El capitán del Arriluze

Luis Lezama

Fragmento

cap-1

Prólogo

No sé de dónde me venía mi afición infantil a los barcos. Nada me ilusionaba más que, cuando era niño, en aquel Bilbao de la posguerra, ir a la ría a ver barcos. En cuanto podía les pedía a mis padres que los días de fiesta me llevaran a verlos. Cuando fui más mayorcito buscaba amigos con los que poder ir. Cuanto más grandes eran los barcos, mejor. Si con bandera extranjera, más interesantes se me hacían.

Llegaba al puente de Deusto por la mañana y veía a mi izquierda los grandes cargueros que se reparaban en los muelles de Euskalduna. Abría los ojos y permanecía extasiado hasta perder la puntualidad a la misa, que el padre jesuita José Julio Martínez decía a las monjas a las ocho de la mañana cerca de la universidad.

Contemplar aquel enjambre de marineros, soldadores, mecánicos y chapistas, pintores y carpinteros, que acicalaban un gran barco, era para mí un grandioso espectáculo. Sobre todo cuando se abrían por dentro como una gran manzana y te dejaban ver su corazón de acero, expuesto al aire, para ser curado. Me parecía que los soldadores, envueltos en sus buzos galácticos, iban con los sopletes de fuego cicatrizando sus heridas por las que manaba la sangre de su aceite y de su agua salada. Lo cual debía de ser peligroso para la vida del barco porque se encharcaban sus pulmones. Desde que había recibido la primera clase de anatomía pensé que los barcos, con sus pulmones de acero, tenían que poseer mucho aire dentro para poder navegar lejos y ser poderosos. Son como las personas: si no respiran no tienen vida. Son como los escaladores pero sus montañas más altas son sus mares más lejanos, y sus picos son los picos de las olas más grandes.

Cuando estaba en clase de matemáticas fantaseaba con el mar. En mi cuaderno de apuntes dibujaba rosas náuticas y no ecuaciones ni fórmulas. Tan pronto era un pirata en mi imaginación como el almirante de una flota inglesa. Me perdía soñando cuál sería la ceremonia de partida de mi barco y el encuentro de la recalada en mi destino.

Todo esto bullía en mi cabeza a mis diez años. Aunque no estaba seguro de querer ser marinero. El día de mi primera comunión, siguiendo una tradición muy bilbaína, mis padres me vistieron de marino. Pero esa foto, que aún cuelga en mi dormitorio, con el peto blanco a la espalda y mi corbatín azul, no me seducía. «Si fuera marino lo sería de los de verdad», me decía a mí mismo cuando me veía. Estaba claro, a mí de los marinos lo que más me gustaba era su permanente afán de aventuras en el mar para luego contarlas en tierra.

He de reconocer que los domingos a la tarde, mientras mis amigos iban al cine de la Quinta Parroquia a ver las películas de Fu Manchú y Tarzán, yo me gastaba la pequeña paga en tomar el tranvía e ir a las rampas de Uribitarte a ver barcos. Si tropezaba con algún marino que hacía guardia del suyo, y conseguía llamar su atención hasta decirle algunas palabras, era el ser más feliz. Me parecía que había hablado con habitantes de otro mundo situado en el más allá. Para mí, el más allá estaba en la mar y el más acá en la tierra. Hubiera vivido con mi pasión del mar como un ermitaño pero sin la lujuria de las olas, que en mi mentalidad infantil siempre se me figuraban un goce sexual y un pecado. Me daban miedo.

Volvía a casa muy contento, como si hubiera descubierto un nuevo continente.

—Luisito, ¿dónde has estado? —me preguntaba mi madre—. ¿Fuiste al cine de la catequesis?

Y yo le mentía. A mis padres no les gustaba que fuera a ver barcos si no era con ellos. Eso ocurría muy de tarde en tarde. Para ellos era muy peligroso hablar con gente desconocida. Además, te podían raptar. Resultaba tan temerario que hasta deseaba ser raptado. Pero no me atrevía a confesárselo a nadie. Creía que sería una gran aventura... ¡Ser raptado! Montarme en un barco y recorrer el mundo con un nombre supuesto que no fuera el de Luisito... Yo quería ser Ahmed el marino, llevar turbante y pintarme la cara de moreno.

Bien es cierto que cuando iba con mi padre, él fumaba en pipa mientras me explicaba las características de aquel barco. A mí me daba mucha rabia que no fuera marino, sino solo comerciante. Pensaba que si mi padre lo fuera yo conocería los barcos por dentro y viajaría en ellos como el hijo del capitán. Creo que a veces mentía cuando me preguntaban chicos desconocidos.

—¿Tu padre qué es?

—¿Mi padre? ¡Capitán!

Cuando fui mayorcito descubrí que los barcos tienen alma. El alma es propiedad de las personas que los mandan. Navegan según el alma. Un barco sin alma es un cuerpo vacío. Puede ser arrastrado por el viento o llevado por las corrientes hasta el naufragio. El alma de los barcos es lo importante.

Distinguir los barcos: de motor y de vela, de tanta eslora, de tanta manga, etc., era un arte de marinería que no me importaba mucho. Lo que me importaba era lo que pasaba dentro del alma de cada barco. Cómo era la vida en alta mar y cuando estaba atracado en tierra. Pronto empecé a familiarizarme con el argot de los marineros, su forma de hablar, la precisión de sus palabras en el trabajo y la fantasía narrativa en las largas veladas de descanso. En un puerto, cuando no podían navegar eran seres de otro mundo que hablaban en otro idioma y miraban hacia dentro.

Aquella afición de ir a ver barcos grandes como casas me llevó a conocer historias contadas por viejos marinos a un chiquillo curioso, desde la cubierta o sentados en los peldaños de la escalera real de acceso al barco. Algunos hablaban mal el castellano, porque eran extranjeros, y otros se ayudaban de un compañero que hacía de intérprete ante mis atónitos ojos de adolescente. Yo procuraba compensar su confianza con pastillas de leche de burra, que eran dulces, baratas y duraban mucho en la boca, o regaliz de palo que llamábamos «palulú». Ellos los masticaban entre bocanadas de humo de tabaco. Se nos ponía la lengua amarilla. Me tenía que lavar muy bien antes de llegar a casa porque lo tenía prohibido. Las manchas amarillas de mis boqueras de regaliz me delataban.

—Este niño ha comido regaliz de palo —decía mi madre—. ¡Cómo le gusta andar con los chicos del barrio de Indautxu y no con los del colegio!

Era verdad, los amigos de La Casilla eran más atractivos y aventurados que los niños del colegio de los jesuitas. Los amigos del barrio me enseñaron a andar por la vida y los amigos del colegio a pensar en la vida y a tomar conciencia de clase. La síntesis está aquí. Cuando salía del colegio nos reuníamos en el portal de Manuel Allende, 12. Allí fraguábamos nuestras aventuras: los retos futbolísticos en el patio de la escuela y las peleas contra los de Iralabarri. Allí nacían novietas, ritos iniciáticos propios de pandillas callejeras, rivalidades y liderazgos que ya pertenecen a la historia. A algunos nos marcaron distintos derroteros.

Las tardes de domingo en los muelles de Uribitarte eran las mejores. Yo estaba toda la semana esperando que llegaran. Allí solo me acompañaban los chicos del barrio como Javi, el hijo de un bombero, que sabía más que yo de la vida y me enseñaba a vivirla. Admiraba a Javi porque era mayor que yo, más osado y tenía novia. Eso era importante: descubrí cómo eran las mujeres y en qué se diferenciaban de los hombres gracias a él y a sus amigas. En el colegio todo eso estaba mal visto. Ni se hablaba de ello.

El c

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