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Hijo
No existe lo que llamamos «reproducción». Cuando dos personas deciden tener un bebé, se comprometen a realizar un acto de producción, y el uso generalizado de la palabra «reproducción» para esta acción, en la que se implican dos personas, es en el mejor de los casos un eufemismo para consolar a los futuros padres antes de implicarse en algo que está por encima de ellos. Es frecuente que en las fantasías subconscientes que hacen tan seductora la concepción seamos nosotros mismos los que queremos vivir para siempre, no un otro con una personalidad propia. Cuando anticipamos así el avance de nuestros genes egoístas, muchos de nosotros no estamos preparados para tener hijos que presentan necesidades desconocidas. La paternidad nos catapulta bruscamente a una relación permanente con un extraño, y cuanto más singular es el extraño, más fuerte es el olor de la negatividad. Queremos ver en los rostros de nuestros hijos la garantía de que no moriremos. Los hijos cuyas peculiaridades definitorias borran la fantasía de la inmortalidad son como un insulto; tenemos que amarlos por ellos mismos, no por el bien que nos hagan, y este es un reto de difícil respuesta. Amar a nuestros hijos es un ejercicio de imaginación.
Pero en las sociedades modernas, lo mismo que en las antiguas, la sangre es más densa que el agua. Pocas cosas son tan gratificantes como los hijos sanos y queridos, y pocas situaciones tan infortunadas como el fracaso o el rechazo filial. Nosotros no somos nuestros hijos; ellos portan genes atávicos y rasgos recesivos, y están sometidos desde el principio a estímulos ambientales que escapan a nuestro control. Pero también somos nuestros hijos; la realidad de la paternidad jamás abandona a quienes han afrontado la metamorfosis. El psicoanalista D. W. Winnicott dijo una vez que «no existe lo que llamamos “un bebé”; si nos proponemos describir a un bebé, lo haremos asociándolo con alguien. Un bebé no puede existir solo, sino que es esencialmente parte de una relación».1 En la medida en que se parecen a nosotros, nuestros hijos son nuestros más preciados admiradores, y en la medida en que no se parecen, pueden ser nuestros más vehementes detractores. Desde el principio les inducimos a que nos imiten y anhelamos lo que podría ser el mayor halago de nuestras vidas: que elijan vivir conforme a nuestro sistema de valores. Aunque muchos de nosotros nos sentimos orgullosos de lo diferentes que somos de nuestros padres, nos entristece lo diferentes que nuestros hijos son de nosotros.
Debido a la transmisión de identidades de una generación a la siguiente, la mayoría de los hijos comparten al menos algunos rasgos con sus padres. Son estas identidades verticales. Caracteres y valores pasan de padres a hijos a lo largo de las generaciones no solo a través de hebras de ADN, sino también a través de normas culturales compartidas. La identidad étnica, por ejemplo, es vertical. Los niños de color son por lo general hijos de padres de color; el hecho genético de la pigmentación de la piel se transmite a lo largo de generaciones junto con una autoimagen de persona de color aunque esta autoimagen pueda estar sometida a fluctuaciones generacionales. El lenguaje es generalmente vertical, pues la mayoría de las personas que hablan griego quieren que sus hijos hablen también griego, aunque lo declinen de otra forma o hablen otra variante más moderna. La religión es medianamente vertical: los padres católicos tenderán a dar a sus hijos una educación católica, aunque estos puedan volverse irreligiosos o convertirse a otra fe. La nacionalidad es vertical excepto en el caso de los inmigrantes. El cabello rubio y la miopía se transmiten a menudo de padres a hijos, pero en la mayoría de los casos no constituyen una base importante para la identidad (el cabello rubio porque es realmente insignificante, y la miopía porque tiene fácil corrección).
Pero es frecuente que alguien posea un rasgo inherente o adquirido que sea extraño a sus padres y tenga que adquirir su identidad de un grupo de personas que sean iguales que él. Esta es una identidad horizontal. Las identidades horizontales pueden ser expresión de genes recesivos, mutaciones azarosas, influencias prenatales o valores y preferencias que un hijo no comparte con sus progenitores. Ser gay es una identidad horizontal; la mayoría de los niños que lo son nacen de padres heterosexuales, y mientras su sexualidad no venga determinada por sus iguales, conocen su identidad gay observando una subcultura exterior a la familia y participando en ella. La discapacidad física tiende a ser horizontal, al igual que el genio. También la psicopatía es frecuentemente horizontal; la mayoría de los criminales no han sido reclutados por mafiosos, y deben concebir sus propias fechorías. Igualmente lo son padecimientos como el autismo y la discapacidad intelectual. Un niño concebido como resultado de una violación sufrirá problemas emocionales que su madre no puede conocer, aunque sean secuelas de su trauma.
En 1993, el New York Times me encargó investigar la cultura de los sordos.2 De la sordera tenía la idea de que era una deficiencia y nada más. Durante meses me encerré en el mundo de los sordos. La mayoría de los niños sordos nacen de padres oyentes, y estos padres frecuentemente priorizan la adaptación al mundo de los oyentes, concentrando todos sus esfuerzos en el habla y en la lectura labial. De este modo pueden descuidar otras áreas de la educación de sus hijos. Mientras que algunos sordos leen bien los labios y se les entiende cuando hablan, muchos otros no tienen esta habilidad, y durante interminables años son tratados por audiólogos y logopedas en vez de estudiar historia, matemáticas y filosofía. Muchos asumen su identidad en la adolescencia, y esto es para ellos una gran liberación. Entran en un mundo que utiliza un lenguaje de signos y en él se descubren a sí mismos. Algunos padres oyentes aceptan este nuevo y potente desarrollo, pero otros se oponen a él.
Esta situación me es de todo punto familiar, porque yo soy gay. Los gays suelen crecer en un ambiente propio de padres heterosexuales que piensan que sus hijos vivirían mejor como heterosexuales y que los presionan para que se comporten como tales, con lo cual solo consiguen atormentarlos. A menudo descubren su identidad gay en la adolescencia o más tarde, experimentando entonces un gran alivio. Cuando empecé a escribir sobre los sordos, el implante coclear, que puede proporcionar cierta audición, era una innovación reciente.3 Los progenitores la saludaron como una cura milagrosa para un defecto terrible, mientras que la comunidad sorda la condenó como un ataque genocida a una comunidad unida y satisfecha. Desde entonces, ambas partes han moderado su retórica, pero el caso se complica por el hecho de que los implantes cocleares son más eficaces cuando su implantación quirúrgica se efectúa tempranamente —lo ideal es hacerlo en infantes—, por lo que es frecuente que los padres decidan realizarlo antes de que el niño pueda tener o expresar una opinión informada al respecto.4 Asistiendo a este debate, me daba cuenta de que, de haber existido un tratamiento temprano parecido, mis padres habrían consentido en someterme a él para que yo fuese heterosexual. No tengo la menor duda de que, si ahora apareciese una cosa así, acabaría con la mayor parte de la cultura gay. Me entristece la idea de semejante amenaza, y cuando amplié mi conocimiento de la cultura de los sordos, comprendí que las actitudes de mis padres, que eran fruto de la ignorancia, se asemejaban a la que probablemente habría sido mi reacción ante un hijo sordo. Mi primer impulso habría sido hacer cuanto estuviera en mi mano para poner arreglo a la anormalidad.
Más tarde, una amiga mía tuvo una hija que padecía enanismo. Se preguntaba si debía educar a su hija de tal manera que pudiera considerarse una persona como las demás, solo que de menor estatura, si debía asegurarse de que su hija adoptara modelos de conducta propios de los enanos, o si debía considerar el alargamiento quirúrgico de las extremidades. Mientras me manifestaba su incertidumbre, observé un patrón que me resultaba familiar. Me había estremecido advertir mis puntos en común con los sordos, y ahora me identificaba con una enana; me preguntaba quiénes más estarían esperando para unirse a nuestras jubilosas filas. Pensé que si el hecho de ser gay, entendido como una identidad, podía escindirse de la homosexualidad entendida como una enfermedad, y la sordera entendida como una identidad de la sordera entendida como una enfermedad, y si también el enanismo como identidad podía emerger de una aparente discapacidad, entonces tenía que haber muchas otras categorías en este difícil territorio intersticial. Era esta una idea radicalizadora. Después de haberme imaginado siempre como miembro de una minoría bastante exigua, de pronto me percaté de que pertenecía a una inmensa compañía. La diferencia nos une. Si cada una de estas experiencias puede aislar a los afectados, estos forman un conjunto de millones de personas cuyas luchas las conectan profundamente. Lo excepcional es omnipresente; ser enteramente típico es un caso raro y aislado.
Igual que mis padres no comprendieron cómo era yo, habrá otros padres que no comprendan a sus hijos. Muchos padres se toman la identidad horizontal de sus hijos como una afrenta. La notable diferencia de un hijo con el resto de la familia demanda conocimiento, capacidad y acciones para las cuales una madre y un padre típicos no están cualificados, al menos al principio. El hijo es también manifiestamente diferente de la mayoría de los chicos de su edad, por lo que generalmente se siente menos comprendido o aceptado entre ellos. Los padres maltratadores no insultan tanto a los hijos que se les parecen físicamente; el que es bravucón reza para que su hijo tenga sus rasgos.5 Las familias tienden a reafirmar las identidades verticales desde la más temprana infancia, pero son muchas las que se oponen a las horizontales. Las identidades verticales suelen ser respetadas como tales identidades, mientras que las horizontales son a menudo consideradas meros fallos.
Alguien podría decir que las personas de color tienen muchas desventajas en el Estados Unidos de hoy, pero hay poca investigación sobre el modo de alterar la expresión genética para que la siguiente generación nacida de padres negros tenga el cabello liso y rubio y la tez clara. En la América moderna es a veces difícil ser asiático, judío o mujer, pero nadie creería que los asiáticos, los judíos o las mujeres pudieran ser tan necios como para querer convertirse en varones blancos y cristianos si pudiesen. Muchas identidades verticales hacen que la gente se sienta incómoda, y sin embargo no intentamos homogeneizarla. No puede decirse que las desventajas de ser gay sean mayores que las de las mencionadas identidades verticales, pero durante mucho tiempo la mayoría de los padres han tratado de volver heterosexuales a sus hijos gays. Los cuerpos con anormalidades suelen infundir más horror entre las personas que los ven que entre las que los tienen, pero el afán de los padres por normalizar las excepciones físicas tiene a menudo un gran coste psíquico para ellos y sus hijos. Etiquetar a un hijo como «enfermo mental» —ya se trate de un caso de autismo, discapacidad intelectual o transexualidad— puede reflejar el malestar que una mente como la suya causa a los padres más que el que causa al propio hijo. Se procede a corregir muchas cosas que habría sido mejor dejar como están.
«Deficiente» es un adjetivo que durante mucho tiempo se ha considerado excesivo en el discurso progresista, pero los términos médicos que lo han sustituido —«enfermedad», «síndrome», «afección»— pueden resultar casi igual de peyorativos en su discreción. Con frecuencia usamos «enfermedad» para menospreciar una manera de ser, e «identidad» para dar por válida esa misma manera de ser. Esta es una falsa dicotomía. En la física, la interpretación de Copenhague define la materia/energía como algo que se comporta unas veces como una onda y otras como una partícula, lo que indica que es ambas cosas y postula que es nuestra limitación humana la que nos impide verlas al mismo tiempo. El físico Paul Dirac, ganador del Premio Nobel, definió la manera en que la luz parece ser una partícula cuando nos preguntamos si es una partícula y una onda cuando nos preguntamos si es una onda.6 Una dualidad similar la encontramos en el tema de la persona. Muchas características son a la vez enfermedad e identidad, pero no podemos ver una sola de ambas cosas si oscurecemos la otra. La política de la identidad refuta la idea de enfermedad, mientras que la medicina rehúye la identidad. Ambas cosas se reducen a causa de esta estrechez.
Los físicos han llegado a comprender por qué la energía se manifiesta unas veces como onda y otras como partícula, y usan la mecánica cuántica para reconciliar la información obtenida. De un modo parecido debemos considerar la enfermedad y la identidad, y comprender que las observaciones se llevarán a cabo en un dominio o en otro, lo cual nos llevará a una mecánica sincrética. Necesitamos un vocabulario en el que los dos conceptos no sean contrarios, sino aspectos compatibles de una característica. El problema es cambiar nuestra manera de estimar el valor de individuos y de vidas para llegar a una concepción más ecuménica de lo que significa estar sano. Ludwig Wittgenstein dijo: «Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo».7 La ausencia de palabras es ausencia de intimidad; estas experiencias están sedientas de lenguaje.
Los hijos que aquí describo tienen características horizontales que son ajenas a sus padres. Son sordos o son enanos; tienen síndrome de Down, autismo, esquizofrenia o padecen múltiples y severas discapacidades; son niños prodigio; o fueron concebidos como consecuencia de una violación; o cometen crímenes; o son transexuales. Un viejo refrán dice que una manzana no cae lejos del árbol,8 queriendo decir que un niño se parece a su padre o a su madre; estos niños son manzanas que han caído en cualquier parte, unas dos huertos más allá y otras en el otro extremo del planeta. Pero ya hay miles de familias que aprenden a tolerar, aceptar y finalmente querer a hijos que no son lo que originalmente imaginaban que iban a ser. Este proceso de transformación es a menudo facilitado, y en ocasiones frustrado, por las políticas de identidad y el progreso médico, que se han infiltrado en los hogares en un grado que solo veinte años antes habría sido inconcebible.
Todos los hijos inquietan a sus padres; estas situaciones, casi siempre dramáticas, son simples variaciones de un tema común. Del mismo modo que averiguamos las propiedades de un medicamento estudiando sus efectos a dosis extremadamente altas, o comprobamos la viabilidad de un material de construcción sometiéndolo a temperaturas extremas, podemos comprender el fenómeno universal de la diferencia en las familias examinando los casos extremos. Tener hijos que constituyen excepciones exagera las tendencias de los padres; los que tienden a ser malos padres se convierten en padres atroces, pero los que tienden a ser buenos padres terminan siendo padres extraordinarios. Aquí adopto el punto de vista contrario al de Tolstói: las familias desgraciadas que rechazan a los hijos diferentes tienen mucho en común, mientras que las familias felices que se esfuerzan por aceptarlos son felices de muy diversas maneras.9
Como los futuros padres tienen cada vez más posibilidades de prevenir el reto que para ellos sería tener hijos con diferencias horizontales, las experiencias de los que tienen tales hijos son cruciales para nuestra forma más frecuente de entender la diferencia. Las primeras reacciones de los padres cuando tienen un hijo y las primeras interacciones con él determinan el modo en que ese hijo se verá a sí mismo. Las experiencias con él cambian profundamente a los padres. Los que tienen un hijo con una discapacidad, serán para siempre los padres de un hijo discapacitado; este es un hecho determinante en ellos, y un hecho determinante también de la manera en que otras personas los perciben y descifran sus vidas. Estos padres tienden a ver la anomalía como una enfermedad hasta que la costumbre y el amor los capacitan para sobrellevar la nueva y excepcional realidad, a menudo introduciendo el lenguaje de la identidad. La intimidad con la diferencia fomenta su asimilación.
Transmitir la felicidad aprendida de estos padres es vital para prestar apoyo a las identidades que pueden sufrir exclusión. Sus historias nos muestran a todos nosotros una manera de ampliar nuestras definiciones de la familia humana. Es importante saber de qué manera las personas autistas experimentan su autismo o los enanos, su enanismo. La autoaceptación es parte del ideal, pero sin aceptación familiar y social no puede suprimir las incesantes injusticias que muchos grupos con identidad horizontal sufren, y no propiciará la reforma adecuada. Vivimos en tiempos de xenofobia, en los que la legislación deroga con apoyo mayoritario derechos de las mujeres, del colectivo LGBT,* de los inmigrantes ilegales y de los pobres. A pesar de esta crisis de empatía, la compasión prospera en los hogares, y la mayoría de los padres cuyo perfil he trazado son capaces de amar al otro lado de la línea divisora. Comprender cómo llegaron a tener un buen concepto de sus hijos puede darnos a los demás motivos e iluminación para hacer lo mismo. Para ser capaz de leer en los ojos de un hijo y ver en ellos tanto a uno mismo como a alguien completamente distinto, y luego identificarse incondicionalmente con cada aspecto suyo, hay que centrarse en la propia paternidad, pero no de forma egoísta; hay que entregarse. Es asombrosa la frecuencia con que se ha comprendido esta relación mutua, la frecuencia con que padres que habían creído no ser capaces de cuidar de un hijo especial descubren que sí lo son. La predisposición de los padres a querer a los hijos prevalece en las circunstancias más angustiosas. Hay en el mundo más imaginación de lo que uno supone.
En mi infancia padecí dislexia; por supuesto, la sigo padeciendo. Todavía no puedo escribir a mano sin fijarme en la manera en que escribo cada letra, y aun así algunas están fuera de lugar u omitidas. Mi madre, que reconoció pronto la dislexia, empezó a enseñarme a leer cuando contaba dos años. Pasaba largas tardes en su regazo aprendiendo a pronunciar palabras, entrenándome en la fonética como un atleta olímpico; practicábamos con cartas, aunque las formas de las letras no eran tan bonitas como en las suyas. Para concentrar mi atención, me daba una libreta con tapas de tela amarilla en las que estaban cosidos Winnie-the-Pooh y Tigger; hacíamos tarjetas y las usábamos en juegos que practicábamos en el coche. Yo me divertía al poner atención, y mi madre me enseñaba con gran regocijo, pues lo que me enseñaba era el mejor rompecabezas del mundo, un juego privado entre nosotros. Cuando tenía seis años, mis padres solicitaron mi admisión en once colegios de la ciudad de Nueva York, y ninguno de los once me aceptó porque se pensaba que nunca aprendería a leer y escribir. Un año después ingresé en un colegio cuyo director reconoció de mala gana que mi capacidad lectora ya desarrollada invalidaba los resultados de pruebas que predecían que jamás aprendería a leer. Los continuos triunfos en casa indicaban un buen nivel, y la temprana victoria sobre la dislexia fue aleccionadora; con paciencia, amor, inteligencia y voluntad, habíamos vencido una anomalía neurológica. Desafortunadamente, esta victoria sirvió de marco a otras luchas posteriores que hacían difícil aceptar que jamás se lograría corregir otra anomalía cada vez más evidente: que era gay.
La gente me pregunta cuándo supe que era gay, y yo me pregunto qué implica este conocimiento. Me llevó algún tiempo ser consciente de mis deseos sexuales. Mi conciencia de que mis deseos eran exóticos y no coincidían con los de la mayoría de la gente fue tan temprana que no recuerdo lo que hubo antes. Estudios recientes han demostrado que es a la temprana edad de dos años cuando los niños que serán gays sienten aversión a ciertos tipos de juegos bruscos; a los seis años de edad, la mayoría se comportan de maneras que obviamente no son propias de su sexo.10 Como pronto evidencié que muchos de mis impulsos no eran masculinos, jugué a inventarme a mí mismo. Cuando, estando en el primer curso de primaria, se nos pidió que dijéramos cuál era nuestro alimento favorito, todos dijeron que el helado, las hamburguesas o los biscotes, pero yo elegí orgulloso el ekmek kadayiff con kaymak, que solía pedir en un restaurante armenio de la calle Veintisiete Este. Nunca intercambié un cromo de béisbol, pero era capaz de contar argumentos de telenovelas en el autobús escolar. Nada de esto me hizo popular.
Popular lo era en casa, pero siempre me corregían. A los siete años estuve una vez con mi madre y mi hermano en Indian Walk Shoes, y cuando salíamos el vendedor nos preguntó de qué color queríamos los globos. Mi hermano pidió un globo rojo. Yo uno rosa. Mi madre intervino diciendo que yo no quería un globo rosa, y me recordó que mi color preferido era el azul. Contesté que de verdad lo quería rosa, pero viendo su mirada cogí el globo azul. Mi color preferido es, en efecto, el azul, pero sigo siendo gay, y esto prueba la influencia de mi madre y los límites de esa influencia.11 Una vez me dijo: «Cuando eras pequeño no te gustaba hacer lo que a otros niños les gustaba hacer, y yo te animaba a ser tú mismo». Pero añadió un tanto irónica: «A veces pienso que dejé ir las cosas demasiado lejos». En ocasiones pienso que no las dejó ir lo suficientemente lejos. Pero el que me animara a preservar mi individualidad, aunque era indudable que lo hacía de una forma ambivalente, ha conformado mi vida.
Mi nuevo colegio era de ideas casi progresistas y se suponía que era integrador, lo que significaba que nuestra clase incluía a algunos niños negros y latinos en una escolarización en la que la mayoría de ellos se sentían integrados. En mi primer año allí, Debbie Camacho celebraba una fiesta de cumpleaños en Harlem, y sus padres, que desconocían la lógica de la educación privada de Nueva York, la programaron para el mismo fin de semana en que se celebraba la tradicional fiesta estudiantil de aquel año. Mi madre me preguntó cómo me sentiría si nadie asistiera a mi fiesta de cumpleaños, e insistió en que debía ir. Yo dudaba de que muchos niños de mi clase hubieran asistido a la fiesta si no hubiesen tenido una excusa tan oportuna, y de hecho solo dos niños blancos de una clase de cuarenta lo hicieron. Me sentí literalmente aterrorizado de estar allí. Las primas de la niña del cumpleaños quisieron sacarme a bailar; todo el mundo hablaba español; la comida era a base de fritos para mí extraños. Tuve algo parecido a un ataque de pánico y regresé a casa llorando.
No establecí ningún paralelismo entre el desinterés hacia la fiesta de Debbie y mi impopularidad, aunque pocos meses más tarde Bobby Finkel organizó una fiesta de cumpleaños e invitó a toda la clase menos a mí. Mi madre llamó a la suya pensando que había habido un error; la señora Finkel le dijo que su hijo no me tragaba y que no quería verme en su fiesta. El día de la fiesta, mi madre me recogió del colegio y me llevó al zoológico y a tomar un sundae caliente en Old-Fashioned Mr. Jennings. Recordando todo aquello puedo imaginar lo apenada que estaba mi madre (más apenada que yo, o de lo que yo dejaba traslucir). No advertía entonces que su ternura era un intento de compensar las injurias del mundo. Cuando pienso en la incomodidad que les causaba a mis padres el hecho de que fuera gay, puedo comprender lo vulnerable que la habían vuelto mis vulnerabilidades y lo mucho que se esforzaba por adelantarse a mi tristeza proclamando que nos lo pasábamos muy bien. La prohibición del globo rosa debe considerarse en parte un gesto protector.
Me alegro de que mi madre me hiciera asistir a la fiesta de cumpleaños de Debbie Camacho. Porque creo que era lo justo y, aunque no podía verlo entonces, era también el comienzo de una actitud de tolerancia que me permitió soportarme a mí mismo y encontrar la felicidad en la edad adulta. Resulta tentador presentarme a mí mismo y presentar a mi familia como verdaderos dechados de progresismo, pero esto no era así. Me burlaba de un alumno afroamericano del colegio de primaria diciéndole que se parecía al niño que una ilustración de nuestro libro de ciencias sociales mostraba en un rondavel de una tribu africana. No pensaba que esto significara ser racista; pensaba que era algo divertido y vagamente cierto. Cuando crecí, recordé mi comportamiento con profundo arrepentimiento, y cuando la persona en cuestión me encontró en Facebook, me deshice en disculpas. Le dije que mi única excusa era la dificultad de ser gay en el colegio, y que respondía al prejuicio contra mí en forma de prejuicio contra otros. Aceptó mis disculpas y añadió que también él era gay; recibí una lección de humildad al ver que él había sobrevivido en un ambiente donde ambos prejuicios eran tan fuertes.
Me esforzaba por mantenerme a flote en las procelosas aguas del colegio de primaria, pero en casa, donde el prejuicio nunca se teñía de crueldad, mis defectos más incorregibles eran minimizados y mis rarezas casi siempre se tomaban con humor. Cuando contaba diez años, el minúsculo principado de Liechtenstein me tenía fascinado. Un año más tarde, mi padre nos llevó con él en un viaje de negocios a Zurich, y una mañana mi madre anunció que había organizado para todos una visita a Vaduz, la capital de Liechtenstein. Recuerdo la ilusión que a toda la familia le hizo algo que era claramente un deseo mío y solo mío. Al recordar todo aquello, la obsesión con Liechtenstein me parece extraña, pero la idea de aquel viaje se le ocurrió a la madre que me prohibió el globo rosa. Ella lo organizó todo: almuerzo en un café encantador, visita al museo de arte y visita a la imprenta donde se imprimen los sellos distintivos del país. Aunque no siempre aprobaban mi actitud, me sentía aceptado y se tomaban mi excentricidad con laxitud. Pero había unos límites, y los globos de color rosa los traspasaban. La norma familiar era interesarse por lo diferente desde un pacto de identidad. Yo no quería limitarme a observar el ancho mundo, sino habitar en sus grandes espacios; quería bucear en busca de perlas, memorizar a Shakespeare, romper la barrera del sonido y aprender a hacer calceta. Visto desde determinado ángulo, el deseo de transformarme parecía un intento de liberarme de una manera de vivir poco apetecible. Visto desde otro ángulo, era un gesto de atención a lo más esencial de mí, un giro crucial hacia la persona que tenía que ser.
Estando todavía en el jardín de infancia, me pasaba los recreos conversando con mis profesoras porque otros niños no lo hacían; las profesoras probablemente tampoco lo hacían, pero tenían la edad suficiente para mostrarse amables. En el séptimo curso, casi todos los días almorzaba en el despacho de la señora Brier, secretaria de la directora del colegio de primaria. Terminé la secundaria sin visitar la cafetería donde, de haberme sentado con las chicas, se habrían reído de mí, o de haberlo hecho con los chicos, también se habrían reído por ser la clase de chico que tendría que sentarse con las chicas. El impulso al conformismo, que tan a menudo define la infancia, nunca existió en mí, y cuando empecé a pensar en la sexualidad, el inconformismo que suponía la atracción por el mismo sexo me estremeció (la conciencia de que yo deseaba algo diferente y más prohibido que toda clase de sexo en la adolescencia). La homosexualidad me atraía como un postre armenio o un día en Liechtenstein. Pero pensaba que si alguien descubría que era gay, me moriría.
Mi madre no quería que fuese gay porque pensaba que no era lo mejor para mi futuro, y tampoco le agradaba la idea de ser la madre de un hijo gay. El problema no era que quisiera controlar mi vida; estaba realmente convencida, como la mayoría de los padres, de que su manera de ser feliz era la mejor de todas. El problema era que quería controlar su vida, y era su vida como madre de un homosexual lo que ella quería cambiar. Por desgracia, no había para ella manera de centrar el problema sin involucrarme a mí.
Pronto aprendí a odiar profundamente este aspecto de mi identidad, pues aquella postura encogida reflejaba la respuesta de una familia a una identidad vertical. Mi madre pensaba que ser judío no era nada deseable. Había recibido esta opinión de mi abuelo, que mantenía su religión en secreto porque ello le permitía ocupar un puesto elevado en una compañía que no empleaba a judíos. Era, además, miembro de un club de campo de las afueras donde los judíos no eran bien recibidos. A los veintipocos años, mi madre fue por breve tiempo novia de un texano que rompió con ella cuando su familia lo amenazó con desheredarlo si se casaba con una judía. Esto fue para ella un trauma que la obligó a reconocer su condición de judía, pues hasta entonces no se había visto señalada como tal; pensaba que podía ser lo que quisiera parecer. Cinco años después decidió casarse con mi padre, un judío, y vivir en un mundo mayoritariamente judío, pero llevaba dentro el antisemitismo. Habría dicho a la vista de personas que encajan en ciertos estereotipos: «Esta es la gente que nos da mal nombre». Cuando le pregunté qué pensaba de la belleza que había en mi clase de noveno curso, dijo: «Parece enteramente judía». Su método de dudar de sí misma y arrepentirse lo había inventado para mí por mi condición de gay; yo heredé su talento para incomodar.
Cuando hacía ya tiempo que había dejado atrás la infancia, me aferré a cosas infantiles como una forma de levantar un dique contra la sexualidad. Esta inmadurez intencionada estaba recubierta de una afectada mojigatería victoriana cuyo propósito no era enmascarar, sino anular el deseo. Tenía la idea pintoresca de que sería para siempre Christopher Robin en el bosque de cien acres;* lo que el capítulo final de los libros de Winnie-the-Pooh contaba se asemejaba tanto a mi historia que no podía soportar oírlos, aunque mi padre me había leído los demás capítulos cientos de veces. El rincón de Puh termina así: «Adondequiera que fueran, y les sucediera lo que les sucediese por el camino, en aquel lugar encantado del corazón del bosque siempre estaban jugando un pequeño y su oso».12 Decidí que yo sería ese niño y ese oso, que me quedaría congelado en la puerilidad, porque lo que el crecimiento me auguraba era demasiado humillante. A los trece años compré un número de Playboy y me pasé horas examinándolo, intentando resolver mi incomodidad con la anatomía femenina; aquello fue mucho más penoso que mis deberes escolares. Cuando comenzó la enseñanza secundaria, sabía que tarde o temprano debería mantener relaciones sexuales con mujeres; sentía que no podría, y a menudo pensaba que tenía que morirme. La mitad de mí que no tenía planeado ser Christopher Robin jugando para siempre en un lugar encantado, planeaba ser Ana Karenina arrojándose a la vía del tren. Era una dualidad ridícula.
Cuando me encontraba en octavo curso en el colegio Horace Mann de Nueva York, un chico mayor me apodó Percy como una manera de referirse a mi forma de comportarme. Coincidíamos en la misma ruta del autobús escolar, y cuando diariamente subía al vehículo, él y su cohorte coreaban «Percy, Percy, Percy». Unas veces me sentaba junto a un estudiante de origen chino que era demasiado tímido para hablar con nadie (y que resultó ser gay), y otras veces junto a una chica casi ciega que también era objeto de considerables crueldades. De vez en cuando, todos coreaban durante todo el recorrido del autobús aquella provocación. «Percy, Percy, Percy», gritaban a pleno pulmón durante cuarenta y cinco minutos: por toda la Tercera Avenida, por el FDR Drive, sobre el puente de la Willis Avenue, a lo largo de la autopista Major Deegan y por la calle 246 en Riverdale. La chica ciega me repetía: «No les hagas caso», y yo permanecía allí sentado fingiendo de forma poco convincente que no pasaba nada.
Cuatro meses después de comenzar la secundaria, llegué un día a casa y mi madre me preguntó: «¿Te ha ocurrido algo en el autobús? ¿Te han estado llamando Percy?». Un compañero de clase se lo había contado a su madre, que a su vez llamó a la mía para contárselo a ella. Cuando lo admití, me abrazó un largo rato, y luego me preguntó por qué no se lo había contado. Nunca se me ocurrió hacerlo. Por varias razones: porque hablar de algo tan degradante me parecía que era cosificarlo, porque pensaba que nada se podía hacer y porque sentía que las cosas por las que me torturaban serían aborrecibles también para mi madre, y quería protegerla de la decepción.
A partir de entonces, un acompañante viajaba en el autobús escolar, y los cantos cesaron. Solamente me llamaban «marica» en el autobús y en el colegio, casi siempre a cierta distancia de los profesores para que no lo oyeran y no les llamaran la atención. Aquel mismo año, el profesor de ciencias nos contó que los homosexuales padecían incontinencia fecal porque sus esfínteres anales estaban destrozados. La homofobia era omnipresente en los años setenta, pero la versión que de ella daba la cultura de la suficiencia de mi colegio era especialmente sangrante.
En junio de 2012, el New York Times Magazine publicó un artículo de Amos Kamil, antiguo alumno del Horace Mann, sobre los abusos a menores que, mientras él era alumno del colegio, habían cometido miembros del profesorado.13 El artículo citaba declaraciones de alumnos que desarrollaron adicciones y otras conductas autodestructivas a consecuencia de aquellos episodios; un hombre se había suicidado a una edad madura en un acto de desesperación que su familia atribuyó a su utilización de los jóvenes. El artículo me causó un profundo malestar y también me dejó confuso, porque algunos profesores acusados de aquellos actos habían sido más atentos conmigo que los demás del colegio durante un período de desolación. Mi querido profesor de historia me llevó a comer, me dio un ejemplar de la Biblia de Jerusalén y conversó conmigo en los ratos libres en que otros alumnos no querían saber nada de mí. El profesor de música me concedió conciertos solistas y me permitió llamarlo por su nombre de pila y andar por su despacho; organizaba las giras del club coral, que era una de mis aventuras favoritas. Ellos parecían aceptar mi modo de ser, y siempre tenían buena opinión de mí. Su reconocimiento implícito de mi sexualidad me ayudó a no terminar como un adicto o un suicida.
Cuando estaba en el noveno curso, el profesor de dibujo del colegio (que era además entrenador de fútbol americano) trató de entablar conmigo una conversación sobre la masturbación. Me quedé paralizado; pensé que podía ser una forma de incitación, y que si cedía le contaría a todo el mundo que yo era gay y tendría que soportar más burlas que las que ya me hacían. Ningún otro miembro del profesorado hizo nunca intento alguno conmigo, quizá porque yo era un chico de aspecto canijo, con gafas, tirantes y socialmente torpe, quizá porque mis padres tenían fama de protectores, o quizá porque adoptaba una actitud propia del arrogante aislado que me hacía menos vulnerable que otros.
El profesor de dibujo fue destituido cuando, poco después de aquellas conversaciones, se vertieron acusaciones contra él. El profesor de historia fue despedido y se suicidó un año después. El profesor de música, que estaba casado, sobrevivió al «reinado del terror», como lo llamó un miembro gay del profesorado, que se instauró después de que varios profesores gays fueran separados de sus puestos. Kamil me escribió diciéndome que los linchamientos morales de profesores gays no predadores eran fruto de «un intento mal encaminado de erradicar la pedofilia identificándola falsamente con la homosexualidad». Los alumnos decían monstruosidades de los profesores gays precisamente porque su prejuicio era algo que la comunidad escolar notoriamente aprobaba.
La directora del departamento de teatro, Anne MacKay, era una lesbiana que sobrevivió tranquilamente a las recriminaciones. Veinte años después de graduarme, ella y yo iniciamos una correspondencia por correo electrónico. Diez años después viajé a la punta este de Long Island para visitarla porque me enteré de que se estaba muriendo. Los dos habíamos contactado con Amos Kamil, que estaba entonces investigando para escribir un artículo, y estábamos inquietos por las acusaciones que vertía. La señorita MacKay fue la sabia profesora que una vez me dijo con el mayor tacto que me estaban tomando el pelo por mi manera de caminar, y trató de enseñarme a hacerlo con un paso más firme. En mi último curso, ella puso en escena La importancia de llamarse Ernesto, y me tocó representar el papel estelar de Algernon. Había ido a darle las gracias. Pero ella me había invitado para disculparse.
En un trabajo anterior, me explicó, se comentaba que vivía con otra mujer; los padres se habían quejado, por lo que había tenido que irse a vivir a una especie de escondite para el resto de su carrera. Ahora se arrepentía de la distancia formal que había mantenido, y sentía que había fallado a los alumnos gays, para los que tendría que haber sido un modelo (aunque yo sabía, y ella también, que si hubiera sido más abierta, habría perdido el puesto). Cuando era alumno suyo, nunca se me ocurrió hablar de otras intimidades que las que teníamos, pero hablando con ella décadas después, me di cuenta de lo desamparados que habíamos estado los dos. Habría deseado que por un rato tuviéramos la misma edad, porque tal como soy a los cuarenta y ocho hubiera sido un buen amigo para quien ella era cuando de joven me enseñaba. Fuera del recinto escolar, la señorita MacKay era una activista homosexual; ahora yo también lo soy. Cuando estaba en secundaria sabía que ella era homosexual, y ella sabía que yo también lo era, pero cada uno era de tal manera prisionero de su homosexualidad que la conversación directa era imposible, y solo nos quedaba la amabilidad en lugar de la verdad. Al verla después de tantos años, evoqué mi antigua soledad y recordé hasta qué punto puede aislarnos una identidad especial mientras no la resolvamos en solidaridad horizontal.
En la desasosegante reunión en línea de los antiguos alumnos del Horace Mann que siguió a la publicación de la historia de Amos Kamil, un hombre transmitió su pesar por las víctimas del abuso y por quienes los perpetraron, diciendo de estos últimos: «Eran personas heridas, confundidas, que trataban de aclararse sobre cómo debían funcionar en un mundo que les enseñaba que su deseo homosexual era cosa de enfermos. Los colegios reflejan el mundo en que vivimos. No pueden ser sitios perfectos. No todos los profesores serán personas emocionalmente equilibradas. Podemos condenar a estos profesores. Pero esto es limitarse a un síntoma, no abordar el problema original, que consiste en una sociedad intolerante que crea personas que se aborrecen a sí mismas y se comportan de manera inapropiada».14 El contacto sexual entre profesores y alumnos es inaceptable porque aprovecha un poder diferencial que difumina la demarcación entre coerción y consentimiento. Y a menudo causa traumas irreversibles. Tal fue claramente el caso de los ex alumnos a los que Kamil entrevistó y describió. Cuando me preguntaba cómo mis profesores pudieron haber hecho aquello, pensaba que alguien cuya forma de ser más íntima es tachada de enfermedad y juzgada como una ilegalidad podría esforzarse por hacer una distinción entre ser así y cometer un delito. Tratar una identidad como si fuese una enfermedad invita a la verdadera enfermedad a instalarse y afirmarse.
La oportunidad sexual se presenta con frecuencia a los jóvenes, especialmente de Nueva York. Una de mis tareas era sacar a nuestra perra antes de irme a la cama, y cuando tenía catorce años descubrí dos bares gays cerca de nuestra vivienda, Uncle Charlie’s Uptowns y Camp David. Estaba paseando a Martha, nuestra kerry blue terrier, siguiendo un circuito que incluía estos dos emporios de la carne y observando a los tipos que pululaban por Lexington Avenue mientras Martha tiraba suavemente de la correa, cuando un hombre que dijo llamarse Dwight me siguió y me empujó a un portal. No podía ir a casa de Dwight o de otros porque, de hacerlo, me habría convertido en uno de ellos. No recuerdo el aspecto de Dwight, pero su nombre me llena de nostalgia. Cuando, a los diecisiete años, tenía eventualmente sexo con un hombre, sentía que me estaba separando para siempre del mundo normal. Llegaba a casa y hervía mi ropa, y luego tomaba una ducha muy caliente durante una hora, con la idea de que mi transgresión podía ser esterilizada.
A los diecinueve años leí un anuncio en las últimas páginas de la revista New York que ofrecía terapia sustitutiva para personas con problemas relacionados con el sexo.15 Todavía creía que el problema de quién quería ser era subsidiario del problema de quién no quería ser. Sabía que las páginas de una revista no eran un buen sitio para encontrar tratamiento, pero mi situación era demasiado embarazosa para contársela a nadie que me conociera. Acudí con mis ahorros a un despacho de un edificio sin ascensor situado en la Hell’s Kitchen,* donde mantuve largas conversaciones sobre mis preocupaciones sexuales, siendo incapaz de admitir ante mí mismo y ante el que se llamaba a sí mismo terapeuta que en verdad no me interesaban las mujeres. No mencioné la agitada vida sexual que por entonces tenía con hombres. Empecé a «consultar» a personas que me dio por llamar «doctores» y que me prescribirían «ejercicios» con mis «sustitutivos» (con mujeres que no eran exactamente prostitutas, pero que tampoco eran exactamente otra cosa). En una sesión tuve que andar desnudo a cuatro patas fingiendo ser un perro mientras la sustitutiva fingía ser un gato; la metáfora de la intimidad entre especies incompatibles era lo más drástico que vi entonces. Curiosamente me aficioné a estas mujeres, una de las cuales, una atractiva rubia del Profundo Sur, llegó a contarme que era necrófila y que había optado por esa profesión después de haber tenido problemas en la morgue. Se suponía que uno debía cambiar de chica para que la habituación no se limitase a una sola compañía sexual; recuerdo la primera vez que una mujer puertorriqueña se me subió encima y empezó a dar botes gritando extática: «Estás dentro de mí, estás dentro de mí», y cómo yacía allí preguntándome entre aburrido e inquieto si había conseguido ya el premio y me había convertido en un heterosexual cualificado.
Las curas raras veces son rápidas y completas para cualquier cosa que no sea una infección bacteriana, pero puede ser difícil advertirlo cuando las realidades sociales y médicas cambian con rapidez. Mi recuperación lo fue de la percepción de la enfermedad. Aquel despacho de la calle Cuarenta y Cinco se presenta en mis sueños: la necrófila que vio en mi aspecto pálido y sudoroso el suficiente parecido con un cadáver para hacer de las suyas; la mujer latina con su particular misión que me introdujo en su cuerpo con tanto júbilo. Mi tratamiento me ocupó solo dos horas a la semana durante unos seis meses, y me familiarizó con cuerpos de mujeres, lo cual fue vital para las posteriores experiencias heterosexuales que me alegro de haber tenido. Amé sinceramente a algunas de las mujeres con las que más tarde mantuve relaciones, pero cuando estaba con ellas nunca podía olvidar que mi «cura» era una manifestación destilada de una autoaversión, y nunca he olvidado del todo las circunstancias que me llevaron a desarrollar aquel indecente esfuerzo. Con mi psique dividida entre Dwight y aquellas mujeres, el amor romántico fue casi imposible para mí durante la primera parte de mi vida adulta.
Mi interés por las diferencias profundas entre padres e hijos surgió de una necesidad de investigar la raíz de mis pesares. Aunque prefería culpar a mis padres, llegué a creer que muchas de mis desventuras me las había causado el mundo a mi alrededor, y algunas de ellas yo mismo. En medio de una fuerte discusión, mi madre me dijo una vez: «Algún día podrás ir a un terapeuta y contárselo todo sobre cómo tu terrible madre arruinó tu vida. Pero estarás hablando de tu vida. Busca tú mismo una vida que pueda hacerte feliz y que te permita amar y ser amado, porque esto es lo que verdaderamente importa». Uno puede amar a alguien, pero no aceptarlo, y uno puede aceptar a alguien, pero no amarlo. Veía erróneamente la falta de aceptación de mis padres como un déficit de amor. Ahora pienso que su primera experiencia fue la de tener un hijo que hablaba un lenguaje que ellos nunca habían pensado estudiar.
¿Cómo ha de saber un padre si debe erradicar o aplaudir una característica concreta? El año en que nací, 1963, la actividad homosexual era un delito; durante mi infancia, era síntoma de una enfermedad. Cuando contaba dos años, la revista Time escribió: «Incluso en términos no religiosos, la homosexualidad constituye un abuso de la facultad sexual. Es un patético y mezquino sucedáneo de la realidad, una lastimosa huida de la vida. Como tal es digna de atención, compasión, comprensión y, si es posible, tratamiento. Pero no debe ser exaltada, ni racionalizada, ni reconocérsele un falso estatus de martirio minoritario, ni reducirse a la idea sofista de una simple diferencia de gustos; y sobre todo no puede pretenderse que sea otra cosa que una perniciosa enfermedad».16
Aun así, cuando estaba desarrollándome, mi familia tenía amigos íntimos que eran gays, vecinos y otros que eran como tíos abuelos para mí y para mi hermano, y que pasaban los días festivos con mi familia porque las suyas no querían tenerlos. Siempre me desconcertaba que Elmer hubiese ido a la Segunda Guerra Mundial dejando a medio completar los estudios de medicina, combatiera en el frente occidental y, al regresar, abriese una tienda de regalos. Durante años oí que las cosas tan terribles que había presenciado en la guerra lo habían cambiado, y que a su vuelta no tenía estómago para continuar con la medicina. Fue solo después de que Elmer muriera cuando Willy, su pareja durante cincuenta años, me explicó que en 1945 nadie habría ido a la consulta de un médico abiertamente gay. Los horrores de la guerra habían hecho de Elmer un hombre íntegro, y pagó el precio dedicando su vida adulta a pintar divertidos taburetes de bar y vender comestibles. Elmer y Willy mantuvieron un gran romance durante muchos años, pero con un fondo de tristeza por lo que la vida había hecho de ellos. Los regalos de la tienda eran un remedo de las medicinas y las Navidades con nosotros, un remedo de la vida familiar. La elección de Elmer me dio una lección de humildad; no sé si yo habría tenido coraje para hacer algo parecido, o la disciplina para evitar que, de hacerlo, la pesadumbre debilitase mi amor. Aunque Elmer y Willy nunca se habrían imaginado como activistas, el dolor que los impulsaba a ellos y a otros como ellos era una condición previa de mi felicidad y de la de otros como yo. Cuando comprendí mejor su historia, advertí que los miedos de mis padres no eran simplemente producto de una imaginación febril.
En mi vida adulta, ser gay es una identidad; la historia trágica que mis padres temían en mí ya no es inevitable. La vida feliz que ahora tengo era inimaginable cuando me preguntaban por qué globos rosas y ekmek kadayiff, aun cuando hacía de Algernon. La idea de la homosexualidad como un triplete de delito, enfermedad y pecado sigue siendo poderosa. A veces he notado que preguntar a la gente por sus hijos discapacitados, sus hijos fruto de una violación o sus hijos delincuentes me resulta más fácil que comprobar cuántos padres todavía responden a la pregunta de si tienen hijos como yo. Hace diez años, una encuesta del New Yorker preguntó a algunos padres si preferían ver a un hijo gay felizmente emparejado, realizado y con hijos, o a un hijo heterosexual soltero o mal emparejado y sin hijos.17 Uno de cada tres eligió lo segundo. No hay forma más explícita de odiar una identidad horizontal que desear para los hijos la infelicidad y la semejanza antes que la felicidad y la diferencia. En Estados Unidos aparecen con monótona regularidad nuevas leyes antigays; en diciembre de 2011, Michigan aprobó una restricción de las prestaciones a parejas de empleados públicos, que privaba de cobertura sanitaria a las parejas de empleados gays a pesar de que garantizaba a los empleados de la ciudad y del condado cobertura sanitaria para todos los miembros de sus familias, incluidos tíos, sobrinos y primos.18 Entretanto, en gran parte del mundo, la identidad en que habito sigue siendo inimaginable. En 2011, Uganda estuvo a punto de admitir un proyecto de ley que habría instaurado la pena de muerte para determinados actos homosexuales.19 Un artículo de la revista New York sobre los gays en Irak incluía la siguiente información: «Los cuerpos de los gays, a menudo mutilados, empezaron a aparecer en la calle. Se cree que asesinaron a cientos de hombres. Se les había cerrado el recto con pegamento y obligado a tomar laxantes y beber agua para que reventaran por dentro».20
Gran parte del debate sobre las leyes que afectan a la orientación sexual ha girado en torno a la idea de que la elección de la homosexualidad no puede estar protegida; si acaso solo si se nace con ella. Los que profesan religiones minoritarias están protegidos, pero no porque hayan nacido en ellas y no puedan practicar otras, sino porque se afirma su derecho a mostrar, declarar y vivir en la fe con que se identifican. En 1973, los activistas gays consiguieron retirar la homosexualidad de la lista oficial de enfermedades mentales,21 pero los derechos de los gays siguen estando sometidos a la norma de que esta condición sea involuntaria y fija. Este modelo mutilado de sexualidad es deprimente, pero tan pronto como alguien plantea que la homosexualidad es algo elegido o mudable, legisladores y líderes religiosos intentan curar y restar derechos a los homosexuales en su esfera. En la actualidad, hombres y mujeres homosexuales siguen siendo «tratados» en campos de reforma religiosos y en clínicas de psiquiatras poco escrupulosos o descaminados. El movimiento ex gay de cristianos evangélicos trastorna a decenas de miles de homosexuales tratando de persuadirles de que, contra lo que les dice su experiencia, el deseo es algo puramente volitivo.22 El fundador de la organización antihomosexual Mass Resistance ha argumentado que los gays deberían ser objeto de discriminaciones específicas si se reconoce la naturaleza supuestamente voluntaria de su aparente perversión.
Quienes piensan que una explicación biológica de la homosexualidad mejoraría la posición sociopolítica de los homosexuales cometen también un grave error, como demuestran ciertos hallazgos científicos recientes. El sexólogo Ray Blanchard ha descrito un «efecto del orden de nacimiento de los hermanos», según el cual la probabilidad de engendrar hijos gays aumenta regularmente con cada feto masculino que porta una madre. A las semanas de publicar estos datos, lo llamó un hombre que había decidido no recurrir a una madre de alquiler que había tenido ya hijos varones, y le dijo a Blanchard: «No es esto lo que quiero… especialmente si pago por ello».23 Un medicamento contra la artritis la dexametasona, se usa como un genérico para tratar a mujeres aun a riesgo de que conciban hijas con una enfermedad que masculiniza parcialmente sus genitales. Por otra parte, Maria New, investigadora del Hospital Mount Sinai de Nueva York, ha sugerido que la dexametasona administrada en los primeros meses del embarazo reduce las posibilidades de que las niñas sean lesbianas en el futuro; y también que el tratamiento hace que las chicas se interesen más por la maternidad y las tareas del hogar, sean menos agresivas y más tímidas.24 Se ha planteado que esta terapia podría frenar el lesbianismo en la población general. En estudios con animales, la exposición prenatal a la dexametasona parece causar muchos problemas de salud, pero si existe un medicamento más seguro capaz de limitar realmente el lesbianismo, los investigadores lo encontrarán. Hallazgos médicos como este seguirán teniendo serias implicaciones sociales. Si llegan a desarrollarse marcadores prenatales de la homosexualidad, muchas parejas abortarán a sus hijos homosexuales, y si se encuentra un fármaco preventivo viable, muchos padres estarán dispuestos a utilizarlo.
No insistiría tanto en que los padres que no desean hijos gays los tengan como en que las personas que no desean tener hijos los tengan. No obstante, no puedo pensar en las investigaciones de Blanchard y de New sin sentirme como la última cuaga.* No soy evangélico. No necesito verticalizar mi identidad en mis hijos, pero detestaría que mi identidad horizontal desapareciese. Lo detestaría por aquellos que comparten mi identidad y por los que están fuera de ella. Detesto la pérdida de diversidad en el mundo, aunque a veces me cansa un poco representar esa diversidad. No deseo que nadie en particular sea gay, pero la idea de que nadie lo sea no me entra en la cabeza.
Todo el mundo es objeto de prejuicios y todo el mundo los tiene y esgrime. Nuestra forma de concebir el prejuicio dirigido contra nosotros conforma nuestras respuestas hacia los demás. Pero hacer generalizaciones a partir de las crueldades que hemos conocido tiene sus límites. A los padres de un hijo con una identidad horizontal a menudo les falta empatía. Los problemas de mi madre con el judaísmo no la hacían asimilar mejor el hecho de que yo fuese gay, y mi condición de gay no me habría hecho un buen padre de un hijo sordo a menos que percibiese los paralelismos entre la experiencia del sordo y la del gay. Una pareja de lesbianas a las que había entrevistado y que tenían un hijo transexual me dijeron que aprobaban el asesinato de George Tiller, el practicante de abortos, porque la Biblia dice que el aborto es malo, y sin embargo estaban asombradas y frustradas por la intolerancia que habían encontrado hacia su identidad y la de su hijo. Exageramos las aflicciones de nuestra propia situación, y hacer causa común con otros grupos nos parecería agotador. Muchos gays reaccionarán negativamente a las comparaciones con los discapacitados, igual que muchos afroamericanos rechazarán el uso por parte de los activistas gays del lenguaje de los derechos civiles.25 Pero comparar a personas discapacitadas con personas gays no implica ningún negativismo hacia la condición gay o hacia la discapacidad. Todo el mundo es imperfecto y extraño; la mayoría de las personas son también valerosas. El corolario razonable de la experiencia de lo disparejo es que todo el mundo tiene un defecto y todo el mundo tiene una identidad, y que a menudo ambas cosas son lo mismo.
Me aterra pensar que sin la constante intervención de mi madre jamás habría aprendido a escribir cartas con soltura; todos los días le doy las gracias por haber resuelto en grado suficiente el problema de mi dislexia. Y a la inversa: aunque hubiera tenido una vida más fácil de ser heterosexual, ahora asumo la idea de que sin mis luchas no sería yo mismo, y prefiero ser yo mismo y no otro distinto que no tengo la capacidad de imaginar ni la opción de ser. Sin embargo, no pocas veces me he preguntado si habría dejado de odiar mi orientación sexual sin la fiesta en technicolor del Orgullo Gay, de la que este escrito es una manifestación. Solía pensar que habría alcanzado la madurez si fuese simplemente gay sin mayor énfasis. Ahora estoy en contra de este punto de vista, en parte porque no existe casi nada sobre lo que me sienta neutral, pero aún más porque percibo aquellos años de resistencia a mí mismo como años de un inmenso vacío, y la celebración de mí mismo necesita llenarse y desbordarse. Aunque satisfaga adecuadamente mi deuda privada de melancolía, hay un mundo exterior de homofobia y prejuicio que reparar. Espero que algún día esta identidad pase a ser un simple hecho, libre de fiestas y de culpa, pero aún queda bastante camino por recorrer. Un amigo que pensaba que el día del Orgullo Gay estaba yendo demasiado lejos me sugirió una vez que organizáramos una Semana de la Humildad Gay. Es una buena idea, pero su hora aún no ha llegado. La neutralidad, que parece hallarse entre la vergüenza y la exaltación, marcará el final del juego, que solo llegará cuando el activismo sea innecesario.
Para mí es una sorpresa que me guste a mí mismo; entre todas las posibilidades elaboradas que consideré para mi futuro, esta jamás figuró. Mi satisfacción ganada con tanto esfuerzo refleja la sencilla verdad de que la paz interior depende de la paz exterior. En el evangelio gnóstico de santo Tomás, dice Jesús: «Si sacas lo que está dentro de ti, lo que está dentro de ti te salvará. Si no sacas lo que está dentro de ti, lo que está dentro de ti te destruirá».26 Cuando tropiezo con las posiciones antigay de las modernas comunidades religiosas, a menudo deseo que las palabras de santo Tomás fueran canónicas, porque su mensaje abraza a muchos de nosotros con identidades horizontales. El haber escondido mi homosexualidad dentro de mí prácticamente me destruyó, y el haberla sacado de ahí prácticamente me ha salvado.
Los varones homicidas normalmente no suelen matar a personas emparentadas con ellos, pero casi el 40 por ciento de las mujeres homicidas lo son por matar a sus propios bebés.27 Las noticias sobre niños arrojados a contenedores y las sobrecargadas redes de acogida demuestran lo capaces que son los seres humanos de desprenderse de otros. Curiosamente, esto parece tener casi tanta relación con la apariencia de la criatura como con su salud o su carácter. Los padres suelen llevarse a casa un niño con algún defecto interno que pone en peligro su vida, pero no con un defecto menor visible; tiempo después, algunos padres rechazan a niños con marcas de quemaduras graves.28 Las discapacidades manifiestas atentan contra el orgullo de los padres y su necesidad de privacidad; todo el mundo puede ver que ese niño no es lo que uno esperaba, y entonces, o bien tienen que aceptar la lástima que dan a los demás, o bien persistir en su orgullo. Al menos la mitad de los niños destinados a la adopción en Estados Unidos tienen algún tipo de discapacidad.29 Sin embargo, la mitad de ellos todavía representa solo una exigua proporción de todos los niños discapacitados.
El amor moderno tiene más o menos opciones. A lo largo de la historia, las personas se han casado solo con miembros del sexo opuesto que solían ser de su misma clase, su misma raza, su misma confesión y su misma localización geográfica, limitaciones estas cada vez más discutidas. De manera similar, se suponía que aceptaban a los niños dados en adopción porque apenas tenían posibilidad de elegirlos o cambiarlos. Las tecnologías aplicadas al control de la natalidad y a la fertilidad han cortado el lazo entre sexo y procreación; las relaciones no son necesariamente procreativas, ni son un requisito para engendrar hijos. El análisis del embrión previo a la implantación y la constante ampliación de los exámenes prenatales dan a los padres acceso a una abundante información que los ayuda a decidir si iniciar, continuar o poner fin a un embarazo. Las posibilidades se amplían sin cesar. Las personas que creen en el derecho a tener hijos sanos y normales cuentan con el aborto selectivo; las que aborrecen esta opción cuentan con la eugenesia comercial,30 que sueña con un mundo despojado de toda variedad y vulnerabilidad. Una vasta industria médico-pediátrica supone que los padres responsables arreglarán a sus hijos de varias maneras, y los padres esperan que los médicos corrijan los defectos que encuentran en ellos (que les administren hormona del crecimiento para que los de pequeña estatura sean más altos, les operen el labio leporino o les normalicen unos genitales ambiguos). Estas intervenciones optimizadoras no son exactamente cosméticas, pero no son necesarias para la supervivencia, y han llevado a teóricos sociales como Francis Fukuyama a hablar de un «futuro posthumano» en el que eliminaremos toda variedad dentro de la especie humana.31
Pero mientras la medicina promete normalizarnos, nuestra realidad social sigue siendo heterogénea. Si es un lugar común decir que la modernidad vuelve a las personas más semejantes, del mismo modo que los peinados tribales y las levitas dejaron paso a las camisetas y los vaqueros, la realidad es que la modernidad nos ofrece uniformidades triviales al tiempo que nos permite ampliar el espectro de nuestros deseos y nuestras maneras de realizarlos. La movilidad social e internet permiten a cualquiera encontrar a otros que compartan sus preferencias. Ningún círculo cerrado de aristócratas franceses o de agricultores de Iowa ha sido tan estrecho como estos nuevos grupos de la era electrónica. Del mismo modo que la línea entre la enfermedad y la identidad ha sido desestabilizada, la rigidez de estos apoyos en línea es una condición vital para la emergencia de verdaderas identidades. La vida moderna es solitaria en muchos sentidos, pero la posibilidad universal de recurrir al ordenador para encontrar personas afines significa que nadie necesita estar excluido de la similitud social. Si el espacio físico o psíquico en que hemos nacido no quiere saber nada de nosotros, una infinidad de espacios del espíritu se disputan nuestra atención. Las familias verticales se caracterizan por sus fracasos y sus divorcios, pero las horizontales proliferan. Si acertamos a comprender quiénes somos, podremos encontrar a otras personas iguales que nosotros. El progreso social hace que las condiciones incapacitantes sean más fáciles de sobrellevar al tiempo que los progresos en medicina las van eliminando. Hay algo trágico en esta confluencia, como en las óperas en las que el protagonista se da cuenta de que ama a la protagonista justamente cuando esta expira.
Los padres dispuestos a ser entrevistados constituyen un grupo autoselectivo; los que viven amargados es menos probable que cuenten sus historias que los que han encontrado un valor a su experiencia y desean ayudar a otros en circunstancias similares a hacer lo mismo. Pero nadie ama sin reservas, y todos seríamos mejores si pudiésemos desestigmatizar la ambivalencia de los padres. Freud pensaba que toda declaración de amor esconde algún grado de odio, y toda manifestación de odio al menos una traza de adoración.32 Todos esos niños pueden pedirles a sus padres que toleren su propio y confuso espectro, que no insistan en la mentira de la felicidad perfecta ni cometan la brutalidad de abandonarlos. Una madre que perdió a un hijo con una seria discapacidad me comentaba preocupada en una carta que, si se sentía aliviada, era porque su sufrimiento no era verdadero. No hay contradicción entre querer a una persona y sentirse agobiado por ella; el amor tiende a magnificar ese agobio. Estos padres necesitan espacio para su ambivalencia, quieran o no reconocerla. Los que quieren a sus hijos no deben avergonzarse de sentirse agotados, ni de imaginarse otra vida.
Se cree que algunos padecimientos que producen marginación, como la esquizofrenia y el síndrome de Down, son puramente genéticos; y otros, como el transexualismo, se piensa que son en gran parte producto del ambiente. Naturaleza y educación se posicionan así como influencias opuestas, cuando lo más frecuente es que, en palabras del divulgador científico Matt Ridley, «la naturaleza utilice la educación».33 Sabemos que factores ambientales pueden alterar el cerebro, y a la inversa, que la química y la estructura del cerebro pueden determinar en parte el grado en que las influencias exteriores pueden afectarnos. Una expresión podrá existir como sonido, como serie de signos en una página o como metáfora, pero naturaleza y educación son marcos conceptuales distintos para un único conjunto de fenómenos.
Sin embargo, es más fácil que los padres toleren los síndromes atribuidos a la naturaleza que aquellos otros que se piensa que son resultado de la educación, porque con la primera categoría la culpa es menor. Si nuestro hijo padece enanismo acondroplástico, nadie nos acusará de que nuestra mala conducta haya sido la causa de tener un hijo así. No obstante, el hecho de que un individuo acepte su enanismo y valore su vida puede ser en gran parte consecuencia de la educación. El tener un hijo fruto de una violación puede conllevar cierto sentimiento de culpa (por la violación en sí o por la decisión de no abortar). De quien tiene un hijo que ha cometido delitos serios se supone a menudo que algo hizo mal como padre, y las personas cuyos hijos no cometen delitos pueden mostrarse condescendientes con él. Pero cada vez hay más pruebas de que ciertos delitos pueden ser el resultado de una predisposición, y de que incluso la instrucción moral más admirable puede resultar ineficaz para influir en un hijo predispuesto a cometer actos horribles, delitos de sangre que, en palabras de Clarence Darrow, «obedecen a un impulso de su organismo que heredó de algún antepasado».34 Podemos fomentar o frenar la tendencia a cometer actos criminales, pero el resultado en uno u otro sentido no está en modo alguno garantizado.
La percepción social en relación con la cuestión de si un supuesto déficit se debe a un fracaso de los padres es siempre un factor crítico en la experiencia tanto de los hijos como de los padres. El genetista James D. Watson, ganador del Premio Nobel, tiene un hijo con esquizofrenia, y una vez me dijo que Bruno Bettelheim, el psicólogo de mediados del siglo pasado, que estimaba que el autismo y la esquizofrenia eran consecuencia de una crianza pobre, era, «después de Hitler, la persona más malvada del siglo XX». La atribución de responsabilidad a los padres es a menudo fruto de la ignorancia, pero también refleja nuestro deseo de creer que controlamos nuestro destino. Desgraciadamente, esto no salva a ningún hijo; solo destruye a algunos padres, que se desmoronan bajo la presión de una censura excesiva o se culpan a sí mismos antes de que cualquier otro tenga tiempo de acusarlos a ellos. Los padres de una mujer que había muerto de una enfermedad genética me contaron que se sentían muy mal porque no hicieron un test genético prenatal que no existía cuando su hija nació. Muchos padres organizan su sentimiento de culpa alrededor de alguna equivocación ficticia. Un día estuve comiendo con una activista de gran cultura cuyo hijo padecía un severo autismo. «Esto ocurrió porque fui a esquiar estando embarazada —me dijo—. La altitud no es buena para el desarrollo del niño.» No me sentí nada bien al oír aquello. Las causas del autismo son confusas, y existen varias explicaciones sobre lo que puede disponer a los niños a padecer esta enfermedad, pero la altitud no figura en la lista. Aquella inteligente mujer había asimilado de tal modo esta forma de autoinculparse que no sabía que solo era un producto de su imaginación.
Hay algo irónico en el prejuicio contra los discapacitados y sus familias, porque sus apuros puede sufrirlos cualquiera. Es improbable que varones heterosexuales se despierten una mañana siendo gays y los niños blancos no se vuelven negros, pero cualquiera puede convertirse en un discapacitado en un instante. Las personas con discapacidades constituyen la minoría más numerosa de Estados Unidos; representan el 15 por ciento de la población, aunque solo el 15 por ciento de ellos han nacido con su discapacidad y alrededor de un tercio tienen más de sesenta años. En todo el mundo hay unos 550 millones de personas discapacitadas.35 El especialista en derechos de los discapacitados Tobin Siebers ha escrito que «en la actualidad, el ciclo vital va de la discapacidad a la capacidad temporal y de nuevo a la discapacidad, y esto solo en quien se encuentra entre los más afortunados».36
En circunstancias normales, tener hijos que no quieren cuidar de nosotros en nuestra ancianidad es ser el rey Lear. La discapacidad cambia la ecuación de la reciprocidad; adultos gravemente discapacitados pueden requerir todavía atención a una edad mediana, cuando otros hijos crecidos atienden a sus padres. Las etapas más complicadas de atención a un hijo con necesidades especiales son generalmente la primera década, cuando la situación es aún nueva y confusa; la segunda década, porque los adolescentes discapacitados que conocen su estado sienten, como la mayoría de los de su edad, la necesidad de desobedecer a sus padres, y la década en que los padres están ya demasiado debilitados para continuar cuidando de su hijo y se preocupan agudamente por lo que será de él cuando ellos falten.37 Pero este esquema pasa por alto el hecho de que la primera década no se aparta de la norma tanto como las dos siguientes. El cuidado de un niño discapacitado y desvalido es similar al de un niño desvalido pero no discapacitado, pero seguir ocupándose luego de un adulto dependiente requiere un valor especial.
En un artículo muy citado, escrito en 1962, el especialista en rehabilitación Simon Olshansky dijo sin rodeos:
La mayoría de los padres que tienen un hijo deficiente mental se hallan en un estado de preocupación crónica por sus vidas con independencia de que tenga al hijo en casa o «encerrado». Los padres de un hijo mentalmente deficiente tienen pocas esperanzas cara al futuro; siempre tendrán que atender las constantes demandas de su hijo y cargar con su dependencia perdurable. Los sufrimientos, las pruebas y los momentos de desesperación continuarán hasta que ellos o su hijo mueran. La liberación de este desasosiego crónico solo puede proporcionarla la muerte.38
En cierta ocasión una madre de un hijo de veinte años con graves discapacidades me dijo: «Es como si en los últimos veinte años hubiera tenido un bebé todos los días; ¿quién soportaría esto?».
Las dificultades que estas familias tienen que afrontar hace tiempo que las reconoce el mundo fuera de ellas, pero las gratificaciones solo recientemente se han convertido en un tema general de conversación. «Resiliencia»* es el barniz con que actualmente se cubre lo que solía considerarse perseverancia. Son ambas una manera de alcanzar grandes objetivos —funcionalidad y felicidad— y un objetivo en sí mismas, un objetivo inseparable de lo que Aaron Antonovsky, padre del estudio de la resiliencia, llama «sentido de la coherencia».39 Los padres que ven sus expectativas alteradas por hijos con identidades horizontales necesitan resiliencia para reescribir su futuro sin amargura. Los hijos también necesitan resiliencia, y lo ideal sería que los padres la fomentasen. Ann S. Masten escribió en 2001 en American Psychologist: «La gran sorpresa del estudio de la resiliencia es lo ordinario del fenómeno».40 La resiliencia es presentada como una cualidad extraordinaria vista en las Hellen Keller que existen en el mundo, pero recientes investigaciones sugieren con optimismo que se halla potencialmente presente en la mayoría de las personas, y que su cultivo es una parte crucial del desarrollo de toda persona.
Aun así, más de un tercio de los padres de hijos con necesidades especiales señalan que su cuidado tiene efectos negativos en su salud física y mental.41 Los investigadores han llevado a cabo estudios sobre los efectos del estrés continuado en padres que hace tiempo resolvieron sacar adelante un hijo con necesidades especiales, una ocupación cuyo efecto estresante es universalmente reconocido. Comparando a las mujeres que habían tenido esta experiencia con las que no la habían tenido, encontraron que las que cuidaban de hijos discapacitados tenían telómeros —la protección al final de un cromosoma— más cortos que las del grupo de control, lo que significaba que sus células envejecían más rápidamente.42 Cuidar a hijos discapacitados hace que la edad biológica se adelante a la edad cronológica, lo cual se asocia a enfermedades reumáticas prematuras, fallos cardíacos, la disminución de la función inmunitaria y una muerte más temprana por envejecimiento celular. Un estudio informó de que los padres con una importante carga de trabajo asistencial morían más jóvenes que los que soportaban una carga menor.43
Todo esto es verdad, y también lo es lo contrario. Un estudio encontró que el 94 por ciento de los padres con hijos discapacitados aseguraban que «se las arreglan tan bien como la mayoría de las familias» sin tales hijos.44 Otro estudio revelaba que la mayoría de los padres encuestados creían que esto «los ha acercado más a sus cónyuges, a otros miembros de la familia y a los amigos; que les ha enseñado qué es lo importante en la vida; que ha acrecentado su empatía; que les ha traído crecimiento personal y les ha hecho amar a su hijo más que si hubiera nacido sano».45 Y un tercer estudio halló que el 88 por ciento de los padres de hijos con discapacidades se sienten felices cuando piensan en su hijo. Cuatro de cada cinco coincidían en que el hijo discapacitado había hecho que su familia estuviera más unida, y el ciento por ciento estaban de acuerdo con esta frase: «Mi experiencia ha hecho que mi compasión hacia los demás sea mayor».46
El optimismo puede dar lugar a los resultados que parece reflejar; los hijos de madres inicialmente consideradas optimistas habían desarrollado más habilidades que los hijos de madres pesimistas en condiciones similares.47 El filósofo español Miguel de Unamuno escribió: «No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas, sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo… el que hace nuestras ideas».48 La discapacidad no pronostica la felicidad del padre, de la madre o del hijo, como lo refleja el hecho aún más enigmático de que las personas a las que les ha tocado la lotería sean a largo plazo y por término medio solo ligeramente más felices que los amputados, personas que se adaptan en todos los aspectos más rápidamente a su nueva normalidad.49
La popular life coach Martha Beck escribió un libro apasionado sobre las «preciosas epifanías» que experimentó cuidando a su hijo con síndrome de Down.50 La escritora Clara Claiborne Park dijo en los años setenta de su hija autista:
Ahora escribo lo que hace quince años no habría pensado que pudiera escribir: que si hoy se me diera a elegir entre aceptar la experiencia, con todo lo que implica, o rechazar tan amarga generosidad, no dudaría en extender mis manos, porque con ella nos ha descubierto a todos nosotros una vida que no imaginábamos. Y no cambiaré la última palabra de la historia. Esta sigue siendo «amor».51
Una de las madres que entrevisté dijo que no había tenido un norte en la vida hasta que su hijo nació con graves discapacidades. «De pronto supe que debía entregarme a él en cuerpo y alma —me contó—. Él me dio una nueva razón para vivir.» Estas respuestas no son excepcionales. Otra mujer escribió: «Este pensamiento recorre como un brillante hilo dorado el oscuro tapiz de nuestras penas. Aprendemos tanto de nuestros hijos —paciencia, humildad, gratitud por otras bendiciones que antes habíamos aceptado como algo natural, y tolerancia y fe—, creyendo y confiando donde todo es oscuro… Aprendemos a tener compasión de nuestros semejantes y ganamos en sabiduría sobre los valores eternos de la vida».52 Cuando trabajaba en un correccional, una funcionaria que hacía mucho tiempo que trabajaba en él exhortaba así a su grupo de internos: «Tenéis que tomar vuestro desastre y encontrar vosotros mismos un mensaje».
Si el optimismo puede impulsar la vida diaria, el realismo permite a los padres adquirir control sobre lo que sucede y llegar a reconocer que su trauma es menor de lo que al principio parecía. Escollos potenciales son las ilusiones, el sentimiento de culpa, el escapismo, el abuso de sustancias y la evitación; y los recursos pueden ser la fe, el humor, un matrimonio sólido y una comunidad que muestre su apoyo, además de los medios económicos, la salud física y una educación superior.53 No existe una lista completa de estrategias, aunque son comunes palabras como «transformación» o «iluminación».54 Los estudios son muy contradictorios, y a menudo parecen reflejar algún sesgo del investigador. Muchos de ellos muestran, por ejemplo, que el divorcio es más frecuente entre padres de hijos con discapacidades, y otros muchos indican que la tasa de divorcios es significativamente más baja entre esos mismos padres; otras investigaciones señalan que la tasa de divorcios se corresponde con la de la población general.55 Los padres que no saben sobrellevar las demandas de un hijo discapacitado acaban agotados por el esfuerzo, del mismo modo que los padres que saben sobrellevarlas parecen fortalecerse, pero en todos se da tanto el agotamiento como el fortalecimiento. Formar parte de un grupo parece tener su lógica; el poder redentor de la intimidad que crea la lucha es inmenso. En nuestra era de internet, cuando todo trance difícil o toda discapacidad encuentran una comunidad afín, también los padres de personas con algún problema pueden encontrar su comunidad horizontal. Aunque la mayoría de las familias encuentran un significado a su situación, menos de uno de cada diez profesionales que tratan con ellas lo cree.56 «Estaba decidida a no tener cerca a gente que viera en nuestra situación una tragedia —escribía una madre exasperada—. Desgraciadamente, ello incluía a mi familia, a la mayoría de los profesionales y a casi todas las personas que conocía.»57 La resistencia de un médico o de un trabajador social a reconocer la realidad de estos padres por parecer más felices de lo que se les supone, es como una traición.
Quizá la perspectiva más problemática para los padres de hijos en estas situaciones sea la institucionalización; una práctica ahora denominada de forma eufemística —y un tanto torpe— «radicación fuera del hogar». Antes, la institucionalización solía ser la norma, y los padres que deseaban tener en casa a sus hijos discapacitados tenían que pelear contra un sistema diseñado para llevárselos.58 Esto empezó a cambiar en 1972, después de que se destaparan las terribles condiciones en que vivían en Willowbrook, una institución para retrasados mentales ubicada en Staten Island, Nueva York.59 Algunos residentes habían realizado allí investigaciones médicas de dudosa ética, y el lugar se hallaba monstruosamente abarrotado, con unas prestaciones sanitarias deplorables y un personal dado a los maltratos físicos. Según el New York Times, «los niños se hallaban desatendidos, algunos ensuciados con sus propias heces, muchos desnudos y todos sencillamente abandonados en la sala, donde permanecían sentados todo el día». «El único sonido que captaron los técnicos era algo así como un gemido colectivo que resultaba estremecedor.»60 Los pacientes así tratados experimentaron el «institucionalismo», un estado caracterizado por el retraimiento, la pérdida de todo interés, la sumisión, la falta de iniciativa, la incapacidad de juzgar y la resistencia a abandonar el entorno del hospital, que un investigador llamó «escaras mentales».61
Después de Willowbrook, el internamiento de niños se volvió sospechoso. Ahora, los padres a los que les resulta imposible atender a su hijo se encuentran con grandes dificultades para hallar un sitio apropiado, y tienen que enfrentarse a un sistema que puede hacerles sentirse irresponsables por elegir esta opción. El péndulo necesita volver al punto medio. La cuestión nunca es fácil de resolver; como en el caso del aborto, las personas tienen que ser capaces de elegir lo que consideran bueno para ellas sin sentirse peores por ello. Ahora se exige que los niños discapacitados vivan en un «ambiente menos restrictivo», un objetivo loable que debería valer también para otros miembros de la familia. Como señaló un investigador, «colocar a muchos niños gravemente impedidos en el ambiente menos restrictivo de sus familias obliga a estas a vivir de una forma muy restrictiva».62 Estas decisiones afectan profundamente al hijo, a los padres y a los hermanos.
Mi estudio se centra en las familias que aceptan a sus hijos y en la relación de esta aceptación familiar con la autoaceptación de los hijos, un combate universal que parcialmente negociamos con las mentalidades de otros. Asimismo, examina de qué modo la aceptación de la sociedad afecta a estos hijos y a sus familias. Una sociedad tolerante ablanda a los padres y facilita la autoestima, pero esta tolerancia se ha desarrollado porque los individuos con una buena autoestima han puesto de manifiesto la naturaleza viciada del prejuicio. Nuestros padres son metáforas de nosotros mismos; luchamos por su aceptación, y esta es una manera traslaticia de luchar por aceptarnos a nosotros mismos. La cultura es como una metáfora de nuestros padres; nuestra demanda de estima en el mundo es solo una manifestación sofisticada de nuestro deseo primario de amor paternal. La triangulación puede ser mareante.
Los movimientos sociales debutaron de forma consecutiva: primero fue la libertad religiosa, luego el sufragio femenino y la no discriminación racial, y finalmente llegaron la liberación gay y los derechos de los discapacitados. Esta última categoría ha se ha convertido en un cajón de sastre donde caben diferencias de toda clase. El movimiento feminista y los derechos civiles se centraron en identidades verticales, y a ello debieron su inicial fuerza de arrastre; las identidades horizontales no surgirían hasta que los movimientos con más fuerza no establecieron el modelo. Cada uno de estos movimientos copió sin ningún reparo a los anteriores, y ahora otros nuevos copian a los que los siguieron.
Las sociedades preindustriales eran crueles con los diferentes, pero no los segregaban; su cuidado era una responsabilidad de sus familias.63 Las sociedades postindustriales crearon instituciones benefactoras para los discapacitados, que a menudo se cerraban a la primera señal de existencia de anomalías. La tendencia deshumanizadora creó el marco para la eugenesia. Hitler asesinó a más de doscientas setenta mil personas con discapacidades porque las consideraba «parodias de la forma y el espíritu humanos».64 La presunción de que la discapacidad podría ser extirpada era común en todo el mundo. Leyes que permitían la esterilización y el aborto no voluntarios fueron aprobadas en Finlandia, Dinamarca, Suiza y Japón, así como en veinticinco estados norteamericanos.65 En 1958, más de sesenta mil estadounidenses habían sido castrados a la fuerza. En 1911, Chicago aprobó una orden que decretaba que «ninguna persona enferma, lisiada, mutilada o deforme, cuyo aspecto resulte antiestético o repugnante en las vías públicas u otros lugares públicos de esta ciudad, se exhibirá en dichos lugares a la vista pública». La orden permaneció en los libros hasta 1973.66
El movimiento pro derechos de los discapacitados busca, en el nivel más básico, acomodo a la diferencia frente a su eliminación. Uno de sus éxitos más notables ha sido hacer entender que los intereses de los hijos, los padres y la sociedad no necesariamente coinciden, y que los niños son los menos capaces de defenderse por sí solos. Muchas personas con diferencias profundas sostienen que, aun en los asilos, hospitales y residencias bien atendidos, el trato es análogo al de los afroamericanos bajo Jim Crow.67 En esta respuesta separada y desigual, hay implicado un diagnóstico médico. Sharon Snyder y David Mitchell, especialistas ambos en el estudio de las discapacidades, sostienen que los que buscan curas y tratamientos a menudo «sojuzgan a la propia población que se proponen rescatar».68 Aún hoy es cuatro veces más probable que niños estadounidenses con discapacidades tengan en su educación menos de un noveno curso estudiado que los no discapacitados. Un 45 por ciento de los británicos con discapacidades y un 30 por ciento de los norteamericanos con discapacidades en edad laboral viven por debajo del umbral de pobreza.69 En fecha tan reciente como el año 2006, el Real Colegio de Obstetras y Ginecólogos de Londres propuso que los médicos considerasen la eliminación de niños con discapacidades extremas.70
A pesar de estos persistentes retos, el movimiento pro derechos de los discapacitados ha hecho grandes avances. La Ley Estadounidense de Rehabilitación de 1973, aprobada por el Congreso pese al veto del presidente Nixon, prohibió la discriminación de personas con discapacidades en todo programa con financiación federal. A aquella siguieron la Ley de los Estadounidenses con Discapacidades, aprobada en 1990, y otras posteriores para apuntalar las promulgadas anteriormente.71 En 2009, el vicepresidente Joe Biden inauguró las Olimpiadas Especiales manifestando su defensa del «movimiento pro derechos» de las personas con necesidades especiales y anunciando el nuevo cargo de asesor especial del presidente en política de atención a los discapacitados.72 Sin embargo, los tribunales han limitado el alcance de las leyes relativas a la discapacidad, y los gobiernos locales a menudo las han ignorado por completo.73
Los miembros de minorías que desean preservar su autodefinición necesitan definirse en oposición a la mayoría. Cuanto más los acepta la mayoría, tanto más rigurosamente necesitan hacerlo, porque si permiten su integración en el mundo de la mayoría, su identidad separada se viene abajo. El multiculturalismo rechaza la visión que en los años cincuenta se tenía de un mundo en el que cada individuo representaría a una americanidad uniforme, y opta por otra en la que todos conservamos nuestras más preciadas particularidades. En su obra clásica Estigma, Erving Goffman sostiene que la identidad se forma cuando la persona manifiesta su orgullo por aquello que la hace marginal, lo cual le permite reforzar su autenticidad personal y su credibilidad política.74 La historiadora social Susan Burch llama a esto «la ironía de la aculturación»: a menudo ocurre que, cuando la sociedad intenta asimilar a un grupo, este se reafirma aún más en su singularidad.75
Cuando estaba en la universidad, a mediados de la década de los ochenta, era común hablar de «capacitados diferentes» en lugar de «discapacitados». Esto nos inducía a hacer bromas, y hablábamos de «antipáticos diferentes» y «simpáticos diferentes». Aquellos días, cuando se hablaba de un niño autista, este era simplemente diferente de los niños «típicos», y un enano era diferente de las personas «de estatura corriente». Nunca se debía usar la palabra «normal», y menos aún la palabra «anormal». En la extensa literatura sobre derechos de los discapacitados, los especialistas insistían en distinguir «minusvalía», entendida como la consecuencia orgánica de una anomalía, de «discapacidad», entendida como una consecuencia del contexto social. No poder mover las piernas, por ejemplo, es una minusvalía, pero no poder entrar en una biblioteca pública es una discapacidad.
Una versión extrema del modelo social de la discapacidad lo resume así el especialista británico Michael Oliver: «La discapacidad nada tiene que ver con el cuerpo; es una consecuencia de la opresión social».76 Esto no es verdad, y además es capcioso, pero encierra una exigencia válida, como es la de revisar la suposición contraria y prevaleciente de que la discapacidad reside enteramente en la mente o en el cuerpo de la persona discapacitada. La capacidad es una tiranía de la mayoría. Si esta mayoría pudiese batir los brazos y volar, la incapacidad para hacer esto sería una discapacidad. Si la mayoría de los individuos fuesen genios, los de inteligencia media estarían en una desastrosa desventaja. No hay una verdad ontológica consagrada en lo que pensamos que es la salud; esta es mera convención, una convención exageradamente inflada en el siglo pasado. En 1912, un estadounidense que vivía hasta los cincuenta y cinco años había tenido una vida larga y buena; ahora, morir a los cincuenta y cinco se considera una tragedia.77 Como la mayoría de la gente puede caminar, no poder hacerlo es una discapacidad, y lo mismo no poder oír, y hasta no poder entender determinados usos sociales. Se trata de un sufragio, y los discapacitados cuestionan esas decisiones mayoritarias.
Los avances médicos permiten a los padres evitar engendrar ciertas clases de hijos discapacitados, y muchas discapacidades pueden corregirse. No es fácil determinar cuándo aprovechar estas opciones. Ruth Hubbard, profesora emérita de biología de Harvard, sostiene que los futuros padres que se sometan al test de la enfermedad de Huntington porque tienen detrás un historial familiar de afectados por esta enfermedad, se enfrentarán a un dilema. «Si deciden abortar, estarían diciendo que no merece la pena vivir sabiendo que uno morirá de la enfermedad de Huntington. ¿Qué significaría esto para sus propias vidas y las de los miembros de su familia que ahora saben que tienen el gen de la enfermedad de Huntington?»78 El filósofo Philip Kitcher ha calificado al chequeo genético de «laissez faire eugenésico».79 Marsha Saxton, profesora de la universidad de Berkeley con espina bífida, escribe: «Quienes tenemos enfermedades predecibles somos fetos adultos vivos que no fuimos abortados. Nuestra oposición al aborto sistemático de “nuestras criaturas” cuestiona la “no humanidad”, el no reconocimiento de la condición humana del feto».80 Snyder y Mitchell sostienen que la eliminación de la discapacidad marca «la consumación de la modernidad como proyecto cultural».81
Algunos defensores de los derechos de los discapacitados instan a aceptar siempre el hijo concebido, como si fuese inmoral no plegarse al destino reproductivo. El bioético William Ruddick llama a esto el «concepto “hospitalario” de las mujeres», que considera que las mujeres que interrumpen su embarazo no son maternales, carecen de generosidad y son poco acogedoras.82 De hecho, los futuros padres consideran en abstracto algo que podría ser tangible, y esta no es una manera informada de tomar una decisión; la idea que tenemos de un hijo o de una discapacidad es muy diferente de la realidad.
Aquí entran en colisión la priorización feminista del aborto legal y la oposición del movimiento pro derechos de los discapacitados a todo sistema social que devalúe la diferencia. «Los temores son reales, racionales y espeluznantes —escribió la activista defensora de los discapacitados Laura Hershey—. Nos enfrentamos a la posibilidad de que lo que se supone que es una decisión privada —la interrupción de un embarazo— pueda ser el primer paso hacia una campaña para eliminar a personas con discapacidades.»83 Podrá ser simplista en el motivo, pero acierta en el resultado. La mayoría de los chinos no odian a las niñas, y nadie en China hace campaña para eliminar a las mujeres. Pero desde 1978 se obliga por ley a las parejas a tener un solo hijo, y como muchas prefieren un varón, dan a las niñas en adopción o las abandonan. Aunque los futuros padres no consideren la idea de eliminar a hijos con discapacidades, es indudable que los avances médicos, que les ofrecen la posibilidad de tomar decisiones radicales, pueden reducir considerablemente la población discapacitada. «En esta sociedad liberal e individualista, puede que no haga falta ninguna legislación eugenésica —escribe Hubbard—. Médicos y científicos no tienen más que proporcionar las técnicas que hacen a las mujeres, y a los padres, individualmente responsables de traducir a la práctica por su propia decisión los prejuicios de la sociedad.»84
Algunos activistas se han opuesto a todo el Proyecto Genoma Humano con el argumento de que presupone la existencia de un genoma perfecto. El Proyecto Genoma se concibió así en parte porque sus autores se lo presentaron a sus patrocinadores como una vía para curar enfermedades sin admitir que no existe un estándar universal de salud.85 Los defensores de los discapacitados arguyen que en la naturaleza lo único invariable es la variación. Donna Haraway, autora de estudios feministas y culturales, ha descrito el proyecto como un «acto de canonización» que podría emplearse para establecer estándares cada vez más restringidos.86 Antes de que la realización del mapa genético fuese factible, Michel Foucault describió cómo «una tecnología aplicada a individuos anormales aparece precisamente cuando se ha establecido una red típica de conocimiento y poder».87 En otras palabras: el espectro de la normalidad se reduce cuando los poderosos consolidan su privilegio. En opinión de Foucault, la idea de normalidad «pretendía asegurar el vigor físico y la limpieza moral del cuerpo social; prometía eliminar individuos defectuosos, poblaciones degeneradas y envilecidas. En nombre de la urgencia biológica e histórica justificaba los racismos de Estado». De ese modo inducía a las personas fuera de la normalidad a percibirse a sí mismas como seres desvalidos e ineptos. Si, como Foucault también argumentaba, «la vida es capaz de error» y el error mismo está «en la raíz del pensamiento humano y su historia», entonces prohibir el error sería terminar con la evolución. El error nos saca del limo primordial.
Deborah Kent es una mujer ciega de nacimiento que ha escrito sobre los sufrimientos que le produjo el prejuicio de la sociedad contra la ceguera. Desde un nivel de autoaceptación que era casi desconocido antes de que cuajase el movimiento pro derechos de los discapacitados, Kent ha dicho que su ceguera es para ella un rasgo neutro, como su cabello oscuro. En el año 2000, en un ensayo, escribió:
No ansiaba ver, igual que no deseaba tener un par de alas. La ceguera me presentaba complicaciones ocasionales, pero era raro que me disuadiera de hacer todo lo que verdaderamente quería.
Luego, Deborah y su marido, Dick, decidieron tener un hijo, y a ella le horrorizó que él quisiera que su hijo pudiera ver. Deborah llevó su embarazo con gran preocupación:
Pensaba que mi vida no habría sido mejor si hubiera sido una vidente normal. Si mi hijo fuese ciego, intentaría asegurarme de que tuviera todos los medios para llegar a ser un miembro perfectamente realizado y válido de la sociedad. Dick me dijo que estaba completamente de acuerdo. Pero estaba más preocupado de lo que dejaba entrever. Si él podía aceptar la ceguera en mí, ¿por qué tenía que desazonarle ni por un momento que nuestro hijo pudiera nacer ciego? No sabía si podría soportar su desazón si nuestro hijo nacía ciego como yo.
Cuando nació su hija, también la madre de Deborah manifestó su preocupación por que pudiera ser ciega. Deborah escribió:
Estaba aturdida. Mis padres sacaron adelante a sus tres hijos, incluidos mi hermano, también él ciego, y yo, con sensibilidad y un amor inconmovible. A los tres nos enseñaron a tener confianza, ambición y respeto por nosotros mismos. Pero la ceguera nunca fue para ellos algo neutro, como tampoco lo era para Dick.
Resultó que la hija veía, como descubrió Dick intentando comprobar que seguía sus movimientos. Dick llamó a sus suegros para contarles el descubrimiento, y desde entonces no hace más que recordar aquel día en que su hija se giraba para observar el movimiento de sus dedos. Deborah escribió:
Percibí en su voz un eco de la excitación y el alivio tan grande que experimentó aquella mañana ya lejana. Cada vez que oigo la historia siento una punzada del antiguo dolor, y hay momentos en que me vuelvo a sentir muy sola.88
Su soledad reflejaba una disyunción entre su percepción de sí misma —la de ser ciega como una identidad— y la de su marido, para el que ser ciega era un defecto. Su punto de vista tiene mi simpatía, pero al mismo tiempo me perturba. Me imagino cómo me sentiría si mi hermano manifestase un ferviente deseo de que mis sobrinos fuesen heterosexuales y llamase a todo el mundo para contar que efectivamente lo son. Esto me dolería. Ser ciego y ser gay son cosas diferentes, pero tener un rasgo distintivo que otros consideran poco deseable es lo mismo. Con todo, las decisiones que tomamos para maximizar nuestra salud (por compleja que sea la categoría a que esta palabra hace referencia) y evitar la enfermedad (lo mismo) no minusvaloran necesariamente a quienes sufren una enfermedad o son diferentes. Mis batallas contra la depresión contribuyeron a formarme una identidad valiosa en sí, pero si tuviera que elegir entre un hijo con tendencias depresivas y un hijo que nunca sufriera estos trastornos, no tardaría ni un segundo en decidirme por la opción B. Aunque la enfermedad probablemente crearía un espacio de intimidad entre él y yo, no la desearía para él.
La mayoría de los adultos con identidades horizontales no desean ser ni compadecidos ni admirados; simplemente quieren hacer su vida sin que se fijen en ellos. Son muchos los que no admiten el uso que Jerry Lewis hace de niños dignos de lástima para recaudar fondos destinados a la investigación genética. El corresponsal de la NBC John Hockenberry, que padece una lesión en la médula espinal, decía: «Los niños de Jerry son criaturas en silla de ruedas que piden dinero para encontrar una manera de prevenir que se nazca como lo hicieron ellos».89 El enojo es general. «Los adultos respondieron a mi diferencia ayudándome, pero algunos compañeros del colegio lo hicieron con insultos —escribió Rod Michalko, que es ciego—. Solo mucho más tarde comprendí que ayudar e insultar viene a ser lo mismo.»90 Arlene Mayerson, una experta en la ley de derechos de los discapacitados, afirma que la bondad y las buenas intenciones han sido a lo largo de la historia los peores enemigos de las personas con discapacidades.91 Los que no las tienen pueden ser narcisistas de su generosidad; están siempre dispuestos a ofrecer lo que les parece bueno sin considerar cómo será recibido.
Y a la inversa: el modelo social de discapacidad demanda que la sociedad modifique la manera de tratar estos asuntos para dar poderes a las personas con discapacidades, y estos ajustes solo se realizan si los legisladores aceptan que la vida puede resultar penosa para quienes viven marginados. Patrocinar gestos podrá ser con razón objeto de desdén, pero una mayor empatía es a menudo condición previa de la aceptación política y un motor de reforma. No pocas personas discapacitadas dicen que la incomprensión social que sufren les pesa mucho más que la discapacidad que padecen, y aseguran que sufren solo porque la sociedad no los trata bien, y que ellas tienen experiencias únicas que las colocan aparte del mundo; que ellas son ciertamente especiales, pero en modo alguno diferentes.
Un estudio que trataba de determinar si el dinero se correlaciona con la felicidad reveló que la pobreza está vinculada a la desesperación, pero que cuando se sale de la pobreza, la abundancia no incrementa especialmente la felicidad. Lo que sí se correlaciona con ella es la cantidad de dinero que se tiene en comparación con la habitual en su grupo social. La riqueza y la salud en el sentido de ausencia de discapacidad son conceptos relativos.92 En todas estas áreas hay amplios espectros, como anchas e imprecisas zonas fronterizas existen en las discapacidades físicas y mentales y en el estatus socioeconómico. Un nutrido rango de personas pueden sentirse ricas —o sanas— en relación con el contexto en que viven. Cuando un padecimiento no es estigmatizado, las comparaciones son menos opresivas.
Con todo, en el extremo del espectro de discapacidades hay una zona que corresponde a la pobreza, un espacio de grandes privaciones donde la retórica no puede mejorar las cosas. La frontera entre discapacidad y pobreza varía de una comunidad a otra, pero existe. Negar las realidades médicas que estas personas han de encarar equivale a negar las realidades económicas del habitante de una barriada. El cuerpo y la mente pueden estar terriblemente quebrantados. Muchos discapacitados experimentan dolores debilitantes, afrontan incapacidades intelectuales y viven en permanente vecindad con la muerte.
Reparar el cuerpo y hacer desaparecer el prejuicio social consolidado son objetivos cuya definición es una tarea complicada; su fijación puede tener consecuencias no deseadas. Un cuerpo puede haber sido reparado de manera brutalmente traumática y como respuesta a injustas presiones sociales; un prejuicio borrado puede eliminar los derechos que su existencia había contribuido a promover. La cuestión relativa a lo que constituye una diferencia protegida tiene un enorme peso político. Las personas discapacitadas están protegidas por leyes frágiles, y si se juzga que lo que tienen es una identidad, y no una enfermedad, pueden perder el derecho a esa protección.
Son muy diversas las características que disminuyen las capacidades de una persona. El analfabetismo y la pobreza son discapacidades, como también lo son la imbecilidad, la obesidad y la apatía. La fe es una discapacidad en la medida en que restringe el interés personal; el ateísmo es una discapacidad, puesto que es una coraza contra la esperanza. Incluso el poder puede considerarse una discapacidad por el aislamiento al que condena a quienes lo ejercen. El especialista en discapacidades Steven R. Smith postulaba que «una existencia completamente libre de sufrimiento puede considerarse con fundamento una existencia deficiente en casi todo el mundo».93 Cualquiera de estas características puede también incluir fortaleza (unas más fácilmente que otras). Todos poseemos capacidades diferentes, y el contexto —socialmente construido— a menudo decide cuáles serán permitidas y protegidas. En el siglo XIX, ser gay era una discapacidad, pero en un sentido distinto del actual, y en unos lugares sigue siendo hoy una discapacidad en un sentido distinto del que se le da en otros; y era una discapacidad para mí cuando yo era joven, pero ahora no lo es. Toda esta temática es sumamente inestable. Nadie ha pedido jamás protección jurídica para personas feas con el fin de que corrijan aquellas facciones irregulares que puedan comprometer su vida personal y profesional. Y no ofrecemos apoyo a personas discapacitadas por algún defecto moral constitutivo, sino la cárcel