Los asesinatos de Bethlehem Road (Inspector Thomas Pitt 10)

Anne Perry

Fragmento

1

Desde un extremo de Westminster Bridge, Hetty clavó la vista en el hombre que estaba apoyado de un modo bastante extraño contra la hermosa farola de tres cabezas del lado opuesto del puente. Un cabriolé de alquiler pasó traqueteando rumbo al norte por la oscura calzada camino del Parlamento y, del otro lado, las recién instaladas luces eléctricas que como una hilera de lunas bruñidas bordeaban Victoria Embankment.

El hombre no se movía desde que ella había llegado. Era más de medianoche. Imposible que un caballero tan bien vestido, con su sombrero de seda y su bufanda blanca y las flores frescas prendidas en el ojal, rondara por allí esperando a algún conocido. Debía de tratarse de un posible cliente. ¿Para qué iba a estar allí plantado, si no?

Hetty se contoneó hacia él, agitando con elegancia sus faldas doradas y ladeando un poco la cabeza.

–¡Hola, corazón! Buscas un poco de compañía, ¿eh? –preguntó de modo incitante.

El hombre no hizo el menor gesto. Por la poca atención que le prestaba, igual podría haber estado durmiendo de pie.

–Eres tímido, cariño –dijo ella. A algunos caballeros se les trababa la lengua cuando llegaba el momento, sobre todo si no tenían costumbre–. No te preocupes –prosiguió–. No tiene nada de malo charlar un poco en una noche fría como ésta. Me llamo Hetty. ¿Por qué no vienes conmigo? Podemos tomar una copa de ginebra y conocernos un poquito mejor. ¿Qué me dices?

El hombre siguió sin moverse ni hablar.
–Bueno, pero ¿qué te pasa? –Se quedó mirándolo, y por primera vez notó que estaba apoyado de una manera bastante forzada, que sus manos no estaban en los bolsillos, como ella habría esperado en una fría noche de primavera, sino que le colgaban a los costados–. ¿Te encuentras mal? –preguntó.

Él permaneció inmóvil.

Era mayor de lo que le había parecido desde el otro lado de la calle, tendría unos cincuenta años; el pelo gris perla brillaba a la luz de la farola y su cara tenía una expresión ausente, misteriosa.

–¡Estás borracho como una cuba! –exclamó Hetty con una mezcla de piedad y aversión. No tenía problemas con la bebida, pero no era normal que la gente bien se emborrachara, al menos en una calle tan transitada–. Es mejor que vuelvas a casa antes de que te pille la bofia. ¡Ánimo! ¡No puedes pasarte toda la noche aquí! –¡Adiós cliente! Con todo, no le había ido mal la noche. Los caballeros de Lambeth Walk habían sido muy generosos–. ¡Gilipollas! –añadió por lo bajo a la figura apoyada en la farola.

Entonces advirtió que la bufanda blanca no sólo rodeaba el cuello del hombre sino también la horquilla de hierro forjado que decoraba la farola. ¡Santo Dios, el hombre estaba atado al poste por el cuello! Y comprendió la espantosa verdad: aquella mirada vidriosa no era de estupor, sino de muerte.

Soltó un chillido que hendió el aire nocturno y la calle desierta, con sus hermosas farolas y sus triples charcos de luz, para elevarse hacia el cielo nocturno.

Chilló otra vez, y otra, como si ahora que había empezado hubiese de seguir hasta encontrar una respuesta al horror que contemplaba.

En el lado opuesto del puente varias figuras borrosas se dieron la vuelta; otra voz gritó, y alguien echó a correr hacia ella con pasos que resonaron huecos y metálicos.

Al apartarse de la farola y de su inquilino, Hetty resbaló en el bordillo, cayendo estrepitosamente a la calzada. Por un momento quedó confusa y enfadada, y luego alguien se inclinó hacia ella y Hetty notó que la levantaban.

–¿Estás bien, encanto? –Era una voz ronca pero no del todo desagradable. Hetty percibió el olor a lana húmeda junto a la cara.

¿Por qué había sido tan estúpida? Debería haber callado y seguido su camino, ¡que otro imbécil descubriera el cadáver! Ahora se había formado un pequeño corro de gente alrededor.

–¡Cielos! –gritó alguien horrorizado–. ¡Está muerto! ¡Pobre diablo!

–Será mejor que no lo toquen. –Éste hablaba con autoridad, en un tono muy diferente, culto y seguro–. Que alguien avise a la policía. Vaya usted mismo. Seguro que hay algún guardia en el Embankment.

Otra vez sonido de pasos apresurados, extinguiéndose a medida que se alejaban.

Hetty trató de ponerse en pie, y el hombre que la sostenía por los hombros la ayudó con diligencia. Había cinco personas, todas temblando y horrorizadas. Hetty quería marcharse antes de que llegara la poli. Se había comportado como una tonta, ¡mira que chillar de esa manera! Si hubiera cerrado el pico ahora estaría lejos de allí.

Examinó las caras de quienes la rodeaban, un conjunto de sombras y rasgos salientes a la luz amarillenta de la farola, envueltos en jirones de vapor que el aliento formaba en el frío de la noche. Parecían preocupados y bondadosos, y de todas formas ya no podía escapar. Pero tal vez podría conseguir una copa gratis si lo intentaba.

–He tenido un susto de muerte –dijo temblorosa y con dignidad–. Me siento mareada.

Alguien sacó una petaca plateada cuyas volutas reflejaron la luz. Un objeto hermoso.

–¿Quiere un trago de brandy?
–Gracias, creo que me vendrá bien. –Hetty lo aceptó y bebió hasta la última gota. Palpó apreciativamente la petaca antes de devolverla.

El inspector Thomas Pitt recibió la llamada en su casa a la una y cinco de la madrugada, y a la una y media se encontraba en el extremo sur de Westminster Bridge a la fría intemperie, mirando el cadáver de un hombre de mediana edad vestido con un elegante abrigo negro y un sombrero de seda. Estaba atado por el cuello a una farola mediante una bufanda blanca. Tenía un corte profundo en la garganta; la yugular estaba cercenada y la camisa empapada en sangre. El abrigo la había ocultado casi por entero; y la bufanda, aparte de sostenerlo en alto y un poco hacia atrás de modo que el puntal de la farola soportara parte de su peso, había tapado asimismo la herida.

En el puente había media docena de personas, de pie en la otra acera. El guardia de servicio permanecía junto a Pitt con su linterna de ojo de buey en la mano, aunque las farolas proporcionaban suficiente luz para lo poco que ahora podían hacer.

–Miss Hetty Milner lo encontró, señor –informó el agente–. Dice que le vio mala cara y se interesó por su salud. Yo más bien creo que estaba buscando un cliente, pero supongo que eso al muerto no le importa. Aún tiene dinero en los bolsillos y el reloj de oro con su cadena, así que no parece que le hayan robado.

Pitt examinó nuevamente el cadáver. Palpó las solapas del abrigo quitándose los guantes para comprobar la textura de la tela. Era suave y firme, lana de calidad. En el ojal llevaba unas prímulas frescas que se veían espectrales a la luz de la farola, con los tenues jirones de niebla que ascendían como pañuelos de gasa del río oscuro y turbulento. Los guantes del hombre eran de piel, no de punto como los de Pitt. Examinó sus gemelos de cornalina montados en oro. Apartó la bufanda dejando al descubierto la camisa ensangrentada con los botones todavía abrochados, y la dejó caer otra vez.

–¿Se sabe quién es? –preguntó.
–Sí, inspector. –La voz del guardia perdió un poco de su aplomo profesional–. Yo mismo le conocía de hacer la ronda por aquí. Es sir Lockwood Hamilton, parlamentario. Vive al sur del río, así que imagino que volvía a su casa tras una sesión vespertina, como de costumbre. Muchos diputados suelen volver a casa andando, si viven cerca del Parlamento y hace buena noche. –Carraspeó un poco, tal vez de frío, tal vez de piedad mezclada con horror–. Aunque sean representantes de un pueblo que esté en el qu

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