Partisanos

Sergio Luzzatto

Fragmento

cap-1

 

Personajes principales

JUDÍOS EN FUGA

Primo Levi, químico.

Luciana Nissim, licenciada en medicina.

Vanda Maestro, licenciada en química.

Elena Bachi, esposa de un primo de Primo Levi.

Cesare Vitta, obrero.

Ladislao Gerber, apátrida.

PARTISANOS TURINESES

Guido Bachi, agente de seguros, jefe político de la banda de Amay.

Emilio Bachi, abogado, hermano de Guido y cuñado de Elena.

Aldo Piacenza, suboficial, jefe militar de la banda de Amay.

Emanuele Artom, licenciado en letras, comisario «giellista» en el Cuneese.

Riccardo Levi, ingeniero, directivo de la Olivetti.

Bianca Guidetti Serra, licenciada en derecho, correo.

Aurelio Peccei, licenciado en económicas, directivo de la Fiat.

Luciano Zabaldano («Mare»), electricista, rebelde disperso en el Col de Joux.

PARTISANOS CASALESES Y MONFERRINOS

Francesco Rossi, obrero, fundador de la banda de Arcesaz.

Italo Rossi, obrero, hermano de Francesco, comandante de la banda de Arcesaz.

Bruno Rossi, hermano menor de Francesco e Italo.

Ferdinando Trombin, empleado, impulsor de la banda de Arcesaz.

Giuseppe Carrera, obrero, impulsor de la banda de Arcesaz.

Giuseppe Sogno («Morgan»), obrero, impulsor de la banda de Arcesaz.

Fulvio Oppezzo («Furio»), suboficial, rebelde disperso en el Col de Joux.

Giuseppe Barbesino, ferroviario de Giarole Monferrato.

Federico Barbesino, rebelde disperso en Arcesaz.

Martino Veduti, empresario, medalla de oro al valor militar.

Luigi Cappa, ferroviario, comandante de las Brigadas Matteotti.

Antonio Olearo («Tom»), panadero, comandante de las Brigadas Matteotti.

PARTISANOS VALDOSTANOS

Émile Chanoux, notario en Aosta y líder antifascista.

Lino Binel, ingeniero jefe de Aosta y líder antifascista.

Yves Francisco, carpintero de Verrès.

Edoardo Page («Ardes»), topógrafo de Saint-Vincent y comandante de las Brigadas Matteotti.

Federico Chabod, profesor universitario y líder antifascista.

OTROS PARTISANOS

Mario Pelizzari («Alimiro»), delineante en la Olivetti de Ivrea, jefe «giellista» en el Canavese.

Ada Della Torre, licenciada en letras y en derecho, empleada en la Olivetti.

Silvio Ortona («Lungo»), licenciado en derecho, jefe «garibaldino» en la región de Biella.

Pompeo Colajanni («Barbato»), oficial, jefe «garibaldino» en la región del Pinerolo.

Giovanni Rocca («Primo»), obrero, jefe «garibaldino» en la región de Asti.

Armando Valpreda, técnico en la Cogne di Aosta, combatiente en la región de Asti.

Salvatore Balestrieri, oficial del ejército.

COLABORACIONISTAS

Cesare Augusto Carnazzi, abogado, prefecto de Aosta y luego de Asti.

Edilio Cagni («teniente Redi», «Soñador Itálico»), arquitecto, brazo derecho de Carnazzi.

Alberto Bianchi («subteniente Cerri»), suboficial, colaborador de Cagni.

Domenico De Ceglie («subteniente Meoli»), suboficial, colaborador de Cagni.

Luciano Imerico, teniente coronel de la Milicia Voluntaria de Casale Monferrato.

Guido Ferro, capitán de la Milicia de Fronteras de Aosta.

Paolo Zerbino, empresario, prefecto de Turín y luego ministro del Interior.

Elisabeth Petsel («Annabella»), reclutadora de espías por cuenta de la Abwehr.

cap-2

 

Partisanos

Conservo un recuerdo nítido, preciso, de cuando era niño —tendría unos diez años, tal vez once o doce— y mi madre nos leía en voz alta las cartas de los condenados a muerte de la Resistencia. Era de noche, estábamos sentados sobre la cama y ella nos leía, nos presentaba a mis hermanos y a mí esas últimas cartas a menudo breves, siempre terribles, de personas que habían liberado Italia al precio de su vida. Debía de ser la edición de Einaudi que tengo ante mis ojos, Lettere di condannati a morte della Resistenza italiana (8 settembre 1943-25 aprile 1945), Turín, 1952,1 uno de esos libros «anaranjados» que llenaban la biblioteca de casa. Recuerdo que, antes de leer los textos, mi madre se ayudaba de las notas biográficas referentes a cada uno de los condenados. Eran notas que los editores de la obra habían dispuesto a pie de página con un estilo tipográfico de epitafio, separándolas con un breve trazo como en un punto y aparte lapidario. Eran epígrafes de un monumento de papel a los caídos.

Ahora que mis hijos tienen la edad que tenía yo entonces, me resultaría difícil explicarles por qué aquella situación, aquel gesto —una madre que lee en voz alta no un poema de Leopardi o un relato de Jack London, sino las cartas de los condenados a muerte de la Resistencia— no tenía nada de absurdo ni de morboso. Me resultaría difícil y sin embargo debería intentarlo, sería importante que mis hijos comprendieran. Cuando yo tenía su edad, a mediados de la década de 1970, la Resistencia todavía era algo próximo, y decisivo: era la señal de un comienzo y la marca de una pertenencia. Desconcertados o aterrorizados, evacuados o amenazados, mis padres la vivieron en sus propias carnes a esa misma edad, tendrían diez o doce años, once o trece, el 8 de septiembre de 1943 o el 25 de abril de 1945. Para ellos, hablar a sus hijos de la Segunda Guerra Mundial, evocar el tiempo de la persecución racial, tratar de transmitirnos la herencia del antifascismo, era una forma de hacer que sintiéramos el privilegio de haber venido al mundo en otros tiempos, la suerte de nuestro nacimiento tardío.

Para mí sería importante, pienso ahora, encontrar también la forma de transmitir a mis hijos esta herencia inmaterial: una idea de la dura, durísima historia de la que indirectamente proceden, a través del sufrimiento infantil e inútil de sus abuelos, pero sobre todo a través del sufrimiento juvenil y fundacional de quienes lucharon contra los fascismos para que Italia fuese libre. En mi despacho tengo hoy un paquete rojo, rojo por el color del papel para regalo de las librerías Feltrinelli, que contiene una edición de las Lettere di condannati a morte más reciente, menos monumental, más auténtica que la publicada por Einaudi en 1952. Es la edición que preparó Mimmo Franzinelli para Mondadori en 2005 y que tarde o temprano, desafiando el riesgo de una acogida fría o incluso irónica, me decidiré a colocar bajo el árbol de Navidad.2 Espero (confío) que algún día mis hijos lean esas cartas de los mártires del antifascismo. Espero (sin confiar demasiado) que algún día también las lean los hijos de mis hijos.

Sin embargo, no creo que mi obsesión por la Resistencia se remonte a los años setenta, a la escena central de una madre que lee en voz alta las cartas de los condenados a muerte. A decir verdad, no creo siquiera que se trate de una obsesión. Es más bien una fuerte curiosidad, muy poco original, por otra parte, en quien ha e

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