Secretos al alba

Gabriela Exilart

Fragmento

CAPÍTULO 1

Camino a Burgos, España, 1956

El día que Lorena encontró la nota, su mundo se puso de cabeza. Presentía que un oscuro secreto rodeaba la historia de su familia, pero nunca creyó que su propia vida se vería afectada por el descubrimiento.

Después de enfrentar a su madre y no encontrar ninguna respuesta aceptable, tomó coraje y abordó a su padre, quien con su dureza de siempre le negó la palabra.

Miré lo que había escrito, no me gustaba. Fruncí la nariz, gesto que me caracterizaba, y negué con la cabeza. Tomé la hoja e hice un bollo con ella. Pensé que nunca lo lograría. Quizás no estaba hecha de buena madera para escribir y mis ilusiones se desintegrarían en el olvido. Tantas lecturas me habían llenado la cabeza de historias fascinantes y quería ser, al menos por una vez, la autora de alguna. Después de leer poesía había descubierto las novelas y sabía que era un camino sin retorno. Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, me había conmovido en exceso, y todavía no lograba sobreponerme a tamaña imaginación y maestría en el arte de narrar. Cuando tenía quince, a escondidas de mi madre, me había hecho de un ejemplar de Persuasión, escrito por Jane Austen, que había sido publicado en la Colección Universal de la editorial Cape en 1919. Había llegado a mis manos ajado y algo sucio, pero mis ojos y mi mente romántica se habían fascinado por esa historia.

Quería ser como ellas, contar una buena trama, pero a la vista de que nada de lo que escribía me gustaba, mi ánimo decaía.

El paisaje en la ventanilla había variado, el tren había dejado atrás el verde y se veían pueblos medievales respaldados por suaves colinas. Por las horas que llevaba viajando pensé que ya estaría cerca de la ciudad de Burgos. Estiré las piernas y relajé los hombros y el cuello. Ansiaba llegar y empezar mi búsqueda, esa que había iniciado con la resignación de papá y las dudas de mamá, sin contar las burlas de Ferrán.

Apoyé la cabeza en el vidrio y cerré un rato los ojos, pensando y pensando en esa historia que quería escribir, mezcla de ficción y realidad.

Cuando el tren se detuvo desperté, todavía llevaba entre los dedos el lápiz y las hojas. Guardé todo en el pequeño bolso de mano, tomé mi valija y descendí del vagón.

El bullicio de la estación al mediodía era mayúsculo, madres con niños, mozos, agentes, vendedores, hasta perros. La estación del Norte era grande, pude distinguir tres partes: el pabellón central donde había oficinas y se vendían los billetes, un cuerpo lateral a la izquierda, con salas de espera y estafeta de correos, y otro cuerpo a la derecha, con salas de equipaje, cantina y algunos despachos de maquinistas, vigilantes o personal.

Busqué la salida y me encontré en la calle. Algunos coches circulaban por la que parecía ser una arteria importante, no sabía hacia dónde debía caminar. Saqué del bolsillo del abrigo el papel con el nombre, un nombre desconocido que me llenaba de esperanzas. Sabía ese nombre de memoria, pero así y todo miré la nota, sucia y amarillenta. No entendía por qué mi padre nunca había querido buscar, saber algo más de su pasado, enterrando en el olvido esas líneas que a mí me parecían tan intrigantes. Pero ahí estaba yo, en una ciudad que me era desconocida, rastreando sus raíces.

Por lo poco que papá me había contado, lo habían abandonado entre unas rocas cuando era apenas un bebé. Lo había hallado María Carmen, una buena mujer a quien Dios no le había dado hijos, y lo había adoptado como si fuera propio, junto con su marido. Para ocultar la mentira, y ante el temor de que alguien fuera a reclamarles la criatura, el matrimonio se había ido del pueblo donde vivían y se habían instalado a orillas del mar, en la ciudad costera de Gijón. Con el nombre de Bruno Noriega mi padre tuvo una infancia feliz, hasta que una noche escuchó la verdad de boca de quienes creía que eran sus verdaderos padres. Así, escondido detrás de una pared y con dolor de panza, se había enterado de su origen. Al principio sintió enojo por el engaño, pero cuando su madre dijo que él había sido una bendición para la familia, decidió perdonar. Nunca le había contado a nadie ese secreto, ni siquiera a mi madre, a quien ama con locura. Una tarde, me puse a buscar viejas fotos familiares y di con la nota. Una nota gastada por los años en la cual una mujer le decía que ella podía echar luz a su pasado. Vaya a saber por qué mi padre decidió ocultarnos esa historia guardada en un baúl.

Esa noche mis padres discutieron, pude oír a mi madre recriminarle que no hubiera confiado en ella. Las voces se escucharon sólo durante un breve rato, ellos no suelen pelear ni alzar la voz. De seguro limaron sus asperezas porque al día siguiente ambos estaban unidos, como siempre.

De pie en la ciudad de Burgos no sabía por dónde empezar a buscar; decidí que lo primero era encontrar alojamiento. Tenía dinero suficiente, había trabajado durante un año con el objetivo de comprar una máquina de escribir, que finalmente me había regalado mi abuelo para alentarme en mi sueño de ser escritora.

Pregunté por una pensión, suponía que debería haber alguna cerca de la estación. A unos metros se divisaba el cartelito que la identificaba. Crucé la calle y me dirigí hacia allí cuando un fuerte golpe me tumbó al suelo. Sentí que me arrancaban el bolso a la vez que mi mano derecha soportaba el peso de mi cuerpo, ocasionándome un horrendo dolor. Mi sombrero voló con la caída y la estrecha falda se rajó.

Con lágrimas en los ojos levanté la vista y vi que un muchachito corría y se llevaba mi dinero y mis anotaciones. Grité pidiendo ayuda.

Una pareja acudió en mi auxilio, el hombre me tendió su brazo para que pudiera levantarme.

—¿Se encuentra bien? —preguntó la dama.

—Sí, pero me han robado todo lo que tenía —dije. ¿Qué haría sin dinero?

El frío otoñal se metió por donde la tela se había roto y advertí que estaba mostrando mis piernas y parte de mi cadera; el saco corto no llegaba a cubrirme. Sentí vergüenza.

—Podemos ayudarla —ofreció el hombre, pero fue interrumpido por una voz ronca y pausada que dijo:

—Aquí tiene su cartera, señorita. —El sujeto extendió la mano y ahí estaba mi bolso.

Pese al dolor de la muñeca sonreí con toda mi cara y pronuncié un “gracias” quizás demasiado efusivo. La mujer estornudó y su compañero le susurró algo al oído. La observé, tenía la nariz colorada y signos de resfrío; decidí liberarlos de la responsabilidad de auxiliarme.

Insistieron en quedarse, pero el recién llegado dijo que él se haría cargo de mí. Me molestó un poco esa soberbia, como si yo no pudiera ocuparme de mí misma, hasta que advertí que además de la muñeca me había lesionado el pie; el tobillo se había hinchado y empezaba a latir.

Cuando la pareja se fue, posé mis ojos en el hombre que se había quedado a mi lado y lo miré con detenimiento: me quitó el aliento. Era muy atractivo.

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