Corazón de fuego (Saga de los Knight 2)

Gaelen Foley

Fragmento

Capitulo 1

1

Londres, 1814

L as sombras esculpían sus angulosos rasgos mientras contemplaba el atestado salón de baile desde el alto y oscuro balcón; a la titilante luz de la vela, daba la impresión de que apareciera y desapareciera como un fantasma alto y elegante. El vacilante resplandor se reflejaba en su pelo negro y dejaba ver el maquiavélico destello de astucia de sus ojos del color del mercurio. Paciencia. Todo estaba en orden.

La preparación era fundamental, y él había sido meticuloso. Lord Lucien Knight se llevó la copa de borgoña a los labios con expresión pensativa, y se detuvo para aspirar su suave aroma antes de beber. Todavía no sabía cuáles eran los nombres o las caras de sus enemigos, pero podía sentir cómo se aproximaban a él como una manada de chacales. No importaba. Estaba preparado. Había tendido la trampa y la había cebado bien con toda clase de atractivos sensuales y pecaminosos y con el canto de sirena de la actividad política subversiva, que ningún espía podía resistir.

Lo único que le restaba por hacer era esperar y observar.

Veinte años de guerra habían tocado a su fin la pasada primavera con la derrota y la abdicación de Napoleón, y su exilio en la isla mediterránea de Elba. Había llegado el otoño, y los dirigentes europeos se habían reunido en Viena para redactar el tratado de paz; sin embargo, como se dijo ácidamente Lucien, para cualquier hombre con un mínimo de cerebro era evidente que no podía darse por acabada la guerra hasta que Bonaparte fuera trasladado a un lugar más seguro y adentrado en el Atlántico. La isla de Elba estaba a un tiro de piedra de Italia, y había quienes se oponían a la paz, quienes no consideraban provechoso que el rey borbón Luis XVIII recuperase el trono de Francia y deseaban que Napoleón regresara. Lucien era uno los más expertos agentes secretos de la Corona británica y tenía instrucciones del ministro de Asuntos Exteriores, el vizconde de Castlereagh, de vigilar hasta que se confirmase la paz; su misión consistía en evitar que los poderes en la sombra causasen problemas en suelo inglés.

Dio otro sorbo de vino con un brillo furibundo en sus ojos grises. «Que vengan.» Una vez que lo hicieran, los encontraría, los atraparía y los destruiría, tal como había hecho con muchos otros. En realidad, iba a hacer que acudiesen a él.

De repente se oyó una ovación en el salón de baile, que se extendió entre la multitud. «Vaya, vaya, el héroe conquistador.» Lucien se inclinó hacia delante apoyando los codos en la barandilla del balcón y contempló con una sonrisa cínica cómo su hermano gemelo, el coronel lord Damien Knight, entraba en el salón de celebraciones, deslumbrante con su uniforme escarlata y la elevada y severa dignidad del arcángel Miguel al volver de matar al dragón. El fulgor de su espada y de las charreteras doradas parecía emitir un halo brillante a su alrededor, pero el porte adusto del afamado coronel no desalentó a las entusiastas mujeres, los edecanes ansiosos, los oficiales subalternos y los diversos aduladores de héroes de guerra que inmediatamente se arremolinaron a su alrededor. Damien siempre había sido el favorito de las masas.

Lucien sonrió para sí. Tenía los labios curvados en una mueca de irónica diversión, pero el tormento se agitaba tras su altiva mirada. Como si no bastara con la capacidad del coronel para cautivar la imaginación popular con sus hazañas bélicas, Damien iba a ser nombrado conde en calidad de hermano gemelo mayor por un accidente del linaje bastante enrevesado. No obstante, no era la envidia la que aguijoneaba a Lucien, sino una sensación casi infantil de haber sido abandonado por su más fiel aliado. Damien era la única persona que lo había comprendido de verdad. Durante la mayor parte de sus treinta y un años de vida, los gemelos Knight habían sido inseparables. Cuando eran jóvenes y libertinos sus amigos los habían apodado Lucifer y Demonio, mientras que las asustadas madres de las jóvenes que debutaban en sociedad prevenían a sus hijas de «ese par de diablos». Pero aquellos alegres días de risas y camaradería habían pasado, pues Lucien había quebrantado el código militar de su hermano.

Damien nunca había aceptado la decisión de Lucien de dejar el ejército hacía poco más de dos años para ingresar en la rama del servicio secreto del cuerpo diplomático. Los oficiales de linaje, por regla general, consideraban el espionaje deshonroso e indigno de un caballero. Para Damien y los de su clase, los espías no eran mejores que las serpientes. Desde luego, Damien era un guerrero de nacimiento. Cualquiera que lo hubiera visto en combate, con el rostro veteado por la pólvora negra y la sangre, sabía que era algo que no admitía discusión. Pero lo cierto era que no habría obtenido tantas victorias sin los constantes informes secretos que Lucien le enviara —contraviniendo el reglamento y arriesgando su vida— respecto a la posición, la fuerza y el número del enemigo y sus planes de ataque más probables. Sin duda al gran comandante debía de dolerle profundamente en su orgullo saber que toda su gloria no habría sido posible sin la ayuda de su hermano espía.

«No importa —pensó Lucien cínicamente—. Él sabe muy bien cómo azuzar su tremendo orgullo de héroe de guerra.»

—¡Lucien! —dijo repentinamente una voz entrecortada detrás de él.

Se dio la vuelta y vio la voluptuosa figura de Caro enmarcada en la puerta.

—Vaya, si es mi querida lady Glenwood —susurró él, tendiendo las manos hacia ella con una sonrisa siniestra. ¿A Damien no le molestaría aquello?

—¡Te he estado buscando por todas partes! —Se acercó a él haciendo aspavientos, con el murmullo del satén oscuro, y sus rizos de muñeca se balancearon contra sus sonrosadas mejillas. Sonrió de forma taimada, dejando al descubierto el pequeño hueco que había entre sus dos dientes incisivos, y cogió a Lucien de la mano y dejó que la acercara contra su cuerpo—. Damien está aquí…

—¿Quién? —murmuró él, rozando los labios de ella.

A pesar de que la baronesa de veintisiete años estaba de luto por su difunto esposo, Lucien dudaba que hubiera derramado una lágrima. Un marido, para una mujer como Caro, era simplemente un impedimento en su búsqueda de placer. Su vestido negro tenía un pequeño corpiño que apenas contenía sus voluminosas formas. La tela oscura hacía que su piel pareciera alabastro, mientras que sus labios carmesí hacían juego con las rosas que le adornaban el pelo color chocolate recogido en un peinado alto. Al cabo de un instante, Caro hizo un esfuerzo y dejó de besarlo, apoyando sus manos enguantadas en el torso de él.

Cuando ella se apartó ligeramente, Lucien advirtió que se estaba regodeando en su triunfo con las mejillas arreboladas y los ojos oscuros brillando de satisfacción. Lucien ocultó su sonrisa insolente mientras Caro bajaba los párpados y acariciaba las solapas de su frac negro de etiqueta. Sin duda pensaba que había hecho lo imposible, lo que ninguna de sus rivales había logrado: el

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