Nunca

Ken Follett

Fragmento

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PRÓLOGO

Durante muchos años, James Madison ostentó el título de pre­sidente más bajo de Estados Unidos, con su metro sesenta y tres de estatura. Hasta que la presidenta Green batió ese ré­cord: Pauline Green medía apenas metro y medio. Y como le gus­taba señalar, Madison había derrotado a DeWitt Clinton, que medía más de metro noventa.

Ya había pospuesto su visita al «País de Munchkin» en dos ocasiones. Desde que estaba en el cargo, el operativo se había programado una vez cada año, pero siempre había algo más importante que hacer. Esta vez, la tercera, sentía que debía ir. Era una agradable mañana de septiembre del tercer año de su mandato.

Este ejercicio era lo que se conocía en términos milita­res como un RoC Drill o Ensayo de la Operación, y su objetivo era que los altos cargos gubernamentales se familiarizaran con lo que debían hacer en una situación de emergencia. Simulando que Estados Unidos estaba siendo atacado, la presidenta Green salió rápidamente del Despacho Oval en dirección al Jardín Sur de la Casa Blanca.

La seguían con paso presuroso varios miembros clave de su gabinete, que nunca se encontraban muy lejos de ella: su consejero de Seguridad Nacional, su secretaria jefe, dos guardaespaldas del Servicio Secreto y un joven capitán del ejército que llevaba un maletín forrado en cuero conocido como «el balón nuclear», que contenía todo lo que la presidenta necesitaba para iniciar una guerra atómica.

El helicóptero que los esperaba formaba parte de una flota, y por analogía con el resto de los aparatos en los que viajaba la presidenta, recibía el nombre de Marine One. Como era de rigor, un marine uniformado de azul se cuadró en posición de firmes mientras ella subía con paso ligero las escaleras de la aero­nave.

Pauline recordó que la primera vez que había viajado en helicóptero, hacía ya unos veinticinco años, había sido una experiencia bastante incómoda, con duros asientos de metal en un espacio angosto, y tan ruidoso que resultaba imposible hablar. Ahora era muy diferente. El interior del aparato era como el de un jet privado, con confortables asientos tapizados en piel beis, aire acondicionado y un pequeño lavabo.

El consejero de Seguridad Nacional, Gus Blake, se sentó junto a ella. Era un general retirado, un afroamericano grande y corpulento de pelo corto canoso, que exudaba un aire de fortaleza tranquilizadora. Tenía cincuenta y cinco años, cinco más que Pauline. Había sido un miembro clave de su equipo durante la campaña presidencial, y ahora era su colega más cercano.

—Gracias por hacer esto —dijo Gus mientras el helicóptero despegaba—. Sé que no te apetecía mucho.

Tenía razón. A Pauline no le hacía mucha gracia tener que relegar cuestiones más importantes y estaba impaciente por acabar cuanto antes.

—Es una más de esas obligaciones que hay que cumplir —dijo ella.

El trayecto fue corto. Mientras el helicóptero descendía, comprobó su aspecto en un espejo de mano. Lucía una impecable melena rubia estilo bob y un maquillaje suave. Los ojos de color castaño claro traslucían su habitual carácter compasivo, aunque su boca podía trazar una línea recta que reflejaba una determinación implacable. Cerró el espejo con un gesto seco.

Aterrizaron en un complejo de naves de almacenamiento situado a las afueras de Maryland. Su nombre oficial era Instalación n.º 2 de Almacenamiento de Archivos Excedentes del Gobierno de Estados Unidos, aunque aquellos que conocían su verdadera función lo llamaban simplemente el País de Munch­kin, en referencia al lugar al que Dorothy había ido a parar tras el tornado en El mago de Oz.

El País de Munchkin era una instalación secreta. Todo el mundo había oído hablar del Complejo de Raven Rock en Colorado, el búnker subterráneo donde los altos mandos militares tenían planeado refugiarse en caso de que estallara una guerra nuclear. Raven Rock era una instalación real que cumpliría una misión trascendental, pero ese no sería el lugar al que iría la presidenta. Mucha gente sabía también que, en los subterráneos del Ala Este de la Casa Blanca, se encontraba el Centro Presidencial de Operaciones de Emergencia, utilizado en situaciones de crisis como la del 11-S. Sin embargo, no estaba diseñado para hacer frente a un desastre postapocalíptico de larga duración.

El País de Munchkin podía garantizar la supervivencia de un centenar de personas durante un año.

La presidenta Green fue recibida a pie de nave por el general Whitfield. A sus casi sesenta años, era un hombre de rostro redondeado y rollizo, actitud afable y una marcada carencia de agresividad marcial. Pauline estaba bastante segura de que a aquel hombre no le interesaba lo más mínimo matar enemigos, a pesar de que, al fin y al cabo, para eso se adiestraba a los militares. Su falta de beligerancia debía de ser una de las razones por las que había acabado en aquel puesto.

A simple vista, el complejo operaba como una verdadera instalación de almacenamiento, con letreros que dirigían a los vehículos de transporte hacia un muelle de descarga. El general Whitfield condujo a la comitiva a través de una pequeña puerta lateral y, al cruzar el umbral, la atmósfera cambió por completo.

De pronto se encontraron ante unas enormes puertas dobles que no habrían desentonado en absoluto a la entrada de una prisión de máxima seguridad.

El ambiente de la sala en la que entraron resultaba sofocante, con su techo bajo y unas paredes que parecían cernerse sobre sus ocupantes, como si tuvieran varios metros de grosor. El aire tenía un sabor como a embotellado.

—Esta sala a prueba de bombas tiene como finalidad proteger la zona de los ascensores —aclaró Whitfield.

Al entrar en el ascensor, Pauline sintió desaparecer en el acto la irritante sensación de impaciencia que le provocaba aquel simulacro, más bien innecesario. Aquello resultaba francamente impresionante.

—Con su permiso, señora presidenta —prosiguió Whitfield—, descenderemos hasta el nivel inferior y luego iremos subiendo.

—Me parece muy bien, gracias, general.

Mientras el ascensor bajaba, Whitfield explicó con orgullo:

—Señora presidenta, estas instalaciones le proporcionarán una protección absoluta en el caso de que Estados Unidos sufra una de las siguientes contingencias: una plaga o pandemia; un desastre natural, como el impacto de un meteorito contra la Tierra; tumultos o disturbios civiles de máxima gravedad; una invasión consumada por parte de fuerzas militares convencionales; un ciberataque a gran escala, o una guerra nuclear.

Si aquella enumeración de catástrofes potenciales pretendía tranquilizar a Pauline, no lo consiguió. Solo sirvió para recordarle que el fin de la civilización era posible, y que ella tendría que refugiarse en aquel agujero bajo tierra para intentar salvar los últimos vestigios de la raza humana.

Pensó que preferiría morir en la superficie.

El ascensor descendió a gran velocidad durante un buen rato antes de aminorar la marcha, hasta que por fin se detuvo.

—En caso de que haya problemas con los ascensores —comentó Whitfield—, también hay una escalera.

Lo dijo como una gracia, y los miembros más jóvenes de la comitiva soltaron unas risas pensando en la gran cantidad de escalones que habría. Sin embargo, Pauline recordó cuánto tardaron en bajar las escaleras aquellos que trataban de escapar del World Trade Center en llamas, y ni siquiera esbozó una sonrisa. Gus tampoco sonrió, advirtió Pauline.

Las paredes del complejo subterráneo estaban pintadas en tonos de verde calmado, crema tranquilizador y relajante rosa pálido, pero aun así seguía siendo un búnker bajo tierra. La inquietante sensación persistió mientras le enseñaban la suite presidencial, los barracones alineados con largas hileras de catres, el hospital, el gimnasio, el comedor y el supermercado.

La Sala de Crisis era una réplica de la que había en los subterráneos de la Casa Blanca, con una larga mesa en el centro flanqueada por sillas para sus asistentes. En las paredes había una serie de grandes pantallas.

—Aquí recibimos toda la información visual que llega a la Casa Blanca, y a la misma velocidad —explicó Whitfield—. Podemos ver todo lo que ocurre en cualquier ciudad del mundo hackeando las cámaras de tráfico y de videovigilancia. Contamos con radares militares que suministran información en tiempo real. Como bien sabe, las fotos vía satélite tardan un par de horas en llegar a la Tierra, pero aquí las recibimos al mismo tiempo que en el Pentágono. Podemos captar la señal procedente de cualquier cadena de televisión, lo cual puede sernos de gran utilidad en las raras ocasiones en que la CNN o Al Jazeera consiguen una historia antes que nuestros servicios de inteligencia. Y contamos con un equipo de lingüistas para subtitular de forma instantánea los informativos emitidos en idiomas extranjeros.

Las instalaciones disponían de una planta energética con un depósito de combustible diésel del tamaño de un lago, un sistema autónomo de calefacción y refrigeración, y un tanque de agua de casi veinte millones de litros alimentado por un manantial subterráneo. Pauline no era una persona especialmente claustrofóbica, pero experimentó una sensación de ahogo ante la idea de verse atrapada allí abajo mientras el mundo exterior quedaba del todo devastado. Inspiró hondo, tomando conciencia de su propia respiración.

Como si le leyera el pensamiento, Whitfield añadió:

—Nuestro suministro de aire procede del exterior, depurado a través de una serie de filtros que, además de ser resistentes a las explosiones, impiden la entrada de cualquier tipo de contaminante, ya sea químico, biológico o radiactivo.

«Muy bien, pero ¿qué pasará con los millones de personas que quedarán en la superficie desprovistos de toda protección?», pensó Pauline.

—Señora presidenta —dijo Whitfield cuando finalizó el recorrido—, su oficina nos ha informado de que no almorzará con nosotros antes de marcharse, pero le hemos preparado un pequeño refrigerio por si cambiaba de opinión.

Siempre ocurría lo mismo. A todo el mundo le gustaba la idea de charlar un rato de manera informal con la presidenta del país. Pauline sintió una punzada de compasión por Whitfield, encerrado bajo tierra en aquel puesto tan importante aunque sin la menor visibilidad. No obstante, se obligó a reprimir el impulso y a ceñirse a su estricto horario.

Pauline rara vez perdía el tiempo comiendo con gente que no fuera de su familia. Celebraba casi sin descanso reuniones en las que se intercambiaba información relevante y se tomaban grandes decisiones. Había reducido de manera drástica el número de banquetes a los que debía asistir en calidad de presidenta. «Soy la líder del mundo libre —había dicho—. ¿Por qué tengo que pasar tres horas charlando con el rey de Bélgica?»

—Es muy amable por su parte, general —se excusó—, pero debo regresar a la Casa Blanca.

Una vez de vuelta en el helicóptero, Pauline se abrochó el cinturón y sacó de su bolsillo un pequeño objeto de plástico, plano y rectangular, del tamaño de una cartera. Era lo que se conocía como la «Galleta», y solo se podía abrir rompiendo el envoltorio plástico. En su interior había una tarjeta con una serie de cifras y letras: los códigos que daban autorización para de­sencadenar un ataque nuclear. El presidente del país debía llevarla consigo todo el día y tenerla junto a su cama toda la noche.

—Gracias a Dios, la Guerra Fría ya acabó —dijo Gus al ver lo que estaba haciendo.

—Este horrible lugar me ha recordado que seguimos viviendo al borde del abismo.

—Solo debemos asegurarnos de que esa Galleta no llegue a utilizarse nunca.

Y Pauline, más que nadie en este mundo, tenía esa responsabilidad. Había días en que sentía el peso de esa carga sobre sus hombros. Y ese día le resultaba especialmente pesada.

—Si alguna vez vuelvo al País de Munchkin —dijo—, será porque he fracasado.

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I

Visto desde un avión, el coche habría parecido un lento escarabajo arrastrándose por una playa infinita, con el sol reflejándose sobre su negro caparazón reluciente. En realidad, el vehículo iba a unos cincuenta kilómetros por hora, la velocidad máxima a la que se podía circular con cierta seguridad por aquella carretera llena de grietas y socavones imprevistos. A nadie le hacía gracia que se le pinchara una rueda en pleno desierto del Sáhara.

La carretera partía hacia el norte desde la ciudad de Yamena, la capital del Chad, y atravesaba el desierto en dirección al lago Chad, el mayor oasis del Sáhara. El panorama era una amplia y vasta extensión de arena y rocas, con algunos arbustos resecos y amarillentos y algún que otro afloramiento disperso de piedras grandes y pequeñas, todo ello en la misma tonalidad de un ocre pálido, tan monótono como un paisaje lunar.

El desierto resultaba tan enervante como el espacio exterior, pensó Tamara Levit. El coche en el que iban era como una nave interestelar, y si tenía algún problema con su traje espacial podría morir. Sonrió ante aquella comparación un tanto fantasiosa. En cualquier caso, echó un vistazo a la parte trasera del vehículo, donde había dos garrafas de plástico tranquilizadoramente grandes, llenas de agua suficiente para mantener con vida a los pasajeros en una situación de emergencia, quizá hasta que llegara la ayuda.

El vehículo era de fabricación estadounidense, diseñado para avanzar por terrenos difíciles, con el chasis alto y marchas cortas. Y aunque tenía los cristales tintados y Tamara llevaba puestas las gafas de sol, la luz que se reflejaba en la carretera de cemento le irritaba los ojos.

Los cuatro ocupantes llevaban gafas de sol. El conductor, Alí, era un lugareño nacido y criado en el Chad. En la ciudad solía vestir vaqueros y camiseta, pero ese día lucía una larga túnica hasta los tobillos que recibía el nombre de galabiya, con un pañuelo de algodón enrollado algo suelto en la cabeza, la vestimenta tradicional para protegerse del implacable sol.

Junto a Alí, en el asiento del copiloto, viajaba un soldado estadounidense, el cabo Peter Ackerman. El fusil que llevaba despreocupadamente sobre el regazo era un arma estándar del ejército estadounidense, una carabina ligera de cañón corto. El soldado, de unos veinte años, era uno de esos muchachos que rebosaban de una alegría afable y chispeante. A Tamara, que rondaba los treinta, le parecía absurdamente joven para llevar un arma tan mortífera. Pero al chico no le faltaba confianza en sí mismo, e incluso en una ocasión había tenido el descaro de pedirle una cita. «Me caes bien, Pete —le había dicho ella—, pero eres demasiado joven para mí.»

En el asiento de atrás, junto a Tamara, viajaba Tabdar «Tab» Sadoul, un agregado de la Misión de la Unión Europea en Yamena. Tenía el pelo castaño y lustroso, y llevaba una moderna melena larga, pero por lo demás parecía un ejecutivo en su tiempo libre, con sus pantalones caquis y camisa azul claro, arremangada para mostrar sus muñecas bronceadas.

Tamara era agregada de la embajada estadounidense en Yamena. Llevaba su habitual ropa de trabajo: un vestido de manga larga encima de los pantalones y su melena oscura recogida bajo un pañuelo. Era una vestimenta práctica que no ofendía a nadie, y con sus ojos marrones y su tez olivácea ni siquiera parecía extranjera en aquellas tierras. En un país como el Chad, con una altísima tasa de criminalidad, no convenía destacar mucho, sobre todo si eras mujer.

Echó un vistazo al cuentakilómetros. Llevaban ya un par de horas en la carretera y se estaban acercando a su destino. Tamara se sentía tensa ante el inminente encuentro. Había mucho en juego, incluida su carrera.

—Nuestra tapadera es que estamos realizando un trabajo de investigación sobre el lago Chad —dijo Tamara—. ¿Cuánto sabes acerca del tema?

—Lo suficiente, creo —respondió Tab—. El río Chari nace en África central y recorre unos mil cuatrocientos kilómetros hasta desembocar aquí. El lago abastece de agua a la población de cuatro países: Níger, Nigeria, Camerún y el Chad. Los habitantes de esta región son pequeños campesinos, pastores y pescadores. Su pescado favorito es la perca del Nilo, que puede alcanzar hasta dos metros de largo y pesar cerca de doscientos kilos.

Tamara pensó que, cuando los franceses hablaban inglés, siempre parecía que estaban intentando llevarte a la cama. Y tal vez fuera así.

—Supongo que no pescarán muchas percas —dijo—, ahora que el nivel del agua ha descendido tanto.

—Tienes razón. El lago abarcaba una extensión de más de veinticinco mil kilómetros cuadrados, pero ahora alcanza apenas la mitad. Y mucha de esta gente se encuentra al borde de la hambruna.

—¿Qué opinas del plan de los chinos?

—¿Un canal de dos mil quinientos kilómetros de longitud para traer agua desde el río Congo? No es de sorprender que el presidente del Chad esté entusiasmado con la idea. Quizá sea factible, ya que los chinos son capaces de hacer cosas extraordinarias, pero resultaría bastante costoso y tardaría mucho tiempo en llevarse a cabo.

Los superiores de Tamara en Washington y los de Tab en París contemplaban las inversiones chinas en África con una mezcla de admiración asombrada y profunda desconfianza. El gobierno de Pekín gastaba miles de millones y realizaba grandes proyectos, pero ¿qué buscaba en realidad?

Con el rabillo del ojo, Tamara percibió un destello en la distancia, un fulgor como si la luz del sol se reflejara en el agua.

—¿Nos estamos acercando al lago? —le preguntó a Tab—. ¿O es solo un espejismo?

—Ya debemos de estar cerca.

—Busca un desvío a la izquierda —le dijo Tamara a Alí, y luego lo repitió en árabe.

Tanto ella como Tab dominaban el árabe y el francés, las dos lenguas principales del Chad.

Le voilà —señaló Alí en francés. Ahí está.

El coche aminoró la marcha al aproximarse a un cruce, marcado únicamente por un montón de piedras apiladas.

Abandonaron la carretera y enfilaron por una pista de arena y gravilla, que en algunos puntos resultaba difícil distinguir del desierto circundante. No obstante, Alí conducía con seguridad y confianza. A lo lejos, Tamara atisbó unas pequeñas manchas verdes difuminadas por la calima brumosa, probablemente árboles y arbustos que crecían junto al agua.

Junto a la pista de tierra, vio los restos de una camioneta Peugeot abandonada hacía tiempo, una carrocería herrumbrosa desprovista de ruedas y cristales, y pronto divisó otras señales de presencia humana: un camello amarrado a un arbusto, un perro con una rata en el hocico y, esparcidos aquí y allá, latas de cerveza, neumáticos gastados y restos de polietileno.

Pasaron junto a un huerto, cuyas plantas alineadas en pulcras hileras regaba un hombre con una simple regadera, y por fin llegaron a la aldea, unas cincuenta o sesenta casuchas diseminadas sin ningún criterio ni patrón callejero. La mayoría de las viviendas eran las tradicionales chozas de un único espacio, con paredes circulares fabricadas con ladrillos de adobe y tejados en punta hechos con hojas de palmera. Alí conducía a ritmo de caminata, serpenteando entre las chozas y evitando a los niños descalzos, las cabras de grandes cuernos y las hogueras para cocinar al aire libre.

Nous sommes arrivés —soltó cuando por fin detuvo el vehículo. Hemos llegado.

—Pete —dijo Tamara—, ¿te importaría poner el fusil en el suelo del coche? Tenemos que parecer estudiantes de ecología.

—Claro, señora Levit.

El joven soldado colocó el arma a sus pies, con la culata oculta bajo el asiento.

—Antes esto era una próspera aldea de pescadores —explicó Tab—, pero ahora el agua queda demasiado lejos, al menos a un kilómetro y medio.

El asentamiento ofrecía una desgarradora imagen de pobreza, el lugar más mísero que Tamara había visto en su vida. Lo bordeaba una franja costera larga y plana que tiempo atrás debía de haber estado sumergida bajo las aguas del lago. Los molinos que antiguamente bombeaban el agua hasta los campos ahora quedaban demasiado alejados de la orilla, y estaban abandonados y deteriorados, con sus aspas girando en vano. Un exiguo rebaño de ovejas escuálidas pastaba entre los matorrales, vigiladas por una niña con una vara en la mano. Tamara vislumbró el lago rielando en la distancia. Palmeras de rafia y arbustos moshi crecían cerca de la orilla. Pequeños islotes salpicaban la superficie lacustre. Tamara sabía que los más grandes servían de escondrijo a los grupos terroristas que asolaban las aldeas cercanas al lago, robando a sus habitantes lo poco que tenían y golpeando sin piedad a quienes trataban de impedirlo. Gente que ya vivía en la más absoluta pobreza quedaba aún más hundida en la miseria.

—¿Qué hacen esas mujeres en la orilla? ¿Tú lo sabes? —preguntó Tab.

Había como una media docena de mujeres plantadas en los bajíos, sacando agua de la superficie con cuencos planos. Tamara conocía la respuesta.

—Extraen algas comestibles. Nosotros las llamamos espirulina, pero la palabra que ellas utilizan es dihé. Filtran el agua para cribar las algas y luego las secan al sol.

—¿Y tú has probado la espirulina?

Ella asintió con la cabeza.

—Sabe a rayos, pero por lo visto es muy nutritiva. Puedes comprarla en las tiendas de comida orgánica.

—Nunca he oído hablar de ella. No parece muy del gusto del paladar francés.

—Tú deberías saberlo.

Tamara abrió la puerta y bajó del coche. Al dejar atrás el aire acondicionado, sintió como si el calor la abrasara. Se echó el pañuelo hacia delante para intentar protegerse el rostro. Luego sacó una foto de la orilla con el móvil.

Tab salió del vehículo y se le acercó. Se había puesto un sombrero de paja de ala ancha que no pegaba con su atuendo —de hecho resultaba un tanto cómico—, pero a él no parecía importarle. Era un hombre elegante, aunque no vanidoso. A Tamara eso le gustaba.

Ambos procedieron a examinar la aldea. Entre las chozas había pequeñas parcelas cultivadas, surcadas de acequias para el riego. Tamara era consciente de que el agua debía ser acarreada desde muy lejos, y con profunda consternación comprendió que eran las mujeres las que se encargaban de esa tarea. Vio a un tipo enfundado en una galabiya que vendía cigarrillos charlando amigablemente con los hombres y flirteando un poco con las mujeres. Tamara reconoció la cajetilla blanca con la cabeza de esfinge dorada: era una marca egipcia llamada Cleopatra, la más popular en toda África. El tabaco debía de ser de contrabando o directamente robado. Fuera de las chozas había aparcadas algunas motos y motocicletas, y también vio un Volkswagen Escarabajo muy viejo. Las motos eran el medio de transporte más habitual del país. Tamara tomó algunas fotos más.

Sintió que el sudor empezaba a chorrearle por los costados bajo la ropa. Se enjugó la frente con una punta del pañuelo de algodón que le cubría la cabeza. Tab sacó un pañuelo rojo con lunares blancos y se lo pasó por debajo del cuello de la camisa.

—La mitad de las chozas están vacías —dijo.

Tamara observó con más atención y reparó en que algunas de las viviendas estaban muy deterioradas. Las techumbres de hojas de palmera estaban llenas de agujeros y los ladrillos de adobe empezaban a desmoronarse.

—Mucha gente ha abandonado la región —prosiguió Tab—. Imagino que todo aquel que tenía a donde ir se ha marchado. Pero hay millones que se han quedado atrás. Esto se ha convertido en una zona catastrófica.

—Y no ocurre solo aquí —señaló Tamara—. Este fenómeno, la desertificación del borde meridional del Sáhara, se está produciendo por todo el continente, desde el mar Rojo hasta el océano Atlántico.

—En francés llamamos a esta región Le Sahel.

—Nosotros utilizamos la misma expresión: «el Sahel». —Tamara se dio la vuelta para ver el coche. El motor seguía en marcha—. Supongo que Alí y Pete se quedarán dentro con el aire acondicionado puesto.

—Si saben lo que les conviene, no saldrán. —Tab miró alrededor con gesto inquieto—. No veo a nuestro hombre.

Tamara también estaba preocupada. Tal vez estuviera muerto. Aun así, habló con voz calmada:

—Nuestras instrucciones son que él nos encontrará. Mientras tanto, tenemos que representar nuestro papel, así que al lío, echemos un vistazo.

—¿Cómo?

—Que echemos un vistazo.

—Pero ¿qué has dicho antes? ¿Al lío?

—Perdona. Supongo que eso lo decimos en Chicago.

—Pues igual ahora soy el único francés que conoce esa expresión —repuso Tab con una amplia sonrisa—. Bueno, creo que primero deberíamos hacer una visita de cortesía a los ancianos de la aldea.

—¿Por qué no te encargas tú? De todos modos, a una mujer no le prestarán la menor atención.

—De acuerdo.

Tab se marchó y Tamara empezó a deambular por el poblado tratando de parecer tranquila, tomando algunas fotos y hablando con la gente en árabe. Muchos de los aldeanos cultivaban una pequeña parcela de tierra árida, o tenían unas pocas ovejas o una vaca. Había una mujer que se ocupaba principalmente de remendar redes de pesca, aunque quedaban ya muy pocos pescadores; un hombre poseía un horno y fabricaba cuencos de barro, aunque casi nadie tenía dinero para comprarlos. Quien más quien menos estaba desesperado.

Una destartalada estructura formada por cuatro postes que sostenían un entramado hecho a base de ramitas servía de tendedero. Una mujer joven estaba tendiendo la colada, bajo la atenta mirada de un niño de unos dos años. Las ropas presentaban los vívidos tonos naranja y amarillo tan apreciados por los chadianos. Cuando terminó de colgar la última prenda, la mujer se sentó al pequeño en la cadera, se dirigió a Tamara y, hablándole en un esmerado francés escolar con fuerte acento árabe, la invitó a entrar en su casa.

La joven se llamaba Kiah y su hijo, Naji. Le contó que era viuda. Debía de tener unos veinte años y era de una belleza deslumbrante, con las cejas negras, los pómulos muy marcados y una curvada nariz sarracena. La expresión de sus ojos oscuros traslucía fortaleza y determinación. Tamara pensó que podría ser interesante conocerla mejor.

Siguió a Kiah a través del umbral, bajo y arqueado, y se quitó las gafas de sol al pasar del resplandor exterior a la oscura penumbra. El interior de la choza era un espacio angosto, apenas iluminado y suavemente aromatizado. Tamara notó bajo sus pies una espesa alfombra y percibió en el aire un olor a canela y cúrcuma. A medida que sus ojos se ajustaban a la penumbra, distinguió unas mesitas bajas, un par de cestas para guardar cosas y algunos cojines en el suelo, pero nada que pudiera reconocer como mobiliario convencional, ni sillas ni armarios. A un lado había dos jergones de lona que se usaban como camas y unas gruesas mantas de lana pulcramente apiladas, con brillantes estampados de rayas de color rojo y azul, para soportar las frías noches desérticas.

La mayoría de los estadounidenses considerarían aquella morada un lugar de una extrema pobreza, pero Tamara sabía que no solo era un espacio confortable, sino que allí se disfrutaba de cierta prosperidad, superior a la media. Kiah le ofreció con orgullo una botella de la cerveza local llamada Gala, que tenía en un cubo con agua para enfriarla. Tamara pensó que sería un gesto de cortesía aceptar su hospitalidad; de todos modos, estaba sedienta.

Un grabado de la Virgen María colgaba dentro de un marco barato en la pared, lo cual indicaba que Kiah profesaba la fe cristiana, al igual que el cuarenta por ciento de la población del Chad.

—Supongo que fuiste a un colegio de monjas —dijo Tamara—, y que allí aprendiste francés.

—Sí.

—Lo hablas muy bien.

A decir verdad, no era cierto, pero Tamara quería mostrarse amable.

Kiah la invitó a sentarse en la alfombra. Antes de tomar asiento, Tamara se acercó a la puerta y, nerviosa, echó un vistazo al exterior entornando los ojos contra el súbito fulgor del sol. Miró hacia el coche. El vendedor de cigarrillos estaba inclinado sobre la puerta del conductor, con un cartón de Cleopatra en la mano. A través de la ventanilla pudo ver a Alí, con el pañuelo anudado a la cabeza, agitando los dedos con desdén para despachar al vendedor. Estaba claro que no quería comprar tabaco barato. Entonces el tipo le dijo algo a Alí y este, cambiando por completo de actitud, bajó del coche con expresión de disculpa y le abrió la puerta trasera. El vendedor entró en el vehículo y Alí cerró rápidamente.

«Así que es él —pensó Tamara—. Pues su disfraz ha resultado de lo más efectivo. Me ha engañado por completo.»

Sintió un gran alivio. Al menos el hombre seguía con vida.

Tamara miró alrededor. Nadie en la aldea parecía haberse percatado de que el vendedor subía al coche. Y ahora ya nadie podía verlo, oculto tras los cristales tintados.

Tamara asintió satisfecha y volvió al interior de la choza.

—¿Es verdad que todas las mujeres blancas tienen siete vestidos y una criada que le lava uno cada día? —le preguntó Kiah.

Tamara decidió responder en árabe, ya que el francés de la joven tal vez no fuera suficientemente bueno. Se quedó un momento pensativa.

—La mayoría de las mujeres europeas y estadounidenses suelen tener muchos vestidos —dijo al fin—. La cantidad exacta depende de si son ricas o pobres. Siete vestidos es una cantidad bastante habitual. Una mujer pobre suele tener solo dos o tres, mientras que una mujer rica puede llegar a tener hasta cincuenta.

—¿Y todas tienen criadas?

—Las familias pobres no. Una mujer con un buen sueldo, como una doctora o una abogada, suele tener a alguien que le limpie la casa. Las familias ricas sí que tienen muchas criadas. ¿Por qué quieres saberlo?

—Estoy pensando en irme a vivir a Francia.

Tamara ya se lo había figurado.

—¿Por qué quieres marcharte?

Kiah hizo una pausa para ordenar sus pensamientos. Le ofreció en silencio otra cerveza, pero Tamara negó con la cabeza. Tenía que mantenerse alerta.

—Mi marido, Salim, era pescador y tenía su propio barco. Salía a faenar con tres o cuatro hombres y compartían las capturas, pero Salim se quedaba con la mitad, ya que el barco era suyo y además sabía dónde estaban los mejores bancos de peces. Por eso nos iba mejor que a la mayoría de nuestros vecinos —añadió Kiah, alzando la cabeza con orgullo.

—¿Y qué ocurrió? —preguntó Tamara.

—Un día los yihadistas asaltaron el barco para robarle el pescado. Debería haber dejado que se lo llevaran, pero Salim había capturado una perca del Nilo y se negó a que se la arrebataran. Así que lo mataron y se llevaron toda la pesca. —Se la veía muy afectada al contarlo. Su noble rostro se contrajo de dolor. Hizo una pausa para contener la emoción—. Sus amigos me trajeron el cuerpo.

El desgarrador relato enfureció a Tamara, aunque no la sorprendió. Los yihadistas no solo eran terroristas islámicos, sino también una banda de criminales. En aquellas tierras, ambas cosas iban de la mano. Y además se ensañaban con alguna de la gente más pobre del planeta. A Tamara la ponía furiosa.

—Después de enterrar a mi marido —continuó Kiah—, me pregunté qué debería hacer. No sabía manejar el barco ni tampoco dónde estaban los mejores lugares para pescar, y aunque lo hubiera sabido, los hombres no me habrían aceptado como patrona. Así que vendí el barco. —Una fiera expresión fugaz cruzó por su rostro—. Algunos trataron de comprármelo por menos de su valor, pero me negué a hacer tratos con ellos.

Tamara empezaba a percibir la férrea determinación que anidaba en el interior de aquella mujer.

—Pero el dinero de la venta del barco no durará para siempre —prosiguió Kiah, con un deje de desesperación en la voz.

Tamara era consciente de la importancia que tenía la familia en aquel país.

—¿Y qué hay de tus padres? —le preguntó.

—Mis padres murieron. Mis hermanos se marcharon a Sudán, donde trabajan en una plantación de café. Salim tenía una hermana. El marido de esta me dijo que, si le vendía el barco a un precio barato, cuidaría siempre de mi hijo y de mí —concluyó Kiah, y se encogió de hombros.

—Pero no te fiabas de él.

—No quería vender el barco a cambio de una promesa.

«Una mujer que sabe lo que quiere, y sin un pelo de tonta», pensó Tamara.

—Ahora mi familia política me odia —añadió Kiah.

—Así que te quieres marchar a Europa… ilegalmente.

—Todo el mundo lo hace.

Eso era cierto. A medida que el desierto seguía expandiéndo­se hacia el sur, cientos de miles de personas desesperadas abandonaban el Sahel en busca de un lugar donde vivir y trabajar, em­prendiendo un peligroso viaje con rumbo al sur de Europa.

—El viaje es muy caro —prosiguió Kiah—, pero con el dinero de la venta del barco podré pagar el pasaje.

Sin embargo, el dinero no parecía ser la cuestión principal. Por el tono de su voz, Tamara notó que Kiah estaba asustada.

—Normalmente llegan al sur de Italia —continuó la joven—. Yo no sé hablar italiano, pero tengo entendido que desde allí es fácil cruzar a Francia. ¿Es eso cierto?

—Sí. —Ahora Tamara tenía prisa por volver al coche, pero sentía que debía responder a las preguntas de Kiah—. Se puede llegar por carretera a través de la frontera. O en tren. Pero lo que planeas es tremendamente peligroso. Los traficantes de personas son delincuentes. Podrían quedarse con tu dinero y desaparecer.

Kiah hizo una pausa y se quedó pensativa, tal vez buscando una manera de explicarle a aquella privilegiada visitante occidental cómo era su vida allí. Al cabo de un rato, dijo:

—Sé muy bien lo que pasa cuando no hay suficiente comida para alimentar a tu hijo. Lo he visto con mis propios ojos. —Apartó la vista, como recordando, y añadió con voz queda—: El crío empieza a perder peso, pero al principio no parece demasiado grave. Luego se pone enfermo. Una infección infantil como la que suelen pillar muchos niños, con manchas en la piel, mocos o diarrea. Pero al pequeño que pasa hambre le cuesta mucho recuperarse, y luego coge otra enfermedad. Está cansado todo el tiempo, no tiene ganas de jugar y no para de gemir, lloriquear y toser, tan solo se queda tumbado muy quieto. Hasta que un día cierra los ojos y no vuelve a abrirlos nunca más. Y a veces la madre está tan exhausta que no tiene ni fuerzas para llorar.

Tamara la miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Lo siento mucho. Te deseo toda la suerte del mundo.

Kiah recuperó su aplomo.

—Ha sido muy amable al responder a mis preguntas.

Tamara se puso en pie.

—Ahora tengo que marcharme —dijo con cierta torpeza—. Gracias por la cerveza. Y, por favor, intenta averiguar todo lo que puedas sobre esos traficantes de personas antes de entregarles el dinero.

La joven asintió sonriendo, un gesto educado para responder a unas palabras que resultaban bastante innecesarias. «Kiah es consciente de la necesidad de ser precavida con el dinero mucho más de lo que yo lo seré jamás», pensó Tamara con pesar.

Al salir de la casa de Kiah vio a Tab, que regresaba al coche. Era cerca del mediodía y ya no se veía a ningún aldeano. Seguramente se habían metido en sus chozas para resguardarse del implacable sol. El ganado había buscado la sombra bajo unos refugios destartalados, sin duda construidos para tal fin.

Cuando alcanzó a Tab, percibió un ligero aroma a sudor fresco sobre piel limpia, con un toque de sándalo.

—Está en el coche —dijo ella.

—¿Dónde se había escondido?

—Era el vendedor de cigarrillos.

—Pues me ha engañado por completo.

Llegaron al coche y, cuando se montaron, el aire acondicionado los recibió como un soplo de brisa ártica. Tamara y Tab se sentaron a ambos lados del vendedor, que apestaba como si no se hubiera duchado en muchos días. Sostenía un cartón de tabaco en la mano.

Tamara no pudo contenerse.

—¿Has encontrado Hufra?

El vendedor de cigarrillos se llamaba Abdul John Haddad y tenía veinticinco años. Había nacido en el Líbano pero se crio en New Jersey, y no solo era ciudadano estadounidense, sino también agente de la Agencia Central de Inteligencia.

Cuatro días atrás se encontraba en el país vecino de Níger. Conducía un maltrecho todoterreno Ford, aunque todavía en buen estado en cuanto a mecánica, por una larga colina a través del desierto al norte de la ciudad de Maradi.

Abdul llevaba unas botas de suela gruesa. Eran nuevas, pero habían sido convenientemente tratadas para parecer viejas. La parte superior del calzado se veía gastada y rayada, con los cordones disparejos y la piel manchada con esmero para que pareciera muy usada. Cada una de las suelas tenía un compartimento oculto: uno era para un teléfono de última tecnología; el otro, para un dispositivo que recibía únicamente una señal especial. En uno de los bolsillos llevaba un móvil barato, a fin de desviar la atención.

El dispositivo se encontraba ahora en el asiento del copiloto, y Abdul lo iba mirando cada pocos minutos. La señal le confirmaba que el cargamento de cocaína que llevaba un tiempo siguiendo se había detenido en algún lugar más adelante. Puede que simplemente hubiera hecho una parada en algún oasis donde hubiera una gasolinera, si bien Abdul confiaba en que se tratara de algún campamento del EIGS, el Estado Islámico del Gran Sáhara.

La CIA estaba más interesada en los terroristas que en los narcotraficantes, pero en aquella parte del continente todos eran lo mismo: una serie de grupos locales, vagamente asociados con el EIGS, que financiaban sus actividades políticas mediante el lucrativo negocio del tráfico tanto de drogas como de seres humanos. La misión de Abdul consistía en seguir el itinerario de aquel cargamento con la esperanza de que lo condujera a alguno de los escondrijos de la organización terrorista.

Se creía que el líder del EIGS —en la actualidad, uno de los peores asesinos en masa del mundo— era un hombre conocido como Al Farabi. Sin duda se trataba de un seudónimo: Al Farabi era el nombre de un filósofo medieval. También era conocido como «el Afgano», ya que era un veterano de la guerra de Afganistán. Si había que dar crédito a los informes, ejercía una influencia de gran alcance en el ámbito del terrorismo islámico: desde su base en territorio afgano, había viajado a través de Pakistán hasta la provincia rebelde china de Xinjiang, donde había establecido contacto con el Movimiento por la Independencia del Turquestán Oriental, un grupo terrorista que buscaba separarse de China y establecer una república independiente para el pueblo uigur, de mayoría musulmana.

Ahora Al Farabi se encontraba en algún lugar del norte de África, y si Abdul conseguía dar con su paradero, asestaría un golpe al EIGS que podría resultar mortal.

Abdul había estudiado a fondo fotografías borrosas tomadas a larga distancia, dibujos hechos por artistas, recreaciones informáticas, retratos robot e informes con su descripción, y estaba bastante seguro de que reconocería a Al Farabi si lo viera: un hombre alto de pelo canoso y barba oscura, que a menudo era descrito como poseedor de una mirada penetrante y un porte de gran autoridad. Y si lograba acercarse lo bastante a él, Abdul podría confirmar que se trataba efectivamente de Al Farabi basándose en su rasgo más distintivo: una bala estadounidense le había arrancado la mitad del pulgar izquierdo, dejándole un pequeño muñón que mostraba con orgullo mientras contaba que Alá le había protegido de la muerte, al tiempo que le advertía de que debía andarse con más cuidado.

En cualquier caso, Abdul no debía intentar capturar a Al Farabi, tan solo localizar su posición e informar de ello. Según se decía, el líder terrorista se escondía en una base secreta llamada Hufra, es decir, «el Agujero». Sin embargo, en toda la comunidad de la inteligencia occidental, nadie conocía su ubicación.

Abdul llegó a lo alto de la colina y aminoró la velocidad hasta detener el coche al otro lado de la cima.

Ante él se extendía una ladera que descendía suavemente hasta una vasta planicie que refulgía bajo el calor. Entornó los ojos contra el fuerte resplandor: no llevaba gafas de sol, ya que la gente de la región las consideraba un signo de riqueza y Abdul necesitaba que lo vieran como a uno más. A lo lejos, a unos pocos kilómetros, creyó atisbar una aldea. Se giró en el asiento, retiró un panel de la puerta lateral y sacó unos prismáticos. Luego bajó del todoterreno.

Los binoculares revelaron la imagen distante en toda su nitidez, y lo que vio hizo que el corazón le latiera con fuerza.

Se trataba de un asentamiento formado por diversas tiendas y barracones de madera improvisados. Había numerosos ve­hículos, la mayoría bajo unas cubiertas destartaladas para protegerlos de las cámaras vía satélite. Otros estaban tapados con lonas estampadas con los colores del camuflaje desértico, y por su forma podrían ser piezas de artillería montada. Unas cuantas palmeras delataban la existencia de un manantial cercano.

No había mucho misterio: era una base paramilitar.

Y Abdul tuvo la impresión de que se trataba de una base importante. Calculó que debía de albergar varios centenares de hombres y, si no se equivocaba con respecto a las piezas de artillería, estaban formidablemente armados.

Incluso podría tratarse de la legendaria Hufra.

Levantó el pie derecho para sacar el teléfono de su bota y tomar una fotografía, pero se detuvo al oír a su espalda el sonido de un camión, todavía lejano pero acercándose deprisa.

Desde que había abandonado la carretera asfaltada, no había visto ningún vehículo. Debía de tratarse casi con total seguridad de un camión del EIGS que se dirigía hacia el campamento.

Miró alrededor. No había ningún lugar donde ocultarse, no digamos ya donde esconder un todoterreno. Durante tres semanas había corrido el riesgo de ser descubierto por la gente a la que estaba espiando, y ahora parecía que estaba a punto de ocurrir.

Abdul tenía su historia preparada. Lo único que podía hacer era contarla y confiar.

Echó un vistazo a su reloj barato. Eran las dos de la tarde. Imaginó que a los yihadistas les costaría más matar a un hombre que estaba rezando sus plegarias.

Se movió a toda prisa. Devolvió los prismáticos a su escondite detrás del panel de la puerta. Abrió el maletero, sacó una vieja alfombra raída y, tras cerrar el portón de golpe, la extendió en el suelo. Su educación había sido cristiana, pero sabía lo suficiente de oraciones musulmanas para simularlas.

La segunda plegaria del día se llamaba zuhr y se rezaba después de que el sol hubiera alcanzado su cenit, lo cual podía ser en cualquier momento entre el mediodía y media tarde. Se postró en la posición preceptiva, con la nariz, las manos, las rodillas y los dedos de los pies tocando la alfombra. Luego cerró los ojos.

El rugido del camión se oía cada vez más cerca: ascendía con penas y trabajos por la cuesta al otro lado de la colina.

De repente, Abdul se acordó del dispositivo de seguimiento, que continuaba aún en el asiento del copiloto. Maldijo entre dientes: aquello lo delataría en el acto.

Se puso en pie de un salto, se precipitó hacia la puerta del pasajero y agarró el aparatito. Utilizó dos dedos para soltar el cierre del compartimento oculto en la suela de su bota izquierda. Con las prisas, el dispositivo se le cayó en la arena. Lo recogió rápidamente y, por fin, logró introducirlo en la bota. Cerró el compartimento y se apresuró a regresar a la alfombra.

Volvió a arrodillarse.

Con el rabillo del ojo vio cómo el camión coronaba la loma y frenaba en seco junto al todoterreno. Abdul cerró los ojos.

No se sabía las plegarias de memoria, pero las había escuchado lo suficiente como para murmurarlas más o menos.

Oyó cómo las puertas del camión se abrían y cerraban, y luego unas fuertes pisadas acercándose.

—¡Levántate! —ordenó una voz en árabe.

Abdul abrió los ojos. Eran dos hombres. Uno sostenía un fusil, el otro llevaba una pistola enfundada. Detrás se veía el camión, cargado con sacos de lo que parecía ser harina: sin duda, comida para los yihadistas.

El del fusil era el más joven de los dos. Tenía una barba rala y llevaba unos pantalones de camuflaje y un anorak azul que habría resultado más apropiado para un día lluvioso en Nueva York.

—¿Quién eres? —le espetó con brusquedad.

Abdul se metió rápidamente en su papel, el del vendedor ambulante afable y campechano.

—Amigos —respondió sonriendo—, ¿por qué molestáis así a un hombre que está rezando sus plegarias?

Hablaba un árabe coloquial y fluido con acento libanés. Había vivido en Beirut hasta los seis años y sus padres habían seguido utilizando el árabe en casa después de emigrar a Estados Unidos.

El hombre de la pistola tenía el pelo entrecano. Habló en un tono más calmado:

—Pedimos perdón a Alá por interrumpir tus plegarias. Pero ¿qué estás haciendo aquí, en este camino perdido en medio del desierto? ¿Adónde te diriges?

—Me dedico a vender cigarrillos —contestó Abdul—. ¿Queréis comprarme algún paquete? Los vendo a mitad de precio.

En la mayoría de los países africanos, una cajetilla de Cleopatra costaba el equivalente en moneda local a un dólar. Abdul los vendía por la mitad.

El joven abrió el maletero del todoterreno. Estaba lleno de cartones de Cleopatra.

—¿De dónde los has sacado?

—De un capitán del ejército sudanés llamado Bilel.

Su historia resultaba plausible: todo el mundo sabía que los oficiales sudaneses eran una panda de corruptos.

Durante un rato nadie dijo nada. El hombre mayor se quedó pensativo. El joven parecía impaciente por usar su fusil, y Abdul se preguntó si alguna vez habría disparado contra alguien. Su compañero no se veía tan nervioso. Seguramente sería más lento, pero más certero.

Abdul sabía que su vida estaba en juego. O bien creían su historia, o bien intentarían matarle. Si tenía que pelear, se abalanzaría primero contra el mayor. El joven dispararía, pero era más probable que errara el tiro. Aunque, a tan corta distancia, era difícil que fallara.

El hombre mayor volvió a hablar:

—Pero ¿por qué estás precisamente aquí? ¿Adónde pensabas ir?

—Hay un poblado más adelante, ¿no es así? Aún no he alcanzado a verlo, pero un hombre en un café me dijo que allí encontraría clientes.

—Un hombre en un café…

—Siempre estoy buscando clientela nueva.

—Regístralo —ordenó el mayor a su compinche.

El joven se echó el fusil a la espalda, lo cual supuso un alivio momentáneo para Abdul. Sin embargo, el mayor sacó su pistola de 9 milímetros y le apuntó a la cabeza mientras el otro lo cacheaba.

El yihadista joven encontró el móvil barato y se lo pasó a su compañero.

Este lo encendió y empezó a pulsar botones con gesto decidido. Abdul supuso que estaba buscando el directorio de contactos y la lista de llamadas recientes. Lo que encontró corroboraba su tapadera: hoteles cutres, talleres de reparación, cambistas y un par de prostitutas.

—Registra el coche —ordenó a continuación.

Abdul permaneció de pie observando. El tipo joven empezó por el maletero abierto. Extrajo la pequeña bolsa de viaje y vació su contenido en el suelo. No había gran cosa: una toalla, un Corán, algunos artículos de aseo, un cargador de móvil. Sacó todos los cartones de tabaco y levantó el panel del suelo: debajo solo había una rueda de repuesto y una caja de herramientas. Sin volver a colocar nada en su sitio, abrió las puertas traseras. Pasó las manos por el respaldo y la base de los asientos, y luego se agachó para mirar debajo.

En la parte delantera, el joven yihadista buscó bajo el salpicadero, en el interior de la guantera y en los bolsillos laterales. Se fijó en que el panel de la puerta del conductor estaba un poco suelto y lo retiró.

—¡Unos prismáticos! —exclamó triunfante.

Abdul notó que le recorría un escalofrío. Los prismáticos no eran tan incriminatorios como un arma, pero eran muy costosos y, además, ¿para qué iba a necesitarlos un vendedor de cigarrillos?

—Resultan muy útiles en el desierto —dijo Abdul, notando cómo aumentaba su desesperación—. Seguro que vosotros también lleváis unos.

—Estos parecen muy caros. —El mayor los examinó atentamente—. «Hechos en Kunming» —leyó—. Son de fabricación china.

—Así es —confirmó Abdul—. Los conseguí gracias al mismo capitán sudanés que me vendió los cigarrillos. Una auténtica ganga.

Una vez más, su historia resultaba verosímil. El ejército sudanés compraba gran cantidad de material a China, su principal proveedor de armamento. La mayoría del equipamiento acababa en el mercado negro.

—¿Los has usado por el camino? —preguntó el tipo con gesto suspicaz.

—Pensaba hacerlo en cuanto acabase mis oraciones. Quería saber cuánto falta para llegar al poblado. ¿Cuánta gente crees que habrá allí? ¿Unos cincuenta, cien habitantes?

Su estimación a la baja era deliberada, para dar la impresión de que aún no había visto nada.

—Da igual —replicó el de las canas—. No vas a llegar allí.

Se quedó mirando fijo a Abdul durante un buen rato, seguramente tratando de decidir si creerle o matarlo.

—¿Dónde está tu pistola? —preguntó de pronto.

—¿Mi pistola? No llevo ninguna.

Y era cierto. Cuando un agente iba de incógnito, las armas de fuego solían causar más problemas de los que podían resolver. La situación en la que se hallaba constituía un dramático ejemplo: si le encontraban una pistola, resultaría más que evidente que Abdul no era un simple vendedor de cigarrillos.

—Abre el capó —ordenó el tipo mayor a su compinche.

Este obedeció. Abdul sabía que no había nada escondido en el compartimento del motor.

—Nada —informó el joven.

—No pareces muy asustado —le dijo el mayor—. Como puedes ver, somos yihadistas. Podríamos decidir matarte.

Abdul lo miró a los ojos, pero se permitió temblar ligeramente.

Inshallah —dijo. Si Dios quiere.

El hombre asintió. Ya había tomado su decisión. Le devolvió el móvil.

—Da la vuelta con el coche. Vuelve por donde has venido.

Abdul pensó que no debía parecer demasiado aliviado.

—Pero esperaba poder vender algunos… —Se interrumpió, fingiendo que sería mejor no protestar mucho—. ¿Queréis un cartón?

—¿Gratis?

Abdul se sintió tentado de aceptar, pero su personaje no podía mostrarse tan generoso.

—Soy un hombre pobre —repuso—. Lo siento…

—Vuelve por donde has venido —repitió el yihadista.

Abdul se encogió de hombros, simulando estar decepcionado por tener que renunciar a una oportunidad de venta.

—Como quieras… —dijo al fin.

El hombre le hizo un gesto a su compinche y ambos regresaron al camión.

Abdul empezó a recoger sus pertenencias esparcidas por el suelo.

El camión se alejó rugiendo.

Se quedó mirando hasta verlo desaparecer en el desierto. Cuando se perdió de vista, murmuró para sí mismo:

—Jesús, María y José… —Dejó escapar un hondo suspiro—. Por los pelos.

Tamara había ingresado en la CIA por gente como Kiah.

Creía con toda su alma en la libertad, la democracia y la justicia, pero esos valores estaban siendo atacados en todo el mundo, y Kiah era una de las víctimas. Tamara sabía que había que luchar por las cosas en las que uno creía. A menudo pensaba en unos versos de una canción tradicional: «Si debo morir y mi alma se pierde, no es culpa de nadie salvo mía». Todos éramos responsables. Se trataba de una canción góspel y ella era judía, pero el mensaje era universal.

En el norte de África las fuerzas militares estadounidenses combatían contra los terroristas, cuyos únicos valores eran la violencia, la intolerancia y el miedo. Las bandas armadas asociadas a Estado Islámico secuestraban, violaban y asesinaban a la población africana cuya etnia o religión no contaban con el favor de los señores de la guerra fundamentalistas. Toda aquella violencia, junto con el lento e inexorable proceso de desertificación al sur del Sáhara, empujaban a personas como Kiah a poner en riesgo su vida cruzando el Mediterráneo en precarios botes hinchables.

Las fuerzas de intervención estadounidenses, aliadas con los franceses y los ejércitos nacionales, se dedicaban a atacar y destruir las bases terroristas repartidas por suelo africano.

El problema era localizarlas.

El desierto del Sáhara tenía aproximadamente el mismo tamaño que Estados Unidos. Y ahí era donde entraba Tamara. La CIA cooperaba con los servicios de inteligencia de otras naciones para suministrar información que pudiera ser de ayuda a las fuerzas de intervención. Tab también estaba asignado a esa misión, aunque, de hecho, era un agente de la DGSE, la Direction Générale de la Sécurité Extérieure, el equivalente francés a la CIA. Abdul también contribuía a ese esfuerzo colectivo.

Hasta el momento, la misión había tenido escaso impacto. Los yihadistas continuaban saqueando y rapiñando gran parte del norte de África prácticamente a sus anchas.

Tamara confiaba en que el trabajo de Abdul ayudara por fin a cambiar esa situación.

No lo conocía en persona, aunque habían hablado por teléfono. Sin embargo, aquella no era la primera vez que la CIA enviaba a un agente encubierto a tratar de localizar los campamentos del EIGS. Tamara había conocido al predecesor de Abdul, Omar. Ella misma había encontrado su cadáver, con las manos y los pies cercenados, tirado en medio del desierto. Los miembros habían aparecido a unos cien metros. Era la distancia que Omar había logrado recorrer arrastrándose sobre los codos y las rodillas, mientras se desangraba hasta morir. Tamara sabía que nunca podría recuperarse de aquello.

Y ahora Abdul seguía los pasos de Omar.

Se había estado comunicando con ellos de manera intermitente, siempre que disponía de cobertura móvil. Pero hacía dos días había llamado para informar de que se encontraba en el Chad y de que tenía buenas noticias que debía comunicar en persona. Les había pedido algunos suministros y les había proporcionado indicaciones precisas para localizarlo.

Y ahora por fin sabían lo que había estado haciendo.

Tamara estaba emocionadísima, pero procuró mantener su entusiasmo bajo control.

—Puede que sea Hufra —dijo—. Y aunque no lo sea, se trata de un hallazgo fabuloso. ¿Unos quinientos hombres con piezas de artillería montada? ¡Sin duda se trata de una base de primer orden!

—¿Cuándo tenéis previsto actuar? —preguntó Abdul.

—Dentro de dos días, tres como mucho.

Las fuerzas armadas conjuntas de Estados Unidos, Francia y Níger arrasarían el campamento. Prenderían fuego a las tiendas y los barracones, confiscarían las armas e interrogarían a los yihadistas que sobrevivieran a la batalla. En cuestión de días, el viento arrastraría las cenizas, el sol agostaría los restos que quedaran y el desierto empezaría a reconquistar el terreno perdido.

Y África sería un lugar un poco más seguro para gente como Kiah y Naji.

Abdul les indicó la ubicación exacta del campamento.

Tamara y Tab tenían sendos cuadernos sobre las rodillas y anotaban todo lo que Abdul les iba explicando. Tamara estaba francamente impresionada. Apenas podía asimilar el hecho de estar hablando con un hombre que había expuesto su vida a semejantes peligros para conseguir una información tan valiosa. Mientras tomaba notas de lo que decía, aprovechaba cualquier ocasión para examinarlo. Abdul tenía la piel oscura, la barba negra bien recortada y unos ojos de un marrón sorprendentemente claro con un brillo acerado. Su rostro se veía marcado por la tensión, y aparentaba más de los veinticinco años que tenía. Era alto y de espaldas anchas; Tamara recordó que, cuando iba a la Universidad Estatal de Nueva York, Abdul había formado parte del equipo de artes marciales mixtas.

Le resultaba extraño que Abdul fuera también el vendedor de cigarrillos. Aquel hombre se había mostrado afable y dicharachero, hablando con todo el mundo, tocando a los hombres en el brazo, guiñando el ojo a las mujeres, encendiendo los cigarrillos de sus interlocutores con un mechero de plástico rojo. El hombre que tenía delante, por el contrario, desprendía cierta aura de peligrosidad. Tamara le tenía hasta un poco de miedo.

Les dio todos los detalles del itinerario que había seguido el cargamento de cocaína. Había pasado por las manos de varias bandas y había cambiado tres veces de vehículo. Además de la base paramilitar, Abdul había descubierto dos campamentos de menor envergadura, y también les proporcionó la dirección de varios grupúsculos del EIGS ubicados en distintas ciudades.

—Esto es oro puro —exclamó Tab.

Tamara se mostró de acuerdo. Los resultados superaban con creces sus expectativas y se sentía exultante.

—Bueno —saltó Abdul con energía—, ¿habéis traído mis cosas?

—Por supuesto.

Había pedido dinero en diversas monedas locales, pastillas para las dolencias estomacales que solían afectar a quienes viajaban al norte de África, una simple brújula… y algo que había desconcertado mucho a Tamara: un cable fino de titanio de un metro de largo, sujeto por los extremos a dos mangos de madera, y todo ello cosido al interior de un fajín de algodón de los que se usaban a modo de cinturón con las túnicas tradicionales. Se preguntó si les explicaría para qué lo quería.

Tamara se lo entregó todo. Él le dio las gracias, pero no hizo ningún comentario. Miró a su alrededor inspeccionando el terreno en todas direcciones.

—Despejado —dijo—. ¿Hemos acabado?

Tamara miró a Tab.

—Sí, ya estamos —respondió este.

—¿Tienes todo lo que necesitas, Abdul? —le preguntó ella.

—Sí —contestó él abriendo la puerta.

—Buena suerte —dijo Tamara; se la deseaba de todo corazón.

Bonne chance —se sumó Tab.

Abdul se echó el pañuelo hacia delante para protegerse el rostro. Luego bajó del coche, cerró la puerta y se encaminó de vuelta a la aldea, con el cartón de Cleopatra todavía en la mano.

Mientras lo observaba alejarse, Tamara se fijó en su forma de andar. No caminaba como la mayoría de los estadounidenses, como si fuera el amo del suelo que pisaba. Al contrario, adoptaba el típico arrastrar de pies de los hombres del desierto, manteniendo la cabeza gacha y protegida y realizando el mínimo esfuerzo para evitar generar calor.

Estaba fascinada por su coraje. Se estremeció al pensar en lo que le ocurriría si lo descubrían. La decapitación sería lo mejor que podría esperar.

Cuando lo perdieron de vista, Tamara se inclinó hacia delante y le dijo a Alí:

Yalla. —Vámonos.

El coche abandonó la aldea por el camino de tierra hasta llegar a la carretera, donde giraron hacia el sur en dirección a Yamena.

Tab leía sus notas.

—Esto es asombroso.

—Deberíamos redactar un informe conjunto —propuso Tamara pensando en sus próximos movimientos.

—Buena idea. Cuando lleguemos, lo hacemos, así podremos presentarlo en los dos idiomas de forma simultánea.

Trabajaban bien juntos, pensó Tamara. Muchos hombres habrían tratado de tomar el control de la situación esa mañana, pero Tab no había intentado en ningún momento monopolizar la conversación con Abdul. Empezaba a caerle bien.

Cerró los ojos. Poco a poco, su euforia se fue mitigando. Se había levantado muy temprano y el trayecto de vuelta duraría unas dos o tres horas. Por su mente cruzaron imágenes fugaces de la anónima aldea que acababan de visitar: las chozas de adobe, los raquíticos huertos, el largo camino hasta llegar al agua. Pero el zumbido del motor y el siseo de los neumáticos le recordaron los viajes de su infancia, cuando iba en el Chevrolet familiar desde Chicago hasta Saint Louis para visitar a sus abuelos, recostada junto a su hermano en el amplio asiento trasero. Y, tal como solía ocurrir entonces, al final se quedó dormida.

Cayó en un profundo sueño del que solo se despertó, sobresaltada, cuando el coche frenó bruscamente.

Putain! —oyó exclamar a Tab, el equivalente en francés a «¡Mierda!».

Al abrir los ojos, vio que, un poco más adelante, un camión atravesado en la calzada bloqueaba la carretera. Alrededor había media docena de hombres, ataviados con una extraña mezcla de uniformes militares y vestimentas tradicionales: una túnica del ejército con un pañuelo de algodón anudado a la cabeza, un blusón largo con pantalones de camuflaje.

Eran paramilitares, e iban armados hasta los dientes.

Obligaron a Alí a detener el coche.

—¿Qué diablos pasa? —preguntó Tamara.

—Esto es lo que el gobierno llama un control de carretera informal —respondió Tab—. Son soldados retirados o en activo que se sacan un dinerillo por su cuenta. Mediante la extorsión, claro.

Tamara había oído hablar de ellos, pero era la primera vez que se encontraba con uno de esos controles.

—¿Y cuánto hay que pagar?

—Ahora lo sabremos.

Uno de los paramilitares se acercó a la ventanilla del conductor vociferando. Alí bajó el cristal y le respondió a gritos en su dialecto. Pete cogió la carabina del suelo, pero la dejó en su regazo. El hombre que estaba junto al coche agitó su arma en el aire.

Tab parecía extrañamente calmado, pero Tamara no las tenía todas consigo. La situación podía estallar en cualquier momento.

Un hombre mayor, con una gorra del ejército y una camisa vaquera llena de agujeros, apuntó con su fusil hacia el parabrisas.

Pete respondió llevándose la carabina al hombro.

—Tranquilo, Pete —le dijo Tab.

—No dispararé si no disparan.

Tab se giró en el asiento hacia la parte trasera del vehículo y sacó una camiseta de una caja de cartón. Luego bajó del coche.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Tamara, angustiada.

El francés no respondió.

Caminó hacia el grupo, con varias armas apuntándole, y Tamara se llevó un puño a la boca.

Pero Tab no parecía asustado. Se acercó al hombre de la camisa vaquera, que le apuntó directamente al pecho con el cañón de su fusil.

—Buenos días tenga usted, capitán —dijo hablando en árabe—. Hoy he venido por aquí con estos visitantes extranjeros —explicó, fingiendo ser una especie de guía o escolta—. Por favor, déjenlos pasar. —Después se giró hacia el coche y gritó, todavía en árabe—: ¡No dispares! ¡No dispares! ¡Son mis hermanos! —Y luego en inglés—: ¡Pete, baja el arma!

A regañadientes, el soldado bajó la carabina del hombro y la sostuvo en diagonal sobre el pecho.

El tipo de la camisa vaquera pareció dudar hasta que, por fin, bajó también el fusil.

Tab le entregó la camiseta y el hombre la desdobló. Era de color azul oscuro con una raya vertical roja y blanca. Tras pensarlo un poco, Tamara supuso que se trataba de la camiseta oficial del Paris Saint-Germain, el equipo de fútbol más popular de Francia. El hombre desplegó una gran sonrisa, visiblemente encantado.

Tamara se había preguntado por qué llevaba Tab aquella caja de cartón en el coche. Ahora sabía la respuesta.

El hombre se quitó su vieja camisa y se pasó la camiseta nueva por la cabeza.

La atmósfera cambió de forma radical. Los soldados se agolparon a su alrededor admirando la prenda y luego miraron expectantes a Tab.

—Tamara, por favor, ¿puedes pasarme la caja? —dijo volviéndose hacia el coche.

Ella se giró en el asiento para coger la caja de la parte trasera y se la entregó a través de la puerta abierta del coche. Entonces el francés procedió a repartir camisetas entre todos los miembros del grupo.

Los soldados estaban entusiasmados y varios se la pusieron al momento.

Tab estrechó la mano del hombre al que había llamado «capitán» y se despidió con un Ma’a as-salaama. Luego volvió al coche con la caja casi vacía, entró y cerró la puerta.

—Vámonos, Alí, pero sin prisas.

El coche arrancó despacio. La feliz banda de criminales hizo señas al conductor para que avanzara por un paso lateral junto al arcén, sorteando el camión atravesado. Una vez superado el bloqueo, Alí giró el volante para regresar a la carretera.

En cuanto los neumáticos tocaron el firme de cemento, Alí apretó el acelerador y el coche se alejó rugiendo del control ilegal.

Tab volvió a poner la caja en la parte trasera.

Tamara dejó escapar un largo suspiro de alivio.

—¡Has estado fantástico! —exclamó mirando a Tab—. ¿No estabas asustado?

El francés negó con la cabeza.

—Esos tipos dan miedo, pero no suelen matar a nadie.

—Es bueno saberlo —dijo Tamara.

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2

Cuatro semanas atrás, Abdul se encontraba a unos tres mil kilómetros del Chad, en el país sin ley de Guinea-Bisáu, en el África occidental, catalogado por las Naciones Unidas como uno de los centros mundiales del narcotráfico. Era un lugar húmedo y caluroso, con una estación de los monzones que dejaba un ambiente lluvioso y sofocante durante la mitad del año.

Abdul estaba en la capital, Bisáu, en un apartamento con vistas al puerto. No había aire acondicionado y la camisa se le pegaba a la piel sudorosa.

Su compañero era Phil Doyle, un agente de la CIA veinte años mayor que él, que ocultaba su calva bajo una gorra de béisbol. Doyle tenía su base en la embajada de El Cairo, Egipto, y estaba al frente de la misión que ahora se le asignaría a Abdul.

Ambos miraban a través de unos prismáticos. La habitación estaba a oscuras. Si los descubrían, serían torturados y ejecutados. Bajo la tenue luz procedente del exterior, Abdul vislumbraba los contornos del mobiliario que le rodeaba: un sofá, una mesita de centro, un televisor.

Sus prismáticos enfocaban una escena que tenía lugar en los muelles: tres estibadores descamisados trabajaban duro y sudaban a mares bajo la luz de los arcos voltaicos. Estaban descargando un contenedor, transportando grandes sacos de polietileno reforzado hasta el interior de una furgoneta panelada.

Abdul habló en voz baja, pese a que el único que podía escucharle era Doyle.

—¿Cuánto pesan esos sacos?

—Veinte kilos —dijo Doyle con un marcado acento de Boston—. Casi cuarenta y cinco libras.

—Una faena de perros con este tiempo.

—Con cualquier tiempo.

Abdul trató de forzar la vista.

—No consigo leer lo que hay impreso en los sacos.

—Pone «Cuidado: sustancias químicas peligrosas», en varios idiomas.

—Parece que ya has visto antes esos sacos.

Doyle asintió.

—Los vi cuando la mafia que controla el puerto colombiano de Buenaventura los cargaba en ese mismo contenedor. Les he seguido el rastro a través del Atlántico. A partir de aquí, son todo tuyos.

—Supongo que la etiqueta no se equivoca: la cocaína pura es una sustancia química muy peligrosa.

—Ya te digo.

La furgoneta no tenía capacidad suficiente para alojar en su interior la carga de un contenedor entero. Abdul supuso que la cocaína formaría parte de un cargamento mayor y que habría viajado oculta en algún compartimento secreto.

Un hombre corpulento ataviado con camisa de vestir supervisaba el trabajo contando una y otra vez los sacos. Había también tres guardias uniformados de negro con fusiles de asalto. Cerca del muelle esperaba una limusina, con el motor al ralentí. Los estibadores paraban cada pocos minutos para beber de unas grandes botellas de refresco. Abdul se preguntó si tendrían alguna idea del valor del cargamento que estaban manejando. Supuso que no. Pero el hombre que contaba los sacos sí lo sabía. Y quien estuviera dentro de la limusina también.

—Dentro de tres de esos sacos hay unos radiotransmisores en miniatura —explicó Doyle a Abdul—. Son tres, por si roban uno o dos de los sacos, o por si, por alguna razón, separan alguno del cargamento principal. —Se sacó del bolsillo un pequeño dispositivo de color negro—. Con este aparatito podrás rastrear la señal por control remoto. En la pantalla verás a qué distancia se encuentran y adónde se dirigen. No te olvides de apagarlo, para ahorrar la batería de los transmisores. Podrías rastrearlos con un móvil, pero seguramente tendrás que ir a lugares donde no habrá cobertura, así que debe ser mediante señal de radio.

—Entendido.

—Puedes hacer el seguimiento a distancia, pero en ocasiones tendrás que acercarte al objetivo. Tu misión es identificar a las personas que manejan el cargamento y los lugares a los que se dirigen. Esa gente son terroristas y esos lugares son sus escondrijos. Tenemos que averiguar cuántos yihadistas hay en esas bases y con qué armamento cuentan, a fin de que nuestras fuerzas sepan a qué se enfrentan cuando intervengan para acabar con esos cabrones.

—No te preocupes. Me acercaré todo lo que haga falta.

Se quedaron en silencio.

—Supongo que tu familia no sabe a qué te dedicas —dijo Doyle al rato.

—No tengo familia —respondió Abdul—. Mis padres murieron, y mi hermana también. —Señaló hacia los muelles—. Ya han acabado.

Los estibadores cerraron el contenedor y la furgoneta haciendo retumbar alegremente las puertas metálicas. Estaba claro que no veían la necesidad de actuar de manera furtiva y que no temían a la policía, a la que sin duda habrían sobornado. Se encendieron unos cigarrillos y se quedaron por allí riendo y charlando. Los guardias se colgaron los fusiles del hombro y se unieron a la conversación.

El chófer bajó de la limusina y abrió la puerta del pasajero. El hombre que salió de la parte de atrás iba vestido como para ir a un club nocturno, con una camiseta debajo de una chaqueta de esmoquin que lucía un dibujo dorado en la espalda. Habló con el hombre de la camisa de vestir, luego ambos sacaron sus móviles.

—En este momento el dinero está siendo transferido de una cuenta suiza a otra —dijo Doyle.

—¿Cuánto?

—En torno a unos veinte millones de dólares.

—Es incluso más de lo que pensaba —repuso Abdul, sorprendido.

—Su precio se duplicará cuando llegue a Trípoli, volverá a duplicarse al llegar a Europa, y volverá a duplicarse cuando se venda en las calles.

Tras finalizar las llamadas, los dos hombres se estrecharon la mano. El de la chaqueta de esmoquin se acercó a la limusina y sacó una bolsa con las palabras «Dubai Duty Free» en inglés y en árabe. Parecía estar llena de fajos de billetes sujetos con una banda. Entregó sendos fajos a los estibadores y a los guardias. Los seis hombres le devolvieron una amplia sonrisa: era evidente que se les estaba pagando muy bien. Por último abrió el maletero y entregó a cada uno un cartón de Cleopatra; una especie de bonificación extra, imaginó Abdul.

El hombre se montó en la limusina, que arrancó y se perdió en la noche. Los estibadores y los guardias también se dispersaron. La furgoneta llena de cocaína se puso en marcha.

—Me voy corriendo —dijo Abdul.

Doyle le tendió una mano y Abdul se la estrechó.

—Eres un hombre valiente. Buena suerte.

Durante días, una angustiada Kiah no paró de darle vueltas a su conversación con la mujer blanca.

De pequeña imaginaba que todas las mujeres europeas eran monjas, ya que eran las únicas blancas que había conocido. La primera vez que vio a una mujer francesa normal, luciendo un vestido hasta las rodillas, medias y un bolso al hombro, se quedó tan impactada como si hubiera visto un fantasma.

Pero ahora ya estaba acostumbrada a verlas, y por instinto había confiado en Tamara, pues tenía un rostro franco y abierto, sin rastro de malicia.

Ahora sabía que las europeas adineradas hacían trabajos propios de los hombres y que no tenían tiempo para limpiar su casa, así que pagaban a sirvientas, del Chad y de otros países pobres, para que se encargaran de las tareas domésticas. Aquello la tranquilizó: había un trabajo para ella en Francia, una nueva vida por delante, una manera de poder alimentar a su hijo.

Kiah no entendía muy bien por qué las mujeres ricas querían ser doctoras o abogadas. ¿Por qué no se dedicaban a jugar con sus hijos y a charlar con sus amigas? Todavía le quedaba mucho que aprender sobre las europeas, aunque sabía lo más importante: que empleaban a emigrantes procedentes del África más desfavorecida.

En cambio, lo que Tamara había dicho sobre los traficantes de personas resultaba de todo menos tranquilizador. La mujer se había mostrado horrorizada. Y eso era lo que más angustiaba a Kiah. No podía negar la lógica que encerraban sus palabras. Ella estaba pensando en ponerse en manos de una mafia criminal: ¿qué les impediría quedarse simplemente con su dinero y ya está?

Tenía un poco de tiempo para reflexionar sobre estas cuestiones mientras Naji dormía su siesta. Se quedó mirando a su hijo, desnudito bajo una sábana de algodón, durmiendo tranquilamente, ajeno a toda preocupación. Kiah no había querido a sus padres, ni siquiera a su marido, tanto como quería a su hijo. El amor que sentía por Naji era el motor de su vida y superaba cualquier otra emoción. Pero el amor no era suficiente. El niño necesitaba comida y agua, y ropa para proteger su delicada piel del ardiente sol. Y era ella la que tenía que encargarse de satisfacer sus necesidades. No obstante, si emprendía la travesía por el desierto, también pondría en riesgo la vida de su hijo. Y era tan pequeño, tan frágil, tan inocente…

Kiah necesitaba ayuda. No podía embarcarse sola en aquel peligroso viaje. A lo mejor, con la ayuda de un amigo, podría conseguirlo.

Mientras contemplaba a Naji, él abrió los ojos. No se despertaba lentamente como los adultos, sino de golpe. Se puso en pie, caminó tambaleante hacia su madre y dijo: «Leben». Le encantaba ese plato, una especie de arroz cocido con leche mazada, y su madre siempre le daba un poco después de la siesta.

Mientras alimentaba al pequeño, Kiah decidió que hablaría con Yusuf, su primo segundo. Era más o menos de su edad y vivía en la aldea vecina, a unos tres kilómetros de distancia, con su esposa y una hija de la edad de Naji. Yusuf era pastor, pero casi todo su rebaño había muerto por la falta de pastos, y ahora él también estaba pensando en emigrar antes de que se le acabaran todos los ahorros. Kiah quería hablar con él de la situación. Si al final Yusuf decidía ir, podría viajar con él y su familia y se sentiría mucho más segura.

Para cuando Kiah había vestido a Naji, ya era media tarde y el sol había superado su cenit. Se sentó al pequeño en la cadera. Era una mujer fuerte y todavía podía cargar con él largas distancias, pero no estaba segura de cuánto tiempo podría seguir haciéndolo. Tarde o temprano el niño pesaría demasiado y, cuando caminara solo, tardarían mucho más en cubrir cualquier distancia.

Kiah bordeó el lago siguiendo la orilla y cambiándose a Naji de cadera de vez en cuando. Ahora que había pasado el pico de calor, la gente había vuelto a sus quehaceres: los pescadores remendaban las redes y afilaban sus navajas, los niños pastoreaban los rebaños de cabras y ovejas, las mujeres acarreaban agua en jarras tradicionales y en grandes garrafas de plástico.

Al igual que los demás lugareños, Kiah no paraba de echar ojeadas hacia el lago, ya que nunca se sabía cuándo podía entrarles el hambre a los yihadistas y venir a saquear la aldea en busca de carne, harina y sal. A veces incluso secuestraban a muchachas, sobre todo cristianas. Kiah se tocó la pequeña cruz de plata que llevaba colgada de una cadena bajo el vestido.

Al cabo de una hora, llegó a la aldea vecina. Era muy parecida a la suya, salvo por una hilera de seis casas de cemento que habían sido construidas en tiempos mejores y ya empezaban a desmoronarse, aunque todavía estaban habitadas.

La choza de Yusuf era como la de Kiah, hecha de ladrillos de adobe y hojas de palmera. Se detuvo ante la puerta y llamó.

—¿Hay alguien en casa?

Yusuf reconoció su voz.

—Pasa, Kiah.

Yusuf estaba sentado de piernas cruzadas en el suelo, arreglando una rueda de bicicleta pinchada. En ese momento estaba pegando un parche en un agujero de la cámara de aire. Era un hombre menudo con una cara simpática, sin el aspecto severo y autoritario de la mayoría de los maridos. La recibió con una gran sonrisa: siempre se alegraba de ver a Kiah.

Su mujer, Azra, estaba amamantando a la pequeña. La sonrisa que le dedicó no fue tan acogedora. Tenía un rostro alargado y como contraído, pero no era esa la única razón por la que su expresión resultaba un tanto hosca. Lo cierto era que Yusuf sentía un afecto tal vez algo excesivo por su prima Kiah. Desde la muerte de Salim, había adoptado un papel protector que le llevaba a tocarle la mano y pasarle el brazo por la cintura con más frecuencia de la necesaria. Kiah sospechaba que le gustaría casarse con ella, y seguramente Azra tenía la misma sospecha. La poligamia era legal en el Chad, y millones de mujeres cristianas y musulmanas compartían marido.

Kiah no había hecho nada por alentar ese comportamiento en Yusuf, pero tampoco se había mostrado demasiado remisa, ya que en verdad necesitaba protección y él era el único pariente varón que le quedaba en el Chad. No obstante, le preocupaba que esa tensión entre los tres resultara una amenaza para sus planes.

Yusuf cogió una jarra de barro y le ofreció un poco de leche de cabra. Se la sirvió en un cuenco, que ella compartió con Naji.

—La semana pasada estuve hablando con una extranjera —dijo Kiah mientras el pequeño sorbía la leche—. Era una mujer blanca de Estados Unidos que había venido a estudiar por qué se están secando las aguas del lago. Y le hice algunas preguntas sobre Europa.

—Muy inteligente por tu parte —observó Yusuf—. ¿Y qué te contó?

—Me dijo que los traficantes de personas son unos delincuentes y podrían robarnos el dinero.

Yusuf se encogió de hombros.

—Aquí también nos pueden robar los yihadistas.

—Pero es más fácil que te roben en el desierto —intervino Azra—. Y pueden abandonarte allí para dejar que te mueras.

—Tienes razón —contestó Yusuf a su esposa—. Solo digo que hay peligro en todas partes. Y si no nos marchamos, moriremos aquí.

Yusuf acababa de desestimar las objeciones de Azra, lo cual convenía a los planes de Kiah.

—Estaremos más seguros juntos, los cinco —intervino Kiah para reforzar las palabras de su primo.

—Por supuesto —dijo Yusuf—. Yo cuidaré de todos.

Eso no era lo que Kiah había querido decir, pero no lo contradijo.

—Exacto.

—He oído que en Tres Palmeras hay un hombre llamado Hakim —prosiguió Yusuf, refiriéndose a una pequeña población situada a unos quince kilómetros—. Y por lo que dicen, puede llevar a la gente hasta Italia.

A Kiah se le aceleró el pulso. Nunca había oído hablar de ese tal Hakim. Aquello significaba que su huida podía estar más cerca de lo que había imaginado. De repente, la posibilidad se hizo más real… y más aterradora.

—La mujer blanca me contó que desde Italia se puede llegar fácilmente a Francia.

La pequeña de Azra, Danna, acabó de mamar. Su madre le limpió la barbilla con la manga después y la dejó en el suelo. Danna caminó con paso tambaleante hasta donde estaba Naji y los dos se pusieron a jugar juntos. Azra cogió una jarrita de aceite y se frotó un poco en los pezones, luego se subió la pechera del vestido.

—¿Cuánto dinero pide ese Hakim? —preguntó.

—El precio habitual son dos mil dólares americanos —respondió Yusuf.

—¿Por persona o por familia? —volvió a preguntar Azra.

—No lo sé.

—¿Y los niños también pagan?

—Supongo que dependerá de si son lo bastante grandes para ocupar un asiento.

Kiah pensó que no valía la pena seguir discutiendo sin disponer de información de primera mano.

—Iré a Tres Palmeras y se lo preguntaré —dijo con impaciencia.

Además, quería ver a Hakim con sus propios ojos, hablar con él y hacerse una idea del tipo de persona que era. En un día podría recorrer los quince kilómetros de ida y los quince de vuelta.

—Deja a Naji aquí conmigo —se ofreció Azra—. No podrás hacer todo el camino cargada con él.

Kiah pensó que, si tuviera que hacerlo, sí podría.

—Gracias. Me será de gran ayuda —optó por contestar.

Ella y Azra cuidaban a menudo la una el hijo de la otra. A Naji le encantaba ir a la casa de Yusuf. Le gustaba observar a Danna e imitar todo lo que hacía.

—Ya que has hecho todo el camino hasta aquí —dijo Yusuf muy animado—, podrías quedarte a pasar la noche con nosotros y salir mañana temprano.

No era una mala idea, pero Yusuf se mostraba un tanto ansioso por dormir en la misma habitación que Kiah, y a esta le pareció ver que Azra fruncía ligeramente el ceño.

—No, gracias, tengo que volver a casa —respondió con cierta cautela—. Pero traeré a Naji a primera hora de la mañana. —Se levantó y cogió a su hijo en brazos—. Gracias por la leche. Y que Dios os acompañe.

En el Chad, las paradas en las gasolineras solían ser más largas que en Estados Unidos. La gente no tenía tanta prisa por volver a la carretera. Comprobaban el estado de los neumáticos, echaban aceite al motor y cambiaban el líquido del radiador. Tenían que ser precavidos: si el vehículo se averiaba, podían esperar días hasta que llegara la asistencia de carretera. La gasolinera era también un espacio para socializar. Los conductores hablaban con el propietario y también entre ellos, intercambiando noticias sobre controles, convoyes militares, bandas de saqueadores yihadistas y tormentas de arena.

Abdul y Tamara habían acordado un segundo encuentro en la carretera que iba de Yamena al lago Chad. El agente quería volver a hablar con ella antes de adentrarse en el desierto y, a poder ser, prefería no usar el móvil ni enviar mensajes de texto.

Abdul llegó a la gasolinera antes que ella. Para aprovechar el tiempo, le vendió al propietario una caja entera de cartones de Cleopatra. Tenía el capó levantado y estaba echando agua en el depósito del limpiaparabrisas cuando otro coche se detuvo junto al suyo. Lo conducía un chadiano, pero la pasajera era Tamara. El personal que trabajaba en la embajada nunca viajaba solo, sobre todo si se trataba de una mujer.

A primera vista, al verla bajarse del coche, Abdul pensó que podría pasar perfectamente por una mujer norteafricana. Tenía el cabello y los ojos oscuros, y llevaba un vestido de manga larga encima de los pantalones, además del pañuelo en la cabeza. No obstante, un observador más cuidadoso se daría cuenta de que era estadounidense por su manera confiada de caminar, por cómo lo miró directamente a los ojos y por la forma de dirigirse a él como a un igual.

Abdul sonrió. Tamara era una joven atractiva y llena de encanto. No tenía ningún interés romántico en ella —había sufrido un terrible desengaño hacía un par de años y aún no lo había superado—, pero le encantaba su actitud vitalista, su joie de vivre.

Miró a su alrededor. El establecimiento era una simple choza de adobe donde el propietario vendía también comida y agua. Una camioneta se marchaba en ese momento después de repostar. No quedaba nadie más en la gasolinera.

De todos modos, los dos prefirieron ir sobre seguro y fingieron no conocerse. Tamara le dio la espalda a Abdul mientras el conductor llenaba el depósito.

—Ayer atacamos la base que localizaste en Níger —le dijo ella en voz baja—. Nuestras fuerzas salieron victoriosas: destruyeron el campamento, confiscaron gran cantidad de armamento y tomaron prisioneros para interrogarlos.

—¿Capturaron a Al Farabi?

—No.

—Entonces la base no era Hufra.

—Los prisioneros la llaman Al Bustan.

—El Jardín —tradujo Abdul.

—Aun así, es un gran triunfo, y te has convertido en el héroe del momento.

Abdul no tenía ningún interés en ser un héroe. Mantuvo la mirada al frente.

—Tengo que cambiar de táctica.

—Muy bien… —dijo Tamara en tono dubitativo.

—A partir de ahora me resultará muy difícil actuar sin ser visto. La ruta del cargamento se dirige hacia el norte: a través del Sáhara hasta Trípoli, y luego, cruzando el Mediterráneo, hasta los clubes nocturnos de Europa. Desde aquí hasta la costa se

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