Un día de septiembre como tantos otros; un día con nubes, con humedad y calor; un día de septiembre como cualquier día; un día aburrido como miles de días, Laura dobló una esquina, tropezó con un hombre y a punto estuvo de caer al suelo. Por un instante, Laura vio sus ojos, sintió sus dedos en la piel, apoyó una mano en el brazo que la sujetaba y oyó la voz del hombre disculpándose. Ese día la vida de Laura dejó de ser aburrida y se convirtió en el preludio de una tragedia a la que precedieron el deseo y la pasión.
Desde el día siguiente al encuentro en la esquina, el asfalto tenía brillo de charol aunque no lloviese; las flores del parque dejaron de parecerle repollos morados; las mariposas acariciaban su pelo y formaban diadema en su cabeza. Ese día de septiembre Laura comenzó a verse diferente y a mirar su entorno con ojos llenos de luz que transmitía a los objetos percibidos con cualquiera de sus sentidos.
En lo bueno y en lo malo, Laura supo hasta dónde podía llegar una pasión nacida en una esquina de una ciudad cualquiera, un día cualquiera de septiembre.
Nunca volvió a ver los ojos ni a sentir en su cuerpo las manos del hombre con el que se dio de bruces, pero cada día oyó su voz durante un año. Desde la mañana siguiente, él comenzó a llamarla cada amanecer. Laura nunca supo quién era ni cómo él logró saber su nombre y su teléfono. Al cabo de una semana, a Laura dejó de importarle: lo único necesario era la voz y la llamada de cada día. Eso y lo que ella fue capaz de hacer con la voz y la palabra; lo que fue capaz de hacer con un sonido sin más referencias que la voz. Durante un año el sonido de su voz fue todo lo que tuvo; la voz abarcó el resto de los sentidos: olfato, tacto, vista, gusto. Con eso creó un mundo para la voz y para ella, un mundo en el que nunca entró nadie; y durante un año, Laura hizo el amor por teléfono con la voz que cada madrugada interrumpía su sueño para crear otros más reales.
Al cabo del año, el teléfono dejó de sonar. Laura apareció muerta en su cama un mes más tarde. Una de sus manos sujetaba el teléfono, la otra un cuaderno en el que noche tras noche había escrito cuentos, relatos amables que al poco tiempo fueron tornándose oscuros, rebeldes o indiferentes.
Laura murió de pasión porque la pasión mata: la pasión nace y muere de y en las heridas que la transmiten. La boca es una herida abierta a la pasión; la boca deja salir palabras que la provocan; nada alienta más la pasión que la palabra y los silencios que la siguen; la boca es la fuente de la que nacen los fluidos que transmiten sensaciones; la boca es un buzón que lleva los correos a las venas; la pasión es una herida que crea más heridas; la pasión es una herida que siempre cierra en falso. Pasión y muerte son vecinos; pasión y muerte lindan y marcan las fronteras entre la razón y la locura.
Quien no conoce el dolor, no sabe qué es la pasión. Laura murió de pasión, de no tenerla. A Laura una voz la llenó de ella y después quiso dejarla libre; a Laura la asesinaron de la manera más atroz y más cruenta: dar para quitar; poseer y abandonar. La voz que mató a Laura fue la del criminal perfecto. Él fue un asesino; ella, la víctima propicia y entregada a un sacrificio ritual. Él lo sabía cuando comenzó el juego; ella, no. Lo más triste es que el dueño de la voz nunca se consideró culpable de un asesinato; incluso el resto de su vida, pensó que había hecho un favor a la víctima.
Se enteró de manera casual de la muerte de Laura y al sentimiento de lástima —relativa— aunó el pensamiento de que gracias a él, Laura había tenido unos momentos de felicidad que de otra manera no habría conocido. Para la voz, la felicidad no era más que cuestión de momentos, de instantes. Nunca pensó que la felicidad no fuese más que un estado pasajero. Laura creía y luchaba con desesperación por ser feliz. Él no se paró a pensar que había dejado de llamarla cuando ella insistió en conocerlo; cuando lo amenazó con dejar de contarle las historias que escribía para él si no se miraban a los ojos; en eso no pensó. Él sabía que esquinas había muchas y mujeres como Laura en ellas. Encontraría otra.
La mañana en que los periódicos anunciaron que Laura había aparecido muerta en su cama junto a un teléfono y un cuaderno de cuentos, el hombre prestó un poco más de atención.
El día que una amiga de Laura presentó en una cadena de televisión el libro con sus historias escritas cada noche para él, tuvo un orgasmo frente a la pantalla y al lado de su mujer. Para disimular una erección tan espontánea y poco frecuente, se tiró sobre ella y la besó mientras el semen salía entre los botones de la bragueta. La mujer del asesino de Laura no se paró a pensar qué había ocurrido, lo enganchó por el cuello y se frotó contra él hasta tener un orgasmo. Después se fue a la cama convencida de que la vida era un misterio. Pero aquella noche, y sin saberlo, tuvo algo más que agradecerle a la pobre muerta.
A la mujer del asesino le molestó pensar en las manchas que el semen dejaría en el sofá: hacía poco que lo habían tapizado en Gastón y Daniela. Pero todo tenía un precio y ella lo sabía; llevaba años pagándolo viviendo de mala manera junto al rufián, incluso era cómplice de muchos de sus crímenes. El silencio es cómplice; la rutina lo era; el conocimiento de esas actividades consentidas no dejaba de serlo.
Incluso muerta, Laura le había hecho otro favor a su asesino.
Él se fue a la cama aquella noche pensando que en realidad el libro era su obra. Nadie lo sabría nunca, pero los cuentos eran suyos, por y para él; y ese pensamiento le arrancó una sonrisa de los labios. Los asesinos casi siempre son crueles, da igual el arma que utilicen para matar; y la pasión para él tenía algo de crueldad.
Lo que el facineroso —lo era, robaba sentimientos— no sabía es que Laura le había dejado una herencia emponzoñada. Cada letra, cada palabra, cada sílaba del libro lo describía de manera fiel y exacta. Todas las mujeres a las que había hecho lo mismo lo reconocieron de inmediato. Del libro se vendieron miles de ejemplares; las víctimas lo regalaban a sus hermanas, madres, cuñadas, amigas; éstas a sus maridos, amantes, amigos, conocidos; incluso alguna secretaria depositó el libro sobre la mesa de su jefe. Para los hombres era un dulce envenenado: por los relatos de Laura las mujeres hablaban sin decir, mataban sin ensuciarse las manos y herían sin rozar la mejilla de los ilustres varones que las habían ofendido. Traspasó el libro las fronteras del país y llenó miles de hojas de periódicos de todo el mundo; colmaron lágrimas amargas los ríos de las estrellas del universo; seguía a cada lágrima un agitar de abanicos; abanicos de cuchillos. Despertaban del letargo las mujeres sumidas en el mismo hechizo del que Laura se había visto poseída. Al año de su muerte, El Día de la Mujer estuvo dedicado a Laura, a la autora de un solo libro; a la odalisca que nunca lo fue más que en función del amor.
Con ese libro muchas mujeres aprendieron que no debían perder el poder de querer tanto y de la manera en que lo hacían; que no debían renunciar a la pasión. Aprendieron que los hombres las mataban, aniquilaban o simplemente las dejaban a un lado del camino utilizando un arma que estaba en su interior: el sentimiento. Un talón de Aquiles que ellos habían controlado hacía años; un virus al que se habían hecho immunes.
El asesino de Laura terminó sus días encerrado; había esquinas pero ninguna mujer presta a seguir sus planes. El día que intentó volver a casa y arrinconar en una esquina del sofá a su mujer, ella le dio un empujón y le anunció que se iba. Su madre le había regalado el libro de Laura; reconoció al instante al hombre que allí se describía y unió valor y excusa para huir del monstruo. Antes de irse, le arrojó el libro a la cara; al leerlo, él se enfureció sin querer reconocerse en las letras y palabras, pero viéndose reflejado en cada situación. La contradicción propia y la ausencia de reflexión lo condujeron a la locura; golpeaba su pene contra las esquinas día tras día. Un juez decretó su ingreso en el psiquiátrico. Murió tras años de cautiverio y sin haber podido tener un orgasmo, felicidad ni placer alguno, y con la polla completamente destrozada a causa de tanto golpe y toqueteo solitario.
Él le había dicho que la quería, la había inundado de palabras y de amor. Sin eso Laura jamás habría caminado a su lado tantas madrugadas por las ondas del teléfono; sin sus palabras, ella jamás habría deambulado por el filo de la umbría pena que conduce a un fin bruno.
Laura se dio cuenta de que el amor no existía en la voz y planeó su venganza; su propia muerte antes que consentir que el homicida de sentimientos lograse exterminar lo más preciado para ella: su fe en la pasión auténtica, la que salva distancias y barreras, la que no permite la muerte, la que lanza cada mañana suspiros de gracias a la vida; la pasión que no entiende de normas ni reglas; esa clase de pasión que tan sólo nace del amor y se somete a las circunstancias, cualquiera que éstas sean; la pasión que provoca dormirse sintiendo una mano en la cintura y amanecer con esa misma mano rodeándola. La pasión para Laura era ternura más que sexo.
Por y para eso Laura había escrito durante muchas noches...
Y LAURA ESCUCHÓ
¡Amor, en el mundo tú eres pecado!
¡Mi beso es la punta chispeante del cuerno
del diablo; mi beso que es credo sagrado!
CÉSAR VALLEJO
Una mañana en la que Laura dormía profundamente —soñaba con los ojos que la habían mirado en una esquina el día anterior— sonó el timbre del teléfono. Buscó a tientas el sonido que llegaba desde la mesilla de noche.
—¿Sí?
Y Laura escuchó:
—Hola, hermosa señorita... estaba pensando en tus manos, en tus dedos, en los dedos largos que se agarraron a mi brazo para no caer al suelo ayer, en lo bien que me sentiría si tuviese ahora uno de ellos en mi boca para poder acariciarlo con mi lengua, chuparlo, llenarlo con mi saliva. Y estaba pensando cómo me sentiría si después de chupar mi propio dedo, pudiese tocar tu vulva con él para que notases mi saliva en tu clítoris. Primero a través de mi dedo y después, cuando ya no pudieses aguantar más, con mi lengua... Me encantaría sentir la humedad de tu vulva en mi boca, sentir cómo la humedad de mi lengua se funde con la de tu vagina formando un solo placer...
»Me encantaría que te retorcieras sobre mi boca mientras te chupo el clítoris, notar que sientes placer y que te estremeces sobre mis labios y que llenas mi boca con tus fluidos... te juro que pienso en eso... y te aseguro que no es literatura fácil; lo pienso y me siento bien, muy bien...
»Sentir tu orgasmo en mi boca, sentir que te corres sobre mi lengua y sobre mis labios, me estremece... igual que sentir cómo tus pezones crecen cuando mi boca se acerca a ellos... igual que cuando imagino tus manos acercándose a mi pene y cogiéndolo con pasión, casi haciéndome daño... y cuando acercas tus labios a él y mi semen llena tu boca.. nunca ha ocurrido eso... pero me gustaría. ¿Sientes tu dedo en mi boca?
»Mil besos, Laura.
Laura no colgó el teléfono. Aquella mañana sintió placer y libertad. Ni asomo de culpa, remordimiento o miedo. No respondió. Únicamente su respiración y un leve jadeo, que arrancaba un sonido extraño a sus pulmones, indicaron a la voz que Laura estaba al otro lado del teléfono. Una mano de Laura sostenía el auricular, la otra repetía cada movimiento, cada gesto que la voz le había susurrado.
Antes de colgar, Laura jadeó y dijo:
—Mi dedo está húmedo, lo llevé de la vulva a la boca y lo paseé por los labios.
»Sí, siento tu dedo en mi boca. Sí, siento tu lengua en mi dedo.
LA VOZ QUE A MÍ ME MATA
Las sirenas eran monstruos marinos, que con su voz melodiosa detenían las naves, aunque hubiesen sido lanzadas a toda vela; al oír éstas el hijo de Sísifo estuvo a punto de romper las ataduras que lo sujetaban al mástil...
OVIDIO
La voz que a mí me mata tiene cara. Nunca pude ver la cara ni sentir la voz al mismo tiempo; nunca me importó. La voz me acaricia, me besa y arrastra mi lengua hacia ella. A su boca. A su garganta. A sus entrañas...
Desde hace días la voz dice:
—Dime lo que sientes y cómo lo sientes...
Y yo no siento, no siento nada. Sin la voz no siento nada. Jamás le contaría esto; si él lo supiese, tendría ya el último trozo de alma que me queda. La voz acaricia todo mi cuerpo, la piel y las mucosas... La voz tiene manos, lengua, dientes...
La voz dice:
—Tengo la polla pequeña.
Y me río suave. No me importa el tamaño de su pene; mi placer no se resentirá por eso.
La voz tiene unas manos que cuando llegan a mis muslos, vuelan despacio, planeando; acarician mi vulva con una persistencia aterradora y placentera. De cuando en cuando, los ojos de la voz me miran esperando una respuesta, un palpitar, un suspiro entre sus labios.
La voz rompió el himen que ocupaba un espacio grande de mi mente y penetró como un falo enorme en mi cerebro, y quiere que le cuente...
¿Cómo puedo hacerle notar —que es al fin y al cabo su deseo— lo que siento cuando sus dedos pasan de la vulva a la vagina, la acarician y continúan hasta el fondo? No hay explicación al placer que provoca su boca al acariciar el clítoris; ni lo que siento cuando sus labios separan los míos para meter la lengua desde la vulva a la vagina una y otra vez.
Siempre son las mismas palabras: piel, vulva, vagina, lengua, dientes... pero nunca es la misma caricia ni el ritmo es semejante: según cambia la caricia, cambia la piel.
La suya. La mía.
Cambia el tono de la voz. La mía. La suya.
Crece el lamento entre suspiros que nunca son iguales.
No entiende que separe la piernas cuando me habla susurrando; no entiende que son el sustituto de sus manos cuando está lejos. Cuando lo percibo al otro lado del teléfono, la presión de mis piernas cerrada