Sobre la utilidad de un club de lectura en una pequeña comisaría en lo más profundo de América
En lo más profundo de un claro de un bosque en lo más profundo de América, al final de una sinuosa carretera que serpentea kilómetros y kilómetros a lo largo de las Rocosas, se halla, tallado en lo que un día fue el tronco de un abeto milenario, un pequeño letrero rectangular de sesenta por cuarenta centímetros.
Escondido detrás, por el juego de los ángulos y la perspectiva, hay un pueblo de ciento cincuenta almas, invisible desde el cielo y apartado del mundo, que contiene la respiración. Está en un callejón sin salida, solo se llega allí con intención o, con más frecuencia, si te has perdido. El alcalde, reticente a toda clase de turismo, ha hecho construir ciento noventa y ocho rotondas con el fin de permitir a los desdichados que se hayan confundido de camino que puedan dar la vuelta en cualquier momento. Pero, cuando se piensa demasiado en los forasteros, uno termina por olvidarse de sus propios electores. Un reciente estudio local puso de manifiesto que atravesar el pueblo de un extremo al otro tendría, sobre una persona de constitución normal, el efecto mareante equivalente a beberse dos botellas y media de champán francés, y que la mitad de la población sufriría tortícolis crónica.
Cuentan que fue Remington Brown quien, mientras buscaba la pelota que había perdido jugando al golf, descubrió ese remanso de paz. Corría el año 1863 y el buen hombre llevaba dos días caminando por el duro desierto de Sonora y tres navegando en piragua por el río Grande. Ya sea por tenacidad o por avaricia, quién sabe, todos los especialistas deportivos coinciden en decir que tenía un buen swing.
Con el fin de ahorrarse el camino de vuelta, decidió instalarse en el sitio exacto donde encontró su pequeña pelota de caucho natural confeccionada con hojas de hevea, es decir, justo en la boca de un cocodrilo, cuya piel acabó convertida en unas bonitas botas que todavía se conservan en el museo local. La leyenda no dice qué hacía el valiente Remington Brown jugando al golf en plena guerra de Secesión, más de cinco siglos después de que ese deporte fuera inventado en los Países Bajos pero veintitrés años antes de que fuera introducido en Estados Unidos, ni lo que se le había perdido en pleno Colorado a ese gigantesco reptil, cuya dimensión variaba en función del narrador. Pero lo cierto es que el aventurero dio a ese pedazo de tierra arrinconado entre un lago, un bosque y una montaña el nombre de «Nueva York» en homenaje a su ciudad natal. Hubiera sido más práctico, y sobre todo menos ambiguo, si la hubiera bautizado como «la Nueva Nueva York», para diferenciarla de la que los colonos ingleses ya habían llamado así en recuerdo a su York original (la del jamón). Pero ¿cómo esperar ni una pizca de lógica de un hombre que había recorrido a pie cientos de kilómetros buscando una pequeña pelota de golf?
Fuera como fuese, a partir de ese día hubo dos Nueva York. Una famosa; la otra, menos. Mucho menos. Salvo para la gente de allí. Los ancianos piensan que la canción homónima inmortalizada por Liza Minnelli y Frank Sinatra había sido escrita para esta Nueva York, la suya: Nueva York, Colorado.
La melancolía de este pequeño pueblo
se está desvaneciendo.
Voy a tener un flamante nuevo comienzo
en la vieja Nueva York.
Si puedo conseguirlo allí,
lo conseguiré en todas partes.
Está en tus manos,
Nueva York, Nueva York…
Estaban tan convencidos que se convirtió en el himno del pueblo.
Lo cierto es que esta canción fue escrita para mí: Agatha Crispies, inspectora de policía de piel negra (incluso en invierno), trasladada, por razones que obviaré en este primer capítulo para ahorrarles un prejuicio (en este caso exacto) sobre mi persona, desde mi Nueva York natal (la de los traficantes de cocaína) a esta Nueva York de postal (la de los traficantes de aspirinas), donde tuve que empezar de nuevo. Como canta Sinatra, «si puedo conseguirlo allí, ¡lo conseguiré en todas paaaaaaartes!». Porque la vida aquí es vomitiva, y no lo digo por las toneladas de donuts de chocolate que engullo a lo largo del día, por suerte tengo un tránsito de lujo (pregunten a Rosita, la mexicana encargada de los cuartos de baño), sino porque procedo de una de las brigadas criminales más prestigiosas y desbordadas de Estados Unidos.
En Nueva York, Colorado, solo la leche desborda.
La comisaría en la que ahora trabajo, la más pequeña del mundo, situada en un pueblo en el que nunca pasa nada, cuenta con una tasa de casos resueltos del cien por cien, puesto que nunca hay nada que resolver. Un problema menos para el superintendente Goodwin, quien para remediar el exceso de tiempo libre de sus efectivos terminó autorizando las actividades extraprofesionales durante las horas de servicio. Un aburrimiento que ni siquiera podemos compartir con los demás: no hay Facebook. De hecho, no hay internet. Cero cobertura, como si los ingenieros hubieran olvidado esta parte del globo o como si no la hubieran descubierto todavía. Como si Bill Gates, Steve Jobs o Mark Zuckerberg[1] aún no hubieran nacido o siguieran experimentando en sus garajes.
Así que engañamos a la melancolía como podemos. Cada uno a su manera.
Al jefe le da por pescar. Su productividad laboral se contabiliza ahora en truchas arcoíris, Salvelinus confluentus de cabezas planas y otros Prosopium williamsoni.[2] Dudo que las estadísticas lleguen a sus superiores federales.
Para los demás están el taller de punto de las recepcionistas (compuesto exclusivamente por agentes mujeres y por Kevin), el taller de sudoku del personal administrativo, los concursos de testosterona de los grupos de operaciones (dardos, cervezas y eructos) y, por fin, el extraordinario, maravilloso e imprescindible club de lectura del que soy presidenta y que acoge a todos los que no saben hacer punto, ni rellenar sudokus, ni lanzar dardos, beber cerveza o eructar, es decir: a nadie. La comunidad Facebook cuenta con alrededor de dos mil millones de miembros. A título comparativo, el club de lectura de la comisaría de Nueva York, Colorado, cuenta con 1.999.999.999… (menos).
Sin embargo, mi club es de vital importancia en la comisaría. Se pueden esclarecer grandes crímenes gracias a la literatura. Mi padre estaba convencido de ello. Porque la literatura es la vida y los crímenes forman parte de ella. Una pena que en Nueva York, Colorado, el único crimen cometido en veinte años fuera saltarse un semáforo en rojo: el semáforo, el único del pueblo (el resto de los cruces tienen rotondas). Y, aun así, solo se trataba de un hombre bienintencionado que llevaba al hospital a su embarazadísima mujer que acababa de romper aguas. Volvió a cometer la misma infracción cuando nacieron Stan, Peter y, más tarde, Lisa. En resumen, cada vez que Sylvie está a punto de parir, Seth Harrison se transforma en ese furioso criminal reincidente que se salta el semáforo.
Y así hubiera continuado la vida su curso, plácido y deprimente, en Nueva York, Colorado, si un primer crimen tan enigmático como terrible no hubiera sacudido aquel verano la pequeña comisaría en lo más profundo de América. Un crimen del que me propongo hoy relatar su increíble historia.
PRIMERA PARTE
CÓMO CREAR UN GRUPO
(de lectura para los policías de Nueva York)
Cómo empieza esta historia (más bien mal)
Woodville
La primera palabra que pronunció la inspectora de policía Agatha Crispies al ver la masa amorfa de un rojo carmín que flotaba en la bañera como una enorme musaka no fue, para ser exactos, una palabra.
—¡Puaaaaaffff! —masculló escupiendo un gran trozo de su donut de chocolate, que aterrizó en el charco de sangre y se mezcló con los pedazos de carne descompuesta.
—¿Quién es usted? —preguntó el hombre que inspeccionaba el suelo a cuatro patas y que acababa de recibir una lluvia de pasta chocolatada sobre su cráneo despoblado.
Sujetaba en la palma de su mano una pequeña goma elástica que había encontrado entre dos baldosas y la miraba con ojos escrutadores. Interrumpido en su examen, la guardó en el bolsillo de su impermeable, aplazando su análisis, y fijó su atención sobre la recién llegada.
Agatha era una joven de treinta y cinco años cuya presencia impresionaba cuando entraba en cualquier parte. Primero por su «amplitud», porque su cuerpo y sus formas ocupaban todo el espacio disponible. Su pecho y su trasero eran tan desmesurados como las promesas de un candidato a la presidencia. Segundo, por el color de su piel, de un negro azabache, exótico en ese rincón de la América profunda, incluso muy profunda. Y por supuesto, por su look. Una enorme bola de pelo rizado que reposaba sobre su cabeza como un nido de cigüeñas (en la que a veces plantaba un peine afro, aunque hoy no era el caso), pendientes con forma de piña, una camiseta y un vaquero superajustados con el objetivo de resaltar las formas antes descritas y que siempre parecían estar a punto de estallar. En resumen, Agatha Crispies era Whitney Houston después de una dieta a base de fabada y un cambio de imagen extremo a cargo de Bananarama.
—¡Soy yo la que debe preguntarle eso! —exclamó.
—Sheriff McDonald —se presentó el policía levantándose—. Como las hamburguesas.
«Sheriff.» El sonido de esa palabra dibujó en la mente de la joven policía la imagen de un hombre viril con sombrero y una estrella, mal afeitado, mascando tabaco y escupiéndolo al suelo con aire desafiante, con el cuello brillante de sudor y la camisa lo bastante abierta como para dejar entrever un torso firme recubierto de una espesa mata de pelo. Pero el espécimen que tenía delante era más bien de los que llevan bermudas y calcetines blancos (a juego con su tono enfermizo) hasta las rodillas bajo su impermeable. Aunque su nombre no lo indicaba, las hamburguesas no debían de ser su plato favorito, porque estaba flaco como un palo.
El hombre se sacudió el abrigo delante del espejo, limpió los cristales de sus gafas con la chaqueta del traje, volvió a ponérselas y sonrió al ver los trozos de chocolate que salpicaban su cráneo como en su día lo hizo el pelo.
Agatha le mostró su placa.
—Es la tarjeta Ikea Family —comentó el hombre.
—¡Oh! Perdón (deslizó la solapa de su cartera). Inspectora Agatha Crispies, como…
—¿Los cereales? —propuso.
—Iba a decir como Agatha Christie, pero bueno.
La miró con sus ojos de rapaz.
—Lo sé, no me parezco en nada a un sheriff del lejano Oeste —asestó como si le hubiera leído la mente—, pero usted tampoco se parece a Colombo, inspectora.
Ella se lo tomó como un cumplido.
El hombre se quitó de nuevo las gafas y frotó los cristales con el impermeable. Un maniático, juzgó Agatha.
—No sabía que la policía contrataba a…
El sheriff no fue más allá; pretendía que ella adivinara lo que le parecía evidente.
—¿Mujeres? —aventuró—. Sí, desde 1910. Hace falta que alguien haga el café en la comisaría —ironizó.
—¡No! ¡Ya sabe lo que quiero decir! A…
El racismo evidente de la gente de la región divertía a Agatha más de lo que la molestaba. Aquí ella era el extranjero de Camus, el Gurb de Mendoza, el Jean-Baptiste Grenouille de Süskind. La miraban con el asco que inspiraba Gregorio Samsa transformado en un monstruoso insecto en La metamorfosis. Ella era la diferente. Por esas tierras, ser mujer y negra era un insulto doble, pero no iba a pasarse el día pidiendo perdón. Después de todo, ¿qué sabían ellos del racismo, de las minorías, de la inmigración? Aparte de su jefe, la única persona de color con la que se había cruzado por allí en cinco años había sido su propio reflejo en los escaparates de las tiendas. Bueno, si es que se podía llamar «tiendas» a eso. En ese pueblucho ni siquiera había un Zara.
—¿Negros? —le ayudó.
El hombre sonrió como única respuesta.
Agatha era una mujer de color, como se acostumbraba a decir. La definición le parecía bien, porque así era como ella veía la vida, llena de color.
—Es para infiltrarme mejor —explicó Agatha—. Según nuestro amable presidente xenófobo, ¿no son todos los delincuentes negros o hispanos?
El policía asintió sin detectar la nota de sarcasmo que disimulaba el comentario.
—Tiene razón —aceptó resignado—. Si no me equivoco, su placa es de la policía de Nueva York —añadió para cambiar de tema—. ¿Qué se le ha perdido por aquí?
—Soy de Nueva York, pero hace cinco años que trabajo en la comisaría de Nueva York, Colorado.
El hombre reflexionó unos segundos.
—¿Hay una Nueva York en Colorado? —preguntó él.
—¿Hay una Nueva York en la costa Este? —replicó la policía.
El sheriff frunció sus espesas cejas.
—Es una broma de la gente del pueblo —explicó Agatha—. Usted no es el único que no la conoce. Es un sitio pequeño, con ciento cincuenta habitantes, perdido entre el bosque y la montaña, al norte, en la frontera con Wyoming. A dos horas en coche de aquí. Los móviles e internet ni siquiera funcionan y el microondas todavía es ciencia ficción para ellos.
Sonrió y, como si pretendiera volver al tema que la había llevado hasta allí, hundió sus dedos en el charco de sangre del que sacó algunas migajas que examinó con detalle.
—Parece que acabo de encontrar la primera pista —anunció satisfecha señalando su palma abierta—: al asesino le gustan los donuts de chocolate. ¡Es increíble la cantidad de criminales que comen donuts! No me creerá si le digo que en Nueva York, Nueva York, encontraba a menudo migas de donuts de chocolate en la escena del crimen.
Se preguntó si el asesino no sería un colega. En las series policíacas estadounidenses, todos los polis comían donuts de chocolate. Cambió de opinión. Eso no era más que otro cliché, y mordió el suyo con todas sus ganas.
—No se ofenda, Crispies, pero ¿no ha pensado que pueden ser sus propias migas? —remarcó el hombre, irritado.
Entonces él recordó la parábola del Evangelio según san Lucas, adaptada por Dunkin’ Donuts: ver la miga de donut en el ojo ajeno y no ver el donut gigante en el propio.
—A propósito, ¿es suyo el coche con la rosquilla de plástico de dos metros de diámetro sobre el techo que está (mal) aparcado delante del edificio? —preguntó.
—Mi coche oficial. Hacemos un poco de publicidad para los donuts Agujero Divino y, a cambio, abastecen a la comisaría de forma gratuita.
—¿Un poco de publicidad? —exclamó el policía—. ¡Ni siquiera imagino dónde puede poner la sirena!
—No es necesario, ya se ve el donut. Se ilumina por la noche.
El hombre sacudió la cabeza.
—Entiendo… Bueno, no sé cómo lo harán en Nueva York, Colorado, pero aquí, en Woodville, no comemos mientras trabajamos, así que le ruego que deje de contaminar mi escena del crimen.
—¿Querrá decir «mi» escena? —rectificó Agatha con una sonrisa.
—Eso es lo que he dicho. «Mi» escena del crimen.
Ese numerito podría haberse alargado hasta el infinito si la inspectora no hubiera eliminado cualquier asomo de duda poniendo una nota oficial bajo la nariz aguileña de su colega.
—Esta nota del fiscal general del estado de Colorado, Lawrence Wargrave —agitaba una hoja arrugada que había sacado del bolsillo trasero de su vaquero—, estipula que la jefa del departamento de homicidios de la comisaría de Nueva York, Colorado, es decir, yo, es la encargada del asunto. Queda usted retirado del caso, sheriff McDo, puede marcharse.
¿Marcharme?, pensó él. ¿Yo? Tiene gracia. ¿Como un vulgar agente de tráfico? ¿Como un esclavo dócil, un siervo? Pero si de los dos, yo soy el blanco, ¡maldita sea!
—McDonald —corrigió tratando de no dejar asomar la rabia que le carcomía—. No se lo tome a mal, pero ¿por qué un magistrado tendría interés en que una pequeña comisaría perdida en lo más profundo de América se encargue de un asunto de esta importancia? ¿Y encima en mi jurisdicción?
Se quitó las gafas con un gesto nervioso y volvió a limpiarlas con su impermeable.
—No se lo tome a mal usted tampoco, pero puede que piense que los polis de Nueva York, Colorado, y yo en particular, seamos mejores que los de Woodville y, por tanto, más aptos para resolver, cito sus palabras, «un asunto de esta importancia».
McDonald la miró de arriba abajo. No era el tipo de hombre que permitía que una mujer le robara una investigación. ¡Y negra! Con un culo tan grande como un globo aerostático. Que se llamaba igual que los cereales. Y con unas Converse rosas en los pies. Pero no le quedaba más remedio. Si el fiscal general del estado de Colorado lo quería así, debía plegarse a su decisión, por humillante que fuera.
Intentó no dejar ver la herida que ese trozo de papel acababa de ocasionarle en su amor propio con la fuerza de una bala del calibre 38.
—No voy a pelearme con usted por un cadáver —anunció él como si le hiciera un regalo—. No seré yo quien se pase cuatro horas redactando informes de todo tipo cuando vuelva a mi despacho.
En condiciones normales, Agatha le hubiera dado la razón al sheriff.
En Nueva York, Nueva York, nunca había discutido por un cadáver, al contrario. Embarcarse en una gran investigación (si es que eso existe) significaba escribir el informe de las declaraciones, del descubrimiento del cadáver, de las primeras conclusiones del forense, el del levantamiento del cuerpo, del estado del lugar, de los registros domiciliarios, del precintado de las posibles pruebas… Todo ese papeleo inútil para la investigación del que nunca se habla en un Agatha Christie o en un Sherlock Holmes.
Salir de la oficina, llegar a la escena del crimen, investigar y volver al despacho suponía una hora, dos como mucho. Dar cuenta por escrito te llevaba todo un día. En su corta carrera, Agatha había rellenado tantas hojas como tenía la Biblia, incluidos el Antiguo y el Nuevo Testamento, y nunca la habían considerado una profeta. Así de injusta era la burocracia. Nunca se veía esa parte ingrata del trabajo en Bones, El mentalista o NCIS. En la vida real los agentes pasaban más tiempo golpeando el teclado de su ordenador que a un proxeneta colombiano, y casi nunca podían vivir una intrépida persecución en coche a lo Bullitt. Si todo esto se llegara a saber algún día, las escuelas de Policía se quedarían vacías.
Pero en ese momento, ese cadáver mutilado era todo con lo que había soñado durante los cinco años que llevaba en Nueva York, Colorado. Un bonito asesinato. Trabajar. Por fin. Investigar algo que no fuera una ardilla radiactiva aplastada.
—Los polis solo se pelean por un fiambre en las películas —continuó él—. En la vida real, nadie los quiere. ¡Un día llegué a ver a dos agentes, cada uno a un lado del río, deshacerse de un cuerpo empujándolo con unas ramas para que estuviera en la jurisdicción del otro!
La inspectora asintió con la cabeza.
—Pues bueno, ¡me lo quedo! Y además, sé que lo dice porque se siente humillado, herido en su orgullo de macho.
El policía se encogió de hombros.
—Venga, McDrive, cuénteme todo lo que ha averiguado —ordenó Agatha mordiendo el último trozo de su donut de chocolate.
—¡McDonald! —gritó el hombre, sobrepasado, antes de abrir su libreta Moleskine negra para leer sus notas y después de haber limpiado sus gafas por cuarta vez, claro.
Donde aprendemos algunos trucos útiles y fiables para limpiar las manchas de sangre
Mientras planchaba una camisa blanca de su marido, vendedor de automóviles en Spanish Fork que siempre iba hecho un pincel, la vecina de abajo, la señora Grzegorczyk, se dio cuenta de que había una pequeña mancha roja en el bolsillo de la pechera. Lo primero que pensó es que se trataba de tinta de bolígrafo, porque a su marido le gustaba guardarlos ahí, como si fuera un ingeniero de la NASA (que fue su primera opción antes de la de vendedor de coches), y se apresuró a lavarla en el fregadero de la cocina.
—A propósito, esta mujer es un ama de casa ejemplar —exclamó McDonald interrumpiendo su relato por quinta vez—. Me ha enseñado una decena de trucos para limpiar la sangre de la ropa. Con amoníaco, lejía sin cloro, agua oxigenada, harina, talco, con un cubito de hielo, jabón negro, suero fisiológico ¡e incluso aplicando la anilla de una llave de hierro sobre la mancha sanguinolenta! Y sobre todo, que nunca se debe frotar, sino dar golpecitos, del exterior hacia el interior, para no extender el lamparón. Impresionante, ¿verdad?
—¿A eso llama un ama de casa ejemplar? ¡Yo más bien lo llamaría una potencial psicópata asesina en serie! —se ofuscó la policía.
—Pobre mujer, no diga eso, estaba en estado de shock.
—Eso no le habría pasado si dejara que su marido se planchara sus camisas solo. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Grzegorczyk.
—Grrrrzzz…
—Grze-gor-czyk.
—¿De dónde es? ¿Extraterrestre?
—Polaco.
Garabateó algunas letras en su libreta, las tachó y volvió a escribir.
—¿No puede llamarse Smith, como todo el mundo? —farfulló enojada—. ¿Cómo se deletrea eso?
—Como suena. G-r-z-e-g-o-r-c-z-y-k.
—¿Para inventarse apellidos en Polonia hacen andar a los gatos sobre los teclados del ordenador? Muy bien, continúe, sheriff McDo —retomó ella mientras este anotaba mentalmente la hipótesis de los gatos polacos.
—Así que, cuando se puso a planchar la segunda camisa, encontró una nueva mancha de boli, pero esta vez sobre la manga. Y mientras la examinaba más de cerca, una gota roja cayó del cielo a unos centímetros de la primera. Y luego otra. Hasta que una lluvia escarlata se le vino encima. Cuando levantó los ojos vio una inmensa mancha púrpura con la forma de Estados Unidos que se extendía por el techo. Lógicamente subió a avisar a su vecino de arriba. Nadie le respondió. De modo que llamó a la policía. Fui el primero en llegar. Disparé a la cerradura de la puerta del apartamento para poder entrar, después tiré de un golpe con el hombro la del cuarto de baño, que estaba cerrada con llave desde el int…
—¡Eh, no te emociones, Rambo! ¿Quiere impresionarme?
—Uhmm, no, claro que no… yo…
—Bien, ¿dice que había una mancha con la forma de Estados Unidos?
—Es una manera de hablar, no creo que ese detalle tenga impor…
—Gracias —cortó la inspectora.
Agatha asintió con la cabeza mientras releía las notas que acababa de tomar. Quizá hubiera sido más rápido arrancar la hoja de la Moleskine de su colega y meterla en su cuaderno. La misma marca, el mismo formato, solo cambiaba el color de la cubierta. Cuero teñido de negro para el sheriff, rojo para la suya. Como sus Converse, antes rosas y ahora, a fuerza de chapotear en el charco de sangre que desbordaba de la bañera, como si fueran un camaleón, teñidas de ese color. ¿Qué había dicho? Con amoníaco, harina, un cubito de hielo, suero fisiológico, lejía e, incluso, la anilla de una llave de hierro. Las limpiaría en cuanto llegara a casa.
—¿Tiene ya alguna pista? —preguntó el sheriff.
Agatha levantó de nuevo los ojos hacia él. ¡Pero mira que estaba ridículo con el impermeable! Se preguntó por qué todos los agentes masculinos llevaban uno. A ella nunca le había gustado ese accesorio. Además de disimular todas las curvas del cuerpo, los impermeables podían esconder un fusil de cañón recortado. O, aún peor, unas bermudas y unos calcetines blancos subidos hasta las rodillas. Freud pensaba que los que llevaban barba intentaban esconderse tras ella, que pretendían esconder algo. ¿Qué habría dicho de los hombres con impermeable?
—¿Sería posible saber en qué está pensando? —la interrumpió el hombre, arrancándola de su reflexión.
—Me preguntaba si llevaba usted bermudas y calcetines blancos hasta las rodillas. —La observación desestabilizó al sheriff—. Es un poco ridículo llevar impermeable en verano cuando hay cuarenta grados a la sombra solo para emular a las series policíacas —añadió.
—¡Y eso lo dice una poli que come donuts! En cuestión de clichés, ¡bravo! Escuche, Crispies, no creo que esta pequeña disputa entre policías haga avanzar la investigación. Intentemos llevarnos bien, ¿vale?
—Puede llamarme Agatha. Como…
—¿La marca de bisutería?
—Iba a decir como Agatha Christie, pero bueno.
Se giró hacia la masa de carne que flotaba en la bañera. El cuerpo, imposible de identificar, parecía haber sido acribillado a balazos o acuchillado a navajazos con el claro objetivo de que se pareciera lo más posible a una musaka y a un cuadro de Picasso (¿el asesino era griego? ¿español?). No había visto tanto ensañamiento desde que investigó el caso de aquel hombre que abrió la carta bomba que había enviado a su jefe y que le había sido devuelta por correo porque le faltaba el sello.
—¿Un suicidio? —preguntó la joven con la mayor naturalidad del mundo.
El hombre abrió los ojos con asombro.
—¿Bromea? ¡Mire qué carnicería!
¿Pretendía ponerlo a prueba? ¿Se burlaba de él?
Ella miraba el extremo de sus uñas recubiertas de esmalte imitación burdeos 346 Chanel, comprado en rebajas en la mercería local (porque aún existían las mercerías en Nueva York, Colorado). Para ser de imitación, daba el pego.
—¿Tengo pinta de estar bromeando? —preguntó ella.
—Mucho me temo que no…
Se quitó sus gafas, las limpió con su camisa y se las colocó de nuevo.
—Los que hicieron esto querían asegurarse de que no saldría con vida —remarcó él señalando el iceberg de carne y sangre—. Este Peter Foster debía de tener enemigos importantes.
—Pe-ter-fos-ter —repitió Agatha mientras lo anotaba en su libreta—. Al menos este sí que es un apellido de verdad.
—Es el que encontré en sus papeles.
—Aunque usted piense que, cito, «los que hicieron esto querían asegurarse de que no saldría con vida», sigo creyendo que se trata, sin ninguna duda, de un suicidio. Al contrario de lo que usted piensa, no es imposible que este Peter Foster se haya quitado la vida, y voy a explicarle por qué.
Ella le relató el complicado caso en el que había trabajado unos años antes en Nueva York (la otra). La escena del crimen se parecía a esta. Un hombre en una bañera, en un cuarto de baño cerrado desde el interior, con una única diferencia: solo tenía una herida, limpia y definida, causada por un objeto puntiagudo, en el abdomen. Ni un arma en el lugar, pero la misma cantidad de sangre.
Después de varias semanas de investigación y de una intensa reflexión, por fin resolvieron el misterio de la habitación cerrada desde el interior: el asesino no era otro que la propia víctima. Y mientras todo parecía indicar un homicidio, tuvieron que rendirse a la evidencia de que se trataba de un suicidio, por muy increíble que pareciera. El hombre se atravesó el estómago con una fina estalactita de hielo. Al contacto con el agua caliente del baño, el arma se derritió y desapareció. En resumen, el suicidio perfecto. Aunque Agatha nunca había comprendido el interés de hacer que un suicidio pareciera un asesinato.
—Muy astuto, en efecto —concluyó McDonald asintiendo con la cabeza, admirativo—. ¿Lo resolvió usted solita?
—Fue mi compañero, mientras contemplaba cómo se derretía un hielo en su decimocuarto whisky. Era depresivo y alcohólico.
—Entiendo.
Le dio la impresión de que Agatha tenía algo que ver con esa depresión.
—Bonita historia, pero en nuestro caso, ¿cómo podría haberse asestado tantos golpes de estalactita de hielo?
—Cuanto más lo miro, más me da la impresión de que Peter Foster se estaba bañando tan tranquilo cuando los trece personajes de Asesinato en el Orient Express vinieron a asestarle un navajazo cada uno. ¡Mierda! Espero que haya leído el libro y no haberle fastidiado la sorpresa —añadió con una sonrisa que mos