Hasta que te vuelva a ver

Andrea Milano

Fragmento

TARDE TRÁGICA

Barrio de Belgrano, Buenos Aires, Argentina, agosto de 1935.

Lo primero que hizo Santiago Navarro Soler al llegar a su casa fue desatarse el nudo de la corbata. Antes de cerrar la puerta saludó al guardia que vigilaba la propiedad y sus alrededores durante el turno diurno. Su padre, don Álvaro, vivía con el temor de que algún malhechor lo atacase a él o a algún miembro de su familia. La situación en el país era insostenible. Hacía menos de un mes que se había perpetrado un atentado en contra del santafesino Lisandro de la Torre en medio de una sesión en el Senado. El ministro de Agricultura, Luis Duhau, y el ministro de Hacienda, Federico Pinedo, habían sido acusados por De la Torre de hacer la vista gorda mientras el frigorífico Anglo, uno de los más importantes del país, cometía delitos de fraude y evasión de impuestos. Mientras el senador Lisandro de la Torre ponía al descubierto la red de corrupción que el gobierno de Justo y los ministros habían tejido alrededor del negocio de la carne, Duhau lo había empujado y el senador terminó en el suelo. En medio del tumulto y los gritos, se oyeron disparos. Enzo Bordabehere, senador electo por la provincia de Santa Fe y compañero de Lisandro de la Torre, había sido asesinado. Su agresor: un excomisario, quien trabajaba para el Partido Demócrata y era hombre de confianza del ministro de Agricultura. La muerte llevó a una comisión investigadora a firmar un tratado para regular el comercio de exportación de la carne; sobre todo, la verificación de los precios al mercado exterior. Álvaro Navarro Soler, uno de los principales exportadores de carne del país gracias a su cadena de frigoríficos bautizada con el nombre de NavaSol, apoyó sin ningún titubeo las nuevas normas, y rápidamente se ganó la antipatía de colegas que estaban en contra de ajustar los precios de venta. Muchos de ellos comenzaron a realizar movimientos fraudulentos. Durante el allanamiento del Norman Star, un carguero inglés, la comisión descubrió los libros contables que el frigorífico Anglo se negaba a mostrar, ocultos en cajas de corned beef.

Álvaro Navarro Soler, gracias al soplo de uno de los empleados del frigorífico, avisó al mismísimo Lisandro de la Torre, miembro de la comisión investigadora. La muerte de Bordabehere le hizo pensar en su propia seguridad, por eso tenía vigilada la mansión y el edificio en donde funcionaba su despacho.

Santiago intentaba olvidarse del asunto porque, según él, vivir con miedo no era vivir. Arrojó los libros de estudio en la mesita de arrime y torció la boca en un gesto de fastidio cuando uno de los pesados armatostes de leyes casi voltea el jarrón de porcelana favorito de su hermana Rosario. Lo había conseguido a un muy buen precio con su anticuario de confianza y lo cuidaba como si estuviese bañado en oro. Con un rápido movimiento, alcanzó a evitar la catástrofe. Después de pasarse toda la tarde en la Facultad de Derecho, lo que menos deseaba era someterse a la retahíla de sermones que le tendría reservada su hermana mayor si rompía el dichoso jarrón. Se pasó la mano por el cabello y movió el cuello para aflojar la tensión. Estaba en el segundo año de Abogacía y la carrera se le estaba haciendo cuesta arriba. Pero al menos no era como algunos de sus compañeros, que habían elegido dedicarse al Derecho solo para complacer a sus padres. A él siempre le había interesado la carrera; sobre todo, la veía como un trampolín para saltar de lleno al mundo de la política. Su padre no estaba muy de acuerdo con sus aspiraciones, y le recordaba en todo momento que la vida de los políticos era muy complicada, sobre todo en un país como la Argentina. Don Álvaro Navarro Soler soñaba con que algún día él ocupase su lugar al frente de los negocios. Con Francisco, su hijo mayor, ni siquiera podía contar. Estaba seguro de que no tardaría ni una sola noche en dilapidar su fortuna en una mesa de juego o cerrando un mal negocio. Y Pedro, el benjamín de los Navarro Soler, había elegido un camino totalmente distinto al de sus hermanos.

Santiago se dispuso a subir a su habitación para darse un baño y descansar un rato antes de la cena. Había quedado en salir esa noche con unos amigos y necesitaba recuperar fuerzas para divertirse. Se detuvo al ver que la puerta del despacho de su padre estaba entreabierta. En el gramófono, sonaba un tango de Gardel. Desde su trágica muerte, ese mismo año en Colombia, en un accidente aéreo, sus discos siempre se escuchaban en la mansión. Pasaría a saludarlo, aunque imaginaba que no iba a aprobar que se fuera de juerga cuando al otro día debía madrugar para ir a la facultad.

Empujó la puerta y descubrió que el lugar se encontraba en penumbras. Una de las farolas que alumbraba el jardín echaba un poco de luz a través de la ventana. No era su padre quien estaba allí. Por encima del respaldo de la butaca, distinguió la cabeza de su hermano mayor. El brazo derecho colgaba hacia un lado. Un vaso vacío hacía equilibrio entre sus dedos. Un mal presentimiento lo exhortó a aproximarse al escritorio. Entonces vio la pistola.

—¡Francisco! ¡No lo hagas! —se detuvo abruptamente cuando su hermano se puso el arma en la sien.

—No te acerques, Santiago. No quiero manchar tu ropa con sangre.

Estaba borracho. De nuevo.

—¿Sabés que día es hoy?

Claro que lo sabía. Hacía doce años que su madre había muerto. Doce años desde esa fatídica tarde en la cual Francisco la encontró sumergida en la bañera, con las venas cortadas y el agua teñida de rojo. Una escena demasiado espantosa para un niño de apenas diez años. Esa tragedia, que había enlutado a los Navarro Soler, aún hoy, perturbaba a su hermano mayor. No importaba el tiempo que hubiese transcurrido; para él, cada nuevo aniversario de la muerte de su madre lo llevaba de regreso a ese momento fatal. No era la primera vez que intentaba cometer una locura.

—Francisco, por favor, dame la pistola. —Le hablaba con calma, aunque con firmeza. Debía disuadirlo y evitar que los demás se dieran cuenta. Suponía que Rosario se encontraba en la casa; quizá encerrada en su atelier de pintura. Esperaba que Pedro no hubiese regresado del colegio todavía. Rogó para que su padre estuviese en su habitación, cumpliendo religiosamente con su rutina de dormir la siesta antes de dar un paseo por el jardín que rodeaba a la mansión.

El vaso que Francisco sostenía en su mano izquierda se estrelló contra el suelo. El ruido del vidrio al hacerse añicos se mezcló con la voz del Morocho del Abasto, que seguía inundando el despacho con su canto. Santiago miró hacia la puerta. La había dejado abierta. No pudo hacer nada cuando Rosario, seguida muy de cerca por Pedro, entró para ver qué estaba sucediendo. Su hermana corrió las cortinas para echar un poco más de luz al lugar y se quedó petrificada al ver cómo Francisco blandía la pistola de su padre a escasos centímetros de su cabeza. Miró a Santiago con un gesto suplicante mientras se sujetaba del brazo de Pedro porque se le habían aflojado las piernas.

—No pretendía hacer de este momento un espectáculo —se burló Francisco, moviendo el arma hacia

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