundo. Con veintisiete años llevaba poco tiempo en el mercado laboral, necesitaba urgentemente un piso y no contaba con nadie con quien pasar el tiempo libre en cuanto volviera a tenerlo.

Así que, como decía el anuncio, sí, estaba dispuesto a «disfrutar» otro tipo de «aventuras».

Se inclinó de nuevo sobre la web de viviendas, masajeándose la contractura del cuello que se le empezaba a formar después de pasar tres mañanas dedicadas a la búsqueda de piso.

La realidad es que el anuncio no aguantaba una segunda lectura sin que cualquiera con un poco de sentido común torciera el gesto. La manera en que estaba redactado sonaba a estafa publicitaria. Por no hablar del precio. Doscientos cuatro euros. Era tan ridículamente barato que el hecho de que no fuera una cifra redonda era lo de menos.

Con todo, la posibilidad de que aquel alquiler tuviera un mínimo de veracidad le impedía poder pasar al siguiente piso de la lista. Por ese precio estaba dispuesto a que solo la parte de «apartamento individual» o la de «en el centro» fuera cierta. Después de patearse Madrid, comenzaba a darse cuenta de que, con un sueldo de mileurista, querer vivir solo y querer hacerlo en aquella zona era casi incompatible, pero aún no había decidido a cuál de sus dos deseos renunciar.

Tras vivir en varios flats en Londres, con dos baños para siete personas y obligado a pedir turno hasta para usar la tostadora, ansiaba la privacidad que daba el no compartir. Pero si había renunciado al hogar familiar de la sierra, si había aceptado volver a España, era para vivir en el corazón de la capital. Ese era el discurso que había dado a todo el mundo para justificar su regreso. Cualquier otra cosa sería retroceder. Y estando en la casilla de salida en casi todo, no tenía más margen.

«Liquidámbar»: antes había creído leer «liquidación». ¿Era ese el nombre de la inmobiliaria? Tecleó la consulta en Google y esperó unos segundos a que terminara de cargar la página. Miró al resto de los clientes de aquella bonita cafetería de colores. Todos tenían cara de estar escribiendo o leyendo con desinterés cosas muy interesantes desde sus sillones y pufs mientras colapsaban con sus ordenadores la banda ancha. Probablemente de él estarían pensando lo mismo. La mirada de la chica detrás de la barra se cruzó con la suya y se sintió obligado a pedir algo más. Señaló su té y la chica le sonrió. Pero al mirar su móvil se dio cuenta de que no llegaría a la siguiente visita que tenía programada.

—Perdona, no, no me pongas otro. ¡Me voy enseguida! —gritó.

Solo si hubiera acabado la frase chasqueando la lengua y guiñando un ojo hubiera podido parecer más gilipollas. Al menos, los demás hipsters del establecimiento no molestaban a gritos a nadie.

Liquidámbar no tenía ningún resultado como inmobiliaria: floristería..., diseños de jardines... Dos establecimientos: uno en la provincia de Segovia y otro en la calle Joaquín María López, ahí en Madrid. Buscó en su aplicación de mapas la dirección que daban en el anuncio y entonces descubrió el engaño: El Gallinero era un asentamiento chabolista en la Cañada Real, una de las zonas más pobres de Madrid. Suspiró dejando escapar el aire y la tensión que había estado acumulando debido a la expectación que le había generado aquella inmensa broma.

Cerró el portátil y lo metió dentro de su mochila junto a la sudadera, una botella de agua medio llena y un libro. La arrastró hasta la barra para dar algo de tregua a su hombro.

It’s five... Oh, perdona, son cinco euros. Pensaba que eras extranjero —comentó la camarera al cobrarle el desayuno.

—¿Eh?

—Tienes pinta de sueco —aclaró ella aludiendo con gestos a la incipiente barba y el cabello rubio de Germán—. Nórdico.

—He estado en Londres mucho tiempo —dijo él como si eso fuera una explicación lógica—. Quiero decir que mucha gente me lo decía allí... Y aquí también me lo dicen, claro.

La camarera pareció agradecer el sacrificio de Germán de tapar su equivocación quedando él peor, y sonrió divertida mientras le daba el cambio.

Germán salió de la cafetería y buscó con su móvil cómo llegar lo más rápido posible al paseo de los Olmos desde la calle Costanilla de los Ángeles para seguir su ronda de pisos. Podía atravesar la plaza Mayor. Aunque ya era mediodía y le costaba acostumbrarse a aquel calor tras el clima inglés, pasear por el Madrid antiguo merecía la pena. Sobre todo si daba con ese chollo cuyo anuncio aún confiaba que podría encontrar colgado de un balcón, y compensar así aquella última decepción, la número nueve en lo que a pisos se refiere y que se llevaba la palma en originalidad: un piso de doscientos cuatro euros en la Cañada Real.

Ahora entendía lo que decía de una caseta. La única duda era si de verdad alguien alquilaba una chabola y lo anunciaba en la web Buscapisosenmadrid o si se trataba de una divertida y sofisticada emboscada para robar a quien se dejara caer por allí. Caminó por una calle en obras y echó un vistazo a su alrededor con detenimiento. Precisamente eran los inmuebles con desperfectos, sin ascensor o sin calefacción, o aquellos con escombros en los portales, los que podían tener un precio asequible al asustar a arrendatarios que no tuvieran la tozuda determinación de Germán. Pero no había ningún anuncio y tampoco vio a ningún vecino al que preguntar.

Un poco más adelante vio un cartel de «se alquila» en uno de los balcones. Marcó el número en su móvil y se encontró instintivamente cruzando los dedos. Tardó en contestar una señora mayor.

—Llamaba por lo del piso.

—Ah, sí, pero ¿por cuál? ¿En qué calle?

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