Sainte-Marine
Si vuelvo al pueblo de mi infancia, ese pueblo de verano al que iba todos los años en cuanto terminaban las clases, Sainte-Marine, hoy en día no reconozco prácticamente nada. La calle larga que va desde la entrada hacia la punta de Combrit sigue estando donde estaba, ni más ancha ni más recta. Veo la cala del puerto, las casas antiguas, el Abri du Marin[1] y la capilla primorosa. Todo está en el mismo sitio, pero algo ha cambiado. Claro que ha pasado el tiempo, para mí y para las casas, el tiempo ha desgastado y ha vuelto a pintar, ha modificado la escala y ha modernizado el paisaje. La carretera está asfaltada y, sobre todo, pintarrajeada de blanco, con esas señales que dibujan plazas de aparcamiento, chicanes, líneas discontinuas y stops. Se han hecho rotondas para controlar el tráfico, arcos de madera para impedir que pasen las autocaravanas, paneles para regular el aparcamiento, bolardos y barreras para prohibirlo. Han aparecido cafés, creperías con terraza y sombrillas, tiendas de postales y recuerdos. Todo brilla con un barniz de modernidad provinciana, una especie de impermeabilizante para aislar al pueblo del tiempo, protegerlo de los ataques contra el pasado, un barniz a muñequilla en un mueble de anticuario. Hoy se entra a Sainte-Marine en coche, pero sin parar. En verano, la riada de visitantes es tal que hay que seguir camino, llegar hasta el cabo, si acaso hacer una foto, y dar media vuelta. Entrar y salir. Y sin embargo, aquí fue donde viví tantos días, año tras año, cada verano, donde me llené la cabeza de imágenes, donde descubrí mi infancia.
No es fácil vincular el pueblo de ayer a este en que se ha convertido. Claro está, el mundo ha cambiado. Sainte-Marine no ha sido el único lugar que lo ha hecho. ¿Cómo es posible que aquí me afecte más? ¿Qué imagen he atesorado en el corazón, como un valioso secreto, cuya caricatura me desazona más que cualquier otra, me deja la sensación de un tesoro robado?
Sainte-Marine era esa calle larguísima por la que llegábamos, mi familia y yo, todos los veranos, desde el sur de Francia, a bordo del Renault Monaquatre antediluviano de mis padres, para pasar tres meses de vacaciones ideales, de libertad, de aventuras y de evasión. El centro de Sainte-Marine, cuando llegábamos, no era tanto la capilla como el transbordador, ese extraordinario puente flotante metálico que, dos veces por hora, corría chirriando por sus cadenas cruzando el estuario del Odet. La construcción del gigantesco (y probablemente inútil) puente llamado pomposamente de Cornualles, río arriba, ha sido la causa y la cara visible de ese cambio. En la época del transbordador, nadie cruzaba por gusto. Resultaba lento y ruidoso, olía a aceite de máquina y se te manchaban los zapatos. Y total, ¿para qué? Para ir al otro lado del río, a Bénodet, donde no había nada. Donde todo el mundo, en verano, se amontonaba en las playas, en la terraza de los cafés y en los campings. A la otra orilla ya había llegado la modernidad, y en esta bastaba con imaginársela o, si alguien la ansiaba, con subirse al transbordador junto con las camionetas y las bicis. No costaba nada, tampoco aportaba mucho. En mis recuerdos, unos céntimos (calderilla, habría dicho mi abuela). O puede que menos. O puede que nada, para los críos de diez años que saltaban a bordo en el momento en que arrancaba el transbordador. El trayecto duraba diez minutos, pero los días de marea viva o de viento fuerte, el transbordador tiraba de la cadena y derivaba chirriando hacia el estuario mientras lo sacudían el oleaje del mar y los torbellinos del río. La otra orilla era otro mundo: Bénodet, por entonces, era la ciudad, la cita de los veraneantes y los campistas. Pasar de Sainte-Marine a Bénodet era cruzar la frontera que separaba la Bretaña olvidada, tradicional y algo desfasada, de la región moderna, con sus carreteras, sus hoteles, sus cafés, sus cines y, sobre todo, sus playas cubiertas de sombrillas y rebosantes de bañistas. No sé si esas cosas son importantes para los niños. No recuerdo que me interesara mucho la modernidad, el ruido y el gentío. Pero sí que debieron de serlo para los adultos, puesto que un buen día decidieron que el viejo transbordador oxidado y el largo rodeo por los muelles de Quimper ya no bastaban y que había que construir un puente para dejar pasar a los coches y los turistas.
El puente de Cornualles es magnífico. No vi cómo lo construían; por aquel entonces ya habíamos dejado de ir a Bretaña. El trayecto desde Niza era demasiado largo para el viejo coche y seguramente a mi padre le apetecía ver otras cosas. Y también nosotros, mi hermano y yo, habíamos crecido y preferíamos pasar los meses de verano en el bochorno de Niza o bien ir al sur de Inglaterra, a Hastings o a Brighton, para descubrir los milk bars y a las chicas.
Años más tarde volví y crucé el puente. Para construirlo trazaron una red de carreteras de tres o cuatro carriles, con rotondas y enlaces. En aquella época el puente era de pago en un sentido y gratuito en el otro (algo notoriamente opuesto a los usos y costumbres de Bretaña). Dicho de otro modo: era una empresa. Debía de haber bancos por medio. Desde el puente se sobrevuela la desembocadura del Odet a la altura a la que vuela una gaviota. Me sorprendió ver lo mucho que la altura de esta construcción había encogido el paisaje.
El Odet, cuando remábamos en él a bordo de una chalana arrastrando un sedal, parecía tan grande como el Amazonas, con el misterio de las riberas brumosas, los remolinos de agua negra y la desembocadura mar adentro, hacia las islas Glénan. A la sombra del puente, se ha convertido en un brazo de agua tranquila, provinciano, achicado y moteado de barquitos blancos amarrados a boyas. En unos años, el estuario salvaje se ha transformado en un puerto de recreo, una especie de balsa de agua verde bordeada de casas y árboles, una ría. He intentado imaginar qué sentirían dos críos al cinglar entre las patas del puente, debajo del bramido machacón de los coches que cruzan el estuario a sesenta por hora y a treinta y cinco metros de altura. Ha adoptado un aspecto urbano, definitivo, tan potente e inamovible como una presa. Nunca he vuelto a subir al puente.
Cuando trato de rememorar la Sainte-Marine de mi infancia, lo primero que se me aparece es la calle, esa calle tan larga de tierra y grava que partía de la entrada del pueblo, cerca de la escuela, y llegaba hasta la punta, con casas alineadas a ambos lados. A mí debía de parecerme normal, pero constituía ya entonces un entorno mixto, me gustaría decir mestizo. Una alternancia de casas bretonas, en su mayoría pobres, construidas con piedra pero enlucidas con cemento gris, con sus contraventanas rústicas, las puertas bajas decoradas a veces con un dintel, las techumbres de pizarra musgosa con los eslabones de la cumbrera visibles y las chimeneas de ladrillo. Algunas tan pobres y tan antiguas que seguían teniendo las paredes de granito, las ventanas estrechas y los tejados de bálago. Protegían el jardincito trasero donde se plantaban ajos y cebollas, judías y patatas. Y, entre todas ellas, las villas de los «parisinos», arrogantes y pretenciosas, con extensos parques que llegaban hasta la orilla del Odet, rodeadas de muros de piedra por los que asomaban los gabletes y las torres, y de pesadas portaladas de forja pintadas de verde oscuro por las que se accedía a paseos de gravilla blanca con arriates floridos, macizos de hortensias azules, arbustos de camelias.
Lo que diferenciaba Sainte-Marine de los demás pueblos era la falta de comercios, sin duda no tanto por aspirar al lujo sino por carecer de él (¿hay algo más lujoso hoy en día que una calle sin tiendas?), porque en realidad cada una de esas casas modestas era un lugar donde se podía comprar, según el momento, un pescado, unas gambas, un cangrejo o, sencillamente, unas hortalizas llenas de tierra recién arrancadas de la huerta. La única tienda digna de tal nombre era un almacén que vendía de todo y pertenecía a la granja Biger (de Poulopris). Se entraba directamente desde la calle, empujando una puerta con una campanilla chillona, y se compraba lo que hubiera: conservas (leche condensada, sardinas en lata, guisantes), vino peleón (un vino argelino que llevaba el curioso nombre de Allah Allah, lo que por entonces no escandalizaba a nadie), legumbres a granel, y cosas tan indispensables como rollos de papel higiénico, cerillas (y cigarrillos) y, sobre todo, algo que me tenía maravillado: una mermelada gelatinosa que vendían por cucharones y cuyo sabor no se me ha olvidado, aunque soy incapaz de decir si era de manzana, uva o membrillo. La tienda Biger también era el único despacho de pan, de unas hogazas indiscutiblemente industriales que se hacían en Quimper y que siempre estaban tan duras y revenidas que los críos encargados de llevarlas a casa las usaban como taburete para descansar por el camino. Mis padres casi nunca compraban, tras decidir de una vez por todas que era mejor comer crêpes que aquel pan espantoso y demasiado blanco.
Uno de los puntos neurálgicos de Sainte-Marine, que no quedaba lejos de la casa Biger, era la bomba de agua municipal. Se encargaba oficialmente de suministrar agua potable a los vecinos. Todas las casas y todas las granjas contaban con un pozo o un depósito de agua de lluvia excavado en el suelo, pero al estar cerca de los purines y las fosas sépticas, beber esa agua resultaba peligroso. También había aljibes que se alimentaban con el agua de los canalones, pero los tejados impregnados de la humedad del mar daban un agua salobre que apenas si servía para lavarse o hacer la colada. Ya se había empezado a rociar abundantemente los cultivos de los alrededores con productos químicos para combatir las plagas, en especial al escarabajo de la patata, del que hablaré más adelante. Las granjas avícolas y porcinas no eran tan grandes como las de ahora (en algunos sitios hay gallineros con doscientas mil gallinas!), pero sus heces ya habían comenzado a elevar la cantidad de nitratos. No habíamos alcanzado los niveles de contaminación actuales, pero no andábamos lejos. Por lo demás, aún no existía el agua embotellada (excepto quizá para los lactantes y esa ralea tan delicada que iba a pasar las vacaciones y tenía que llevar cargamentos enteros en el coche). No había ni filtros ni ninguna normativa oficial expuesta encima de la bomba.
La única fuente de agua potable era pues esta bomba manual, al borde de la carretera, que tomaba el agua de un pozo relativamente preservado. Nuestra tarea, la de los niños, y la de todos los niños del pueblo, era ir dos veces al día a buscar agua a la bomba. Cuando volví de visita a Sainte-Marine, diez años más tarde, observé que la bomba aún seguía allí, pero en desuso, bajo llave y pintada de verde manzana. Convertida en un objeto decorativo, como una especie de fetiche de otros tiempos, para los nostálgicos, en la misma medida que los engranajes de las cadenas del transbordador o los hitos kilométricos. Adornada con ramos de flores, como una carretilla vieja en un jardín.
Cuando era niño, la bomba se usaba y, como todo lo que se usa, no tenía color, era del gris oscuro del hierro colado, salpicada de marcas de óxido, manchada de grasa en torno al pistón. La palanca estaba pulimentada de tantas manos como la manejaban. Chirriaba al moverla y soltaba, con cierta demora, un hilillo de agua fría intermitente que poco a poco iba llenando los jarros. Cuando el jarro estaba a rebosar (eran esos jarros grandes de zinc o de metal esmaltado azul de cinco o seis litros de capacidad) había que llevarlo a casa. Íbamos andando despacio, con el brazo estirado para evitar menearlo, por turnos, parándonos a menudo para calmar la quemazón de los tendones de la muñeca y del codo. Entre la bomba y Ker Huel (la casa de vacaciones que mis padres alquilaban a la señora Hélias), no debía de haber ni un kilómetro, ¡pero pocos trayectos se me han hecho tan largos! Esa agua tan valiosa mi padre la ponía a hervir en un infiernillo de butano, dentro de una olla grande y esmaltada que solo se usaba para eso, y la evaporación reducía la provisión de agua y nos acercaba al viaje hasta la bomba. A menudo se dice que la tarea de ir por agua es una actividad entretenida en la vida de los niños de los pueblos, que en la fuente resuenan la risa de las chiquillas y los gritos de los muchachos. No es exactamente el recuerdo que yo guardo. Recuerdo más bien el interminable recorrido entre las casas, al sol, y la columna de críos cargados con su jarro, un poco inclinados hacia un lado para hacer contrapeso, y las salpicaduras de la preciada agua que surgía de los jarros. Pero, en suma, era una actividad más bien agradable, pues daba a los niños, supongo, la sensación de ser útiles. Hoy en día, claro está, es más sencillo abrir el grifo de la cocina o del cuarto de baño y mirar cómo corre el agua. Pero, aún ahora, no puedo evitar estar pendiente de que los grifos estén bien cerrados, para que no se pierda ni una gota de tan preciado líquido.
Los críos de Sainte-Marine (entre los que nos incluíamos) eran en su mayoría hijos de los pescadores que vivían en el pueblo. Había, bien es cierto, algunos forasteros en las bonitas villas que bordeaban el Odet, pero rara vez los veíamos, en la capilla los días de misa. Nos parecían curiosos, es decir, muy distintos a los niños bretones. A esos forasteros los acechábamos en ocasiones a través de los setos o bien subiéndonos a las portaladas: grupos de chicos y chicas bien vestidos, que jugaban al pañuelo o al cróquet, juegos que nos parecían pueriles pero que aun así daba la impresión de que los divertían mucho. Una casa que me atraía en particular era la de las chicas, en Le Moguer, en la carretera del cabo. A orillas del Odet, en medio de un extenso parque de árboles majestuosos, era una bonita y espaciosa villa de varias plantas, con tejado de pizarra puntiagudo, claraboyas, gabletes, una especie de torrecillas y, sobre todo, una portalada de forja festoneada a la que yo trepaba para vislumbrar el jardín, no un huerto de cebollas y manzanos, sino un auténtico jardín con paseos de gravilla y arriates, y detrás de la casa, a través de los bosquecillos de pinos, el río centelleante. Pero lo que me atraía no era tanto el jardín (aunque tenía un algo mágico y grandioso que lo hacía muy diferente del resto del pueblo) cuanto la presencia de las chicas. Cinco o seis chicas (y me enteré entonces de que eran las hijas de uno de los hombres más reputados de la época, el jefazo de los Boy Scouts de Francia) que, para que fueran mayores la leyenda, el misterio y puede que la irritación, eran todas altas, esbeltas y rubias, de unos dieciocho años la mayor y de ocho o nueve la más pequeña. Las observaba a través de los festones de la portalada, seguía sus juegos, sus correteos por el parque, oía sus voces melodiosas, me fijaba en sus vestidos claros, sus sombreros de paja, sus fulares y sus sandalias, como si hubieran salido de un sueño. No volví a ver algo así sino mucho más adelante, en el cine, en Fresas salvajes de Bergman (con la diferencia de que un recuerdo robado a través de las rendijas de una puerta tiene una fuerza mucho más real y duradera que las imágenes de una película).
A los críos del pueblo con los que nos juntábamos se los podía ver más bien en el embarcadero, sentados en los muretes y mirando el trajín de las camionetas y los peatones que subían al transbordador, haciendo ret