Un jardín entre viñedos

Carmen Santos

Fragmento

cap-2

1

Febrero de 1927

  

La vida se vuelve ceñuda cuando uno visita por primera vez la tumba de su padre.

Rodolfo se subió el cuello del abrigo, dio una última calada al cigarrillo francés, sacó de la boquilla lo que quedaba, abrió la ventanilla y lo arrojó al exterior. Las viñas bordeaban el camino; un batallón de esqueletos retorcidos, que asomaban de la tierra nevada alzando al cielo sus brazos descarnados, le miraron a través de la niebla que envolvía el automóvil en su gélida humedad. Recordó entonces la última imagen de su padre cuando le despidió en la estación de ferrocarril de Cariñena: plantado en el andén con la solidez de las cepas que cultivaba la familia desde hacía generaciones; algo enjuto por la edad, con el cabello crespo entreverado de canas y el rostro surcado de arrugas, pero todavía fuerte y lleno de vida. Cómo iba a imaginar que el insensato saldría de casa un atardecer invernal y lo encontrarían a la mañana siguiente en su viña preferida, con la cabeza abierta como una sandía madura y la ropa endurecida por la sangre helada. ¿Qué diablos le empujaría a ausentarse a una hora a la que la gente juiciosa se recogía en invierno? ¿Por qué no le retuvo Dionisio? Claro que cuando el viejo se obstinaba, no atendía a razones. Rodolfo resopló. Introdujo las manos en los bolsillos del abrigo. Se le habían quedado heladas pese a sus refinados guantes parisinos. Se sentía culpable por no haber llegado a tiempo para asistir al funeral, pues había tenido que demorarse dos días en París antes de poder emprender el viaje a casa, aunque se dijo que había una buena razón para ello. Esperaba que su padre, dondequiera que se hallara, no le tuviera en cuenta ese retraso.

Se echó atrás en el asiento tapizado en cuero negro del Hispano-Suiza H6B que el viejo se empeñó en comprar cinco años atrás. «No basta con que uno sea rico, también hay que aparentarlo», recordaba que sentenció cuando bajó ufano del automóvil que había recogido el día anterior en Zaragoza, mientras Onofre, recién ascendido de capataz a chófer (se entendía bien con las máquinas, igual cambiaba la rueda de un carro que arreglaba el motor del camión Ford) mantenía abierta la puerta trasera con la marcialidad de un general en su nuevo uniforme, que le había hecho rozaduras en el cuello durante el viaje desde la ciudad.

Rodolfo volvió la cabeza hacia Solange, sentada a su derecha. Sonrió al percatarse del aire desvalido de la joven bajo el sombrero cloché que ocultaba su cabello dorado y le ensombrecía la mirada de aguamarina. Sacó la mano derecha del bolsillo y le apretó el antebrazo. Ella le miró, frunció los labios en una mueca voluntariosa y alzó la barbilla puntiaguda que él tantas veces había besado con labios guiados por el deseo. Habían transcurrido seis meses desde que la descubrió en el lujoso salón de Linda y Cole Porter y, al contemplarla, pensó en la luna llena que bañaba en plata las viñas entre las que se había criado. Y en las hadas de los cuentos que a su padre no le gustaba que leyese por si anidaban en su cabeza pensamientos de muchacha. Seres etéreos que asomaban a sus sueños infantiles, con la piel de resplandeciente nieve y los cabellos de oro puro, y le hacían imaginar que su madre no estaba muerta, sino que ahora era un hada y le visitaba por las noches para que no temiera la oscuridad. Había parpadeado embelesado, sin poder apartar la vista de la flapper que sacudía brazos y piernas al ritmo de ese frenético baile que llamaban charlestón, como si pretendiera arrojar lejos sus extremidades pero siempre decidiera recuperarlas en el último instante. Se fijó en su cabello, liso y muy rubio, cortado à la garçonne, alrededor de la frente una cinta dorada a juego con el vestido, cuya tela, tan ligera que semejaba un velo, destellaba bajo las luces del salón y no sólo mostraba sus esbeltas pantorrillas, sino también las rodillas más hermosas que Rodolfo había visto nunca. Tragó saliva varias veces y acabó boqueando como un pez moribundo colgado del anzuelo. Esa joven se le antojó un sueño que de un momento a otro se desvanecería ante sus ojos, difuminándose poco a poco en una neblina dorada. Tuvo que contenerse para no correr hacia ella y arrebatársela al elefante sudoroso que se retorcía a su lado y, a todas luces, era su acompañante. Esa chica era diferente a todas las mujeres que había conocido a lo largo de su vida. Comparada con las campesinas que ayudaban a los hombres a vendimiar en las tierras de su padre, mujeronas prematuramente envejecidas, de gordos mofletes y piel agrietada por la intemperie, era una diosa recién bajada del Olimpo. Hacía sombra incluso a la madre joven y bella que llevaba años protegiéndole desde lo alto de la chimenea del comedor, prisionera para toda la eternidad en una fotografía que se desvanecía con los años. Y también a Mariana, que le contaba cuentos de hadas cuando de niño se escondía con ella entre las tupidas hojas de las viñas estivales, y que una tarde de calor le permitió depositarle un huidizo beso en la boca. La rubia del vestido brillante y las piernas saltarinas era una estrella recién caída del cielo nocturno para cegar a los hombres con su fulgor. Y cual estrella fugaz se desvaneció aquella noche en la mansión de los Porter, de la mano de su gordo acompañante. Tuvieron que pasar muchos días hasta que volvió a encontrarla donde menos lo habría esperado.

El caserón de los Montero fue perfilándose entre la niebla y devolvió a Rodolfo a la realidad. Sus archiconocidos contornos le inspiraron respeto y, al instante, un miedo helador: a dejar de ser hijo; a verse obligado a administrar el patrimonio heredado y a cuidar de un hermano mayor aplastado por el alcohol y los malos recuerdos; y a que Solange, la chispeante y dorada Solange, se preguntara cualquier mañana por qué le había seguido desde la perpetua fiesta que había sido París hasta ese árido lugar rodeado de viñas y azotado por el viento.

El sueño del difunto Fausto Montero emergió de la bruma. Una casona de ladrillo rojo edificada en lo alto de una colina, a medio camino entre Cariñena y Aguarón, desde la que se divisaba al este la llanura de Cariñena y al oeste la cumbre de la sierra de Algairén. Los grandes ventanales de la planta baja daban a la terraza, ahora tapizada de nieve. Apliques de azulejos policromos adornaban la fachada. Siguiendo uno de sus característicos impulsos, el viejo encargó la construcción a un arquitecto de Zaragoza después de haber visto los planos de la villa que proyectaba su amigo y rival Juan Solans enfrente de la fábrica de harina de su propiedad emplazada en Zaragoza, en la margen izquierda del río Ebro, sobre un vasto terreno sin urbanizar donde se mezclaban factorías y huertas envueltas en un perpetuo olor a estiércol y acequia, y adonde se llegaba cruzando el viejo Puente de Piedra, del que se decía que tenía al menos cinco siglos.

Los viticultores con los que Fausto Montero había jugado al dominó, primero en Cariñena y, desde 1912, en el recién inaugurado casino de Aguarón, el pueblo en la falda de la sierra de Algairén donde nació y en cuyo cementerio moraba ahora, habían intentado sacarle de la cabeza el capricho de los ventanales. Hasta el viejo Juancho, que nació con el cordón umbilical apretado alrededor del cuello y era lerdo, sabía que en esa tierra las ventanas gr

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