Los años que vivimos PPeligrosamente

Cristina Pardo

Fragmento

cap-2

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A Mariano Rajoy no le entusiasman los periodistas. Pero hace tiempo, cuando empecé a cubrir la información del Partido Popular, yo tenía una sensación distinta. Yo llevaba en la tele un año escaso y por aquel entonces me mandaban con cierta regularidad a los actos de Zapatero. Después de nueve años sentada en los estudios de la COPE, todo era tan nuevo para mí que vivía cada día fuera de la redacción con mucha emoción. Se acercaban las elecciones generales de 2008 y en mi empresa, La Sexta, me comunicaron que iba a ser la encargada de cubrir la campaña del PP. Hice la maleta y empezó la aventura. Adiós, Zapatero. Hola, Rajoy.

Los periodistas recorrimos España durante dos semanas detrás del candidato. Creo que no exagero nada si digo que escuchamos el himno del PP un millón o dos millones de veces. Por fortuna, se apiadaban de nosotros y tenían preparadas varias versiones: lenta desde dos horas antes de que empezara el mitin, versión discoteca de Ibiza al principio y al final del mitin, versión gaita en Galicia, con toques de sevillanas si el destino era andaluz… En resumen, chunda-chunda a todas horas. Como se trataba de mi primera campaña, a mí me alucinaban cosas que otros compañeros más veteranos habían visto cien veces; por ejemplo, la llegada de Rajoy a los mítines. La gente se volvía loca, oiga. Menuda inyección de autoestima para los candidatos. En lugar de un político, parecía que llegase un artista que hubiera vendido quince millones de discos en dos días. Empezaba a sonar el himno a todo trapo, como si no hubiera un mañana, y las señoras se le tiraban encima mientras miles de personas querían tocarle. El objetivo del candidato sólo podía ser uno: llegar ileso a la tribuna. Una vez allí, intentaba hablar. Entonces se producía otro de esos momentos que tanto me divertían. Aquellas mujeres tan entregadas le interrumpían y le gritaban: «¡Guapo!», y Rajoy, con esa socarronería tan suya, contestaba: «Su generosidad no tiene límites».

Todo era tan fascinante para mí, tan extraño, que quise vivir eso, un día de campaña con Rajoy. La Sexta pidió permiso al PP para pegarse al candidato en uno de los mítines, y nos tocó Santander. Álvaro (el cámara) y yo nos presentamos en el aeropuerto a esperarle. Ninguno de los dos sabíamos muy bien qué estábamos haciendo ni cómo iba a salir aquello, cuando aterrizó Rajoy. Estábamos a principios de 2008 y todavía no había caso Gürtel, no conocíamos a Luis Bárcenas y la crisis económica aún no era percibida en toda su crudeza. Tampoco yo tenía la experiencia profesional que tengo ahora, de modo que Rajoy llegó, Álvaro se puso a grabar y yo pregunté al candidato «¿Qué tal?» y poco más. ¡Qué tal! Hum, pregunta incisiva donde las haya… Y, claro, a ésa sí me contestó.

Esa pregunta habría sido más apropiada al final del mitin para comprobar si había sobrevivido a las señoras exaltadas. ¡Ay, qué entrada! ¡Qué momentos pasamos Álvaro y yo, que esperábamos a Rajoy en la puerta del recinto! Llegó, empezó a sonar el himno a un volumen inhumano, nos introdujeron dentro del círculo que formaban los escoltas y entramos. Creo que toqué con los pies en el suelo unas dos veces desde la puerta hasta el atril. Recuerdo que nos ayudaba Santi, uno de los responsables de prensa del PP. Y lo sé porque, de vez en cuando, entre brazos, piernas, espaldas, empujones y pellizcos, le veía. Los arañazos están a la orden del día. Digo brutal y me quedo corta.

Pero esas entradas no son exclusivas de Rajoy. En 2011, en la plaza de toros de Valencia, un militante muy efusivo le retorció el brazo a Rita Barberá, de tal modo que arrastró la lesión durante varios días. El plano que pudimos ver en televisión mostraba a la alcaldesa de Valencia extendiendo un brazo, que pasó a ser de goma cuando entró en contacto con la masa, mientras ella abría la boca y hacía un gesto de dolor. Al presidente José Luis Rodríguez Zapatero también le dislocaron un hombro en un acto, y en otra ocasión, perdió la alianza de un manotazo. Por suerte, un escolta la recuperó. Intentaron robarle el reloj varias veces y le rompieron más de una chaqueta. Pero eso no es todo: otro día, en un mitin, una señora se acercó a besarle con tanta emoción que, cuando se aproximaba al moflete de Zapatero, se le cayó la dentadura. Supongo que ante semejantes muestras de fervor e idolatría, es normal que los políticos se vayan a casa convencidos de que toda España les va a votar. Y también de que, para el mitin del día siguiente, es mejor que lleven el reloj barato.

Terminó la campaña de las generales de 2008, y en esas dos semanas que pasamos acompañando al Partido Popular por toda España, los periodistas tuvimos un par de oportunidades de hablar con Rajoy sin cámaras. Entonces no lo sabía, pero es más o menos lo habitual en su caso. Ahora me parecería poco. Llegaron las elecciones y la famosa «niña de Rajoy» no obró el milagro. El PP volvió a perder, esta vez por apenas novecientos mil votos. La Sexta estaba arrancando, llevaba un año emitiendo y no tenía ni de lejos la influencia que tiene hoy. Y eso, a la hora de cubrir la información del PP, pesaba bastante. Recuerdo que, a veces, cuando me acercaba a algún dirigente para pedirle información o una entrevista, me decían «¡Pero si La Sexta no la ve nadie!». A lo que yo contestaba orgullosa: «Si os hubieran votado todos los que ven La Sexta, ya estaríais en Moncloa». Este tipo de comentarios, que a mí me daban mucha rabia, fueron disminuyendo con el tiempo, en parte porque La Sexta fue ganando espectadores e influencia, pero también porque en cuanto te conviertes en periodista habitual de los actos del PP, la confianza y el trato personal cuentan.

Algunos meses más tarde nos cayó encima la crisis económica y al PP le estalló el caso Gürtel. Y se acabó lo que se daba. Silencio. Comparecencias sin preguntas. «Esto no es una trama del PP, sino una trama contra el PP», decía Rajoy. Y ganó las elecciones. Sólo una o dos ruedas de prensa al año en España sin límite de preguntas. Discursos enlatados. Silencio. Francisco Camps. Silencio. Luis Bárcenas. Silencio. Dos preguntas. Silencio. Plasma. Silencio.

Ya he mencionado que durante aquella campaña de 2008 no tuve la sensación de que Rajoy no atendiera a la prensa, pero esta opinión cambió cuando Garzón empezó a instruir el llamado caso Gürtel. Para mí hubo un antes y un después. Y no sólo en el trato que nos daba —o mejor dicho, que no nos daba— el líder del PP. Su estrategia, su forma de gestionar los asuntos espinosos, su manera de entender la comunicación, basada fundamentalmente en la incomunicación, se extendió poco a poco a muchos miembros del partido. Es posible que nosotros, los periodistas, nunca estemos satisfechos y siempre queramos más. Pero es incontestable que cada vez teníamos menos.

Como apenas había ruedas de prensa ni posibilidad de hacerle preguntas a Rajoy, la expectación informativa cada vez que anunciaba su asistencia a un acto del PP era máxima. Esto provocaba que los reporteros nos situásemos en la puerta y cuando veíamos que se acercaba algún político, parecíamos soldados a los que acabaran de gritar: «¡Ira y fuego!». Se trata de los llamados «canutazos», y en alguna ocasión han terminado con los cámaras por los suelos.

El silencio de los re

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