El último partido

John Grisham

Fragmento

Jueves

Neely y Paul se encontraron temprano el jueves por la mañana en la trastienda de la librería, donde Nat preparó otra ración de su altamente adictivo y probablemente ilegal café de Guatemala. Nat tenía trabajo en la tienda, se encontraba junto a la pequeñísima y semiescondida sección de ciencias ocultas con una mujer de aspecto siniestro que tenía el rostro pálido y el pelo negro azabache.

—Es la bruja de la ciudad —dijo Paul con cierto orgullo, como si todas las ciudades debieran tener una bruja, y en voz muy baja, como si la mujer fuera capaz de lanzarles una maldición.

El sheriff llegó unos minutos después de las ocho, iba completamente uniformado y armado hasta los dientes y parecía bastante perdido en la única librería de la provincia que, encima, regentaba un homosexual. Si Nat no fuera un antiguo jugador de los Spartans, Mal lo habría mantenido bajo vigilancia por tratarse de un individuo sospechoso.

—¿Estáis listos, chicos? —gruñó, con evidentes ganas de marcharse.

Con Neely en el asiento del acompañante y Paul en el trasero, se alejaron del centro de la ciudad en un largo Ford de color blanco cuyas puertas rotuladas en negro anunciaban que el coche era propiedad del sheriff. Una vez en la carretera principal, Mal pisó el acelerador y accionó el botón que ponía en marcha el parpadeo de luces rojas y azules. Sin embargo, no accionó la sirena. Cuando todo estuvo bien dispuesto, se sentó de lado, tomó su gran vaso de café de poliestireno y posó relajadamente una muñeca sobre el volante. Iban a ciento sesenta por hora.

—Estuve en Vietnam —anunció Mal.

Había elegido él el tema y daba la impresión de que no pensaba parar de hablar en las próximas dos horas. Paul se hundió unos centímetros en el asiento trasero, como si fuera un criminal camino del juicio. Neely observó el tráfico, convencido de que iban a morir en algún espantoso accidente múltiple.

—Estuve en un barco patrullero en el río Bassac. —Dio un ruidoso sorbo de café mientras situaba el emplazamiento—. Íbamos seis en un estúpido barquichuelo que apenas doblaba el tamaño de un bote y nuestro trabajo consistía en patrullar por el río y armar follón. Disparábamos a todo lo que se movía. Éramos idiotas. Si una vaca se acercaba demasiado, hacíamos prácticas de tiro con ella. Si algún agricultor escandaloso levantaba la cabeza del arrozal, nos liábamos a dispararle para contemplar cómo caía sobre el barrizal. Nuestra misión de todos los días no tenía ningún objetivo táctico, así que nos dedicábamos a beber cerveza, fumar hierba, jugar a las cartas y tratar de engatusar a las lugareñas para que subieran al barco con nosotros.

—Seguro que nos cuentas eso por algo —dijo Paul desde detrás.

—Cállate y escucha. Un día estábamos medio dormidos, hacía calor y nos tumbamos al sol a dormitar como tortugas sobre un madero cuando, de repente, se armó la gorda. Nos estaban disparando desde ambas orillas. Sin tregua. Era una emboscada. Había dos tipos abajo. Yo estaba en la cubierta con tres más, y a todos los alcanzaron de inmediato. Cayeron muertos. Muertos a tiros antes de que pudieran sacar sus armas. El aire olía a sangre. Todo el mundo chillaba. Yo estaba tumbado boca abajo, sin atreverme a moverme, cuando le dieron a un barril de combustible. Se suponía que semejante trasto no debía estar en la cubierta, pero ¿qué diantre nos importaba? Nos creíamos invencibles porque teníamos dieciocho años y éramos unos estúpidos. Aquello explotó. Conseguí librarme del fuego zambulléndome en el río. Nadé junto al barco y me aferré a una red de camuflaje que colgaba por la borda. Oía a mis dos amigos gritar dentro del barco. Estaban atrapados, rodeados de humo y fuego por todas partes; no tenían escapatoria. Permanecí debajo del agua tanto tiempo como pude. Cada vez que sacaba la cabeza para tomar aire, los asiáticos lo llenaban todo de plomo a mi alrededor. Plomo a mansalva. Sabían que estaba bajo el agua conteniendo la respiración. Aquello duró mucho rato, mientras el barco se incendiaba y era arrastrado por la corriente. Los gritos y la tos del camarote por fin cesaron, todos habían muerto excepto yo. Ahora los asiáticos se dejaban ver, andaban por ambas orillas como si estuvieran dando el paseo de los domingos. Pura diversión. Yo era el único que quedaba vivo y estaban esperando a que cometiera un error. Buceé por debajo del barco y emergí por el otro lado para tomar un poco de aire. Los balazos me rodeaban por todas partes. Nadé hasta la popa, me aferré al timón un rato, salí a por aire y oí a los asiáticos reírse mientras me rodeaban de fuego. El río estaba lleno de serpientes, esas pequeñas cabronas de veneno mortífero. O sea, que tenía tres opciones: ahogarme, morir de un disparo o aguardar a que me mordieran las serpientes.

Mal dejó el café en un soporte del salpicadero y encendió un cigarrillo. Por suerte, abrió un poco la ventanilla. Neely también abrió la suya. Estaban pasando por tierras de cultivo, recorriendo a gran velocidad las onduladas colinas y dejando atrás tractores y viejas furgonetas.

—¿Qué ocurrió después? —preguntó Neely cuando se hizo patente que Mal pretendía hacerse de rogar.

—¿Sabéis qué me salvó?

—Dínoslo.
—Rake. Eddie Rake. Cuando estaba debajo del barco luchando contra la muerte, no pensé en mi madre ni en mi padre, ni siquiera en mi novia; pensé en Rake. Lo oí gritándonos al final del entreno mientras corríamos esprints. Recordé sus sermones en el vestuario. «No os rindáis nunca, no os rindáis nunca. Uno gana porque es mentalmente más fuerte que el otro, y vosotros sois mentalmente más fuertes porque estáis mejor preparados. Si vais ganando, no os rindáis; si perdéis, no os rindáis. Si os hacen daño, no os rindáis.»

Dio una larga calada al cigarrillo mientras los más jóvenes digerían la historia. Mientras, fuera del coche, los civiles se desviaban al arcén y pisaban a fondo el freno para abrir paso a la emergencia del representante de la ley.

—Al final me dieron en la pierna. ¿Sabías que las balas hieren incluso debajo del agua?

—No lo había pensado —reconoció Neely.
—Pues os aseguro que hieren. Tendón de la corva izquierda. Nunca había sentido tanto dolor, era como un cuchillo ardiendo. Estuve a punto de desmayarme y me costaba respirar. Rake esperaba de nosotros que siguiéramos jugando aunque estuviéramos lesionados, así que me imaginé que me estaba observando. Estaba por allí cerca, en la orilla del río, y observaba lo fuerte que era.

Una calada larga y cancerosa al cigarrillo; un tímido esfuerzo de expulsar el humo por la ventanilla. Una larga pausa mientras Mal se sumía en el horror de aquel recuerdo. Pasó un minuto.

—Es evidente que te salvaste —observó Paul, con ganas de saber el final.

—Tuve suerte. A los otros cinco los enviaron a casa en cajas. El barco ardía sin cesar, a veces ni siquiera podía sujetarme a él porque estaba demasiado caliente. Luego estalló la batería, parecían disparos directos de mortero, y el barco empezó a hundirse. Oía reírse a los asiáticos. Y también oía a Rake en el último cuarto: «Es tiempo de respirar hondo y lanzarse al ataque, tíos. Ahora es cuando se decide si ganamos o perdemos. Resistid, resistid».

—Yo también lo oigo —dijo Neely.
—De repente, los disparos cesaron. Oí ruido de helicópteros. Dos habían visto el humo y decidieron investigar. Bajaron despacio, dispersaron a los asiáticos, soltaron una cuerda y yo pude salir. Cuando me recogían, miré abajo y vi el barco ardiendo. También vi a dos de mis amigos en la cubierta, carbonizados. Estaba en estado de shock y acabé por desmay

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