Cuauhtémoc

Sofía Guadarrama Collado

Fragmento

Cuauhtémoc

—¿Dónde tenéis el tesoro de Mutezuma? —pregunta rabioso un hombre de largas barbas, ojos azules y dientes amarillos.

A la sazón, otro de los barbados vierte con dilación aceite hirviendo sobre los pies del huey tlatoani Cuauhtémoc, que convulsiona en el piso, atado por gruesas sogas. Sus brazos y piernas —bañado en sudor— tiemblan descontrolados. No grita, no gime, no llora; únicamente tuerce la cara como trapo exprimido. Sus ojos se pierden en dirección al techo.

—¡Hablad, perro maldito! —exige enfurecido el hombre a cargo de la tortura.

Cuauhtémoc recibe una segunda derrama de aceite hirviendo sobre sus pies ya rojos e inflamados. Se estremece nuevamente, aunque no puede moverse mucho debido a las apretadas sogas. Inhala con ahogo. Cierra los ojos. Lo rodean más de cuarenta barbudos. La sala tiene muy poca luz, por lo tanto, apenas si los puede reconocer.

Su líder Fernando Cortés, a quien los meshicas llaman Malinche «El dueño de Malintzin1» observa distante y en silencio, sin tomar partido. Sabe que si intenta detenerlos, ellos se volverán contra él. Exigen el oro que se les prometió: su pago por estos años de trabajo, hambre y guerras sufridas.

Quieren el oro que ellos mismos extraviaron un año atrás, en la noche de la huida. Luego de que Tonatiuh «Pedro de Alvarado» —en ausencia de Malinche— perpetrara una matanza de aproximadamente seiscientos pipiltin «nobles» y cinco mil macehualtin que celebraban la fiesta del Toshcatl, el pueblo que se había mantenido sumiso por ciento ochenta y seis días se levantó en armas y sitió a los extranjeros en Las casas viejas «El palacio de Axayácatl», por cuarenta días sin agua ni comida.

—¿Dónde tenéis escondido el tesoro de Mutezuma? —grita el hombre al mismo tiempo que otro vierte más aceite hirviendo sobre los pies, ahora con manchas blancas, cafés y negras, del joven tlatoani.

Lo que ellos llaman «el tesoro de Motecuzoma» son en realidad las pertenencias personales de todos los tlatoque difuntos que habían sido depositadas en el Teocalco «La casa de Dios», una bóveda ubicada en Las casas viejas. Mientras estaban hospedados los extranjeros la encontraron luego de derrumbar un muro que Motecuzoma había mandado construir antes de su llegada para proteger el tesoro sagrado: vestimentas, penachos, sandalias, brazaletes, orejeras, bezotes y adornados con piedras preciosas y pepitas de oro.

—¡Responded! —el hombre salpica de saliva el rostro de Cuauhtémoc al momento que le grita.

El joven tlatoani no tiene idea de dónde se encuentran esas joyas, pues la noche de la huida, los extranjeros las llevaban en sus venados gigantes, los cuales cayeron al lago en medio del combate. Había miles de personas peleando. Llovía. Imposible saber dónde quedó el oro si en ese momento lo único que les interesaba a los meshicas era recuperar su ciudad.

—Este indio no hablará —dice uno de los barbudos y desvía su mirada hacia Tetlepanquetzaltzin, señor de Tlacopan, amarrado, de la misma forma que Cuauhtémoc.

—Intentemos con éste —agrega el que carga la olla con aceite hirviendo—. ¿Dónde tenéis escondido el tesoro de Mutezuma? —amenaza con quemarle los pies.

Jerónimo de Aguilar, un español que tras un naufragio, vivió en las costas mayas por casi ocho años, ha fungido como traductor —del castellano al maya— desde la llegada de los extranjeros a Meshico Tenochtitlan, mientras que la niña Malintzin, quien fue regalada a los barbudos entre muchas otras mujeres, traduce del maya al náhuatl.

—No sé —responde el señor de Tlacopan con el rostro empapado de sudor.

El hombre que está al mando de la tortura se dirige al que carga la olla de aceite y con la mirada le indica que proceda. Tetlepanquetzaltzin aúlla y convulsiona. Todos los demás observan complacidos, aunque saben que con ello no subsanan las heridas recibidas. Malinche se mantiene en silencio, distante. El acto se ejecuta cinco veces: las mismas preguntas y las mismas respuestas, ¡no sé!, ¡no sé!, ¡no sé!, se estremece y emite violentos alaridos. De pronto Tetlepan— quetzaltzin le grita al tlatoani:

—¡Cuauhtémoc, ya no soporto más!

—¿Estoy yo en algún deleite o un temazcali?2 —responde iracundo.

Los extranjeros continúan torturando a Tetlepanquetzaltzin.

—¡Está en Tlacopan! —grita desesperado—. ¡Escondido en el palacio!

—¡Andad! —ordena Malinche a sus hombres—. ¡Id por el tesoro de Mutezuma!

Todos obedecen con exaltación. Por fin ha terminado la espera. Muy pronto podrán cobrar su parte del botín y regresar a Europa. Pues ninguno de ellos quiere permanecer ahí un día más. En cuanto la sala queda vacía, Malinche camina a Tetlepanquetzaltzin, lo mira directamente a los ojos y le habla:

—¿Tenéis idea de lo que acabáis de hacer?

Aguilar y Malintzin traducen.

Tetlepanquetzaltzin asiente con la cabeza. Esta sudando y temblando.

—Ahí no hay ningún tesoro —Malinche se ve tranquilo, incluso desinteresado en la recuperación del botín—. ¿Por qué mentisteis?

—No lo sé —solloza el tecutli de Tlacopan. Sabe que no será mucho tiempo. Se encuentran en la casa del tecutli de Coyohuacan; rodear el lago a caballo o cruzarlo en canoas les demorará por lo menos medio día. Para cuando descubran que ahí no hay ningún tesoro ya habrá anochecido. Con suerte regresarán en la madrugada.

—Cuando vuelvan, no tendrán clemencia —dice Malinche y le da la espalda.

—Me matarán… —Tetlepanquetzaltzin cierra los ojos y unas lágrimas escurren por sus sienes—. Será menos doloroso que esta tortura.

Malinche mueve la cabeza de izquierda a derecha y sale sin despedirse. La niña Malintzin y Aguilar lo siguen en silencio. El señor de Tlacopan dirige su mirada hacia el tlatoani, pero él lo ignora: su rostro se encuentra empapado en sudor, sus ojos cerrados y su boca abierta. Jadea con dificultad.

—Mi señor —susurra avergonzado.

Cuauhtémoc no responde. Sólo se escucha su respiración ronca.

—Perdóneme lo que hice. Por mi culpa vamos a morir, pero no pude soportar el tormento.

Hasta el momento no ha pasado por la mente del tlatoani que hoy podría ser el último día de su vida. Tiene la certeza de que Malinche lo mantendrá con vida —tal y como lo hizo con Motecuzoma— mientras le sea útil…

Al igual que muchos tenoshcas, él aprendió en la infancia a resistir el dolor físico y emocional; entre ellos, la ausencia del padre que no conoció. El huey tlatoani Ahuízotl había muerto cuando Cuauhtémoc tenía dos años, edad que fue su condena y su salvación. Sin darse cuenta dejó de ser el hijo del tlatoani para convertirse en uno más de los primos del recién electo tlatoani Motecuzoma Shocoyotzin.

La lucha por el poder estaba en el pináculo y traía consigo un atadero de rencores y envidias que se

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