1
Un chorro de sangre roja sale despedido hacia la arena de la plaza, como un dripping sobre una obra de Jackson Pollock. En medio de ese retablo viviente, un toro, monumental masa negra y opaca, destaca sin piedad sobre la arena. La tauromaquia eleva su disciplina al rango de arte y la multitud apiñada apura hasta los posos, con mirada ávida, la copa de su fascinación morbosa.
El monstruo rasca la arena ardiente. Su pezuña araña el suelo cual tridente de un malvado diablo, pues su fuerza machuna encarna, a su pesar, el poder del Mal. Frente a él, un hombre con traje de luces, absuelto de sus zonas oscuras por un público conquistado por anticipado. Duelo de egos. Orgullo de macho herido en carne viva por las banderillas. Nariz y ollares tiemblan por el mismo deseo de vencer. El torero agita entonces con gesto ágil el capote rojo, como una fulgurante pincelada provocadora. De repente, los movimientos se aceleran.
El animal embiste a una velocidad asombrosa y todo empieza a girar. La visión de los cuerpos en este movimiento anárquico se desestructura y le da a la escena un falso aire que recuerda al Guernica de Picasso. ¡Estupor! El torero rueda en el polvo para esquivar el ataque. El toro acaba de dar la vuelta al ruedo, vuelve a la carga y embiste, mostrando dos imponentes gónadas balanceantes, tributo o fardo de virilidad. Un grito sale de la boca del torero y se mezcla con el siniestro gruñido del animal. La boca abierta es cada vez más grande, hasta que se convierte en un terrorífico agujero negro dispuesto a aspirarlo todo en su vacío mortal.
Romane se despertó sobresaltada. Gotas de sudor le bañaban la frente. No era la primera vez que tenía ese sueño.
«Son los nervios», se dijo, estirando sus doloridas extremidades. La pesadilla se repetía cada vez que tenía que dar una conferencia importante. La insoportable melodía del teléfono móvil empezó a sonar con estridencia. La joven rezongó antes de deslizar un dedo nervioso sobre la superficie lisa de la pantalla para poner fin a aquel suplicio sonoro.
14.30 h. Los minutos nunca daban cuartel en casos como ese y se desgranaban implacables. No había tiempo que perder. Romane saltó de la cama y borró con rapidez de su rostro las huellas de la siesta. Se recogió a toda prisa el largo y rizado cabello en un moño desordenado y clavó en él el primer lápiz que encontró a mano como si fuera una peineta. El negligé cayó a sus pies sin resistencia mientras entraba en el baño. El teléfono de la ducha tuvo la oportunidad de observar las delicadas curvas de aquel bonito cuerpo voluptuoso de treintañera deportista y, si hubiera tenido forma humana, probablemente sus cromados se habrían ruborizado.
Luego se envolvió en una inmensa toalla y frotó el espejo con prisa para dibujar un agujero en el vaho.
«Estoy encantada de poder hablaros hoy de un tema muy querido para mí y que nos concierne a todos: la bolinería en nuestra vida cotidiana.»
La «bolinería»... Esa era la palabra, derivada de «bolas», que se le había ocurrido para denominar al conjunto de comportamientos más o menos perjudiciales a los que todo el mundo se enfrentaba en su día a día, en la oficina, en casa o en cualquier otro sitio: un automovilista o un cliente que se desfoga injustamente contigo; un superior jerárquico que te critica en público; un cónyuge que actúa sin el mínimo tacto... ¡Los ejemplos de bolinería eran infinitos!
Entre las características más frecuentes de los sujetos afectados de bolinería se encontraba, en diferentes grados, cierto aumento del ego (y del egocentrismo que va asociado a él), un instinto de dominación y un sentimiento de superioridad más o menos exacerbado, así como una inclinación natural a los juegos de poder o las relaciones de fuerza.
Cuando hablaba de bolinería, a menudo Romane evocaba también los deplorables «pequeños atentados a la sensibilidad» perpetrados con demasiada frecuencia (falta de tacto, predisposición a no escuchar y mezquindades diversas), la lamentable propensión a la agresividad fácil o gratuita, sin olvidar la mala fe con absoluta buena fe, tan tristemente extendida. Era frecuente asimismo la tendencia al juicio fácil y a las críticas «de las tres íes»: injustas, injustificadas e inapropiadas; y en ocasiones la irreprimible necesidad de ejercer presiones inútiles o de tener más razón de la razonable. En resumen, la bolinería podía instalarse donde uno menos se lo esperaba.
Romane supo enseguida que esa era su vocación: ¡reducir el índice de bolinería allí donde fuera posible! Su misión era triple: ayudar a la gente a enfrentarse a las conductas bolineras que pudieran padecer, despertar las conciencias para que cada uno reflexionara sobre sus propias actitudes bolineras y, por último, acompañar en el proceso de cambio a las personas que lo desearan, enseñándoles a desbolinar con eficacia sus comportamientos. Una especie de transformación integral de actitud y mentalidad. ¿La idea? Eliminar sus rasgos bolineros contaminantes o perjudiciales para el entorno y desarrollar una forma de ser más equilibrada y armoniosa.
Esperaba mucho de la conferencia que iba a dar ese día para promover su iniciativa. La prensa estaría presente. Los beneficios podían ser importantes para su empresa, el Centro de Reeducación Antibolinería.
Frente al espejo, Romane intentaba tranquilizarse repitiendo el texto que había preparado mientras se maquillaba para la ocasión. No le gustaban los excesos, así que había acudido a una profesional para que le enseñara a iluminar su rostro sin abusar de artificios demasiado llamativos. Tenía los ojos de color verde agua, como su padre, de origen lituano. En cuanto a su madre, le había transmitido toda la gracia de su estirpe veneciana. Ese choque de culturas había marcado su personalidad y la había dotado de una irremediable dualidad. Podía ser tan expansiva como reservada, tan arisca como sociable, tan dulce como implacable. No estaba al alcance de cualquiera acomodarse a estas contradicciones. Peter Gardener las había padecido y su matrimonio se había saldado con un fracaso después de menos de dos años. Lo único que había conservado Romane de esa experiencia marital era el apellido, y desde entonces mantenía su vida sentimental en barbecho, ya que prefería consagrarse en cuerpo y alma al desarrollo de su empresa.
15.00 h. Mientras se vestía, Romane se dio cuenta de que estaba hambrienta. Abrió el frigorífico: el desierto de Gobi. Odiaba hacerlo, pero iba a tener que recurrir al restaurante de comida rápida de la esquina. El hambre es mala consejera.
Sujetando el bolso bajo un brazo y ocupada la otra mano en cerrar la puerta con llave, Romane contestó al teléfono, que acababa de empezar a sonar, con un tercer brazo que le había salido en el hombro:
—¿Papá? Sí, no, no puedo hablar en este momento. Claro que estaré a la hora... ¿La prensa ya está ahí? ¿Has podido convocar a todo el mundo? Perfecto. Bueno, te dejo. Sí, yo también... Un beso.
Su padre. Habían estrechado tanto sus lazos... ¿Quién lo hubiera imaginado? ¡Él, que antes se llevaba todas las palmas habidas y por haber de la bolinería! Había cambiado mucho y ahora trabajaba con Romane y se había comprometido en la empresa. Se alegraba de que estuviera presente para respaldarla durante la conferencia. En los últimos meses se apoyaba mucho en él, eso era un hecho. Desde que se divorció, hacía un año y medio, él había vuelto a convertirse en un pilar en su vida. Saber que estaba allí la ayudaría a superar el bloqueo que le provocaban los nervios cuando tenía que sentarse ante el público. Suspiró aliviada al pensarlo mientras entraba en el restaurante. Por suerte, a aquella hora no había demasiada gente.
—No, gracias, sin kétchup... Y un agua mineral, por favor.
Cogió una pajita y tumbó la botella de agua sobre la bandeja para evitar que se cayera. Se sentó en un rincón tranquilo, que dejó de serlo cuando un grupito de adolescentes tomó por asalto la mesa de al lado.
¿Por qué tenían que hablar así, tan ordinarios y pesados como sus hamburguesas? Sobre todo las chicas. «Bolinería precoz», pensó Romane, que dudaba entre tomárselo a risa o sentirse consternada.
—¡Ya vale, Dylan, háblale así a tu madre, tío, me tienes hasta las bolas!
Ahí tenía varios ejemplos de muchachas que adoptaban rasgos bolineromutantes: para adaptarse a su entorno, se creían obligadas a copiar y pegar el modelo masculino y transformarse en tíos con tetas. Lástima. Estaba claro que la bolinería ganaba terreno y que había mucha tela que cortar. Sin embargo, Romane salió del local sin ahondar en el asunto. En ese momento no tenía tiempo de convertirse en un Spiderman salvador de pequeñas bolineras.
Se metió en un taxi.
—¡A la Politécnica, por favor!
El taxista asintió sin decir palabra. París empezó a desfilar mostrando sus inclinaciones bolineras, y entre ellas, como pieza destacada, la torre Eiffel, que erigía sin complejos su forma fálica ante las miradas impúdicas. Reinaba sobre la ciudad como una dama de hierro, midiéndose orgullosamente con su colega no menos bolinero, el obelisco de la Concordia.
Después de algunos embotellamientos y varios rodeos, el taxi llegó por fin a su destino y se detuvo en doble fila entre un concierto de bocinas.
—Quédese con el cambio.
Romane sonrió mientras deslizaba con gracia fuera del coche sus piernas enfundadas en negro.
Su padre la esperaba en la puerta para recibirla. En la sala no cabía ni un alfiler. Sintió que se le aceleraba el corazón.
Todo estaba a punto para su intervención. El micrófono montado en un pie la aguardaba, preparado para beber sus palabras. Beber. Esa es la idea que atravesó su mente mientras el miedo escénico le secaba la garganta. Como de costumbre, temía quedarse ronca. «Masticar agua —se recordaba como técnica antiestrés cuando debía tomar la palabra—. No es la gente quien te mira, eres tú quien los miras a ellos. El bloqueo es mucho menos aparente de lo que crees...» Romane se tranquilizaba repitiéndose en bucle estos consejos. Una inspiración profunda, una sonrisa radiante: podía empezar.
Su respiración hizo que el micrófono, el muy traidor, emitiera un horrendo pitido en cuanto se puso delante. En la primera fila, un hombre exclamó con una mueca: «¡Ah! Las mujeres y la tecnología...». Debió de creerse muy gracioso, porque sonrió sin disimulo a Romane al tiempo que le hacía un guiño cargado de una complicidad unívoca.
Romane le dio las gracias en silencio a aquel hombre por permitirle confirmar la importancia y el alcance de su misión. Se arremangó mentalmente.
2
Clémence llevaba cinco años al servicio de Maximilien Vogue, director general del imperio Cosmetics & Co. Pero trabajar con ese hombre era como las vidas de los gatos, multiplicaba el tiempo por siete, solo que a ella su suerte le convenía sí o sí.
«Asistente personal», es decir: brazo derecho. Aunque, en la práctica, los brazos eran más bien varios; su segundo nombre debería haber sido Shiva. Pero no le importaba lo más mínimo. A Clémence le encantaba sentirse imprescindible. No haría esto por cualquiera, pero por Maximilien sería capaz incluso de escalar el Himalaya.
Sonreía mientras recorría los pasillos de la empresa, impaciente por llevarle la buena noticia: acababa de recibir la aceptación de un pedido importantísimo, un contrato que Cosmetics & Co había conseguido después de una reñida lucha. Había visto en acción a Maximilien durante semanas y no había podido dejar de admirar, una vez más, su increíble habilidad para penetrar en la psicología del blanco al que apuntaba a fin de seducir y convencer mejor. Cuando su jefe enfocaba la mira en un cliente potencial, nada podía desviarlo de su objetivo, al que se agarraba como un feroz bulldog al tiempo que avanzaba con el magnetismo de una pantera negra.
Pensaba ahora en todas esas noches en las que se había quedado para apoyarlo y en la extraña complicidad que había surgido entre ellos. En esos momentos, Clémence saboreaba la calma tranquilizadora de los despachos vacíos después de la efervescencia casi histérica del día, y disfrutaba de ese rato que lo tenía para ella sola. No tenía ni marido ni hijos, así que siempre retrasaba el momento de volver a casa. Su vida estaba allí, entre aquellas paredes y, en la medida de lo posible, cerca de ese hombre que la fascinaba.
Algunas noches, Maximilien Vogue consideraba que habían hecho un buen trabajo y le ofrecía una copa. Sacaba entonces de su reserva secreta un grand cru de Burdeos y juntos lo degustaban muy despacio. Clémence lo veía por fin relajarse y dejar a un lado, por un fugaz instante, su máscara de hierro para mostrar un rostro que pocas personas tenían el privilegio de conocer.
Este pensamiento provocó que una sonrisa asomara a sus labios mientras cruzaba la amplia sala de espera. Sus aires de madona triunfal no pasaron inadvertidos a las dos telefonistas, que la saludaron como si fuese la reina madre. Todo el mundo conocía el lugar privilegiado que Clémence ocupaba ante el señor Vogue, lo que le confería una posición particular.
Las dos envidiosas la siguieron con una mirada nada complaciente, escaneándola de la cabeza a los pies, inspeccionando su look, la costura de las medias impecablemente recta, la hechura de la falda de marca y la blusa de seda, que se amoldaba con delicadeza a sus generosas formas. Con su pelo rubio ceniza recogido en un moño sofisticado, sus ojos azules alargados hasta el infinito por un trazo de delineador negro y sus labios pintados de un rojo audaz, Clémence era la viva imagen del old Hollywood. Parecía la protagonista de una película de Hitchcock. Pertenecía sin discusión a la categoría de mujeres guapas, de tez tan tersa como sus cabellos. Ni una sola de sus facciones delataba sus treinta y cinco años.
Dos personas aguardaban en un sofá de líneas refinadas y contemporáneas, creación de un famoso diseñador a semejanza de todos los objetos presentes en la habitación. Una estética que mostraba sin ambages a los visitantes la posición de alta gama de la firma.
—¿Les atienden? —preguntó con educación.
—Sí, gracias. Ya han informado de nuestra llegada —respondió uno de los hombres, con acento anglosajón.
—Perfecto —sonrió Clémence—. Voy a ver dónde está el señor Vogue.
Se acercó al despacho de Maximilien, pero se detuvo al oír a través de la puerta un intercambio de frases irritadas. Estaba claro que no era el momento más indicado para entrar. Clémence decidió replegarse en su despacho, separado del de Maximilien por un simple tabique. Cerró la puerta y bajó los estores para disfrutar de una intimidad perfecta, y entonces pudo pegar tranquilamente la oreja a la pared para escuchar la conversación. ¡Al infierno los escrúpulos!
La voz de su jefe denotaba una gran contrariedad. No reconoció la otra voz, cuyo tono parecía cargado de reproches.
—¿Te das cuenta de en qué te estás convirtiendo?
—¿En qué estoy convirtiéndome? Dime. ¿Te das cuenta tú de todo lo que tengo que gestionar, de todo el peso que recae sobre mis hombros?
—¡Tú, tú, siempre tú! ¡Como si fueras el centro del mundo! ¿Piensas un poco en los demás de vez en cuando?
Desde su puesto de escucha, Clémence se estremeció ante el atrevimiento de la crítica. ¿Cómo iba a reaccionar el señor Vogue ante tamaña desvergüenza? Lo imaginaba pálido ante la afrenta del bofetón verbal.
—Pues sí, mira por dónde, mucho más de lo que crees —contestó su jefe, mucho más calmado de lo que Clémence había imaginado.
—¿Sabes por lo que estoy pasando en estos momentos? ¿Sabes lo duro que es para mí? —martilleaba sin descanso la voz de mujer—. ¡Necesito que estés aquí! Te he llamado diez veces, Max, ¿y qué? ¿El señor estaba demasiado ocupado con sus cosillas para dignarse a responderme?
—Tengo que dirigir una empresa, Julie —contestó Maximilien Vogue con voz cansada—. Te guste o no, no dispongo libremente de mi tiempo como tú...
—¡Ah, muchas gracias! Gracias por recordarme que estoy sin trabajo en estos momentos. ¿Crees que el mundo de las modelos es fácil? ¿Acaso tengo yo la culpa de que las cosas vayan mal?
La voz comenzó a temblar entre sollozos.
—Vamos, Julie, sabes de sobra que, si lo necesitas, no tienes más que decírmelo y te conseguiré un trabajo.
—¡Demonios, Max! Sabes muy bien que lo que necesito no es tanto un trabajo como... reconocimiento. ¡Sí, reconocimiento, atención! ¡En una palabra: amor!
—¿Y no lo recibes? ¿No crees que exageras un poco?
—¡Siempre minimizando! ¡Siempre tapándote los ojos para no ver tu falta crónica de disponibilidad! Nunca estás aquí, Maximilien. E incluso cuando estás, no estás... ¡Esto no hay quien lo aguante!
—¿Cómo que no estoy?
—¡Oye, mira, ya está bien! La última vez que cenamos juntos me dejaste sola tres veces para hacer tus llamadas superimportantes. Y el resto del tiempo no paraste de mirar el móvil cada tres minutos. Estoy segura de que no escuchaste ni la mitad de lo que te conté.
En el despacho de Clémence, el teléfono empezó a sonar. Pese a su contrariedad por tener que dejar de escuchar la conversación en un momento tan crucial, se apresuró a descolgar e hizo lo imposible para despachar lo antes posible la llamada. Volvió a colocarse de inmediato en la posición apropiada para oír el resto de la disputa.
—... Realmente me decepcionas, Max. No me gusta en lo que te estás convirtiendo... ¡Te lo advierto!, si no cambias, no volveremos a vernos.
—Ya estamos con las amenazas.
—¡Sí, las amenazas, Max! A ti se te dan muy bien las palabras. ¡Pero yo ahora quiero hechos! ¿Me oyes? ¡Hechos!
Para sorpresa de Clémence, Maximilien no rechistó.
—Toma —siguió machacando la voz—, he cogido esto para ti. Léelo. Es el programa de Romane Gardener. ¿Conoces a Romane Gardener? ¿Has oído hablar de la bolinería? Ella explica muy bien en este artículo los efectos nefastos de los comportamientos bolineros como el tuyo y el daño que pueden causar a los demás. Deberías leerlo con atención.
—¡Julie! No tengo tiempo para esas cho...
—Si no tienes tiempo para lo esencial, entonces no tenemos mucho más que decirnos.
—¡Julie! ¡No puedes tomártelo así!
—Intenta reflexionar sobre lo que te he dicho. ¡Adiós!
Clémence escuchó el portazo en el despacho de Maximilien. «Madre mía, se va a armar una buena», pensó. Empezaba a conocer bien a Maximilien Vogue y sabía que un altercado como ese lo pondría de un humor de perros. La joven rodeó su mesa con sigilo para sentarse y tratar de recobrar la calma. Tenía un ligero temblor de manos mientras guardaba una carpeta en el cajón de los expedientes especiales. La aceptación del importante cliente italiano tendría que esperar. Estaba segura de que, por el momento, el señor Vogue no estaría de humor para mantener una conversación, aunque fuera para anunciarle una buena noticia. Clémence cerró el cajón y guardó la llavecita en el bote de los lápices, su escondrijo secreto. Con la cabeza en otra parte, intentó concentrarse en gestionar los mensajes que llegaban en una marea incesante. Dio un respingo al oír el sonido del interfono. Era él.
—Clémence, ¿puede venir? ¡Ahora mismo!
El tono era seco. Acerado. La hoja de un escalpelo.
En esos casos no había que correr. Había que volar.
Cuando abrió la puerta del despacho de Maximilien lo encontró ocupado con sus papeles. Saltaba a la vista que había decidido pasar con rapidez a otra cosa. Levantó hacia ella su cara de los días malos, esa en la que la arruga del entrecejo le endurecía la expresión y su mirada fría podía petrificarte.
Pese a todo, lo encontró guapo. Pelo castaño oscuro con reflejos negros, lo bastante largo para permitir irisaciones en su textura sedosa y por el que ella se había imaginado cientos de veces pasando los dedos. Un rostro armonioso, de mandíbulas rotundas, crispadas en aquel instante debido a la tensión nerviosa. Y, por último, esos ojos asombrosos de color marron glacé, con un brillo particular, que tenían el don de dejarte clavado en el sitio.
—Clémence, ¿ha llegado la respuesta de Santini?
—¡Sí, sí! Pero he pensado que quizá no era el momento oportuno.
—Ha pensado mal. Tráigamela ahora mismo.
Clémence acusó el golpe sin pestañear y su mirada se dirigió hacia una bola de papel tirada en el suelo.
—¿Qué mira? ¡Vamos, a trabajar!
—Mmm... ¿Quiere que me lleve eso?
Él lanzó una mirada enojada a la bola.
—Sí, sí, retire eso de mi vista. Gracias.
Su agradecimiento sonaba hueco, pero ella no prestó atención a ese detalle. Por Maximilien, estaba dispuesta a comprender. A comprenderlo todo. Se agachó para recoger el papel estrujado y salió de puntillas. Había que darle tiempo para que se recuperara.
3
—¡Papá!
Romane estrechó a su padre entre sus brazos y notó que su cuerpo se relajaba.
—Bueno, ¿qué te ha parecido?
—¡Has estado muy bien! Me siento orgulloso de ti.
Ella sonrió, contenta. El flujo de participantes discurría despacio hacia la salida. Algunas personas se acercaban a ella para felicitarla o hacerle preguntas.
—Me gustaría entrevistarla —le pidió un periodista—. ¿Está disponible en los próximos días?
—Hable de eso con mi padre, es él quien se encarga de mi agenda —respondió ella con una sonrisa.
Jean-Philippe le dio su tarjeta del Centro de Reeducación Antibolinería.
—¿Quieres que vayamos a comer a algún sitio? —le preguntó a su hija.
—¡Encantada! Me muero de hambre.
—El café Campana está a dos pasos de aquí, muy cerca del museo de Orsay.
Romane se dejó guiar, contenta de escapar de su desolado frigorífico vacío y convencida de que su padre le reservaba una velada mucho más suculenta.
El café la sedujo en cuanto puso un pie en él: un gran reloj que había pertenecido a la estación de Orsay dominaba la sala, difundiendo una agradable luz. La decoración, lúdica y elegante, proponía un marco agradable para una cena tranquila.
El camarero tardó un buen rato en atenderlos, pero Jean-Philippe no perdió la calma. «¡Cómo ha cambiado!», pensó Romane.
Contemplaba ese rostro sobre el que el tiempo había dejado su huella. Sus cabellos, castaños y abundantes en su juventud, eran ahora canosos y ralos, mientras que un profundo surco subrayaba sus ojos de un azul verdoso, rodeados de finas estrías.
Antes, Jean-Philippe era impaciente, iracundo, intransigente. En otros tiempos presentaba todos los rasgos bolineros sin excepción. Quería ser el amo y señor de su casa. Nada de mesa redonda en el salón familiar. Porque, ¿cómo se podía reinar en una mesa redonda? En las conversaciones, su objetivo no era conversar, sino tener razón. Aunque no tuviera razón. Le gustaba hacer ruido. Imponía su presencia dando portazos a diestro y siniestro, incluso al cerrar los armarios: delimitación sonora del territorio, meadita simbólica y muy animal, arcaísmo persistente, resurgimiento de una era prehistórica que en aquel entonces hacía dudar a Romane de la evolución real de la civilización.
Pero su bolinería superaba todo entendimiento cuando conducía. Antes incluso de poner un pie dentro del coche, su nivel de paciencia descendía por debajo de cero. La adrenalina del acelerador lo volvía loco.
Gracias a su padre Romane tenía un enorme y rico vocabulario de insultos. Jean-Philippe dejaba para el vulgo los clásicos hijoputa, gilipollas de mierda y otras lindezas para desplegar una vasta creatividad en ese terreno: hijo de pulpo, cochinilla, caracol caquéxico, molusco mononeuronal, bígaro hidrocéfalo... Pero los que de verdad le sacaban de sus casillas eran los blandengues, los lentorros, los farolillos rojos. Los ponía de vuelta y media. Su deporte preferido consistía en adelantarlos haciendo rugir el potente motor de su GTI. No importaban los riesgos. No éramos unos mariquitas.
Hasta el día que el riesgo fue excesivo. Y le costó la vida a su mujer. La madre de Romane. Fin.
Ese día también murió el tipo bolinero. Jean-Philippe jamás volvió a ser el mismo. Hasta entonces había sido un bocazas que ocupaba todo el espacio; a partir de aquel momento se volvió un hombre discreto. Una sombra. Un susurro. Un reflejo.
Destrozado por la pérdida de la única mujer a la que había querido, emprendió un auténtico camino de redención. Incluso se comprometió en el proyecto de su hija. El Centro de Reeducación Antibolinería se convirtió en su razón de vivir, su penitencia, su misericordia. Romane sabía que lo consideraba una forma de redimir un poco su culpa. Antes duro como una roca, se mostraba ahora como una persona tremendamente sensible. La vida le había puesto el sello de «frágil. Manejar con precaución».
Romane nunca habría creído que pudiera perdonarlo. Ni siquiera que pudiera quererlo. Durante su más tierna infancia apenas había establecido vínculos con él. Una relación, por decirlo de alguna forma, de baja intensidad. Destacaba por su falta de implicación y el exiguo interés que tenía en ella. Hasta que...
Luego, a fuerza de abnegación y entrega, había conseguido conquistar su corazón. Para Romane, cualquiera tenía derecho a equivocarse mientras comprendiera su deber de cambiar.
—¿Qué tal? ¿Estás disfrutando? —preguntó con amabilidad su padre.
Ahí estaba la prueba. La típica frase que el antiguo Jean-Philippe jamás habría pronunciado. El bienestar del otro habría sido la menor de sus preocupaciones. El terrible drama vivido lo había dejado fuera de combate. Pero aquel KO también lo había espabilado. E incluso despertado, en el sentido espiritual del término. Los ojos de Romane se perdieron en el vacío contemplando el magnífico reloj. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que su madre los abandonó? Dieciocho años... Ella tenía entonces solo catorce. Una edad en la que impedir la deriva de un padre te aleja muy deprisa de las orillas de la infancia.
—Te acompaño.
Cuando la dejó en el portal de su edificio, Jean-Philippe esperó a que hubiera subido antes de marcharse, y no arrancó hasta que vio la silueta de Romane recortarse detrás de la cortina y supo que había llegado a buen puerto.
—¡Bendito papá! —exclamó ella con un suspiro.
Romane, cansada, se tumbó en el sofá y encendió sin pensar el televisor para alejar la soledad. Pensó en su conferencia sobre la bolinería y en todas las caras que esta podía adoptar. Existían diferentes grados de bolinería: peso pluma, peso pesado... Se había encontrado de todo a lo largo de su carrera.
Repasó mentalmente la película de la tarde, ella delante del micrófono, frente a unas ciento veinte personas ávidas de comprender mejor lo que se escondía detrás de aquella curiosa palabra.
—¿Puede darnos ejemplos de comportamientos bolineros? —le preguntaban siempre.
—Un jefe que no deja de presionarte, un cónyuge propenso a denigrar (pero no es por maldad, es que tú eres demasiado susceptible...); una buena amiga que, en las reuniones sociales, acapara siempre la atención y no te permite meter baza; un progenitor que juzga de forma sistemática tus decisiones o tu manera de hacer las cosas... ¡Y cientos más!
—Pero entonces, cuando alguien tiene rasgos bolineros como los que usted describe, ¿quiere decir que no es una buena persona? —preguntó un señor, inquieto.
—No. Es importante comprender que no se juzga a la persona, sino que solo se cuestionan sus comportamientos y el impacto negativo que pueden tener en el entorno. ¡Es muy distinto!
—Pero ¿en qué se nota esa bolinería? —quiso saber una señora.
—Algunos rasgos se repiten con frecuencia. Predisposición a no escuchar, falta de empatía y de comprensión. Impaciencia. Celeridad a la hora de criticar o juzgar. También es típico tomarse demasiado en serio a uno mismo, dejar que el egocentrismo gane terreno y el sentido del humor disminuya poco a poco.
—Pero la palabra bolinería viene de...
—¡De bolas, sí! Porque los comportamientos bolineros rebosan de testosterona. Y porque la bolinería es un concepto muy masculino. Por lo demás, aunque hoy en día este fenómeno afecta también a mujeres, son ustedes, caballeros, los que continúan siendo los más aquejados de este mal. Y no es de extrañar. ¡Tienen siglos de herencia cultural y educación bolinera en sus genes! Han sido criados con el biberón del poder, de la dominación, de la fuerza, del machismo; para ustedes es difícil poner freno a unas conductas tan enraizadas con un chasquido de dedos. ¿No debe un hombre de verdad ser capaz de pegar un puñetazo para hacerse oír mejor, en pocas palabras, de demostrar en cualquier circunstancia «que los tiene bien puestos»?
A Romane le gustaba hacer una pausa en ese momento para dejar que sus palabras penetraran en la mente de los oyentes antes de continuar.
—¡Pero, cuidado, señoras! La bolinería también gana terreno entre sus filas, pues, para conquistar un espacio en territorio Gónadas, han tenido que dejar que les crezca un par, aunque solo sea en el nivel cefálico, y adoptar actitudes cada vez más bolineras: dejar la empatía en el vestuario, atacar en la empresa a sus rivales masculinos a golpe de tacón de aguja, llenar los carritos del supermercado de tíos para adoptar.
Romane sabía que sus palabras siempre impactaban al auditorio. Pero ¿acaso el objetivo de ese tipo de conferencia no era provocar el efecto de un electrochoque, una toma de conciencia previa al paso a la acción?
Sonrió mientras se dirigía a la cocina para prepararse una infusión. Estaba bastante satisfecha de sí misma: la conferencia había acabado con una salva de aplausos y decenas de personas habían mostrado interés en sus programas. ¿Qué más podía pedir?
El ordenador portátil emitió una pequeña señal característica. Acababa de recibir un mensaje. Era su padre.
23.24 h. Cariño, gracias por el buen rato que hemos pasado juntos esta noche. ¡Te he visto muy en forma! Ya tengo preparada la lista del próximo grupo de participantes para tu programa de desbolinación. Te lo envío en un documento adjunto. Ya verás: ¡hay un poco de todo! Mientras tanto, es fundamental que descanses. Te empleas a fondo, pero ni siquiera un Fórmula 1 puede correr solo con las llantas ;-) Besos, Daddy.
¡Fantástico! Estaba impaciente por ver el perfil de los futuros participantes, pero un bostezo irreprimible frenó su entusiasmo.
«Quizá debería dejarlo para mañana», pensó, agotada.
Decidió escuchar a su cuerpo... ¡y la llamada de la cama! Ya habría tiempo de leer las fichas.
4
A las siete y media de la mañana, Maximilien dejó su elegante maletín negro de piel al pie de la lujosa butaca, también de piel, y fue a encender el ordenador cuando encontró, junto al bote de los lápices, la misma extraña sorpresa que recibía todas las mañanas desde hacía diez días: ¡una figura de papiroflexia hecha con el mismo maldito folleto de papel! Hoy, un pájaro; ayer, una rana; anteayer, un cisne... ¿Hasta cuándo iba a durar eso? ¡Era insoportable!
Bullía por dentro cuando agarró con brusquedad el papel plegado con tanto arte para tirarlo a la papelera. No hacía falta leerlo, sabía de sobra lo que ponía. A esas alturas, podría recitarlo de memoria. Bla, bla, bla, el sorprendente método de Romane Gardener, bla, bla, bla, su programa de desbolinación conductual que permitía liberarse para siempre de las «tendencias autoritarias, dominadoras, egocéntricas, narcisistas, agresivas, fiscalizadoras y castradoras». En fin...
No había olvidado las palabras de esa curandera del saber estar: «Destierre esos comportamientos extremos que le impiden sacar a la luz lo mejor de sí mismo». ¡Como si él necesitara a alguien para sacar a la luz lo mejor de sí mismo! Ridículo. Recordaba la foto de esa mujer demasiado joven para guiar a nadie, cuya mirada decidida y benévola parecía lanzarle un desafío mudo: ¿eres capaz, sí o no?
«¡Clémence me va a oír!», pensó, enfadadísimo. Si su asistente se había propuesto convencerlo de que participara en ese programa, ¿qué sería lo siguiente? Por no hablar de Julie, que no había dejado de hostigarlo con mensajes de texto. Pero ¿qué les pasaba a todas? Maximilien se levantó y empezó a caminar de un lado a otro del despacho como un león enjaulado.
No entendía muy bien qué era lo que le reprochaban. Sí, por supuesto que a veces se mostraba incisivo y autoritario en la comunicación, pero ¿no era eso lo que hacían los directivos? Y también, con frecuencia, estaba demasiado desbordado como para atender de manera adecuada a los que le rodeaban, pero ¿se podía manejar el timón de una nave tan grande sin estar día y noche en el puente de mando? ¿En qué estaba pensando toda esa gente? ¿Creían que era posible asumir tan altas funciones siendo tierno y bondadoso como la protagonista de una película de Walt Disney? ¡Tonterías! Se requería un puño de hierro en un guante de terciopelo. Y eso, él sabía hacerlo. Contrariado, sacó el folleto arrugado de la papelera: quería enfrentarse a Clémence y obligarla a que se olvidara de aquel jueguecito.
Presionó con un dedo implacable el botón del interfono. No dudó ni por un momento de que Clémence ya estaría en su puesto a aquella hora tan temprana.
—Voy ahora mismo, señor Vogue.
Vio a su asistente detenerse un instante en el umbral del despacho. Parecía temer lo que la esperaba. Y puede que tuviera razón.
Se acercó a ella y agitó la figura de origami delante de su cara.
—¡Explíqueme de una vez por todas qué significa esto!
Clémence se estremeció ante aquel tono de voz que, como él bien sabía, podía hacer perder el aplomo a más de uno. La joven se aclaró la garganta y levantó la barbilla, como si intentara compensar la diferencia de altura entre ambos.
—Señor Vogue, ya sabe la buena opinión que tengo de usted, la admiración que siento por su forma de trabajar...
Le estaba dorando la píldora. Sin disimulo. Pero, a su pesar, Maximilien se deleitó con los halagos y se dio cuenta demasiado tarde de que, de ese modo, entreabría una puerta por cuyo resquicio, cómo no, se coló su asistente.
—Me he informado bien sobre ese programa, hablan mucho de él en los medios de comunicación y, al parecer, sus métodos son muy innovadores. ¡Todo lo que a usted le gusta!
Maximilien, circunspecto, arqueó una ceja y mantuvo un semblante serio, a la defensiva.
—Mmm... ¿Y qué más?
Notaba la agitación en las facciones de Clémence y no pudo evitar fijarse en que su pecho subía y bajaba al ritmo de los latidos acelerados de su corazón. ¿Tanto imponía? Su asistente hizo acopio de todo su valor para continuar.
—¿Sabe la cantidad de personalidades que han participado en él?
—¿Ah, sí?
Demonios, Clémence sabía utilizar el lenguaje y elegir argumentos que dieran en el blanco. El interés manif