PERSONAJES
Personajes principales:
Ramiro Sancho. Inspector de policía del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Ólafur Olafsson. Excomisario de policía de la Brigada de Homicidios de Reikjavik.
Sara Robles. Inspectora del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Álvaro Peteira. Subinspector del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Fernando Fajardo. Jefe de la Unidad de Secuestros y Extorsiones.
Margarita Zúñiga. Estudiante de tercero de la ESO y víctima de un secuestro.
Azucena Pérez. Madre de Margarita.
José Antonio Pérez. Abuelo de Margarita.
Aitzol Etxevarria, «Chupao». Secuestrador.
Servando Garay, «Chimuelo». Secuestrador.
Gorka Arizmendi, «Besugo». Secuestrador.
Otros personajes:
Erika Lopategui. Doctora en Psicología.
Aarjen de Bruyn. Ayudante retirado del fiscal de Hainault.
Jaap Keergaard. Arcángel Uriel de la Congregación de los Hombres Puros.
Bismark Kruger. Arcángel Zadkiel de la Congregación de los Hombres Puros.
Francisco Travieso. Comisario provincial de Valladolid.
Carlos Herranz-Alfageme, «Copito». Comisario de la comisaría de distrito de las Delicias.
Patricio Matesanz. Subinspector del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Carlos Gómez. Agente del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Jacinto Garrido. Agente del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Carmen Montes. Agente del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Áxel Botello. Agente del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Santiago Salcedo. Jefe de la Brigada de la Policía Científica de Valladolid.
Mateo Marín. Agente de la Policía Científica de Valladolid.
Daniel Navarro. Agente de la Unidad Motorizada.
Aurora Miralles. Titular del Juzgado de Instrucción n.º 1 de Valladolid.
Pablo Pemán. Subdelegado del Gobierno.
Francisco Javier Caño Olavarría. Jefe superior de la policía de Castilla y León.
Juan Carlos Prieto. Comisario jefe de la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta (UDEV).
Julio Santamaría. Jefe del Grupo Especial Operativo (GEO).
Peter Frei. Presidente del Partido Cristiano-Demócrata y Flamenco. Guardián de la Congregación de los Hombres Puros.
Rosemarie Slosse. Esposa de Peter Frei.
Luciana Lammers. Asistente personal y mano derecha de Peter Frei.
Thomas Geoffroy. Abogado. Centinela de la Congregación de los Hombres Puros.
Alfredo Zúñiga. Padre de Margarita.
José Ramón Madruga. Politoxicómano.
Anna Jónsdóttir. Vecina de Ólafur Olafsson.
Remedios Hermosilla, «Reme». Vecina de la localidad vallisoletana de Viana de Cega.
Arturo Parrado. Vecino de la localidad vallisoletana de Viana de Cega.
Karatu. Dogo argentino.
Luis. Encargado del Zero Café.
Paco, «Devotion». Pincha del Zero Café.
RIGOR Y CONSTANCIA
Los estoy viendo por el retrovisor. Se muestran muy poco, lo justo. Apenas salen para fumar, hablan entre ellos sin dejar de mirar el entorno y vuelven a refugiarse en la casa. No saben que estamos ahí, pero toman sus precauciones. Saben de qué va el tema pero solo hay que esperar a que se separen un poco del nido. Aquí no hay segundas oportunidades y el teléfono del comodín de la llamada lo cortaron hace tiempo por falta de pago. El historial de los mendas es un primor. Son itinerantes, tienen tablas y las informaciones apuntan a que pueden ir armados.
La garra, puntual a su cita, está empezando a lijar el duodeno cuando suena el móvil. Es César. Tras un breve saludo, lo lanza:
—Quiero que escribas el prólogo de Sarna con gusto.
Así, sin anestesia. No es una sugerencia, es una orden de servicio. Nada más colgar ya me estoy arrepintiendo de haber aceptado el encargo porque el mayor y a la vez más dudoso mérito literario que se me puede atribuir como inspector de policía puede ser la redacción de atestados policiales, que, como todo el mundo sabe o puede suponer, están considerados por la crítica especializada como obras cumbres de la narrativa universal. Sin desviar la atención de lo que nos ocupa, no puedo evitar remontarme unos años atrás, cuando un tipo rapado al cero con aspecto de todo menos de escritor se personó en las dependencias del Grupo de Homicidios. Venía con cita previa, como en Hacienda, armado con un triste bloc de notas y un no menos patético boli, pero llegaba acompañado y recomendado por un colega, pata negra, que en los días precedentes me había hablado de un buen amigo suyo que estaba escribiendo una novela sobre un asesino en serie y que necesitaba algo de información. Pretendía —me previno el de la motorizada— obtener datos para conformar una visión de conjunto sobre los procesos de investigación. Acepté a pesar de que me invadió un cierto desánimo —lo reconozco ahora—, solo por el hecho de someterme a la curiosidad de un «juntaletras» al que no conocía. Recuerdo que le despaché con solemnidad, sirviéndole unos datos muy generales, de esos que cualquiera podría conseguir en Internet sobre la organización policial, escalafones, reglamentos, régimen disciplinario…, vamos, material de primera; puro solomillo.
«Con estas revelaciones que te estoy haciendo vas de cabeza al top ten de ventas», pronosticaba para mí durante la charla.
El caso es que César no dejaba de tomar notas, mostrando, eso sí, mucho interés por el ladrillo que le estaba endilgando. Una astuta maniobra de distracción como preludio a lo que era el objeto real de la visita, intención que no tardaría en desvelarme con tanta franqueza como prudencia —más de la que muestra hoy, afortunadamente—. Lo que quería aquel proyecto de novelista era conocer el día a día en un Grupo de Investigación del Cuerpo Nacional de Policía, la labor de trincheras, la sala de máquinas.
—Principalmente para dotar de alma al personaje —se justificó.
«Vas listo», pensé yo.
Lo que no fui capaz de calibrar en aquel momento fue el poderío de un arma que traía bien escondida: sus dotes para la persuasión. Un arma de destrucción masiva, créame. Buena prueba de ello es que cuatro años más tarde me veo escribiendo el prólogo de la cuarta entrega de las andanzas del barbudo pelirrojo. Ahí es nada.
Nada más iniciarse nuestra bienaventurada relación, César me mostró de qué forma quería recorrer el camino que había trazado en su mente, retorcida y compleja como la del criminal que iba a protagonizar una novela que a la postre terminó convirtiéndose en una trilogía. En su favor he de decir que asumió desde un principio las limitaciones derivadas del secreto profesional y que siempre ha respetado el pacto que delimita lo que se puede y lo que no se puede escribir. Se interesaba principalmente por esos detalles que hacen que el lector confunda realidad y ficción, y, a pesar de mi advertencia sobre lo decepcionante que podría resultar el conocer los avatares propios de la investigación, apostó por renunciar al golpe de efecto sin justificar, dejando el dichoso conejo en la chistera. Enseguida comprendió que aquí no hay magia ni ciencia infusa. Poco abundan —siento admitirlo— los policías atormentados con vidas desordenadas provistos de una personalidad arrolladora de guion de Hollywood. Investigadores de esos que repentinamente entran en trance y unen todas las piezas del puzle auxiliados por unos extraños hados que inspiran la revelación y la resolución de los casos. Eso solo pasa en las películas y en algunas novelas, pero no era ese el tipo de novela que él quería escribir. César fue coherente y escogió el camino complicado y eso, precisamente eso, es lo que hoy me sigue empujando a atender de inmediato sus llamadas, porque en cada conversación se esconde un reto. También ayuda el hecho de que el autor se haya preocupado por otros aspectos menos interesantes para el lector, aunque solo sea para ser consciente de eso que anega la cotidianidad de los guardias: las interminables horas de trabajo, la constancia, la formación continua, las dosis infinitas de paciencia, la alta tolerancia a la frustración y sobre todo la actitud necesaria para estar a la altura de las circunstancias. En materia de investigación no caben las elucubraciones ni las vueltas de tuerca para ajustar lo que no tiene ajuste. No se admiten excusas y los denominados «casos difíciles» rozan lo imposible por la cantidad de variables y datos que hay que conseguir, ordenar y analizar. He de reconocer que me siento muy orgulloso de su evolución, no tanto por su fulgurante éxito como escritor como por su faceta como analista e investigador. Es verdad que César cuenta con la inestimable ventaja de estar en la mente de sus personajes, que para eso son sus criaturas, pero, así y todo, ha decidido adaptarse al método sin tomar atajos. Si se encuentra una dirección prohibida no quita la señal, aunque bien pudiera hacerlo, que para eso es el autor. No, él busca otra forma de entrar porque está seguro de que existe. Y al final entra, eso lo sé por experiencia.
Nuestro oficio se alimenta del rigor y la constancia, valores muy coincidentes con la tarea que César desempeña frente a la pantalla de su portátil: aporrear el teclado, como él lo define. Quizá por ello nos entendamos tan bien. Dicho esto, habría que subrayar algo que sí nos diferencia: en nuestra profesión no existe el perfecto investigador ni el crimen perfecto, en la suya sí se puede alcanzar la perfección y la novela que tiene entre manos, si no la alcanza, está muy cerca.
Quizá lo mejor que pueda decir sobre él es que, si César fuera policía, yo habría hecho lo imposible para que estuviera en mi grupo. Ya se adelanta a mis modestas contribuciones con un diseño perfectamente estructurado de cada situación, ha cogido el hilo y no lo va a soltar. Está maduro y sospecho que valora la posibilidad de hacerme un ERE y prescindir de mis cada vez más innecesarias aportaciones. «Tú sabrás, que en esta comisaría tú mandas, compadre».
Toca hablar ahora de lo que se van a encontrar en Sarna con gusto. A mi juicio, esta es, hasta la fecha, la novela firmada por César Pérez Gellida en la que se plasma de forma más fidedigna lo que sucede de puertas adentro y lo que pasa por la mente de un policía que se ha de enfrentar a situaciones como las que usted va a vivir en la piel de Sancho a lo largo de los capítulos que siguen a este prólogo. Prepárese, porque son tales las vilezas a las que somete el autor al pelirrojo que uno no entiende que sea capaz de hacerlo aun siendo su alter ego. Lo aclaro por si alguien no se había «dado de cuenta» —como diría ese gran policía que fue Paco el Rata y al que César homenajeó en algunos pasajes—. Si usted ya ha leído la trilogía sabrá que Ramiro Sancho tiene pelaje de madero, es un tipo noble y concienzudo, sin dobleces, tal cual. Es del gremio y se ha sabido rodear por buenos camaradas, del todo imprescindibles para afrontar la investigación del secuestro que ha pergeñado el autor. Compañeros que serían la envidia de cualquier jefe de grupo excepto de mí, porque yo tengo la suerte de contar con los Peteira, Matesanz, Gómez, Garrido, Montes y Botello. Y sí, son los mejores.
Vaya por delante que la gestión policial de los secuestros —afortunadamente escasos en España y resueltos con brillantez por las unidades especializadas— no puede plasmarse de forma pormenorizada en una novela. No me gustaría que Sarna con gusto terminara por convertirse en el manual de consulta del buen secuestrador y, sin embargo, la lectura de los primeros borradores me hizo ver que la ficción se había acercado a la realidad mucho más de lo que yo había previsto inicialmente. El brutal deterioro psíquico y físico que sufren tanto el secuestrado como su entorno supone un auténtico calvario, una de las mayores pruebas de resistencia a las que puede llegar a enfrentarse un ser humano. Esa parte está resuelta de forma tan brillante que he llegado a pensar en que César fue secuestrado en otra vida anterior o bien que el muy cabrón fue secuestrador. No descarten ninguna hipótesis.
La novela es inquietante, cruda y descarnada. Destila sufrimiento, es necesaria y dolorosamente explícita. Y digo necesaria porque edulcorar a conciencia un relato sobre las consecuencias de un hecho de estas características con el propósito de no herir sensibilidades es una engañifa, un tocomocho, una falta de respeto para los lectores pero, sobre todo, para las víctimas.
Por último, quiero advertirle de que las investigaciones en el caso de la niña de la caperuza roja no fueron concluyentes y se baraja la posibilidad de que nunca llegara a casa de su abuelita. Los encargados de las pesquisas sospechan que, como les ocurriera antes a los cabritillos, fue devorada por el lobo en un sombrío paraje a escasos metros de su vivienda y nunca se halló el cadáver. Si ustedes se sienten más reconfortados con la versión oficial de aquellos lamentables sucesos, yo les recomendaría que no leyeran esta novela.
Sarna con gusto es la crónica de un secuestro con algunas pinceladas de ficción. El talento de su autor lo ha hecho posible.
Buen provecho.
Los colegas están bien posicionados y los equipos de transmisión permanecen mudos. Hace muchísimo calor. En la casa empieza a haber movimiento. El más bajo se asoma al balcón, habla por teléfono o finge que conversa con alguien mientras mira distraídamente hacia ambos lados de la calle y apura el cigarrillo. Está nervioso, lo noto. El más alto, un clon de Willy de Ville en versión celtibérica, se dirige al vehículo que tienen estacionado frente a la casa. Abre el maletero y parece que busca algo, pero sus movimientos le delatan. Está «barriendo» la calle, quiere detectar alguna presencia extraña. No lo va a conseguir.
Están preparando la salida.
—Todos atentos, estos se van a poner en movimiento en breve —advierto a través del equipo de transmisión. No veo a los míos, pero sé que ya están ahí, enchufados—. Comunicados cortos, ya está todo hablado. Vamos a esperar a que lleguen a la zona de garajes, es el sitio más despejado, en cuanto lleguen ahí…
La garra se está empleando a fondo. En breve desaparecerá, espero. ¡Hay que joderse!
Urtzi, inspector de Homicidios
Julio de 2015
EL CALZADO DEL DIABLO NUNCA SUENA
Barrio de Outremeuse
Lieja (Bélgica)
14 de agosto de 2012, 23:34
En plena subida de la interminable escalera adoquinada de la Montagne de Bueren notó una creciente opresión en la caja torácica que le hizo arrepentirse del instante en el que escogió esa estúpida ruta de huida. Pero cuando uno es consciente de que su vida corre serio peligro, no valora ni evalúa; corre.
Todavía podían oírse los estallidos del tradicional tirs de campes y el barrio estaba bautizado por el clásico olor a pólvora quemada que reinaba en el ambiente durante los cuatro días que duraba la festividad de la Virgen Negra. Aarjen de Bruyn se apoyó sobre las rodillas para recuperar el aliento y la necesidad de oxígeno le empujó a abrir la boca todo lo que pudo. Consecuentemente, las partículas de nitrato potásico, carbono y azufre provocaron la irritación de las vías respiratorias y su organismo protestó en una concatenación de toses secas. El eco le advirtió de que estaba solo, porque todo el mundo se concentraba en la isla, deambulando entre los bares y las barracas repartidas por las sinuosas calles de Outremeuse, mojándose el gaznate a base de cerveza y peket. Aun así, quiso cerciorarse y levantó la vista. Ante él, más de trescientos escalones por subir; tras él, un sicario con un encargo divino.
Lo reconoció al instante y no le costó deducir el motivo por el que Jaap Keergaard se encontraba en Lieja.
Una de las siete espadas de la Congregación.
Uno de los siete arcángeles.
El más veterano de ellos: el arcángel Uriel.
Cansado de sortear borrachos, había decidido regresar a su casa en Rue Léopold atravesando el Pont des Arches. Al rodear la iglesia de Saint Pholien lo vio apoyado en un coche, taladrándole con aquella mirada, torva, pero al mismo tiempo vacía como la de un maniquí. En décimas de segundo su cerebro procesó el expediente delictivo —la parte conocida— y, a partir de ese instante, el miedo se adueñó de sus decisiones. Bien podría haber vuelto sobre sus pasos, encaminarse de nuevo hacia el bullicio, donde habría tenido la oportunidad de camuflarse entre la gente o de darle esquinazo en alguna de las callejuelas aledañas a la Chaussée des Prés; pero no, el pánico resolvió que lo mejor era aumentar el ritmo de zancada para llegar lo más rápido posible a cobijarse en su domicilio. No había terminado de recorrer el puente sobre el Mosa cuando se percató de que estaba incurriendo en un grave error, pues nada le impediría colarse esa noche o cualquier otra noche para terminar con él como lo había hecho con tantos otros en el pasado: estrangulados con sus manos primero y decapitados después.
Antes de lanzarse a la carrera se giró para cerciorarse de que le estaba siguiendo. Y así era. Minutos más tarde, con el corazón asomando por la boca, tomó la determinación de enfrentarse a la Montagne de Bueren con la débil esperanza de que los cientos de escalones hicieran desistir a su perseguidor.
No funcionó.
Cuando se sobrepuso al ataque de tos, Aarjen se agarró a la barandilla central y se volvió para comprobar aterrorizado que la ventaja con respecto al arcángel Uriel se había reducido de forma considerable. Subía por la parte de la izquierda, manteniendo una cadencia constante, sin un solo indicativo facial que le invitara a pensar que estuviera mínimamente fatigado, aunque en ese apagado y mortecino semblante no parecía caber expresión de ningún tipo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que los pasos del arcángel, muy al contrario que los suyos, no producían sonido alguno.
Porque el calzado del diablo nunca suena.
Aarjen de Bruyn reunió todas sus fuerzas para reemprender el agónico ascenso, pero las piernas manifestaron su oposición ante tamaña empresa en forma de temblores y la protesta fue secundada masivamente por el resto de articulaciones del tren inferior: tendones, ligamentos y fibras musculares. Con la capacidad aeróbica desbordada, el ayudante retirado del fiscal de Hainault buscó alguna ventana iluminada en las vetustas fachadas de ladrillo de los edificios que flanqueaban la escalinata, pero las dos únicas, exhaustas y solitarias como él, estaban casi al final del trayecto, inalcanzables a todas luces.
Angustiado, se giró de nuevo para constatar que no le separaban más de una decena de escalones del arcángel. Llevaba el pelo recogido en una larga coleta rubia que dividía su amplia espalda en dos y que apenas se balanceaba, como si el cabello estuviera en sintonía con el resto de músculos; en tensión. Vestía un elegante traje de levita negra sobre camisa del mismo color y zapatos de cordones a juego, pero fue el destello de lo que portaba en el interior de la chaqueta lo que hizo que se estremeciera. Solo se le ocurrió una alternativa, pero sus gritos de auxilio, de por sí poco enérgicos en origen, fueron solapados por el ruido procedente de los cohetes que volvían a explosionar en Outremeuse. Entonces, en un alarde de gallardía o movido por la desesperación, se detuvo en seco y se encaró con su perseguidor. Este ascendió pausadamente los tres escalones para impactar en la boca del estómago con una rápida y definitiva patada frontal. Sin aire en los pulmones, Aarjen de Bruyn cayó de rodillas, pero aún pudo aferrarse a la fría barandilla al tiempo que notaba cómo dos gruesos pulgares le oprimían la tráquea.
Antes de perder la conciencia, la cabeza y la vida —por ese orden—, habiendo desaparecido su predecesor, Alcides Bujalesky, depositó sus últimas esperanzas en dos desconocidos. Un hombre y una mujer a los que, días atrás, había enviado el resultado de más de veinte años de investigación: el informe completo sobre la Congregación de los Hombres Puros. Personas de confianza recomendadas por su ya fallecido amigo Armando Lopategui, el responsable de que él decidiera hincar el diente a un pastel relleno de las peores atrocidades cometidas contra el ser humano.
Solo ellos podrían continuar su labor.
Solo ellos podrían hallar El Cartapacio de Minos.
QUIEN NACE LECHÓN MUERE GORRINO
Barrio de Parquesol
Valladolid (España)
1 de septiembre de 2012, 22:08
Se detuvo a contemplar los fuegos artificiales. La temperatura había caído hasta los doce grados y aquella traicionera variación térmica confirmó su sospecha: había vuelto a casa.
Por encima de su cabeza recién rapada se dibujaban palmeras de vivos colores, verdes, rojas y amarillas sobre la oscura tela que cubría el firmamento. Una cascada dorada estalló justo en su vertical conformando un abundante haz de lágrimas que se derramaban lenta y prolongadamente, como si el cielo estuviera señalándole a él; como si pretendiera advertirle de que la diferencia entre el estrellato y el estrellado se concentra en una sola consonante.
Pero el aviso llegaba con retraso y el juego de palabras le recordó a otro, un calambur distinto pero con idéntico amargo sabor: formalizar y «formolizar».
—Hay que joderse —farfulló.
Después de que el vídeo en el que aparecía el inspector del Grupo de Homicidios de Valladolid, Ramiro Sancho, abatiendo a Augusto Ledesma se erigiera entre lo más visto en Internet y se convirtiera en el personaje más deseado para los platós de los programas sensacionalistas del país, sus superiores convinieron que lo más acertado era meter en la nevera durante un tiempo al pelirrojo protagonista del mismo. Y no encontraron otra vía mejor que abrirle un expediente disciplinario por insubordinación a los mandos. Así cosían de una sola puntada un roto y un descosido: detener el aluvión de críticas que se cocinaban desde los medios de comunicación al tiempo que alejaban al personaje más buscado del momento de la comisaría de distrito de las Delicias. La comunicación de la sanción le llegó al inspector estando en Trieste: dieciocho meses de suspensión de empleo y sueldo que finalmente quedaban reducidos a seis gracias a su destacada hoja de servicios en el Cuerpo de Policía. La indignación inicial de Sancho se fue diluyendo en los brazos de Gracia Galo hasta que logró enterrarla bajo sus sábanas. Sin embargo, los primeros problemas empezaron a emerger a la superficie cuando las semanas se convirtieron en meses y las obligaciones del cargo de la inspectora jefe fueron devorando los días hasta dejarlos en horas, aunque en muchas ocasiones ni siquiera eran plural. La soledad no era el problema, lo que de verdad le causaba irritación era que esa desocupación le originaba demasiado tiempo libre para pensar. Remover cáusticos recuerdos solo levanta ampollas emocionales. La triestina empezó a dudar entre formalizar la relación o «formolizarla», que, explicado según sus propias palabras, consistía en «conservarla en formol para no deteriorarla más». Sancho interpretó acertadamente que aquel juego de palabras encerraba algo más relevante y no quiso forzar la situación. Y en cierta medida se sintió aliviado, liberado de la carga que suponía tener el presentimiento de que más pronto que tarde tendría que enfrentarse a una nueva ruptura sentimental; un nuevo fracaso personal. Asumiendo esa máxima que asegura que quien nace lechón muere gorrino, admitió aquellos indicios a modo de pruebas irrefutables de un caso perdido.
Ambos se comportaron en la despedida con tanta madurez como frialdad y, con un raquítico beso en la comisura de la boca acompañado de un gélido «Aquí me tienes para cuando me necesites» retumbando en sus tímpanos, Ramiro Sancho embarcó en un vuelo con escala en Milán y destino Madrid.
Ya en Valladolid, se percató de que era el centro de las miradas de unos y los comentarios de otros cada vez que pisaba la calle. A pesar de ello, una tarde decidió esconderse del calor y de la gente en una sala de cine. A la salida se topó con un grupo de adolescentes que le acosaron y achicharraron con decenas de fotos que sirvieron de alimento para saciar la voracidad de las redes sociales.
Aquella misma noche durmió en Castrillo de la Guareña.
Permaneció allí en estado de hibernación estival a la espera de recibir la notificación de la fecha de incorporación a su puesto, ocupando las horas con largas sesiones de carreras campestres como única actividad física y la lectura de los clásicos que guardaba su madre como exclusiva ocupación mental. El día que recibió la llamada de la Jefatura Provincial estaba inmerso en una aventura del capitán Alatriste y apuntó el recado en la página ciento cuatro: lunes, 3 de septiembre, en plenas fiestas de Nuestra Señora de San Lorenzo. La noticia cayó como una bomba atómica, arrasando con la pesadumbre que se había ido edificando en su interior. De aquella urbe no quedó nada y se confabuló para levantar sobre las ruinas una nueva ciudad, una sin amurallar. Incentivado por la euforia, decidió devolver alguna de las muchas llamadas que le había hecho el subinspector Álvaro Peteira. No puso ninguna pega al plan, que consistía en verse aquel sábado, primer día de ferias, en el recinto de las casetas regionales ubicadas en el aparcamiento del estadio José Zorrilla. Aceptó de inmediato sin valorar lo que aquello suponía: personas por doquier y por demás; hordas de jóvenes encabritados venidos de toda la provincia, de la comarca y de todos los rincones de la Tierra Media; clanes de familias completos, niños incluidos, sueltos y sin amordazar; jubilados y parados; solteros y divorciados; hambrientos, como si jamás hubieran probado bocado; sedientos, como si al amanecer el mundo se fuera a terminar.
Un pinchazo en las cervicales le obligó a bajar la vista cuando el espectáculo pirotécnico casi tocaba a su fin y segundos después el móvil vibró para avisarle de que le había llegado un wasap. Era Peteira y, como no podía ser de otra manera, le decía que le estaban esperando en la caseta de Galicia.
Decenas de vehículos se disputaban las pocas plazas que quedaban libres al tiempo que riadas de seres humanos eran atraídas por la música folclórica igual que ratones en Hamelín. No le resultó sencillo localizar los ojos claros del subinspector. A su lado, el agente Áxel Botello le recibió luciendo una sonrisa que evidenciaba que, esa que sostenía, no era la primera caña.
—¡Hombre, Sancho! Si no tienes tan mala cara, carallo —le saludó el gallego con los brazos abiertos antes de cerrarlos golpeando la espalda de su compañero.
El gesto se replicó con Botello.
—¿Caña?
—Caña.
—Pedimos hace cuarto de hora una ración de pulpo y otra de padrón, aunque de padrón padrón tienen lo mismo que yo del Dépor. Bueno…, se acabó lo que se daba, ¿eh?
—Sí. Se os acabó la tontería. No te puedes imaginar las ganas que tengo de volver a ver vuestros caretos el lunes a primera hora —ironizó Sancho—. ¿Cómo van las cosas por casa?
—Van. Si no suena el cacharro —dijo agitando el móvil de guardia del Grupo—, mañana me llevo a los gemelos a los carruseles. Patricia terminó hasta el moño del veranito que le han dado las fieras. No la culpo porque son la caña, aunque últimamente notamos a Marquiños como desganado y no sabemos qué le pasa. Anda todo el día marchito y nos tiene preocupados, porque siempre fue el más prenda de los dos. Le han hecho unas pruebas y análisis, pero todavía no nos dijeron nada.
—Habrá salido al padre, que uno no sabe por dónde coño cogerlo —valoró Sancho—. ¿Me habéis echado mucho de menos?
—Mucho. De hecho pusimos una foto tuya en la galería de tiro, ya sabes, por aquello de no olvidar la jeta de nuestro añorado jefe.
—Me tenéis que poner al día en versión resumida y así nos centramos en el jaleo cuanto antes.
—Que se encargue Botello, que yo no tengo el don de resumir, ya lo sabes.
El agente regresó con tres cañas y las raciones.
—¡Sus muertos! —protestó Peteira—. En el Puerto Guardés, allí en A Guarda, te ponen el doble por la mitad de precio. Si les sacaras una como esta a la parroquia que lo frecuenta se contarían los muertos a puñados. Hatajo de ladrones, es que se me quitaron las ganas de probarlo.
—A más tocamos —observó el agente Botello.
—Bien dicho. Pareces nuevo, Álvaro. Ya sabes cómo funciona esto —dijo Sancho metiéndose dos trozos en la boca—. Y bien —introdujo tras vaciar medio vaso de cerveza de un trago—, ¿qué novedades me contáis?
Peteira le cedió la palabra a Botello.
—Poca cosa, la verdad. Currando mucho para tratar de bajar el número de casos abiertos, que es la prioridad de la Jefatura. Por lo demás, Matesanz está muy mayor, deseando que vuelvas; Montes, a su puta bola, como siempre; Garrido, insoportable como nunca; Gómez con esa chispa de Triana que un día nos va a prender a todos; y Arnau regresó a su Tarragona hace un par de meses. Y supongo que ya sabes que tenemos chica nueva en la oficina, ¿no?
—Supones mal —dijo enarcando sus pobladas cejas.
—Sara Robles —intervino Peteira—. Está ejerciendo de jefe accidental del Grupo.
Sancho se pasó la mano por el mentón y sus dedos desaparecieron en la frondosidad de la barba mientras esperaba que le completaran la información.
—Guerrera como ella sola. Algo pejiguera en lo relativo a los procedimientos. Muy de manual, pero no parece mala tía. Lleva poco tiempo en el Grupo y no es que se prodigue con las palabras. Ahora bien, para mandar a tomar por el culo a Garrido sin billete de vuelta se bastó ella solita el primer día que pisó la comisaría.
—Entonces apunta alto —comentó el pelirrojo justo antes de que en el escenario principal arrancara la sesión de bailes regionales—. ¿De dónde viene?
—De Zaragoza, estaba en los «estupas», jefa del Grupo I. Lo que no sabemos es el motivo que la ha traído hasta aquí.
—En Estupefacientes la gente no dura mucho. ¿Tiene familia?
—Creemos que no.
—Ya me contará Herranz-Alfageme. Por cierto, ¿qué tal con él?
—Copito se deja llevar —valoró Peteira soltando las riendas de su desbocado acento gallego—. El hombre no se mete en nuestro día a día, pero nunca nos falló cuando lo necesitamos. Se maneja bien con los de arriba, les dice a todo que sí y luego hace «asó».
—Terminad esos pimientos y nos trasladamos a la de Navarra —propuso Botello.
—Bien dicho, que con unas chistorras en condiciones llenamos el buche —secundó el subinspector sujetando un cigarro con los dientes.
—Yo estaba pensando en pacharán, pero tú pide lo que quieras.
Continuaron con el repaso a la actualidad de la comisaría durante el periplo que les llevó por Asturias, Canarias, Ávila y Segovia dando buena cuenta de las raciones de sardinas, cabrales, patatas con mojo, revolconas y cochifrito que les salieron al paso. En la última, solidarizándose con Peteira, que no podía excederse estando de guardia, decidieron no pasar al whisky de la tierra y declinaron los chupitos de DYC.
—Y dinos, Sancho, ¿tú cómo llevas toda esa mierda que te han hecho tragar? —retomó Peteira.
—Tardé en digerir la sanción. El expediente disciplinario por insubordinación no fue más que una excusa para quitarme de en medio una temporada. De hecho, los dieciocho meses al final se han quedado en seis, supuestamente por los méritos recogidos en mi historial, supuestamente —recalcó.
—¿Y lo otro?
El inspector cocinó la respuesta a fuego lento, pero, así y todo, olía a quemado.
—Mal, joder, ¿cómo lo voy a llevar? La que me lio el maldito cabrón. Lo tenía muy bien atado. Intento no pensar en ello, pero si el consciente es imprevisible, el subconsciente es incontrolable.
—Y tanto…
—Menudo hijo de puta —calificó Botello—. Encima, ahora con la publicación del libro su nombre está en todos los escaparates.
La expresión de Sancho era un homenaje a la sorpresa.
—Pensé que estabas al corriente. Hace…, no sé, poco más de un mes, una editorial carente de escrúpulos y con mucha necesidad de facturar sacó a la venta La obra de Augusto Ledesma y se están hinchando a vender. La fiscalía estuvo valorando si querellarse o no contra la editorial por apología de la violencia, pero no encontró el apoyo que esperaba en las familias de las víctimas, que con tratar de olvidar tienen trabajo más que suficiente. En La Casa del Libro, que me pilla cerca y que tiene una dependienta, Virginia, que vale su peso en oro, he visto rulando la quinta edición.
El semblante del inspector fue mudando desde el asombro al enojo.
—Es una locura. Dicen que en el Zero Café, el garito ese al que solía ir el jodido poeta, está hasta arriba de gente que quiere conocer su santuario. Y luego está la tía pesada de no sé qué periódico que pasó varias veces por la Brigada preguntando por ti para hacerte una entrevista, aunque, verdaderamente, ya han sacado a relucir tu vida y milagros en casi todos los medios que…
Álvaro Peteira diluyó las siguientes palabras en el último sorbo de cerveza al ver que el inspector resoplaba enérgicamente por la nariz. Sancho hizo lo propio con su indignación.
—¡La puta madre que me parió! —estalló al fin.
—Es cuestión de tiempo —trató de aligerar el gallego.
—Y los nabos en adviento —completó Sancho apurando la copa—. Pide otra ronda.
—¡¿No es ese el poli que se cepilló a Augusto Ledesma?! —escucharon decir a sus espaldas.
Botello intervino con celeridad. Rozando las buenas maneras invitó a las dos parejas que ya se acercaban móvil en mano a que se hicieran fotos con algún familiar suyo fallecido recientemente.
—Mejor vámonos —propuso el inspector.
Tardaron veinticinco minutos en conseguir un taxi. Llegando a la plaza de Poniente el subinspector tocó en el hombro al taxista.
—Déjeme aquí. Yo me retiro —anunció—. Mañana quiero estar fresco. Confío en que este no suene —dijo agitando el móvil de guardia.
—El lunes nos vemos —se despidió Sancho.
Botello le dio una palmada en la pierna y se volvió hacia Sancho.
—¿Dónde nos tomamos la penúltima?
—Vamos al Zero Café.
Exterior de la discoteca Bagur
Margarita salió de Bagur totalmente azorada y volvió a consultar la hora en el móvil: las 0:14.
—¡Jo-der!
Se había pasado cuarto de hora del toque de queda y ni siquiera le había dicho a Susana y a Carla que se iba. Ya les enviaría un mensaje cuando llegara a casa. Vivía a menos de cinco minutos, pero la bronca de su madre la tenía asegurada. Más aún con lo que le había costado convencerles de que la dejaran formar parte de la peña que organizaba la discoteca junto con otros pubs durante las fiestas. Por lo menos no llegaba como lo había hecho el imbécil de su hermano Josean el fin de semana pasado, escoltado por uno de sus acólitos y oliendo a vómito de la cabeza a los pies.
Casi tenía escrito el texto a su madre avisándola de que estaba llegando cuando la pantalla se fundió a negro.
—¡A la mierda!
Caminó deprisa tejiendo una red de excusas que la salvaran de estrellarse contra el suelo. De cualquier manera, pasara lo que pasara, el balance de la tarde-noche había sido espectacular. No había parado de bailar desde que puso los pies en Bagur. Se sabía todos los temas, pero la guinda llegó justo cuando iba a marcharse a casa con Carla, como siempre hacía. Toño se había acercado a pedir a la barra justo a su lado y no desperdició la oportunidad. Tras repasar la conversación varias veces, estaba segura de que no había metido la pata, muy al contrario, se había mostrado moderadamente receptiva a sus insinuaciones al tiempo que mantenía las distancias con dignidad. Prueba de ello era que, a la postre, él le había pedido su número de teléfono. Tamaño botín bien valía una bronca o un millón. Aguantando las ganas de orinar y pensando en lo que iba a poner en Twitter antes de meterse en la cama, no pudo evitar sobresaltarse cuando un tipo con aspecto algo desaliñado, huesudo y de pétreas facciones se interpuso en su camino en la plaza de Santa Ana.
—Policía —se identificó mostrando la placa—. DNI, por favor. ¿Llevas encima algún tipo de sustancia que te pueda comprometer?
Margarita no supo cómo reaccionar. Esa misma noche habían comentado que el pasado fin de semana la poli había pillado a algunos compañeros de clase haciendo botellón en Las Moreras y les habían clavado una buena multa. Buscó la complicidad de las personas que iban y venían en todas direcciones, pero entre tanto tumulto nadie se interesó por participar en aquel casting.
—Te he preguntado si llevas algo encima —insistió el agente endureciendo notablemente el tono—, tu descripción se corresponde bastante con la de la lista que se ha montado su negociete particular en el baño de Bagur.
—Le juro que yo no… —titubeó azorada.
La adolescente se fijó en que el tipo tenía el párpado izquierdo caído y que este le tapaba un tercio de la superficie ocular. Se sintió harto incómoda buscando la forma de mirarle sin ofenderle.
—No me hagas perder el tiempo. Anda, rica, saca el documento nacional de identidad y así te dejo que sigas disfrutando de las fiestas.
—No, si ya me marchaba a casa. De hecho llego tarde —balbuceó.
—Claro. A casa —repitió con marcada ironía—. Venga pues, bonita, que no tengo toda la noche.
—Es que no lo llevo encima.
—Ya estamos, la hostia. Sabía yo que alguna me tenía que tocar. Vas a tener que acompañarme al coche para que pueda verificar tus datos. Anda, tira.
Margarita siguió las indicaciones del agente pensando que, después de todo, el balance de la noche quizá no mereciera tanto la pena. El agente le soltó una monserga que tragó con estoicismo mientras asentía cabizbaja como un muñeco de salpicadero. La entonación le recordaba a la de su tío Joseba, que vivía en alguna población de nombre impronunciable cerca de San Sebastián. Doblaron la esquina de la calle María de Molina con Veinte de Febrero.
—Allí está mi compañero —señaló el agente.
Margarita reaccionó con recelo al comprobar que se trataba de un coche sin las enseñas de la policía.
—Seguro que has oído hablar de los vehículos camuflados. ¿Qué esperabas, que estuviera con el pirulo enchufado? ¿O que fuera un deportivo, pues?
Ella sabía que la policía utilizaba coches normales, pero no imaginaba que fueran tan cutres.
—No me has dicho cómo te llamas.
—Margarita.
—¿Margarita qué?
—Margarita Zúñiga Pérez. Mi padre es concejal del Ayuntamiento de Valladolid —soltó a modo de globo sonda, por si la llevaba a algún sitio.
—Y el mío farero de Getaria, la hostia, y aquí estamos, trabajando en el turno de noche —le espetó maldiciendo su propia locuacidad—. Anda, tira para dentro, guapa, y apúntame en esta libreta tu nombre completo, edad, dirección actual y nombres de tus padres.
En cuanto el policía tomó asiento en la parte trasera del coche, un acerbo presagio se adueñó de la voluntad de Marga. La corazonada se hizo certeza al ser empujada amablemente para sentarse a su lado cerrando la puerta tras de sí. En el asiento del conductor había otro hombre con el pelo color heno rizado que le caía sobre los hombros. Agarraba el volante con fuerza, como si fuera a arrancarlo de cuajo de un momento a otro. Notó entonces que la saliva le raspaba en el paladar y que le sudaban las palmas de las manos.
—Dame el móvil —le ordenó el supuesto agente con la inexpresividad de un artrópodo.
—¡Ay! ¡Por favor, por favor…! —se atrevió a decir mientras lo sacaba del bolsillo delantero del pantalón y escuchaba el sonido seco del cierre automático.
Dedujo que se trataba de un robo, deseó que así fuera, pero aquel pensamiento se volatilizó cuando vio con ojos incrédulos cómo lo desmontaba, le quitaba la batería, la tarjeta SIM y guardaba todas las piezas en una bolsa de plástico.
—Tira —le ordenó al conductor al tiempo que se agachaba a recoger algo bajo el asiento del copiloto.
—¡Por favor, por favor…! —repitió acurrucándose contra la puerta.
—Cierra la boca. No te va a pasar nada si no te comportas como una niñata mal criada. No me obligues a usarlo.
El cuchillo de caza lo provocó.
—Tengo que ir al baño —rogó la quinceañera entre sollozos.
Pero la mancha que se extendía por la cara interna de los muslos evidenció que ya era demasiado tarde para eso.
Zero Café
No se contaban veinte almas en el bar. Guiados por su instinto se hicieron fuertes en la barra, cerca de la trinchera que ocupaba habitualmente Paco, alias Devotion, desde la que bombardeaba a los presentes con munición de canciones. Transcurrido un tiempo indefinido, no había un solo metro cuadrado de aquel campo de batalla que no estuviera ocupado por varios integrantes de distintas milicias que interactuaban entre sí, como si se conocieran de otras guerras.
La música era su común estandarte y en aquel trance de la madrugada se escuchaba November rain de Guns N’Roses.
So, if you want to love me
then, darlin’, don’t refrain
or I’ll just end up walkin’
in the cold November rain.
—En algún lugar de mi casa tengo toda su discografía. Hay que reconocer que el tugurio tiene su encanto —juzgó Sancho tras unos segundos en los que disfrutó observando a la banda californiana.
—Diferente sí es —juzgó a vuela pluma su compañero.
La conversación transcurría por cauces triviales. El agente Botello había remado a favor de corriente navegando por aguas en las que se sentía muy cómodo: el mundo de los videojuegos, los viajes y las mujeres de corte exótico. Como pasajero, Sancho se había limitado a escuchar sin dejar de disfrutar del entorno, dejándose contagiar por la atmósfera del Zero.
—Me pregunto qué buscaba Augusto cuando venía por aquí.
—Si quieres saber lo que pasa en un bar, pregúntaselo a alguna camarera —sugirió Botello, algo afectado por la ingesta de cerveza.
—Ni más cojones.
—Una mujer que te sonríe mientras te da de beber siempre es bonita —comentó el agente—. Yo, si tú me lo pides, le pongo las esposas a esa alta del pelo corto y la interrogo en el cuarto oscuro. Y si no cuaja, pruebo con la otra sospechosa.
Sancho se frotó la barba con avidez y le pagó la broma con un gesto afable en fase de reconstrucción. El volumen de clientes esperando ser abastecidos no aconsejaba iniciar la charla en esos momentos, así que Sancho desvió la mirada hacia la pantalla, donde reconoció al cantante de Depeche Mode, entrado en años, moviéndose por el escenario como si aquella fuera la primera o la última vez.
—Jefe, me voy a retirar —le anunció Áxel Botello—. No me entra ni una birra más.
—Descansa.
—Estamos encantados de que hayas vuelto al Grupo —subrayó—. El lunes nos vemos.
Sancho no le dejó pagar y tras intercambiar los abrazos que llevaban sueltos, la menuda figura del agente Botello desapareció entre el gentío.
Dos Jameson con hielo después apenas quedaba una decena de guerrilleros con la insana intención de defender sus conquistas a hielo y espada.
—Disculpe que le moleste —le abordó Luis, que había salido fuera de la barra—. Le he reconocido nada más entrar. Supongo que ha venido a…
—No sé muy bien a qué he venido —le cortó—, pero me figuro que mañana sabré arrepentirme de ello.
Luis sonrió.
—Ya les contesté a sus compañeros las miles de preguntas que me hicieron sobre Augusto. Para nosotros era un cliente más. Un buen cliente, eso sí. No hablaba mucho. Pillaba su gin tonic de Hendrick’s y se sentaba allí, a la izquierda de Tom —le indicó por encima de su cabeza hacia un cuadro de marco barroco que contenía un fotograma de Tom Cruise en Entrevista con el vampiro—. Cuando se lo soplaba me pedía otro y volvía a su sitio. Pagaba religiosamente antes de marcharse.
—Sí, eso ya lo he leído.
El pincha se unió a la conversación.
—Este es Paco, mi socio.
Tenía buena estatura y lucía una barba de corte moderno, modernamente recortada. No le hizo falta que Sancho le preguntara.
—A mí me molestaba poco. No era de esos tíos coñazo que tienen su listado de peticiones y no paran de insistir hasta que logran que les pinches dos o tres temas. Sé que le molaban Bunbury, Placebo, Rammstein, Muse y Depeche Mode porque cantaba las canciones. Tenía buen gusto musical, la verdad. Muy de vez en cuando se acercaba para preguntarme el título de algún tema o el nombre del grupo que acababa de sonar. Se lo anotaba en el móvil, me daba las gracias y volvía a sentarse allí enfrente.
—Un tipo educado, ¿eh?
—¡Joder! ¿Cómo era esa frasecita que decía? —le preguntó a Luis—. Sí, eso es: «Una canción para cada momento y un momento para cada canción».
El inspector se encaminó hacia el lugar repitiendo mentalmente la cita de Augusto. Se dejó caer en el sofá y examinó su entorno bajo la atenta mirada de Paco y de Luis. Pasados unos minutos se incorporó y se acercó de nuevo a la barra.
—¿Hay algo en particular que desee saber? —se ofreció Paco.
—En realidad no. Como te decía antes, todavía no sé por qué he venido —les dijo tendiendo la mano.
—Lamentamos mucho…, en fin, todo esto —resumió Paco—. Nunca llegamos a imaginar que fuera un tipo tan peligroso.
Sancho compuso una mueca de conformidad.
—Venga cuando quiera, aquí siempre será bienvenido —se despidió Luis.
Al salir del Zero su propia vaharada le alertó de que habían bajado ostensiblemente las temperaturas. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón vaquero y dejándose acompañar calle arriba por el piar de los pájaros concluyó que, aunque uno se oponga, siempre termina amaneciendo.
O empieza.
POR GRANDE QUE PAREZCA EL RUEDO, EL TORO SIEMPRE TERMINA DESANGRADO
Parque Klambatrún
Reikiavik (Islandia)
2 de septiembre de 2012, 9:58
Se fijó en una que tenía forma de revólver; o eso interpretó.
A pesar de su calamitoso estado, supuso que el viento debía de soplar con fuerza allí arriba porque en el siguiente pestañeo el cúmulo se metamorfoseó en un volumen informe, voluble, volátil. Por la nitidez de los perfiles dedujo que llevaba puestas las gafas. En aquella postura, Ólafur Olafsson deseó con todo el fervor que no tenía reencarnarse en una de esas, la que fuera, con tal de que pudiera observar el mundo desde la distancia, sin tener que tocar la tierra. Notaba el cuerpo entumecido y la espalda húmeda. Se sintió como un pedazo de cartón mojado y por asociación de ideas maldijo no haber buscado uno antes de tirarse a dormir al abrigo de aquel abeto. Casi se había acostumbrado a la presión craneal que le acompañaba en cada despertar, pero a lo que no podía habituarse era al incendio que ya empezaba a propagarse por su intestino. Si estuviera capacitado para despegar la lengua del paladar le habría gustado verbalizar cualquiera de los improperios que conformaban su prolijo repertorio, pero prefirió seguir buscando señales en el firmamento mientras recuperaba el control de su sistema motor.
Aunque no lo recordaba, sabía muy bien cómo había llegado hasta allí puesto que la ruta la había repetido ya el número necesario de veces como para saber dónde empezaba y dónde terminaba su itinerario autodestructivo. El banderazo de salida se producía sobre las cinco de la tarde en alguno de los bares de las calles adyacentes a Laugavegur, normalmente en el primero que encontrara vacío y cuando el resto de clientes empezaban a incomodarle cambiaba de barra. Hacía la última parada en el Vegamót, donde Anna le preparaba unos Cosmopolitan cargados a demanda. Cuando todo cerraba tiraba de provisiones y a sorbos de Four Roses llegaba hasta Klambatrún, donde, con las primeras luces del día, reposaba en alguna de las zonas menos transitadas del parque.
A falta de más indicios celestiales, hizo el esfuerzo de incorporarse con la esperanza de haber tenido la prudencia de reservar la cantidad suficiente de combustible para ponerse en marcha. Con la columna apoyada en la irregular superficie del tronco, introdujo la mano en el bolsillo derecho de la gabardina, lugar en el que iba a reencontrarse —a pesar de los temblores de las manos— con el frío tacto del acero de la petaca como preludio a las cálidas caricias del bourbon; el desayuno de la manada. Sin embargo, sus yemas se toparon con otra sustancia, más densa y viscosa, que le hizo desviar la atención del vacío en el que estaba concentrado. De inmediato reconoció los vestigios del almuerzo del día anterior. El olor a vómito le provocó un fuerte espasmo en el estómago y a pesar de que el sabor a bilis ya le asomaba por la garganta logró sacar la petaca y agitarla impacientemente.
Sonaba.
Se tuvo que ayudar de la otra mano para desenroscar el tapón y encajar la abertura entre los dientes hasta que cayó la última gota. Le habría encantado poder dar algunos tragos más, pero de igual forma supo agradecer su lenitivo efecto.
—¡¿Otra vez tú por aquí?! —escuchó.
No le hizo falta enfocar la vista para reconocer la indumentaria del empleado de limpieza con quien ya había tenido algún intercambio de impresiones, no recordaba cuándo. Lastrado por la distonía pero sin prisa, guardó la petaca y cargó su peso sobre el brazo para ponerse en pie. Instintivamente, se ajustó las gafas, carraspeó con fuerza y se pasó la lengua por los labios. El gusto de la malta se mezcló con la acidez de los jugos estomacales, ya resecos, depositados en la comisura de la boca.
—¿Por qué no te vas a dormir la borrachera a una pensión? Es domingo, por aquí vienen familias con niños que no tienen que tropezarse con el mismo viejo alcohólico de todos los días.
Ólafur Olafsson superó el comentario como lo hace un actor porno con balanitis; con profundo malestar. Se sintió más ofendido por el primer descalificativo que por el segundo y, a pesar de que reaccionó con mucho más retardo de lo que le habría gustado, halló las dos palabras que la situación requería.
—Sornur tík —pronunció en su lengua, «hijo de puta».
—¡Maldito mendigo! ¡Si te vuelvo a ver por aquí te muelo a golpes! —le amenazó blandiendo la escoba.
El excomisario se ajustó las solapas y se sacudió la gabardina de hojas secas. Luego dio media vuelta y recorrió los pocos metros que le separaban del operario arrastrando consigo cierto aletargamiento sináptico.
—Pronto caerán las primeras heladas y las aves migratorias emprenderemos el viaje a zonas más cálidas. No creo que tengas otra oportunidad para demostrarme lo que sabes hacer con ese palo, hijo de puta —insistió.
Un pinchazo en el páncreas le hizo arrugar el entrecejo, pero rebuscó en su entereza para exprimir los últimos restos de dignidad y mantenerse erguido. El operario de limpieza declinó el enfrentamiento con aquel tipo de tez amarillenta y bigote de morsa y, dejando un rastro de insultos nunca pronunciados, se retiró en busca de algo que recoger.
Otro aguijonazo más hiriente aún que el anterior le obligó a agarrarse el abdomen con furia, como si quisiera extirpar con sus propias manos eso que le estaba causando tal suplicio. Segundos más tarde se vio con la cara en el césped, los dientes apretados y las gafas partidas por el puente. Cuando el dolor remitió y logró alcanzar la parada del autobús de la línea seis ya tenía claro que la siguiente la tendría que hacer en el Landspitali University Hospital. Mientras esperaba a que llegara el transporte público cobijado en la enclenque estructura metálica gris y roja, al excomisario Ólafur Olafsson le sobrevino una idea fruto de la interpretación de la señal que había visto dibujada en el cielo al despertar. Un destello de matiz abusionero.
No podía ser otra cosa que una llamada, concisa, del todo irrebatible.
En algún lugar de la provincia de Valladolid
Concentró todo el universo en el filamento de la bombilla.
Brillaba.
Brillaba como lo hacía su corto pero intenso bagaje vital. Como brillantes eran sus calificaciones en tercero de la ESO, rozando la perfección, siguiendo la tónica habitual de su sobresaliente expediente académico. En el colegio Pinoalbar era considerada una de las estudiantes con más proyección de futuro y así se lo habían comunicado a sus padres el equipo de orientadores. A ella le atraía el mundo del periodismo y la comunicación y, mientras que cursara sus estudios en la Universidad de Navarra, ellos le darían el visto bueno con total seguridad. En el club de ajedrez siempre había destacado del resto de niños de su edad. Ya era considerada una dura rival para cualquiera y muchos pensaban que antes de cumplir la mayoría de edad superaría los 2000 puntos en el ranking ELO de la Federación Internacional de Ajedrez. Tras una partida en la que firmó tablas con su profesor, este le expresó su admiración por la manera en la que había contraatacado desde una posición de notable desventaja y porque su habilidad para trazar alternativas sobre el tablero era más que brillante. Entonces Margarita tenía ocho años. Como brillante era también su desempeño jugando al tenis o montando a caballo, cada sábado en la Real Sociedad Hípica de Valladolid, club del que era socia desde que nació. Su principal afición, coincidente con la del resto de las chicas de su edad, era la música. La consumía obsesivamente, porque obsesivo era el modo en el que estrujaba un cantante o un grupo cuando le tocaba la fibra sensible. Desde hacía unos meses la había tomado con Calle 13, una banda portorriqueña de trazas urbanas difíciles de definir: entre el rap alternativo y el reguetón. Se había hecho con toda su discografía y no pasaba un solo día en el que no escuchara su música a espaldas de sus padres, por supuesto, ya que sus letras subversivas distaban mucho de ser del tipo de mensaje que se prodigaba en el seno de su familia.
Margarita pestañeó varias veces de forma involuntaria para regresar forzosamente a la realidad de aquel espacio de apenas nueve metros cuadrados.
Sudaba y tenía sed. La temperatura no dejaba de aumentar a pesar del ventilador que removía el aire viciado y húmedo que reinaba en el ambiente. Sin embargo, lo peor era ese olor a orín seco que ascendía desde sus pantalones y que le recordaba al que despedía la arena de Priscila —la gata de angora de su madre— a pesar de que Gabriela, la asistenta, tenía la orden de limpiar el recipiente todas las mañanas. La única buena noticia era que casi se había acostumbrado a la suerte de bozal con el que se había despertado. Ella no podía verlo, pero aquel ingenio era una auténtica pieza de artesanía: un cuerpo principal fabricado en cuero le cubría los labios y el maxilar inferior. Sobre el mismo, dos correas. Una por encima de la barbilla hasta la nuca cuyo cometido era sujetar la pieza a la cara, y otra segunda que le impedía abrir la boca e iba desde el mentón hasta la coronilla. Ambas ajustables gracias a unas hebillas rudimentarias y lañadas entre sí para ganar en firmeza. Los grilletes de tipo bisagra le habían provocado visibles marcas en las muñecas por el daño que ella misma se había causado en las impetuosas tentativas de liberarse y en los estériles intentos de arrancarse el artilugio de la cabeza. Del cierre nacía la gruesa cadena enganchada a una rígida argolla que emergía del suelo como un champiñón de acero y que le limitaba la libertad de movimientos a la superficie del colchón.
Margarita permaneció inmóvil, sentada con las piernas cruzadas y con las manos, lastradas por el peso de la cadena, forzosamente recogidas en su regazo. Desde esa posición, solo alcanzaba a ver los objetos que quedaban dentro del perímetro iluminado por el desnutrido halo que manaba de la bombilla, descolgada del techo sobre su cabeza como figura alegórica de la ocurrencia. A su derecha, una palangana y un rollo de papel higiénico; frente a ella, una silla de madera mal pintada de rojo carmesí y a la izquierda el ventilador, que emitía un zumbido grave y constante, continuo y prolongado; perpetuo. Y detrás de ella pared, solo pared.
Se entretuvo tratando de averiguar la hora. Desde que cometió la torpeza de subirse al coche y el falso policía le obligó a tumbarse boca abajo en el suelo a punta de cuchillo hasta que llegaron, transcurrieron treinta o cuarenta minutos, no más. Luego estuvieron parados hasta que le vendaron los ojos, la amordazaron y sintió el pinchazo en el brazo. Lo último que recordaba era que estaba temblando mientras la maniataban, barajando hipótesis variadas sobre lo peor que podría sucederle a continuación. Se sintió francamente aliviada con las últimas palabras que escuchó: «Sabemos que eres una chica lista, no nos obligues a castigarte». Al volver en sí lo primero que trató de averiguar fue cuánto había dormido. ¿Dos horas? ¿Tres? ¿Cinco? ¿Veinticinco? Desde el exterior no entraba nada de luz, así que no sabía cuándo había amanecido y, aún peor, tampoco distinguiría la llegada de la noche. En algún sitio había escuchado que la pérdida de la noción del tiempo provocaba un desorden en la rutina realmente angustioso, así que ese fue el primer objetivo a cumplir: establecer una serie de hábitos y costumbres para no perder la cabeza.
Si de algo estaba segura era de que sus padres y el abuelo ya estarían removiendo Roma con Santiago buscándola. Se preguntó si su hermano estaría preocupado por ella o aprovechando para revolver en sus cajones a ver si encontraba algo con que chantajearla.
Un ruido que superó el nivel de decibelios que producía el ventilador hizo que se estremeciera. Alguien estaba al otro lado de la puerta. Aquellos segundos se le hicieron eternos, como cuando su tutora le cantaba las notas al final del trimestre y hacía una breve pero perniciosa pausa entre el nombre de la asignatura y la calificación.
La luz del exterior invadió el suelo hasta rozar el borde del colchón. En el rectángulo luminoso acotado por el vano de la puerta se recortó una silueta. Su instinto le hizo ganar distancia hasta que se golpeó con la espalda en la pared y allí se agazapó sin perder de vista a la amenaza, abriendo los párpados todo lo que podía como si así tuviera más posibilidades de defenderse. Notó cómo se tensaban los músculos y le costaba respirar por la nariz. El desconocido se giró para empujar la puerta. Portaba una bolsa de plástico y llevaba un pasamontañas que le cubría el rostro, excepto los ojos. Se aproximó sin mediar palabra, sacó una botella de agua de litro, un bocadillo envuelto en papel de plástico transparente y los arrojó sobre el colchón. Acto seguido la examinó durante unos instantes mientras metía la mano en el bolsillo trasero del pantalón. Margarita le adjudicó más de metro ochenta de estatura; era de espalda ancha y robusta, llevaba un jersey oscuro ajustado que le marcaba la prominencia abdominal y unas botas de montaña cubiertas de barro. Un auténtico jayán. De modo inesperado, se arrodilló junto a ella, alargó los brazos y le agarró la cabeza con determinación. Fue entonces cuando se fijó en las manos: las palmas abultadas y los dedos retorcidos en las falanges, sobre todo el meñique de la derecha, dramáticamente revirado hacia el interior.
—Te voy a quitar el bozal. No se te ocurra gritar o me obligarás a cerrarte la boca de otra forma.
La voz sonaba ordinaria y el tono era anodino. Tenía los ojos claros, grandes y abultados, lo cual hizo que le asaltara la imagen de Igor, el personaje interpretado por Marty Feldman en El jovencito Frankenstein. Bajo el pasamontañas asomaba el vello sobrante de unas abultadas cejas indiscutiblemente rubias. Margarita ejercitó la mandíbula con movimientos lentos, exagerando todo lo que pudo las muecas de dolor.
—Dime el número de teléfono de tu casa —le ordenó.
Tardó unos segundos en reaccionar. No porque estuviera valorando alguna otra opción distinta, simplemente porque no lo recordaba. Margarita se concentró y los números fueron apareciendo en la cara interna de los párpados. Tras ejercitar la lengua, logró dictarlos varias veces a requerimiento del extraño. Este los anotó en un trozo de papel arrugado y se lo guardó en el mismo sitio de donde lo había sacado.
—Ahora, come.
Ella dudó. Era evidente que aquella botella no era de agua mineral ni estaba recién comprada, pero la sed no tardó en imponerse a la desconfianza y dio rienda suelta a su ansiedad. Mientras lo hacía, le pareció que aquellos ojos saltones se estaban recreando en sus pechos, pero prefirió pensar que era fruto de su imaginación.
—Come.
A través del plástico se intuía algún tipo de embutido, lo cual le repugnaba desde que se empachara a los ocho años con chorizo de Pamplona en el cumpleaños de su prima Delia.
—No tengo mucha hambre —pronunció encogiéndose de hombros y dejando caer la mirada.
—Tú misma. Ya comerás.
El hombre no dijo más. Agarró el bozal y se lo ajustó sin galanterías. Antes de marcharse murmuró algo que no llegó a los oídos de Margarita, todavía descolocada.
—Verás qué bien vas a dormir, niñata de los cojones.
Residencia de Ramiro Sancho
Había dormido bien y, sin embargo, se había levantado bastante irritado. Se metió en la ducha tratando de discernir los motivos de aquel colérico estado. No tardó en escuchar su propia voz recitando versos que nacían en su cabeza: «Parte de nada, apartado. Un todo de parte a parte. Nacido sin cordón umbilical, malparido, sin sangre en las venas, sin sentido. Abandonado en la tez de la tormenta, que es, a su vez, ceniza y placentera placenta».
Cerró el paso del agua de un golpe seco y salió de la bañera precipitadamente. Giró trescientos sesenta grados escudriñando aquellas blancas e impolutas paredes. A pesar de haber mandado cambiar los azulejos del cuarto de baño, mirara donde mirara, todavía podía ver la obra poética que le dejó Augusto Ledesma como herencia y recuerdo antes de partir en su último viaje.
Una impronta funesta.
Poemas nacidos de las vidas arrebatadas a seres inocentes, como la de su madre; como la de Martina Corvo y tantos otros. Versos ensangrentados. Una métrica que había marchitado su florido pasado y pudría su caduco presente.
Marcado a fuego.
Sancho agarró bruscamente la toalla e hizo uso de ella con notable escrúpulo, como si quisiera eliminar una fina película vergonzante que recubría la epidermis, creyendo que, de esa forma, podría dejar de oír el eco que susurraban las paredes. Seco pero empapado de ira, recorrió el pasillo hasta llegar al salón, arrastrando consigo una estela de enojo, de palpable exasperación. Desnudo, abrió el ventanal del octavo piso del edificio Lisboa en un acto de infructuosa purificación que solo sirvió para acrecentar aquella sensación de asfixia. El primer grito no fue suficiente para disminuir la presión que se había adueñado de él, con el tercero, engendrado en el estómago y prolongado hasta la extenuación, sintió que algo reventaba en sus cuerdas vocales liberando una somera percepción de sosiego. Exhausto, trató de evadirse en el extenso paisaje urbano con el que le obsequiaron sus ojos desde una de las zonas más elevadas de la ciudad. Tras la fuga mental infirió que, por grande que parezca el ruedo, el toro siempre termina desangrado.
Tenía que cambiar de plaza.
Como si se tratara del cambio de tercio en su particular festejo taurino, escuchó la sintonía de su móvil. Sancho desfiló con paso firme igual que un torero sin traje de luces. Lo que no se podía esperar era el astado que anunciaba la pantalla.
—¡Menuda sorpresa! —le saludó en inglés.
—Hola, Sancho, ¿cómo te trata la vida? —preguntó en tono apagado.
—Yo pensaba que estaba jodido, pero al escuchar tu voz parece que estás a punto de entrar en el infierno.
—Saliendo más bien. Acabo de dejar el hospital. Tengo… problemas de salud, por definirlo de alguna manera.
Sancho declinó hacer ningún comentario y Ólafur captó el mensaje.
—Verás, desde la última vez que hablamos las cosas no me han ido muy bien que digamos. Sinéad hizo las maletas y no he vuelto a saber de ella. He vuelto a caer, Sancho. Hasta el fondo —añadió.
—Mierda, no sé qué decirte.
—Ya. «Mierda» se ajusta bastante bien a la situación, pero no te he llamado para que escuches mis miserias.
—Tú dirás.
—Hace cinco semanas que he dejado de pertenecer a la Policía Nacional de Islandia. Me ofrecieron una salida digna sin posibilidad de rechazo y dispongo de mucho más tiempo del que soy capaz de malgastar aquí, en Reikiavik. Realmente necesito un cambio de aires.
Un breve silencio roto por un brusco carraspeo se intercaló en la conversación.
—Me preguntaba si te importunaría mucho que pasara una temporada por allí.
Sancho horneó la respuesta antes de servirla en forma de pregunta:
—¿Qué tal se te dan las mudanzas?
En cuanto colgó se dio cuenta de que, sin saber muy bien cómo, había llegado a un rincón de la casa por el que hacía tiempo que no pasaba o, peor aún, en el que hacía tiempo que no se paraba. Demasiado. Aleatoriamente, fue leyendo los lomos: Permanent vacation, Pum, Get a trip, Nine lives. Salto de balda. Pedrá, Agila, Yo, minoría absoluta. Salto de balda. Bleach, Nevermind, In utero. Salto de balda. Quiero hacerte gritar, Poligamia, Manual para los fieles, Ultrasónica, Relax.
Dio un paso atrás para hacer un cálculo aproximativo. Debían de sumar más de cuatrocientos cedés.
Más de cinco mil canciones.
Miles de buenos y malos recuerdos.
Millones de emociones enlatadas y perfectamente colocadas en aquella estantería de pared.
Toda la música que había ido comprando desde que, con diecisiete años, le regalaron aquel discman de Sony. Necesitaba alimentarlo. Al principio solo compraba en fechas muy señaladas porque dos mil pelas eran dos mil pelas. Empezó con los grupos españoles que más sonaban en Los Cuarenta Principales: La Unión, Radio Futura, La Frontera, Dinamita pa’ los Pollos, Héroes del Silencio, La Dama se Esconde y, cómo no, sus paisanos, Celtas Cortos. Se enganchó a las letras surrealistas de El Último de la Fila y durante meses no consumía nada que no tuviera la factura aflamencada de Manolo García y Quimi Portet. Cuando superó esa etapa se lanzó a explorar otros horizontes y fuera de nuestras fronteras encontró tendencias afines en Guns N’Roses, Nirvana, Aerosmith, Soundgarden, Stone Temple Pilots o Pearl Jam. Corrían los primeros años de los noventa y Ramiro Sancho se encontraba afrontando su etapa universitaria. Eran tiempos de melena deslucida hasta los hombros y cazadora vaquera. Una fase de búsqueda, de afirmación. Una fase de desfase. Podía salir de casa sin los apuntes de Derecho Romano, pero nunca sin su reproductor y sus cascos. Podía pasarse meses sin comprarse ropa, pero jamás sin hacerse con lo último de su, cada vez más extenso, listado de grupos. Sin embargo, no fue hasta la aparición de Poligamia de Los Piratas cuando descubrió el poder oculto que contenía la música. Porque cada canción de ese elepé era un billete de ida a ese lugar en el que conseguía desconectar de la realidad y encontrarse consigo mismo. Con el tipo que era, con el tipo que quería llegar a ser.
Ese que fue y que había olvidado que era.
Entonces, identificó el tema que le apetecía escuchar.
Quería escucharlo.
Había cierto orden, pero sumido en ese estado de ansiedad, todas esas cajitas de plástico rotuladas en el lomo conformaban un galimatías colosal, del todo indescifrable. Estaba delante de sus ojos pero no daba con él.
Deseaba escucharlo.
El rastreo visual resultaba tan infructuoso como agónico. Así, resolvió sacarlas de aquel encierro y apilarlas en el suelo. Blur, The Offspring, Seguridad Social, The Cure, Eskorbuto, U2, Barricada, Los Rodríguez, The Smiths, Golpes Bajos, The Rolling Stones, Fito & Fitipaldis, Suede. Tenía que estar allí, en ningún otro sitio. Al alcance de su mano.
Necesitaba escucharlo.
Modestia Aparte, Tahúres Zurdos, Los Enemigos, Green Day, Kortatu, Rosendo, Oasis, Aerosmith, AC/DC, Los Piratas…
—Aquí estáis, cabrones —verbalizó.
Pero quería localizar una imagen en concreto, la de esa suerte de maniquí de madera descabezado sobre fondo negro. El último disco de Los Piratas. Una despedida en directo que incluía el concierto en DVD y CD, a la altura de lo que significaban esas canciones para Sancho.
—Ultrasónica, Poligamia, Manual para los fieles, Fin de la segunda parte. Este es, cojones.
Lo examinó antes de abrirlo, codicioso. Sacó el compacto y se dirigió presuroso a su habitación. Tenía un equipo en el salón, pero prefería escucharla en su discman. El reproductor estaba donde tenía que estar: en la caja sin desembalar que guardaba en la parte de arriba del armario. No le importó subirse a la mesilla ni vaciar el contenido sobre la cama, donde quedaron esparcidas varias decenas de objetos, todos inservibles menos uno, ese de color negro al que le faltaban las pilas.
—¡¿Dónde tengo yo…?!
El mando a distancia de la televisión se dibujó en su mente. Desnudo, vestido únicamente por el antojo desmedido, corrió por el pasillo. Le arrebató las pilas como si nunca hubieran debido estar allí y se las colocó al discman. Introdujo el disco y cuando apareció el número 16 en el display notó que le convenía sentarse para tratar de sosegarse.
No lo logró.
Sabía cuál era el corte. Pulsó doce veces y solo entonces se colocó los cascos.
Inspiró profundamente antes de apretar el botón del triángulo.
Prometo no mandar más cartas y no pasar por aquí.
Prometo no llamarte más y ni inventar ni mentir.
Prometo no seguir viviendo así, prometo no pensar en ti.
Prometo dedicarme solamente a mí.
Prometo que a partir de ahora lucharé por cambiar.
Prometo que no me verás, que no voy a molestar.
Sabes que lo digo de verdad, que no voy a fallarte en nada,
que tengo mucha fuerza de voluntad, que no te fallaré en nada.
A partir de esa estrofa continuó él de viva voz.
No se percató de que se le habían mojado las mejillas hasta que se hizo de nuevo el silencio.
—Una canción para cada momento y un momento para cada canción.
AGUA PASADA NO MUEVE MOLINO, PERO ARRUINA EL SEMBRADO
En algún lugar de la provincia de Valladolid
3 de septiembre de 2012, 6:24
Abrió los ojos. Todo estaba borroso, difuso, como en proceso de definición. Estaba en posición fetal, apoyada sobre el lado derecho de su cuerpo, como acostumbraba a conciliar el sueño en su cama. Se preguntó cuántas horas habría dormido. La incógnita del paso del tiempo seguía azorándola. Se giró para colocarse boca arriba. Tenía ese costado aletargado, entumecido, pero era más urgente calmar el picor de los ojos. Tiró de la cadena para poder frotarse los párpados vivamente. Se trataba de una desazón extraña, nada habitual, como si hubiera permanecido con ellos abiertos una eternidad. Cuando terminó, buscó la bombilla con el fin de ajustar el enfoque, pero la recubría una neblina que difuminaba su perfil. Buscó otro objeto. Ese que era el culpable de la banda sonora monotemática de su encierro: el ventilador. Añoraba el pandemónium que se preparaba en el aula a última hora de la mañana. Por norma, Margarita odiaba el griterío, pero en aquella tesitura habría dado lo que fuera por participar en un buen follón. Se incorporó a duras penas y se dejó guiar por el sistema auditivo.
Algo le entrecortó la respiración.
Un objeto que no debería estar allí o, cuando menos, una forma que su cerebro no tenía registrada. Forzó la vista pero fue inútil. Atrajo súbitamente las manos hacia la cara con la intención de borrar esa invisible capa blanquecina. Los grilletes se clavaron en las muñecas y articuló una protesta que apenas salió de su boca, seca, empastada. Aun así logró su propósito y tras repetir la operación se centró en el elemento desconocido. Parcialmente oculto en la zona de penumbra, le fue imposible identificarlo, pero si algo tenía claro era que, fuera lo que fuera, se movía.
El ronroneo del ventilador no era más que un silencio molesto.
Silencio prolongado.
Insufrible silencio.
—¿Ya se ha despertado la bella durmiente?
Chilló. Emitió un sonido tan agudo y estridente que resultó molesto incluso para sus propios oídos.
—Tranquila, niña, que no te voy a comer —dijo la voz dejando patente que estaba disfrutando de aquello. No acertaba a distinguir sus rasgos faciales, pero era evidente que estaba sentado en la silla roja a escasos metros de ella. Reconoció el tono anodino del hombre de ojos claros y abultados, aunque sonaba algo más limpia—. No vuelvas a gritar o te lo colocaré de nuevo.
No se había percatado de ello. El último recuerdo que tenía antes de despertar estaba relacionado con la incomodidad que le causaba la hebilla de aquel aparatoso artilugio que le impedía abrir la mandíbula. Y eso, precisamente, era lo preocupante, porque ella se desvelaba con cualquier mínimo ruido y alguien le había quitado el bozal sin que lo hubiera notado.
—Tienes una boca muy bonita, ¿lo sabías?
Ella ni siquiera valoró la posibilidad de abrirla.
Otro silencio.
—Tienes que comer algo, no queremos que te mueras de hambre.
Pero la adolescente no dejaba de pensar en la posibilidad de que le hubiera hecho algo mientras estaba en ese estado de inconsciencia. Justo entonces, notó la vejiga hinchada.
—Tengo que hacer pis —avisó ella pronunciando deficientemente.
—Pasa al cuarto de baño, pues.
El hombre extendió el brazo y señaló a su derecha. Margarita giró la cabeza en aquella dirección para toparse con la palangana y el rollo de papel higiénico.
—Por favor… —rogó.
—Por favor, ¿qué? —preguntó con entonación burlesca.
—Me da vergüenza. Si me está mirando, no me sale.
—¡No me toques los cojones, niñata! ¿Me vas a decir ahora que nunca te has bajado los pantalones delante de un tío? ¿Vas a ir de mojigata conmigo? Tú verás: o palangana o te lo vuelves a hacer encima. Vas a poner fino el colchón y no sabemos…, vamos, que lo mismo estás ahí una semana o un año. Así que… tú misma, guapita.
—Por favor —insistió ella entre sollozos.
—¡Que no me toques los cojones con lloriqueos y pijerías! Palangana o colchón.
Margarita no aguantaba más. Estiró los brazos y se colocó el balde entre las piernas. Luego se giró para ocultarse de aquella rijosa mirada. Concentró todo su empeño en retener la orina mientras se ponía en cuclillas, se desabrochaba los pantalones y lograba bajárselos hasta las rodillas. Luego se retiró el tanga y en cuanto estuvo segura de que la palangana estaba en el sitio correcto, dejó que el cuerpo se encargara del resto. Tardó mucho más de lo que hubiera querido, totalmente abochornada por la coyuntura, expuesta, indefensa.
Se limpió y se colocó la ropa. Con sumo cuidado de no derramar ni una gota, volvió a colocar la palangana en el mismo lugar, llena casi hasta el borde. Cuando se giró vio que el hombre se había puesto en pie y había ganado unos metros, tantos que casi tocaba con sus sucias botas el extremo del colchón.
—¿Ves como no era para tanto? —comentó jocoso. Se había vuelto a poner el pasamontañas y su voz sonaba de nuevo apagada.
Un «Vete a la puta mierda, cerdo asqueroso» fue lo primero que pasó por su mente, pero se arredró antes incluso de humedecerse la garganta.
—Ahora quiero que te comas el bocadillo que te traje ayer…
El hombre emitió un chasquido con la lengua que dejaba patente que aquella última palabra no tenía que haber salido de su boca. Margarita se mantuvo a la expectativa.
—¡Que comas, «cagüendiós»!
El exabrupto le recordó sin género de dudas a la coletilla con la que su tío Joseba remataba muchas de sus intervenciones y que tanto cabreaba a su madre.
Ella obedeció. El pan estaba duro y el embutido de origen desconocido se había oscurecido. Le hincó los dientes con prudencia provocando que se desconchara la corteza del bocadillo. Masticó con desgana sin dejar de observar a su guardián. Su sistema digestivo agradeció el bocado y los que llegaron a continuación. Nada más terminar pidió agua.
—Claro, reina. No había de Vichy, así que tendrás que conformarte con esto.
Reconoció la botella de plástico. Estaba destapada y por el tacto supo que el agua era del tiempo. La olisqueó con el objeto de encontrar algún aroma que le hiciera saltar las alarmas. Se la colocó sobre los labios y la cató con un sorbo timorato. Agua tibia, nada tentadora pero absolutamente necesaria para empujar la bola alimenticia que podía notar atascando su esófago.
—Muy bien, bonita. Ahora te voy a dejar un rato sola. Como aún no nos conocemos, no puedo fiarme de ti —le anunció justo antes de colocarle de nuevo el bozal.
Ni siquiera le dio la oportunidad de protestar y con unas palmaditas en la cabeza se despidió dejando la palangana a modo de ambientador.
Cuando escuchó el sonido de la cerradura experimentó una sensación contradictoria: alivio e incertidumbre. Un cóctel que inmediatamente después solo le sabría a miedo.
Comisaría de distrito de las Delicias
Ramiro Sancho todavía barruntaba la idea del cambio de residencia con la que había salido del garaje mientras aparcaba en la campa exterior de la comisaría. Durante el trayecto le había acompañado Nirvana y antes de quitar la llave del contacto dejó que Kurt Cobain terminara Come as you are.
No, I don’t have a gun.
No, I don’t have a gun.
Salir de su casa de Parquesol era un objetivo prioritario, pero la idea de empezar a bucear en Internet o ponerse en manos de una inmobiliaria le provocaba ardor de estómago. Reconoció los coches de Matesanz, Botello y de Garrido pero le escamó no encontrar el Megane Coupé rojo de Peteira, que siempre acostumbraba a llegar unos minutos antes que él. Por lo demás, todo seguía igual y eso le insufló el ánimo que necesitaba para comenzar con buen pie aquel regreso.
Nada más lejos de la realidad.
Junto a la puerta se encontraban varios agentes conversando al tiempo que apuraban sus cigarros. Dejando atrás un sonoro «Buenos días», entró en el hall principal que daba acceso a las escaleras. No había subido cinco peldaños cuando se topó con la espléndida sonrisa que traía puesta el agente de la Unidad Motorizada, Dani Navarro.
—¡Inspector! Precisamente acabo de pasarme por arriba para saludarte.
El apretón de manos precedió al recíproco y siempre efusivo intercambio de golpes en la espalda.
—¿Todo en orden? —preguntó Navarro.
—Más menos que más, aguantando el peso del sambenito que han colgado para este otoño-invierno —bromeó.
—Tú con el sambenito y yo con el mono azul como segunda piel. A Cris le ha dado por volver a comprar revistas de decoración e interiorismo y adivina. Cada vez que la veo hojeando una me entran sudores fríos. Descansaría más cambiándome de casa.
—Coño, justo en eso venía yo pensando, en cambiarme de casa.
—Lo tendré en cuenta por si nos conviene compartir gastos —apuntó el águila continuando con el tono de chanza—. Te dejo ya, que con el corte que tenéis arriba supongo que no querrás entretenerte.
Sancho se rascó la barba.
—¿Corte?
Navarro resopló.
—Yo no digo nada, mejor que te lo cuenten los tuyos, pero te adelanto que te va a encantar el regalo de bienvenida que te han hecho. La jueza Miralles, que le ha vuelto a tocar, lo quiere celebrar contigo, según me cuentan.
—¡Hay que joderse!
—Algunos más que otros. A ver si sacamos un rato y nos vamos a picotear por las casetas del centro, que en ferias tenemos licencia. ¡Suerte! —le deseó desde el primer escalón.
Entró en las dependencias del Grupo del Homicidios masticando la alteración que le había provocado el comentario de Dani Navarro aderezada por la llamada que no atendió de esa persona que contactaba periódicamente con él para proponerle una entrevista en directo para un programa de televisión.
Jacinto Garrido fue el primero en salir a su encuentro.
—Bienvenido, jefe. Te están esperando en el despacho del comisario.
—Buenos días a todos —dijo elevando la voz.
Carmen Montes y Carlos Gómez, tras sus escritorios, contestaron al unísono.
—Luego te presentamos a la nueva incorporación, la inspectora Sara Robles —le dijo Garrido.
Sancho la buscó con la mirada. Tenía el pelo castaño recogido en una coleta. De facciones nada vulgares, destacaban los pómulos, algo marcados, y las cejas, muy rectas y perfectamente definidas en su rostro sin maquillar de treintañera avanzada. Ella frunció los labios y movió la cabeza en un gesto cordial.
Sancho correspondió al saludo elevando sus pobladas cejas pelirrojas.
—¿Quiénes me están esperando? —le preguntó a Garrido.
—El comisario Herranz-Alfageme, Matesanz y se supone que Travieso.
—Empezamos de puta madre —calificó Sancho en cuanto le mencionó al comisario provincial.
—No lo sabes tú bien. Llevamos un fin de semana del copón bendito desde que… Bueno, mejor que te lo cuenten ellos.
El inspector inspiró profundamente antes de golpear la puerta del despacho.
—Pase —escuchó decir al comisario Herranz-Alfageme.
Le dio la impresión de que la tez de Copito había ganado en albor, proporcionalmente a lo que había retrocedido la presencia capilar en la frente desde la última vez que se vieron, cuando tuvo que comunicarle algo abochornado la sanción disciplinaria. Se levantó para estrecharle la mano y tras estudiarse unos segundos le dijo:
—Siéntate, por favor.
Un contundente y mudo apretón de manos fue suficiente con Patricio Matesanz.
—Los aquí presentes nos alegramos de que estés de vuelta, ya veremos si el que falta coincide en la misma apreciación —observó con sorna el comisario—. ¿Ya te han puesto al corriente?
—Lo único que han hecho mis queridos compañeros ha sido advertirme de que tenemos un marrón cojonudo entre manos, pero nadie suelta prenda sobre el asunto. Estoy decidiendo si pedir el comodín del público o la llamada.
—Una desaparición incómoda —desveló el comisario—. Se trata de una menor.
—Muy incómoda, cierto —corroboró el inspector tirándose de los pelos del bigote.
Copito desvió la mirada hacia Matesanz para que entrara en detalles.
—Se trata de Margarita Zúñiga Pérez. Quince años. Hija de Alfredo Zúñiga, concejal delegado general del área de Urbanismo, Infraestructuras y Vivienda del Ayuntamiento —leyó de su libreta—, y Azucena Pérez, de los Pérez del Grupo Helios.
—Los de las mermeladas —apostilló innecesariamente el comisario.
—Los mismos —corroboró Matesanz—. Denunciaron la desaparición a las dos y diez de la madrugada del sábado. Según parece, salió de la discoteca Bagur y no regresó a casa. Los padres aseguran que nunca se salta el toque de queda, así que, cuando pasaron unos minutos de las doce de la noche, empezaron la ronda de llamadas. Nadie sabía nada. No se le conoce novio ni noviete, sin embargo, una amiga suya, Carla, nos ha contado que estuvo charlando sobre las doce menos cuarto con un chaval de diecisiete que la trae loquita a la niña. No sabe más. Yo mismo he hablado con el muchacho, Toño se llama. Sostiene que charló con ella unos minutos en la barra y se intercambiaron los teléfonos, pero que él siguió de fiesta hasta las tantas. Tiene dos colegas que lo rubrican y la resaca que arrastraba ayer a mediodía lo certifica. O es un auténtico cabronazo mintiendo o yo creo que dice la verdad. La desaparecida tiene el móvil apagado, al menos desde las doce y veinte que la llamó su madre. Ayer solicitamos la intervención a la compañía, pero, claro, domingo, día del Señor. En su habitación no hemos encontrado nada que nos haya llamado la atención. Nos hemos incautado de su portátil, pero a simple vista no hay nada raro. En Facebook lo último que está publicado es una foto con sus amigas subida desde Instagram a las diez de la noche. Nada reciente en Twitter y no aparece registrada en Tuenti. Tampoco se ha encontrado ningún diario ni la familia tiene conocimiento de la existencia de uno. En las estaciones de tren y autobuses no la han visto. Y poco más te puedo contar.
—Al margen de la que está liando el padre, claro —intervino el comisario—. A las siete de la mañana, el subdelegado del Gobierno ya estaba agitando la coctelera y tenemos a Travieso dando por el culo cada cuarto de hora en busca de novedades —dijo bajando considerablemente el tono—. En marzo se retira y…
—Está viendo peligrar el resultado en la prórroga —completó Sancho.
—Como seguidor atlético que es.
—¿Nadie la vio salir de la discoteca?
—Se despidió a lo Cenicienta y los porteros tampoco la han reconocido. Lógico, la noche del sábado lo mismo pasaron por allí dos mil pubescentes con las hormonas a galope tendido…
—¿Quién está tratando con la familia? —quiso saber Sancho.
—El aviso lo recibió Peteira la noche del sábado. Ahora mismo se encuentra en el domicilio. La madre está ya con tranquilizantes y el padre en plan mariscal general de todos los ejércitos, movilizando todas las tropas.
Francisco Travieso entró en el despacho sin permiso, ni falta que le hacía. Antes de sentarse se limpió el sudor de la frente con la palma de la mano y se la secó en el pantalón de un traje tan pasado de moda como sus gafas, todavía algo oscurecidas por el sol que no lucía. A Sancho le sobrevino un retortijón.
—¿Alguna novedad? —espetó tras gorjear groseramente.
—Estamos igual que la última vez que hablamos —dijo Copito evitando hacer sangre con los detalles temporales.
—¿Qué hipótesis barajamos a estas alturas?
—Ninguna que esté fundamentada en algo distinto a las habituales conjeturas que rodean la desaparición de una adolescente —contestó el comisario exprimiendo el pleonasmo.
—¿Lo que viene siendo? —persistió Travieso.
—Que siga de fiesta, que esté castigando a sus padres o que haya encontrado a su príncipe azul. Hasta el momento nada nos indica que le haya sucedido algo grave.
—¿Y si se la ha llevado alguien y la retiene contra su voluntad?
—Insisto, por ahora nada nos hace pensar eso. La familia no ha recibido comunicación de ningún tipo. De todos modos, tenemos la fortuna de contar con un especialista en el Grupo, aquí presente —dijo refiriéndose a Sancho.
—¿Y cuál es el diagnóstico de nuestro experto en la materia?
—Buenos días —recalcó maliciosamente—. Es cierto que en mi otra vida he participado en la resolución de dos secuestros y algunos casos de extorsión, pero dudo mucho que eso me otorgue el título de experto. Dicho esto, bajo mi punto de vista, si se trata de un secuestro no tardaremos en saberlo. Lo habitual es que contacten con el entorno familiar durante las primeras veinticuatro o cuarenta y ocho horas desde la desaparición con el objeto de exponer sus pretensiones, económicas en la mayor parte de los casos —añadió—. Si, por contra, estuviéramos hablando de un rapto, lo normal es que no sepamos nada hasta que aparezca la víctima.
—¿Aparezca? —repitió Travieso.
—Aparezca porque la persona o personas que la retengan decidan soltarla, aparezca porque logre escaparse o aparezca porque encontremos el cuerpo. Pero lo peor, sin duda, sería que nunca apareciera, que también es posible.
A Travieso se le escuchó tragar saliva tras descomponerse en un rictus imaginario de paje real.
—«Oséase», que lo más probable es que hayan raptado a la chiquilla.
—No. Lo más probable es yo no me haya explicado con propiedad —recalcó—. Como sabe, en un rapto la privación de libertad está motivada por razones de índole sexual. Por tanto, la duración es indeterminada, pueden ser horas, días, semanas, meses o años. Pero eso no implica necesariamente que ante la ausencia de noticias después de treinta y dos horas y doce minutos —concretó mirando su reloj— debamos pensar que ha sido raptada. Tampoco podemos considerar el secuestro hasta que el o los secuestradores den señales de vida.
La tez de Francisco Travieso cobró una tonalidad cardenalicia conforme Sancho fue avanzando en su exposición.
—Como apuntaba el comisario —prosiguió—, en España se denuncian unas veinte mil desapariciones de menores al año, de las cuales más del cincuenta por ciento son fugas y la mayor parte de ellas se resuelven en las siguientes doce horas. Otro porcentaje importante lo componen los jóvenes que no regresan a los centros de acogida, muchos de origen extranjero. Luego están los secuestros paternales y demás modalidades en las que no procede ahora profundizar. En definitiva, son muy pocos los casos de desapariciones con implicación de terceros, y en este que nos ocupa no tenemos motivos para pensar que así sea. Bajo mi punto de vista, tenemos que seguir investigando en su entorno más cercano, familia y amigos, antes de barajar hipótesis de naturaleza más sórdida. Porque un secuestro va mucho más allá de la mera privación de libertad, aunque eso solo lo sepan quienes lo han sufrido.
Tanta facundia hizo que el comisario provincial proyectara los labios y los congelara en ese estado mientras procesaba la información. Inmediatamente después, buscó un patrocinador que invirtiera en sus conclusiones, pero viendo que ninguno de los presentes manifestaba interés por ello, decidió cambiar de estrategia.
—Bueno. Manténgame informado de cualquier novedad al respecto —resolvió—. Les dejo trabajando.
Nadie abrió la boca hasta que desapareció, aunque todos tenían un calificativo para regalar al comisario provincial.
—Algún día descubriré cómo ha podido llegar ese hombre a… Dejémoslo ahí. A lo nuestro —retomó el comisario Herranz-Alfageme—. Matesanz, nos vas a tener que disculpar, quiero tener una charla con Sancho. Y dile, por favor, a la inspectora Robles que no se marche, que le quiero presentar formalmente al jefe del Grupo.
Domicilio de los Zúñiga
Alfredo Zúñiga encendió otro cigarro mientras asistía desde uno de los sofás del salón a las idas y venidas de su mujer.
—Te digo que ese tío no está haciendo nada. Otra vez las mismas malditas preguntas. Una y otra vez, una y otra vez. ¿Qué demonios quieren que les digamos que no les hayamos dicho ya? ¡¿A qué esperan para ponerse a buscar a mi niña?! —la escuchó decir nuevamente.
—Cariño, tranquilízate, ¿quieres? Tranquilízate. Yo ya he movido todos los hilos que tenía que mover. Me consta que están haciendo lo que pueden.
—¡¿Y qué es eso que están haciendo?! ¡Dime! A ver, ¡¿qué han hecho desde que fuimos a comisaría?! Revolver en su cuarto y freírnos a preguntas absurdas. ¡Eso lo podríamos haber hecho nosotros también! ¡Aquí nadie se mueve ni nos dice nada! —gritó elevando las manos.
—Ya has escuchado al subinspector: tenemos que esperar y dejarles trabajar. Esperar y dejarles trabajar —repitió bajando el tono y soltando el humo del tabaco.
—¿Esperar a qué? ¡¿A que nos la devuelvan en una caja de pino?!
—Por Dios, Azucena. ¡Por Dios Santo!
—¿Y tú qué haces? Fumar y fumar. Vuelve a llamar al alcalde. Dile a León de la Riva que la policía nos está tomando el pelo. Que se están riendo de ti miserablemente. Llama, por favor, te lo ruego. Llama de una vez, por favor, Alfredo, vuelve a llamarle, por favor —repitió entre sollozos ocultando el rostro entre las manos.
Alfredo Zúñiga aplastó el cigarro contra el cenicero y se ensañó con él hasta que dejó de soltar humo. Luego se incorporó, fue al encuentro de su esposa y la rodeó con los brazos. Azucena se acomodó en su pecho sin dejar de llorar.
—Algo malo le ha pasado, Alfredo. Lo sé, lo presiento. Quiero que me devuelvan a mi niña. Por favor, haz que nos devuelvan a nuestra pequeña, por favor, Alfredo.
—Todo va a ir bien, te lo prometo. Todo va a ir bien. Tienes que descansar. Necesitas dormir. Haz caso a la doctora Martín y tómate un Orfidal. Puede que cuando despiertes ya haya aparecido. ¿Quién querría hacerle daño? ¿Eh? ¿Quién?
De improviso, ella se separó ganando un metro de distancia. Se enjugó las lágrimas y atravesó a su marido con una mirada glutinosa e incendiaria; napalm concentrado.
—Esa misma pregunta deberías hacértela a ti mismo, Alfredo.
La voz de Azucena ya no sonaba atemorizada ni el tono era quebradizo. Muy al contrario, se había tornado en una modulación inquisitoria, rayana en lo acusatorio.
—¿Tienes algún enemigo? ¿Has hecho algo que no deberías haber hecho? ¡Dímelo, Alfredo!
Pero ni él salía de su asombro ni las palabras de su boca.
—Piensa, Alfredo. Piénsalo muy bien, porque la vida de Margarita depende de ello. ¿Te has ganado enemigos que quieran castigarte a través de tu hija? ¿Tienes alguna cuenta pendiente con algún tipo peligroso?
—¡Deja de decir estupideces! —protestó enérgicamente al fin—. ¡¿Con quién crees que trato, con la mafia rusa?! Mira, será mejor que te calmes porque no estás ayudando en nada. Solo conseguirás volvernos locos y el subinspector nos dijo que era muy importante que tratáramos de mantenernos serenos en la medida de lo posible.
—¡Ese subinspector se está riendo de ti! —estalló—. ¡¡De todos nosotros!! ¡¡¡De nuestra hija!!! ¡Si estuviera aquí mi padre sabría muy bien qué hacer y desde luego no optaría por quedarse de brazos cruzados! —continuó.
—Mamá, por favor —intervino Josean desde la puerta—. Así no solucionaremos nada. Por favor, tranquilicémonos —rogó con los ojos visiblemente humedecidos.
Azucena tardó unos segundos en desplomarse de rodillas farfullando palabras ininteligibles ahogadas entre sollozos y gritos.
Ninguno escuchó el timbre del teléfono hasta que sonó la segunda vez. Atribulado, Alfredo se dirigió hacia la mesita junto al mueble de la televisión.
—¿Diga?
—¿Le hablo a la casa de Margarita Zúñiga Pérez?
—¡¿Cómo dice?!
—Chingada madre, ¡que si vive ahí Margarita Zúñiga Pérez!
—Así es.
—Escúcheme con atención. Tengo a su hijita, cabrón. No se atrevan a hablar a la policía o se arrepentirán toda la vida. No hagan ninguna pendejada o la tendrán de regreso por partes. Solo esperen mis instrucciones.
El pitido fue disminuyendo en intensidad en la medida en la que Alfredo se iba separando el auricular de la oreja, con la mirada descargada en el vacío.
—¿Qué pasa, papá? ¿Quién era? ¡¿Quién era?!
Azucena, todavía en el suelo, agarrotada y desfigurada por el pánico, aguardaba como quien espera a ser ejecutado.
—Dice…, dice que la tiene —balbuceó Alfredo.
Comisaría de distrito de las Delicias
Herranz-Alfageme entrelazó los dedos detrás de la cabeza y fijó su atención en algún punto muerto más allá de su pelirrojo interlocutor.
—Sancho, no quisiera que interpretaras esta conversación como una ceremonia de autoimposición de medallas, pero es un hecho que llevo peleando en tu rincón demasiados meses y me gustaría que fueras consciente de ello —dijo Copito a modo introductorio antes encontrarse con los ojos azules del inspector—. La sanción no fue justa, aunque no es menos cierto que actuaste de manera no demasiado prudente.
—La situación lo requería. Le recuerdo que el cabrón estaba esperándome en mi jodida casa; armado —añadió.
—Con un arma que resultó no estar cargada.
—¡No me joda, hombre! No tenía manera de saberlo. Cojones tiene, comisario, cojones tiene. Que me lo diga un tertuliano o lo escriba un columnista, todavía, pero que lo tenga que escuchar entre estos muros no me lo esperaba yo ni en la peor de mis pesad…
—¡Quieto parado! —le interrumpió mostrándole las palmas—. No te estoy recriminando absolutamente nada ni pretendo darte lecciones, pero coincidirás conmigo en que hacerle dos agujeros del calibre cuarenta y cuatro en el pecho a un sospechoso no es el lazo rosa de un regalo sorpresa para este comisario, ¿verdad? No es mi intención entrar a debatir si actuaste o no de forma correcta, esas son carreteras muy peligrosas y aquí vamos todos en el mismo autobús. Además, no se te expedientó por ello sino por insubordinación; sin embargo, sí quiero que sepas que me he dejado los cuernos para que redujeran la sanción y para que conservaras tu cargo en el Grupo. Coño, Sancho, que algunos soñaban con no verte nunca más por aquí.
—Ya me imagino quién.
—Quiénes más bien, que los que piensan que has sido tratado con excesiva lenidad son más de un par. Pero tampoco ese es el tema, que, como tú dirías, agua pasada no mueve molino.
—Pero arruina el sembrado, que decía mi padre —completó Sancho—, y así está mi hoja de servicios: arruinada.
—No para mí. Sancho, toca mirar hacia delante, como las mulas. Con pocos me he cruzado yo más testarudos que tú.
—Me lo tomaré como un cumplido. Así que me querían lejos de aquí… —comentó el inspector retrepándose en la silla.
—Básicamente no te querían —precisó con asepsia—. Motivo por el cual se explica el traslado urgente de la inspectora Robles al Grupo de Homicidios.
Sancho no movió un músculo de la cara.
—¿Sustituirme o controlarme? No hace falta que me conteste. Estoy en el punto de mira.
—Eso parece, pero te aseguro que en esta comisaría no voy a consentir que se pierda el tiempo jugando al gato y al ratón. Por eso quiero aprovechar la coyuntura para presentártela y dejar las normas bien claras.
Copito levantó el teléfono del escritorio y menos de un minuto después Sara Robles pedía permiso para entrar.
—Adelante, inspectora, siéntese.
Vestía pantalón vaquero y un jersey de lana ancho de un negro algo deslucido a juego con las botas tipo Martens.
—Buenos días —saludó ella en tono neutro.
—Inspectora Robles, inspector Sancho —introdujo el comisario y esperó a que se estrecharan la mano—. Seré breve. Solo voy a decirles que confío en que se comporten a la altura de los cargos que ocupan y en virtud del buen funcionamiento del Grupo. El inspector vuelve a ser el jefe del Grupo —anunció sin un ápice de solemnidad, economizando al máximo toda parafernalia—. Tenemos varios asuntos importantes entre manos en los que quiero ver avances durante las próximas semanas y uno urgente: el de la desaparición de Margarita Zúñiga. Supongo que ya habrán notado a los buitres sobrevolando nuestras cabezas, ¿no? Es absolutamente perentorio que empecemos a dar explicaciones de lo ocurrido y, en estos instantes, no se me ocurre nada que contarle al subdelegado del Gobierno. El «estamos en ello» se me agota, así que denme argumentos sólidos y a poder ser antes de que termine la jornada.
Ambos asintieron poco entusiasmados.
—Si tienen algo que añadir, este es el momento.
Pero fue el móvil de Sancho el que pidió la palabra.
—Entendido —dijo tras escuchar a Peteira—. Vamos para allá.
El inspector se guardó el teléfono en el bolsillo del pantalón al tiempo que emitía un chasquido con la lengua.
—Ya tenemos algo sólido —parafraseó—. Alguien acaba de contactar con la familia asegurando que tiene a la niña. Y eso sí es un marrón muy sólido.
El pelirrojo se volvió hacia su compañera.
—Qué, ¿te apuntas?
—Sancho —intervino de nuevo Herranz-Alfageme—, estás al volante pero no te salgas de la calzada, que nos estrellamos.
—Tranquilo, jefe, no pienso rozar la línea continua.
Antes de salir de los dominios del comisario, Sancho se giró.
—Muchas gracias por su apoyo y su confianza.
A LA FUERZA AHORCAN
En algún lugar de la provincia de Valladolid
3 de septiembre de 2012, 09:34
Dejó caer intencionadamente el manojo de llaves sobre la mesa de mármol.
—¡«Cagüendiós»! ¡Qué susto, tú! —protestó Gorka llevándose la mano al lado izquierdo del pecho. En la mueca delatora de su compañero se podían ver claramente las muestras de satisfacción.
—Si fuera un madero ya te habría cosido a tiros, jodido cateto. ¿Te dije o no te dije que estuvieras atento?
Hablaba con él en castellano porque detestaba escucharle chapurrear su deficiente euskera.
—Anda la hostia, tendré que desayunar, ¿no?
—Con eso que tienes en la sartén podrían alimentarse varios campamentos de refugiados. Deberías cuidarte un poco —opinó mientras prendía un cigarro.
—Mira quién fue a hablar. El que se alimenta de humo.
Su úlcera de estómago se relamió de placer con la reacción que le produjo el comentario.
—Tú mismo, pero igualmente, aunque estés cocinando, comiendo o cagando, quiero que estés siempre alerta. Y más cuando yo no estoy.
El hombre de ojos saltones y pelo rizado color heno declinó el enfrentamiento.
—Ya estamos en marcha —anunció el fumador frotándose el párpado izquierdo, como si así fuera a conseguir que volviera a su sitio. La ptosis palpebral había empeorado en los últimos años y era perfectamente consciente de ello porque antes no tenía que inclinar la cabeza hacia atrás para ganar campo de visión.
—¿Y ahora qué? —preguntó volcando sin mucho cuidado los huevos revueltos y las salchichas sobre el plato usado de la noche anterior.
—Esperamos a ver qué nos trae la marejada. Les he dicho que la tenemos, nada más. Supongo que la poli ya estará montando el dispositivo de rigor. Les regalaremos unas cuantas horas más de zozobra y comprobaremos cómo se manejan con mar de fondo.
—Van a tener que achicar del copón.
—¡Qué sabrás tú de achicar! Si en tu puta vida has puesto un pie en un bote —comentó mientras buscaba una cerveza entre la multitud de latas de todo tipo que poblaban el interior del frigorífico.
—Habló Churruca, ¿no te jode? —pronunció con la boca llena.
—Mira, Besugo de los cojones —dijo girándose violentamente, aludiendo al mote bajo el que le conoció en la cárcel—. Estás en esto porque yo te metí, pero como me sigas tocando los huevos te ablando a base de hostias antes de tirarte por la borda. ¡A base de hostias! —repitió golpeando con los nudillos en la mesa.
Gorka interrumpió el proceso de deglución y puso cara de besugo congelado.
—¿Nos dejamos ya de tonterías o qué? —sugirió dejando escapar el humo con cada palabra.
Su compañero bajó la mirada al plato.
—Venga pues. ¿Ha comido?
—Tuve que animarla un poco a mi manera, pero al final comió.
—Me refería al Karatu, majete.
—Ah. Yo le he llenado el bol, como todas las mañanas. Supongo que se lo habrá zampado en un tita.
—Como tiene que ser. En cuanto a la niñata…, no dejes pasar la oportunidad de meterle con la mano abierta. No hace falta ni que se lo gane. Cuanto antes sepa que las cosas solo pueden empeorar, mejor para todos.
—De momento se porta bien.
—De momento, tú lo has dicho, pero en cuanto se le quite el miedo verás qué pronto empieza a dar por el culo. Por cierto, necesitamos que esté despierta las próximas horas, deja de darle esa mierda, pues. Quítale el bozal y los grilletes, pero adviértela de que si emite un sonido que podamos escuchar se lo volvemos a poner. Activa el temporizador y no toques la programación, solo actívalo —insistió—. ¿Has comprado el periódico?
Gorka hizo un fugaz movimiento con la cabeza indicando la dirección que tenía que seguir. Sobre un mueble que no parecía tener más utilidad que la de servir de camposanto de objetos inservibles distinguió la portada del diario Marca.
—Anda la hostia… ¿Qué?, ¿no había otro? ¿O simplemente has elegido ese para tocarme los cojones? Mira que le tengo asco al portugués bien peinado este…, pero asco de verdad.
Su compañero miró de reojo mientras untaba con un gran trozo de pan el aceite que se había acumulado en el plato. El titular rezaba: «No aguanta más» y mostraba un primer plano de Cristiano Ronaldo con cara de circunstancias, pero efectivamente bien peinado.
—No me había dado ni cuenta, aunque, mira, la frase nos puede servir de mensaje subliminal —propuso, ocurrente.
—Vale, majete, a lo nuestro. En un rato bajas y le haces el vídeo. Que se le vea bien la jeta a la pájara y la portada del panfleto ese. Que diga solo lo que he escrito en el papel. Máximo doce segundos de grabación —le recordó—. Usa uno de esos teléfonos; los otros ni los toques. Y no te confundas, que la jodemos.
—¿Y qué hago con eso, pues? —preguntó señalando con un gesto el montón de ropa que descansaba sobre una silla.
—Dásela cuando se la gane. Voy a saludar al Karatu y luego me tiraré a dormir un rato. Trata de no hacer ruido. Otra cosa. ¿Sabes por qué a las latas también se las conoce con el misterioso nombre de «conservas»?
El Besugo no quiso morder el anzuelo.
—Porque se conservan sin necesidad de frío —desveló apagando el cigarro contra la encimera—. Saca pues toda esa comida basura del frigorífico y dásela a la chavala, que para eso la hemos comprado. Agur —se despidió enfilando el pasillo, tratando de dejar atrás el malestar que le provocaba comunicarse con un tipo como ese, tan incapaz como imprescindible para llevar a buen puerto su plan.
Lo había estudiado durante siete meses, desde aquel domingo. Recordaba la fecha con nitidez porque lo conservaba en su memoria como el tatuaje de un pandillero: indeleble. Le quedaban tan solo trece días para salir del centro penitenciario en el que había pasado los últimos once años y diez meses. Meses antes se pasaba las noches en vela, valorando los pros y los contras de los dos caminos que podría seguir en cuanto llegara el día. Barajaba ir a ver a su tío a Miranda del Ebro y mendigarle un trabajo en el restaurante, pero aquello quedaba demasiado tierra adentro; demasiado fuera de su tierra. Además, tenía algo de dinero para ir tirando y lo último que necesitaba era pasar de preso a esclavo, cuando lo que más había echado de menos entre los muros de Botafuegos era el olor a libertad que impregnaba el litoral en el que creció. Con cincuenta y dos aún podría encontrar sitio en algún pesquero tirando de contactos, de viejos camaradas, si es que le quedaba alguno de la cuadrilla en Getaria, aunque, bien pensado, tampoco le hubiera importado en absoluto trasladarse a Hondarribia, Pasaia, Orio o Mutriku. El caso era estar cerca. Experiencia en la mar tenía, conocía la faena con el chicharro, el verdel, la anchoa y el atún; sabía moverse con soltura en cualquier cubierta y no le importaba salir a caladeros más alejados de lo que aconsejaban las embarcaciones y autorizaban los permisos. Sin embargo, todas aquellas elucubraciones cesaron cuando se topó accidentalmente con aquella foto y, todavía atónito, supo que tendría que preparar los aparejos, ahora bien, los de pescar piezas más suculentas.
No había agarrado el picaporte de la puerta que daba al porche de la parte trasera y ya podía escuchar el ruido de las pezuñas de Karatu, haciendo ochos, nervioso, esperando las carantoñas mañaneras de su amo. Aquello le hizo relajar el semblante. Se había fijado en aquel dogo argentino porque era el único cachorro de la tienda que miraba hacia el exterior, con el hocico pegado al escaparate y los ojos tristes. Ansiaba la libertad, como él. Los trescientos cuarenta euros que pagó le dejaron de parecer un robo en el momento en el que la dependienta se lo puso en las manos. Siempre le había resultado más sencillo empatizar con los animales que con las personas, pero con aquel perro el vínculo fue más allá. Una mirada le bastaba para conectar con él, una palabra para comunicarse, un gesto para asociarse.
Karatu le aguardaba con impaciencia. Sentado sobre sus cuartos traseros, inmóvil como una estatua de mármol perfectamente tallada, a excepción del rabo, con el que estaba barriendo las hojas caídas de los árboles que cubrían el suelo. Se arrodilló para agarrar a su fiel compañero del cuello, ancho y robusto como el tronco de un roble.
—¡Yeeepa! ¿Cómo está hoy mi fiel amigo? —le susurró en euskera al tiempo que le acariciaba el lomo. El corto y duro pelaje, fiel reflejo del manual morfológico de la raza, acentuaba su complexión musculada—. ¿Has dormido bien? Yo poco, he tenido que salir muy temprano. Toda precaución es poca en este oficio. Acabamos de zarpar y no podemos saber cuándo volveremos a ver la bocana del puerto. Me acompañarás hasta el final, ¿verdad? Claro que sí —se respondió a sí mismo mientras le rascaba bajo la mandíbula—. Tienes que tener paciencia con el jodido Besugo, todavía es útil pero si todo sale como tiene que salir quizá te deje divertirte un rato con él.
Karatu gruñó de placer como si hubiera captado la idea de hincarle el diente y ello le provocara cierta turbación.
—Tengo que descansar un rato, pero después te prometo que nos iremos juntos al pinar, a ver si pillas otro conejo. Buen perro —le repitió a modo de despedida golpeando con ternura el lomo del animal.
Ya en el interior, bajó las escaleras para ver la captura. Abrió la portezuela y observó durante unos minutos cómo dormía. No tenía nada contra ella, pero, como en cualquier tripulación, cada uno desempeña su papel. Con tal convicción subió de nuevo a su cuarto, cerró la puerta por dentro y se tumbó en la cama sin quitarse la ropa.
Sus inconfundibles rasgos faciales le acompañaron nada más soltar amarras en las aguas de la somnolencia.
Calles del centro de Valladolid
Sara Robles sabía ser prudente cuando intuía que tenía que serlo.
Esperó a ver si el inspector Sancho se montaba en el coche por la puerta del conductor o la del copiloto y mantuvo la boca cerrada hasta que el reincorporado jefe del Grupo de Homicidios abriera la suya con alguna trivialidad.
—Así que vienes de Zaragoza, ¿no? —le dijo él poco después de arrancar.
Así era, aunque había nacido y se había criado en Jaca bajo la tutela de su padre, un brigada de la Guardia Civil destinado en la Unidad Especial de Montaña. Su madre falleció cuando aún no había cumplido los cuatro años por un cáncer de mama diagnosticado en un estadio demasiado avanzado. A pesar de la desgracia tuvo una infancia relativamente normal, salvando un matiz: los juguetes de Sara fueron cuerdas, arneses, pies de gato, mosquetones y magnesio, mucho magnesio. Se graduó en Ciencias Ambientales sin salir de Huesca, con la esperanza de poder seguir cerca de la montaña, pero aquella cima no la pudo alcanzar y no le quedó más remedio que montar el campamento base delante de su escritorio para sacar una de las plazas a la escala ejecutiva del Cuerpo Nacional de Policía. Dos años en Santander y otros tres en Zaragoza dentro de la Unidad de Drogas y Crimen Especializado antes de recalar, por motivos un tanto turbios, en el Grupo de Homicidios de Valladolid.
Así era y así le contestó, aunque no pasó de las dos primeras palabras.
Y así alcanzaron su destino, guiados por la prudencia y la música de Nirvana.
Encontraron a Peteira en el portal número 6 de la calle Menéndez Pelayo con el móvil pegado a la oreja y cara de circunstancias. Con un ademán le pidió a Sancho que esperara a que terminara con la conversación subida de tono.
—¿Qué idioma era ese en el que te estabas expresando? —quiso saber el pelirrojo.
—Mezcla de vigués y castrapo. Patricia es de una aldea minúscula de la provincia de La Coruña y cuando intercambiamos opiniones se nos desboca el potro por completo. La tengo alterada con el tema que te comenté de Marquitos, carallo, y no deja de llamarme…, pero, bueno, se le pasará; espero.
—Al final se cumplieron tus peores presagios del sábado —comentó Sancho.
—Cosa de meigas.
—¿Qué nos vamos a encontrar ahí arriba?
—Un pifostio de la reputa madre. La que está mangando la señora es olímpica, necesita Valium en vena.
—Quizá tenga que ver el hecho de que un tipo haya llamado a su casa para decirle que tiene secuestrada a su hija —valoró Sara Robles finiquitando el capítulo de prudencia de la jornada.
Peteira declinó contestarle por si acaso se le descontrolaba el castrapo.
—Vamos a subir nosotros dos a hablar con ellos. Hay que empezar a rascar el barniz que recubre a esa familia: personal y profesional. Encárgate de que todo el mundo esté en comisaría sobre… las doce —dijo mirando su reloj.
—Muy bien.
—Cuando nos marchemos, identifica al tipo ese de la furgoneta blanca, la que está en doble fila, ahí enfrente —le indicó sin girarse—. No creo, pero a veces estos tipos se dejan caer por el domicilio de la víctima para controlar sus movimientos. Encárgate de que haya un vehículo grabando las veinticuatro horas este portal, quiero saber quién entra y quién sale. Te veo luego en comisaría.
—Sexto A —informó el subinspector.
La indicación de Peteira resultó innecesaria, puesto que desde el ascensor se podía escuchar el griterío amplificado por las paredes que conformaban el rellano de la escalera. La puerta estaba abierta y había un trasiego de personas más propio de una estación de metro en hora punta que de un domicilio.
—Buenos días —saludó Sancho mostrando su identificación a la primera persona con la que se cruzó—, inspector Sancho e inspectora Robles. Queremos hablar con los padres de Margarita Zúñiga Pérez.
El hombre de pelo cano que se identificó como uno de los hermanos de la madre les condujo hasta el salón, abriéndose paso entre el gentío que se había adueñado de la vivienda. Con el brazo extendido señaló en la dirección en la que se encontraba Alfredo Zúñiga, sentado en un tresillo de corte aristocrático y tonos asalmonados parduscos a juego con el resto de la decoración cortesana del salón. En la mano izquierda sostenía un vaso ancho de licor y con la derecha a su esposa, visiblemente abatida, cabizbaja y con el rostro tomado por el desamparo; ambos bien escoltados por varios familiares que trataban de consolar a la pareja.
El inspector volvió a repetir la fórmula de presentación pero en un tono más seco y elevado, provocando un silencio inmediato que concentró todas las miradas en el origen del mismo.
—¡Por fin! —pronunció Alfredo evidenciando cierto reproche e impaciencia en la modulación.
Sancho evitó la provocación.
—Lo primero que les voy a rogar, señores —exhortó en voz alta—, es que se marchen. Necesitamos hablar en privado con los padres, con nadie más.
Un murmullo que fue ganando en intensidad estalló por boca de uno de los presentes, una mujer con aspecto de monja de clausura fugada del convento.
—¡Aquí todos somos familia! —protestó.
—Nadie lo pone en duda, pero padres de Margarita Zúñiga Pérez solo hay dos y son las únicas personas que van a escuchar lo que les vamos a decir. Además, les pido que vayan abandonando el domicilio de forma escalonada y en orden, lo último que queremos es llamar la atención del resto de vecinos y transeúntes de la zona.
—Haced lo que pide —se escuchó decir a Azucena con tono agrietado pero firme.
En la retirada, el inspector Sancho advirtió que alguien pronunciaba su nombre completo seguido de un par de frases más que sus oídos ya no pudieron registrar.
Poco a poco, el salón se fue vaciando, como la mirada de la madre de Margarita, que permanecía anclada en el teléfono inalámbrico que reposaba sobre la mesa del comedor.
Sara Robles acompañó al último grupo y, cuando regresó, el inspector Sancho se aclaró la garganta. La pareja permaneció sentada y en completo silencio.
—Inspector Sancho e inspectora Robles. Con su permiso —pidió antes de agarrar una silla por el respaldo y colocarla frente a ellos. Sara hizo lo propio—. En primer lugar les quiero agradecer el hecho de que hayan contactado inmediatamente con nosotros para ponernos al corriente de los hechos. Les puedo asegurar que, sea cual sea el motivo por el que retienen a su hija, van a precisar el asesoramiento de profesionales en la materia.
—¿A qué se refiere? —demandó el padre.
Sancho interpretó con acierto la intención de la pregunta.
—A que, según me ha transmitido el subinspector Peteira, desconocemos los motivos por los que su hija está desaparecida desde el sábado sobre las diez de la noche. Deben confiar en nosotros —percutió de nuevo—. Desde el momento en el que formalizaron la denuncia se han tomado todas las medidas necesarias para coordinar la búsqueda, pero antes de nada necesitamos verificar que realmente tienen retenida a su hija.
—¿Está usted sugiriendo que nuestra niña podría estar fingiendo su propio secuestro?
—Yo no sugiero nada en absoluto, señor Zúñiga, simplemente comparto con ustedes cuáles son los siguientes pasos que hemos de dar. No sería la primera vez ni la última que descubrimos que es el propio desaparecido quien está detrás de todo.
—¡No en este caso, inspector! Nuestra hija no…
—Señor Zúñiga —le interrumpió Sancho levantando ambas palmas—, déjeme continuar, se lo ruego.
Alfredo asintió de mala gana.
—Si se confirma que su hija está retenida contra su voluntad —el pelirrojo evitaba a toda costa pronunciar la palabra «secuestro»—, la buena noticia es que nos van a pedir algo a cambio. En la mayor parte de los casos es dinero, pero no siempre. Averiguarlo será nuestro primer objetivo, aunque ya habrán podido deducir que si aún no lo sabemos es porque ellos no han querido contárnoslo.
Sancho hablaba más despacio de lo que en él era habitual, buscando el léxico adecuado para que encajara en un puzle de cristal a punto de resquebrajarse.
—Dicho de otra forma: tenemos que esperar a que vuelvan a contactar con ustedes —añadió— y estar preparados para cuando ocurra. Esto podría producirse por varias vías: por carta, por Internet o incluso a través de anuncios por palabras en el periódico, pero si el primer contacto ha sido telefónico debemos pensar que seguirán utilizando este medio. Fue usted quien recibió la llamada, ¿es así?
Alfredo asintió primero y apuró la copa después. Luego la dejó sobre la mesa de centro y entrelazó los dedos para prepararse a contestar una pregunta que esperaba recibir.
—Repítamela, si es tan amable, palabra por palabra.
Sara Robles sacó una libreta del bolsillo trasero del pantalón vaquero.
—Primero me preguntó si era la casa de Margarita y luego dijo que la tenía, nada más. Era colombiano, ecuatoriano o mexicano; sudamericano, de eso no tengo ninguna duda.
—No le he pedido eso —atajó el inspector en tono amable aunque algo desabrido para el nivel de tolerancia de Alfredo—. Necesito que haga el esfuerzo de rememorar, palabra por palabra —enfatizó—, la conversación que mantuvo con el desconocido.
—Vamos, Alfredo, no tiene que ser tan complicado —le recriminó ella—. Duró menos de un minuto.
Su marido la observó con insigne displicencia antes de cerrar los ojos.
—«¿Es la casa de Margarita Zúñiga Pérez?». Yo no entendí y le pedí que repitiera. Entonces se cabreó y me soltó algo así como: «Chinga a tu madre, que si es la casa de Margarita Zúñiga Pérez». Le dije que sí y entonces el hijo de puta me amenazó: «Escúchame, cabrón. Tengo a su hija. No se les ocurra avisar a la policía o se van a arrepentir. No hagan pendejadas o se la devolveremos por partes. Esperen mis instrucciones».
—Excelente —calificó Sancho—. Lo ha hecho usted muy bien. Ahora necesito que me diga si se expresaba en singular o plural. Ha dicho «tengo», «devolveremos» y «mis». Dos singulares y un plural. Haga un esfuerzo por recordar. Es importante.
—¿Por qué es importante? —inquirió él.
Sancho valoró si contestar o no, pero concluyó que era un buen momento para tratar de ganarse la confianza de la familia.
—Es altamente improbable que una sola persona sea responsable del secuestro de su hija. Lo habitual es que de entre ellos haya uno, que no tiene por qué ser el líder o quien lo haya organizado —aclaró—, que se encargue de amedrentar a la familia y llevar el peso de la negociación. Seguramente sea el que más experiencia atesore. Que hable en plural denota que actúa en representación del grupo y por tanto no tiene la última palabra; que se exprese en singular nos indica que es quien lleva el mando de la negociación.
—¿Y qué es mejor? —intervino de nuevo Alfredo.
—Ninguna es mejor que la otra, pero marcará nuestra estrategia en la negociación, que es la clave para resolver satisfactoriamente un caso como el que nos atañe.
—Por favor, sea más explícito —le pidió Azucena.
—Negociar directamente con la persona indicada tiene la ventaja de que avanzaremos sin rodeos, sin idas y venidas. Irá al grano y debemos pensar que lo que pactemos con él será definitivo. Sin embargo, tiene el inconveniente de que, casi con total seguridad, no sea la primera vez que se ve inmerso en esta situación, por tanto tiene experiencia y será más… complejo —definió sustituyendo el «difícil» que estuvo a punto de pronunciar— de zanjar con éxito. En caso contrario, es decir, si se expresa en plural y tiene que convenir las condiciones con terceras personas, el proceso puede que sea más farragoso y es probable que se dilate en el tiempo.
Sancho evitó añadir que también era probable que actuaran con más torpeza para no restar entidad al enemigo.
—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —siguió interrogando ella, con la voz tomada por el miedo a la respuesta.
Sancho inspiró por la nariz a la vez que se frotaba la barba.
—Voy a aprovechar su pregunta para advertirles de algo importante. Buena parte del éxito en la resolución de estos casos reside en el nivel de confianza que se cree entre el asesor y la familia. Consecuentemente, no voy a edulcorar mis palabras por duras que resulten. En una relación de confianza no caben las medias tintas. No sé si están de acuerdo.
Ambos afirmaron.
—Bien. No podemos saber cuánto se prolongará esta situación pero sí debemos estar preparados para resistir. El tiempo es otro de los factores clave. Puede que en este momento juegue a su favor, pero sabremos revertirlo en su contra.
—¿Cómo? —quiso saber de nuevo el padre.
—Eso ahora no procede. Ahora procede que trate de recordar si la persona que contactó con ustedes se expresaba en primera o tercera persona —insistió.
—Diría que en primera persona.
—Bien. Lo corroboraremos más adelante —dejó correr Sancho—. También ha mencionado las expresiones «chinga a tu madre» y «pendejada».
—Eso lo recuerdo perfectamente, inspector.
—Americanismos propios de casi toda Latinoamérica —intervino Sara Robles—. «Pendejo» y sus variantes se usa mucho en México de forma despectiva, un estúpido en grado sumo, por definirlo de alguna forma, aunque en otros países tiene connotaciones similares a «travieso» o «inmaduro». «Chingar», sin embargo, es uno de los vocablos más utilizados en el lenguaje coloquial mexicano. Se adapta a casi cualquier contexto.
Sancho supo ocultar su asombro y dejó las preguntas para otra ocasión.
—Todo ello, como ya he dicho, lo corroboraremos más adelante. Lo prioritario ahora es preparar a la persona de la familia que se vaya a encargar de la negociación. A lo largo de todo el proceso —subrayó—. No sabemos cuándo se va a producir la siguiente llamada, pero tenemos que estar preparados para reaccionar y saber sacar jugo a cada segundo de conversación. Hemos cursado la orden para intervenir esta línea fija así como sus teléfonos móviles por si decidieran contactar por otra vía. Van a estar siempre acompañados por un experto hasta que resolvamos la situación. Cada caso transcurre por derroteros distintos, pero, aun así, antes de cada llamada prepararemos al portavoz de la familia y durante la misma le iremos indicando qué es lo que tiene que hacer y decir, cómo tiene que expresarse e incluso el tono que tiene que usar. Después, analizaremos las grabaciones y las desmenuzaremos, pero no compartiremos nuestras impresiones con nadie de la familia que no sean ustedes dos, y les ruego que ustedes hagan lo propio, aunque…, visto lo visto, me temo que todas las opciones de confidencialidad han muerto en este salón.
—Nuestra familia sabe ser discreta —aseguró ella con la boca pequeña.
—No lo pongo en duda, señora, pero los amigos, conocidos, allegados de cada uno de los integrantes de su familia que ya están al corriente de los hechos puede que no sepan ser tan discretos.
A Azucena la saliva se le volvió acerba.
—No nos interesa en absoluto que esto trascienda al ámbito público porque podría generar una presión sobre la otra parte nada favorable. ¿Hasta aquí alguna duda?
—Millones —reconoció ella mientras hacía girar de forma compulsiva los anillos de oro que lucía en los dedos.
—Es lógico. En la segunda llamada es muy posible que nos expongan las condiciones del rescate y esta suele realizarse dentro de las siguientes veinticuatro o cuarenta y ocho horas. Si son profesionales dejarán que pase esta jornada para que crezca la semilla del terror que acaban de plantar en el seno de la familia. No les voy a pedir que no tengan miedo, pero sí que aprendan a gestionarlo, principalmente la persona que se vaya a encargar de hablar con ellos.
Sancho hizo una pausa para asegurarse de que sus siguientes palabras iban a ser escuchadas con nitidez.
—Ahora toca decidir quién va a ser esa persona que represente a la familia durante el proceso de negociación.
Los progenitores intercambiaron muecas apocadas.
—Quiero que tengan presente que el camino puede ser tortuoso y del todo impredecible. Por tanto, esa persona debe ser alguien dispuesto a trabajar bajo presión, estar psicológicamente preparado y en buen estado físico para asumir la carga que ello representa. Veinticuatro horas al día pendiente del teléfono —concretó—. Ellos nos van a coaccionar jugando con la integridad de nuestro ser querido, así, debe sobreponerse a amenazas de todo tipo; no caer en provocaciones ni insultos; mantener la calma y administrar la tensión; ser disciplinado para acatar las instrucciones que le vayamos dando; escuchar, escuchar y escuchar; expresarse con corrección y saber elegir las palabras entre las que nunca estará «no»…
—¿Y no podría ser usted esa persona haciéndose pasar por alguien de nosotros? —le interrumpió Alfredo, considerablemente alterado.
—No, no podría en ningún caso y le explico por qué. Parte de mi labor consiste en formar al equipo que se va a encargar de darles soporte y asesorarles, sin embargo, mis mayores esfuerzos se van a centrar en la investigación. En principio, la coordinación del personal asignado a la familia la llevará la inspectora Robles, aquí presente, con la que yo mantendré comunicación permanente.
—Siendo así, me encargaré yo mismo —se lanzó el político.
—Un momento, un momento —intervino su esposa—. Si alguien reúne las condiciones que ha citado el inspector, ese es papá.
—¿Tu padre? Venga, por favor. ¡Si ni siquiera está aquí! —protestó Alfredo agarrando instintivamente el vaso ya vacío y llevándoselo a los labios.
—Estaba de viaje de negocios, pero llega a Madrid en menos de una hora. Si, como augura el inspector, el siguiente contacto no tendrá lugar hasta mañana o pasado, tenemos tiempo más que de sobra para ponerle al día.
—¡De ninguna manera! Es mi hija y me corresponde a mí aguantar esa vela.
—¡¡También es mi hija!! —vociferó—. Por eso sé muy bien que no voy a poder estar en condiciones de asumir esa responsabilidad —reconoció Azucena corrigiendo progresivamente el volumen—. Tenemos que pensar solo en nuestra pequeña, solo en ella. Papá nació para negociar, tú lo has dicho y repetido hasta la saciedad. Tiene sangre fría y no le tiembla el pulso a la hora de tomar decisiones. Gracias a eso levantó una empresa como la nuestra.
—Señores —terció Sancho—, la decisión última no les corresponde a ustedes. Nosotros evaluaremos la idoneidad del portavoz de la familia de acuerdo con las aptitudes que les he citado anteriormente. Esto no es negociable. Algo de lo que sí tienen que hablar es de la cantidad económica que podrían reunir como hipotético pago por el rescate.
—¡Lo que haga falta! —expuso Alfredo.
—Lo que haga falta no es lo que conviene a su hija, créame. Piensen en una cantidad coherente de la que puedan disponer en breve y en efectivo —puntualizó—. Es solo por saber hasta dónde podemos llegar, porque les aseguro que la primera cantidad que exijan será tan desproporcionada como irrelevante. Llegado el momento, serán ustedes los que decidan el montante a pagar.
Viendo que el matrimonio estaba al borde del colapso, Sancho resolvió que había llegado la hora de dejarles a solas.
—Nosotros nos vamos a marchar, tenemos mucho por hacer. Si nos lo permiten, vamos a dar una vuelta por la casa por si viéramos algo que nos llamara la atención. Pura rutina. En breve se personará aquí un agente para ayudarles en todo lo que requieran. Y, por favor, mantengan la calma en la medida de lo posible.
—Inspector, ¿está en peligro la vida de mi hija?
—Esa es la buena noticia, señora: ellos saben que todas las opciones de sacar partido de esta situación pasan por mantener con vida a su hija —mintió Sancho.
En algún lugar de la provincia de Valladolid
Cuando volvió en sí le dolía la cabeza y seguía notando ese molesto picor en los ojos. Se frotó con apetencia antes de percatarse a través del tacto de que su pelo iba a necesitar diez lavados para recuperar su esplendor. Para su sorpresa, no estaba encadenada ni llevaba puesto el bozal. La sed le hizo agarrar la botella de agua y sin soltar el recipiente examinó su cuerpo. La luz amarillenta que partía de la bombilla bañaba escasamente hasta los límites de sus dominios definidos por el colchón; aun así, agradeció que siguiera brillando en las alturas. Comprobó aliviada que llevaba la misma ropa con la que había salido de casa el sábado. Recordaba con detalle el momento en el que se encerró en el baño para prepararse. Al ritmo de las canciones de Calle 13 se hizo las uñas, se maquilló y vistió todo lo sexi que pudo dentro de los límites permitidos. Las expectativas eran altas: disfrutar a tope de la primera noche de ferias con sus amigas de toda la vida, ajena a la férrea vigilancia de sus celosos progenitores. Inmediatamente, las caras de sus padres se dibujaron en alguna parte de su cerebro y sin pretender evitarlo sus ojos se anegaron de lágrimas. Seguidamente, le sobrevino un himpado que se prolongó hasta que encontró la solución en su regazo. La botella era distinta a la última de la que había bebido, esta tenía precinto y a través del plástico percibió que estaba bastante fresca, por lo que dedujo que su guardián había vuelto a entrar en el cuarto mientras ella estaba dormida. Esta vez no le importó. Haciendo oídos sordos a una voz que le aconsejaba no beber, ingirió un trago corto al que le siguió uno más largo y otro tercero harto prolongado. El líquido le hizo recobrar el aliento, tanto que se aventuró a investigar a fondo el cuartucho.
Sentía las piernas algo entumecidas pero no tardó en recobrar la circulación a base de pequeños y repetidos saltos, como los que hacía para calentar antes del peloteo de rigor con Jorge, su monitor de tenis. El cuerpo le pedía más, así que continuó con elevaciones alternas de rodillas. Podía escuchar con nitidez la voz de su entrenador y las palmadas: «Uno-dos, hop-hop». Metódicamente, continuó con talones al «pompis», como él siempre decía. Odiaba esa palabra, le hacía sentirse una niña y todavía tenía muy presente la temporada que estuvo locamente enamorada de él cuando tenía trece años. Jorge era superguapo, con su barbita y sus hoyuelos, y le encantaba cómo le quedaba aquella camiseta sin mangas tipo Nadal, luciendo brazo. Era ocho años mayor y, sobre el papel, estaba fuera de su alcance, pero a esa edad no hay límites que no supere la imaginación. Hasta que le vio morreándose con su novia en el bar de la Hípica, una rubia tetona que se paseaba por allí como si estuviera desfilando en la Pasarela Cibeles, contorneando unas caderas que ya empezaban a ensanchar. Inmersa en aquellas remembranzas, no se dio cuenta de que había roto a sudar y que las articulaciones empezaban a quejarse. Frenó en seco, pero no pudo evitar la colisión frontal con la realidad que la rodeaba.
El tiempo se congeló allí dentro.
Completamente inmóvil, con la respiración entrecortada, fijó su atención en la puerta que tenía enfrente. Eran tres pasos, cuatro a lo sumo, pero cada uno suponía una victoria parcial en su lucha contra la cautela. Cuando alcanzó su objetivo, extendió el brazo y alargó la mano para tocar aquella puerta sin picaporte. La superficie era algo rugosa por las imperfecciones que presentaba la pátina que la recubría. Era metálica, de eso no había la menor duda, pero no se atrevió a golpearla para escrutar su espesor. A la altura de sus ojos se revelaba una abertura de unos veinte centímetros de largo por tres de alto, similar a la boca de un buzón de correos, y pronto entendió su propósito: observar el interior de la estancia desde fuera. Trató de empujarla con dos dedos, pero no se movió ni un milímetro. Estaba claro que había sido pensada para abrirse solo desde el lado contrario. Su propia sombra proyectada sobre la puerta le obligó a ganar distancia para examinar el resto de la superficie. De forma inconsciente, pegó el pabellón auditivo a aquella plancha metálica que se interponía entre ella y el mundo y aguzó el oído.
Nada.
Solo los latidos de su corazón, en aceleración progresiva.
Intentó serenarse. Esa era la clave, sujetar su estado de nervios.
—Tranquila. Es lógico, no esperarías que te fueran a poner facilidades para que pudieras escapar a la primera de cambio, ¿no?
De repente, una mueca jovial se fue haciendo dueña de su rostro. Escuchar su propia voz la reconfortaba. No estaba tan sola como creía, estaba con su voz. Pero no era esa clase de voz interior a la que tantas veces se había referido el padre Damián, el consejero espiritual de la familia. Se trataba de su otro yo, su parte más fuerte, la que en ocasiones salía de su escondite para imponerse a esa Marga pusilánime que llevaba las riendas de su vida la mayor parte del tiempo. La voz que escuchaba era otra, insolente; esa que alimentaba su imaginación y la empujaba a enfrentarse con aquello que la irritaba; esa que la invitaba a cometer deliciosos pecados carnales con su propio cuerpo que sus padres no conocían. Su yo oculto, personal e intransferible, la parte de Margarita que rechazaba a Marga: Rita.
—¿Creías que iba a dejarte aquí sola? Claro que no, chata. Vamos a salir juntas de toda esta mierda en la que te ha metido la otra tontita. Vamos a seguir investigando tú y yo, ¿vale? Mira abajo.
Margarita se puso de rodillas. En la parte inferior de la puerta descubrió otra ranura, pero al seguirla con la yema del índice se percató de que tenía más altura que la superior, unos diez centímetros —calculó someramente.
—Por ahí es por donde te pasarán la comida cuando no quieran entrar —conjeturó Rita.
—Claro.
Se tiró al suelo y probó a abrirla obteniendo el mismo resultado. Un repentino picor le invadió la mucosa nasal y, a pesar de que lo intentó, no logró contener un primer estornudo al que le siguieron varias réplicas. Se incorporó para sonarse usando la camiseta de tirantes de la peña Bagur, que empezaba a despedir un olor acre, repulsivo, que le recordó al de la ropa del sábado noche de su hermano Josean.
—No desesperes —le animó la voz de Rita la Insolente—, elimina el negativismo y piensa de forma positiva; si han previsto esa portezuela es porque quieren alimentarte durante un tiempo y eso es buena señal, ¿no?
—Depende del tiempo, bonita —le respondió Margarita cortante.
Se giró para hacer un recorrido visual de todo el perímetro. Le sorprendió la nueva dimensión que alcanzaba una estancia tan pequeña con solo cambiar de perspectiva. La zona achaflanada vista desde ese punto ganaba en profundidad y tal circunstancia hacía que pareciera un espacio más amplio. Siguió con la mirada la línea de fuga del techo hasta que descubrió una rejilla. Enseguida dedujo que su función era permitir que se renovara el aire en el interior y que estaba a una altura inalcanzable, ni subiéndose en la silla.
—Las cosas cambian dependiendo del prisma con el que se miren.
Un segundo después la oscuridad se lo tragó todo, incluyendo a Rita.
Entonces, Marga la Pusilánime tomó de nuevo las riendas y gritó.
Gritó como nunca había gritado.
Domicilio de los Zúñiga
—La verdad es que la niña es un encanto —comentó Sancho en voz queda mirando la foto. Posaba junto a un caballo marrón almagre con espesas crines de tonos arcilla. Tendría doce o trece años y, aunque era evidente que forzaba la sonrisa, sus facciones conformaban un rostro bonito. Destacaban el tamaño de sus ojos almendrados color castaño oscuro y los labios, carnosos y bien dibujados. La nariz, prominente pero estilizada, estaba en consonancia con la robustez de su mentón de forma cuadrada.
De fondo seguía escuchándose el intercambio de golpes entre los cónyuges desde el improvisado cuadrilátero del salón. Daba la impresión de que Azucena se había hecho dueña del cuadrilátero y llevaba claramente la iniciativa.
—En foto todas las niñas son un encanto. Los problemas vienen cuando salen de marco —comentó la inspectora Robles.
—Mira, eso no te lo voy a discutir.
—Esta otra es más actual —dijo ella ante una con atuendo deportivo y raqueta de tenis a modo de guitarra eléctrica—. No sé cómo puede hacer deporte con ese pelazo, ¿hasta dónde le llega? Se le marcan algo más los pómulos que en la otra y lo que no son los pómulos. También se nota que ha estrechado la cintura. La chica es bastante guapa, eso hay que reconocerlo, lo cual no deja de ser preocupante.
—¿En qué sentido?
—Joder, Sancho, no me obligues a verbalizarlo.
El inspector la forzó con su silencio.
—Ese bombón en el frigorífico de unos animales, a su merced. Hoy le doy un mordisquito, mañana otro o me lo meto entero en la boca, lo chupo y lo vuelvo a dejar en el mismo sitio para el siguiente… Me dan náuseas solo de pensarlo.
—Sara, lamentablemente esa posibilidad, que no voy a negarla ni a minimizarla, no es el mayor de nuestros problemas. Si se confirma que está en manos de una banda de mexicanos va a ser complicado que a esta niña —la mostró levantando la foto— la lleguemos a ver vestida de blanco. Me vas a permitir que te dé el coñazo: en el año 1997 yo acababa de entrar en la Brigada de Información y nos ofrecieron la posibilidad de asistir a un seminario impartido por Bonifacio Socorro, máximo exponente en la investigación de secuestros en México, que es lo mismo que decir del mundo. Junto con Georgia y Colombia, conforman la Champions League de la especialidad. Allí tratan casi tres mil casos de secuestros al año y en España los casos reales de secuestro no llegan a la veintena en el peor de los escenarios. Aquí se resuelven positivamente casi todos, en México casi ninguno, y muchos tienen un desenlace dramático que implica la muerte del plagiado, como denominan a la víctima por allí. Es cierto que las circunstancias al otro lado del Atlántico son muy distintas, en muchas ocasiones cuentan con la connivencia o incluso colaboración de la policía y el pago del rescate se considera un mal menor, lo cual no asegura que vayan a encontrar a la víctima con vida. Dos años más tarde, por un asunto que ahora no viene a cuento, me fui a ver a Bonifacio al D. F. Hicimos buenas migas y tomando unos tragos me reveló que los datos que proporcionaba su Gobierno y que él estaba obligado a repetir en público estaban muy maquillados. Me quedé con este: en los contados casos en que la policía detiene a los secuestradores, estos han realizado una media de veinte secuestros con anterioridad. Están especializados en la negociación, son extremadamente violentos y no dudan en… Bueno, me ahorro los detalles.
—Vamos, que estás puesto en el tema.
—A la fuerza ahorcan. El año que llegué a San Sebastián, ETA acababa de liberar a Cosme Delclaux y se cumplía un año del secuestro de Ortega Lara, que terminó superando el tiempo que había estado retenido José María Aldaya tan solo un año antes, creo recordar. Por tanto allí todos estábamos puestos en el tema —parafraseó—, aunque a mí no me tocó intervenir en ninguno de estos. En el 2009 la Dirección Adjunta Operativa ordenó la implantación de una red de especialistas en la gestión de secuestros y extorsiones que establecía la existencia de al menos un experto en cada jefatura de policía. En la de Valladolid seleccionaron a un perspicaz inspector pelirrojo, guapo y fornido; pero este falleció de forma dramática y no les quedó más cojones que ponerme a mí.
La boca de la inspectora conformó una sonrisa que desapareció en el instante en el que terminó de rehacerse la coleta. En el proceso, Sancho aprovechó para echar el último vistazo a la habitación de Marga.
—Lo que no dejo de preguntarme es qué coño hacen unos mexicanos secuestrando niñas en España —comentó él con la atención puesta en otra foto, con Margarita retratada luciendo su ropa de esquí y haciendo el signo de victoria con ambas manos.
—¿Abrir mercado? —sugirió Sara.
—Es posible, pero si son profesionales deberían saber que aquí no se funciona como en su casa.
—¿En qué sentido?
—Aquí el pago del rescate no es una opción.
—¿Entonces?
—Entonces tenemos que valorar que el dinero puede que no sea el móvil del secuestro.
A Sara se le tatuó una exclamación tras la mueca de sorpresa.
—Solo estoy soltando conjeturas al vuelo, a ver quién las caza —dijo Sancho.
El combate del salón se encontraba en su punto más álgido. Azucena tenía arrinconado a Alfredo y todo parecía indicar que estaba a punto de noquearlo. Sara Robles echó un último vistazo a la habitación, pero interrumpió el recorrido en un punto concreto, justo en el espacio que había entre la cama nido y la pared. La inspectora apoyó una rodilla sobre el colchón e introdujo el brazo por el hueco a la altura del cabecero. Sancho la observó con escepticismo, sensación que se esfumó cuando vio su expresión casi vanidosa, totalmente delatora. La inspectora extrajo el brazo con la captura: un pequeño cuaderno con tapas de un naranja ofensivo a la vista.
—O mucho me equivoco o acabamos de encontrar su diario secreto —apuntó Sara en voz queda al tiempo que lo hojeaba.
—¿Y bien?
Ella asintió. Sancho le hizo un gesto de fácil interpretación y la inspectora se guardó el cuaderno.
—Volvamos a comisaría —sugirió Sancho—. Tenemos que calzarnos las zapatillas antes de echar a correr. Además, en cuanto ponga al corriente a Herranz-Alfageme va a tener que hacer unas cuantas llamadas a Madrid.
—¿Va a venir la caballería?
—Tan seguro como que el abuelo es ya el candidato mejor posicionado como interlocutor de la familia para la negociación. Los de la Unidad Central de Secuestros y Extorsiones no van a dejar pasar un cocido con tan suculentos ingredientes: una menor, hija de un político y nieta de un gran empresario, supuestos delincuentes mexicanos… Conozco a Fernando Fajardo Feix, el jefe de Grupo, somos de la misma promoción y después hemos coincidido en un curso de mediación policial. Hace unos cuantos años que no tengo contacto con él, pero no creo que haya cambiado. Es un tipo raro de cojones, el cabrón, pero muy diligente y eficaz a tenor de su hoja de servicios.
Se despidieron fugazmente pasando de puntillas por el cuadrilátero. La cara de Alfredo era el fiel reflejo de una toalla arrojada sobre la lona.
—Una magnífica forma de reencontrarse con el trabajo —observó la inspectora en la puerta del ascensor—. Parece que hubieran esperado a tu reincorporación para ponerlo en marcha.
—Esta es la buena suerte que me persigue desde hace unos años.
—Espero que no sea contagioso.
Caminando en dirección al coche, Sancho se detuvo en seco frente al escaparate de El Corte Inglés.
—¿Sucede algo? —quiso saber la inspectora.
Sancho no contestó. Su capacidad verbal se vio anulada por la cubierta de un libro que destacaba sobre el resto de manera notable y cuyo título rezaba: La obra de Augusto Ledesma.
—¡Hay que rejoderse!
Todavía malhumorado, trató de licuar su irascibilidad cambiando de CD. Tras una breve búsqueda entre los que había seleccionado esa misma mañana, eligió Para todos los públicos de Extremoduro. La inconfundible voz de Robe Iniesta interpretaba el primer corte: Locura transitoria.
No sé en qué parte de esta historia
perdí el argumento primario.
No sé qué cojones me agobia.
Voy según dice el calendario.
Vuelve a llegar la primavera
y me molesta el sol.
Alma que nunca se deshiela
y se queja del calor.
Sancho subió el volumen.
Y Sara Robles interpretó correctamente el gesto.
En algún lugar de la provincia de Valladolid
Dejó de gritar cuando escuchó unos pasos al otro lado de la puerta. Petrificada en el sitio, agarrotada, sin poder mover un músculo de las piernas. Jamás había tenido miedo a la oscuridad, pero lo cierto era que nunca se había tenido que enfrentar a una negrura como aquella.
Un clic precedió al ocaso de las tinieblas.
Margarita, ocupada en gestionar la molestia que la luz provocaba a sus pupilas en proceso de adaptación, no se percató de que Gorka había entrado en el cuartucho. Menos aún pudo advertir la llegada a gran velocidad de una mano abierta, a pesar de su gran tamaño.
Más que a tortazo, sonó a barrigazo piscinero.
Y aunque la luz seguía encendida, las tinieblas volvieron a engullirla.
CON LA IGLESIA HEMOS TOPADO
Apartamento de Ólafur Olafsson
Barrio de Tun. Distrito de Laugardalur. Reikiavik (Islandia)
3 de septiembre de 2012, 12:10
El temblor era de tal magnitud que todos los intentos por introducir la condenada llave en la cerradura resultaron estériles. Y tal era la premura por entrar que no le quedó otra alternativa que golpear la puerta de la señora Jónsdóttir y encomendarse a sus antepasados para que no hubiera salido a comprar. Desde luego, la climatología no acompañaba.
La jauría no había dejado de protestar desde que salió de casa para recoger los billetes de avión en la agencia de viajes. Allí nadie tenía prisa y la media hora escasa que había previsto en resolverlo se convirtió en más de ciento veinte minutos de dolorosa ansiedad; de tortura abstémica. Atendiendo a razones de naturaleza irracional, Ólafur Olafsson había decidido cancelar la habitual ruta alcohólica de la noche anterior, sin embargo, no contó con el consenso de las fieras que habitaban su estómago y estas no estaban dispuestas a pasar por alto la afrenta. Necesitaban una ración mucho más suculenta que el medio vaso de whisky con el que su huésped había calmado el despertar. El excomisario apenas había ingerido alimento desde la tarde anterior y no había logrado conciliar el sueño más de dos horas, contando la suma de todos los períodos en los que lograba perder la conciencia.
Sobrepasado por la virulencia de los mordiscos, de los zarpazos desesperados y de las cruentas dentelladas, concluyó que tenía que darles de comer de inmediato o las fuertes palpitaciones que estaba sufriendo terminarían por provocar el colapso de su organismo.
Cuando por fin la señora Jónsdóttir abrió la puerta, la anciana solo reconoció el desgastado gorro ushanka con el que su vecino se solía cubrir la cabeza y las orejas. Se sujetaba a la pared con un brazo, encogido en sí mismo, tiritando, agarrándose con ambas manos el abdomen, como si hubiera recibido varias puñaladas.
—Ólafur, ¿eres tú? ¿Te encuentras bien? —preguntó asustada la mujer.
El excomisario notaba cómo varios ríos helados de sudor recorrían la espalda en busca de una desembocadura fantasma y, aun habiendo anegado el estuario de su resistencia física, logró elevar la mano en la que sostenía el manojo de llaves.
El eco del tintineo metálico rebotó en las paredes del edificio de cuatro plantas.
—¡Dios bendito, Ólafur, necesitas que te vea un médico!
—¡No! Solo le pido que me ayude a abrir la maldita puerta de mi casa —logró pronunciar entre dientes.
—Pero…
—¡Por favor! —gritó iracundo.
—Está bien. Voy a por las gafas.
La última frase fue una losa demasiado pesada para soportar con tan poco cimiento robusto y ringó en el sitio, como un elefante en el preludio de su muerte.
Lo siguiente que escuchó fue la voz de la anciana anunciándole alarmada que había logrado abrir la puerta. Aquello insufló la fuerza que requería para alcanzar la meta a gatas. Ya en la cocina, se valió de las patas de la primera silla con la que se topó para incorporarse y acometer el asalto a la encimera donde le esperaba una botella de whisky de supermercado para consumo diario. Por suerte, se encontraba sin el tapón, por lo que no necesitó más maniobra que asirla firmemente con ambas manos y atinar con el hueco de la boca para introducir el cuello.
Y tragar.
Tragarlo todo.
Calles del barrio de las Delicias
Enfilando el paseo Arco de Ladrillo saltó una llamada del comisario Herranz-Alfageme en el manos libres del coche. El inspector chasqueó la lengua por tener que pausar la música.
—Sancho.
—¿Estáis todavía en el domicilio de la familia?
—No. Estamos de camino a la comisaría, mi gente me está esperando.
—Muy bien. Cuando termines pasa por mi despacho, pero te adelanto que acabo de recibir la llamada del director adjunto operativo para decirme que ha autorizado la intervención en el caso de un equipo de la Unidad Central de Secuestros y Extorsiones. No me habías dicho que el tipo que se puso en contacto tenía acento sudamericano.
—No he tenido la ocasión de hacerlo.
—La orden viene directamente de Hernández Santiago, así que no hace falta que te diga por dónde llega la filtración.
—Los políticos se mueven rápido si la situación lo requiere.
—Sancho, sin envoltorios, dime cómo lo ves.
—Aún es pronto, pero no pinta bien. ¿Le han informado sobre las personas que integran el equipo?
—Me han dicho el nombre de la persona al mando, pero no me he quedado con él.
—¿Fernando Fajardo Feix?
—El mismo. ¿Lo conoces?
—Lo conozco bien, sí.
—¿Y nos va a tocar mucho los cojones o solo lo justo?
—Mucho. Se hace llamar la Triple Efe, no le digo más.
—Que el cielo nos guarde. Todo tuyo.
—Muy amable.
—Lo dicho, cuando acabes con tu equipo pásate a verme y me pones al día.
En cuanto se cortó la comunicación, Sancho buscó en la agenda del teléfono el número del aludido.
—¡Ese Sanchito bueeeno! —contestó el jefe de la Unidad Central de Secuestros y Extorsiones—. Mira que estuve tentado de llamarte cuando me enteré de lo tuyo, pero me pareció cruel incluso para mí.
—Te hubiera mandado a tomar por el culo sin billete de vuelta antes de darte la oportunidad de descojonarte de mí.
—Ya será menos. ¿Y este marrón que te ha caído? Pero tíooo. ¿Qué coño haces para meterte en estos jaleos? Has tenido que ser muy malo en la otra vida. ¡Máquina, que eres un máquina!
—No cabe otra explicación. ¿Qué te han contado? —quiso saber.
—La cosa viene del director general. El papá de la criatura ha removido las cloacas hasta dar con el sapo más gordo. Una adolescente hija de un político supernumerario del Opus por parte de padre y de familia adinerada por parte de madre.
—¿Del Opus?
—Exacto y parece ser que amigo personal de nuestro ministro del Interior, supernumerario de la Obra a la sazón. Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho.
—¡Hay que rejoderse! Tenía que haberlo supuesto por toda la imaginería católica que decoraba el piso —se lamentó el inspector—. Perendengue y oropel, que denominaba mi padre.
—¡Uno a cero gana papá y aún no he salido del túnel de vestuarios! La Triple Efe golpea primero, acostúmbrate porque la vamos a gozar, Sanchito. Además, me he enterado de que estáis de fiestas por tu pueblo, ¿no? ¡Qué gozada! Te tengo que dejar, que todavía tengo que organizar todo el berenjenal. Llegamos entre las cinco y las seis de la tarde, me acompañan el subinspector Bravo y Nacho Ávila, verás qué espécimen más majo este último. Nos vemos en comisaría y desde allí vamos juntos al domicilio familiar, ¿de acuerdo? Oye, máquina, dime que ya está intervenida la línea y que tienes a alguien en la casa en estos momentos.
—Luego te lo digo —dijo Sancho antes de colgar.
—Menudo prenda —definió la inspectora.
—No lo sabes tú bien —corroboró el pelirrojo.
—A estos fantoches en mi tierra los llamamos «hinchapelotas».
—Por aquí, «tocacojones», pero afortunadamente este lo es solo desde que se levanta y luego ya todo el día.
Dicho lo cual, las únicas palabras que se escucharon en el habitáculo fueron las que pronunció Robe Iniesta, de Extremoduro.
En algún lugar de la provincia de Valladolid
Comprobó el reloj en cuanto salió de la ducha. Apenas había dormido tres horas y en breve tendría que conducir otros trescientos kilómetros para alimentar las calderas de la sala de máquinas. Esta vez la llamada la harían sobre las ocho de la tarde, pensando en que la policía ya habría tenido tiempo más que suficiente para poner en marcha el tinglado. Se notaba algo tenso por tratarse de un momento crucial, pero confiaba en el saber hacer del Chimuelo; ocho secuestros lo avalaban, aunque él tampoco le andaba a la zaga en la disciplina. Ese era el motivo por el que le había ofrecido entrar en el asunto: ser la voz. La cantidad de cuatro millones de euros entraba dentro de las posibilidades de la familia, con un patrimonio cercano a los doce; no obstante, era muy consciente de que el negociador rebajaría la cifra significativamente. El límite lo habían fijado en un millón y el plazo inicial que establecerían para el pago en setenta y dos horas, sabedor de que el proceso se dilataría bastante más.
Se cepilló los dientes en aquel lavabo que tanto le recordaba al del penitenciario y se miró al espejo. Le costaba reconocer aquel rostro enjuto, cincelado a base de los golpes secos y certeros, labrado por la pronosticable desdicha. Se lo había escuchado decir decenas de veces al abuelo Agoitz: «La vida siempre nos reserva una gran hostia», pero solo en una ocasión le explicó el misterio que encerraba la frase. La gran hostia era esa que nunca se veía venir, que no duele en el momento pero que a uno lo deja marcado para siempre. La suya le llegó el 12 de mayo de 1999 y, tal como predijo su abuelo, ni la vio venir ni le dolió, pero aquel día su existencia se torció para no volver a enderezarse jamás. Era viernes y las calles del casco viejo empezaban a llenarse a pesar de que el chirimiri no había dejado de caer intermitentemente desde primera hora de la mañana. Había quedado con la cuadrilla para salir de potes con la intención de no liarse mucho porque el sábado tenía que estar en el tajo a las cinco de la madrugada para descargar las capturas de la noche anterior. Ya habían pasado por el Herría y siguiendo la ruta habitual entraron en el Aurresku. Hacía semanas que no veía a Jon, un buen camarada, un tío de fiar, y ese fue el motivo que le hizo sentarse con él a rememorar hazañas callejeras de tiempos pasados. Nada le hacía pensar que aquel tipo sieso con el que llevaba más de un año compartiendo piso fuera quien le propinara su gran hostia.
Se secó el pelo con avidez como pretendiendo borrar aquellos pensamientos de su cerebro y concentró toda su animadversión en el párpado caído, descolgado como una persiana a medio bajar o a medio subir. Y si algo causaba irritación eran las cosas a medias.
Antes de sacar a Karatu quiso comprobar si Gorka había sido diligente con sus tareas. Se lo encontró delante de la televisión, sosteniendo el mando como si fuera una prolongación de su cuerpo.
—Y qué, aparte de ver programas para marujas y parados, ¿has hecho algo productivo?
—Ahí tienes las fotos, para que elijas la que prefieras y el vídeo también. Echa un vistazo, te va a gustar —presumió.
No se llevaba bien con los dispositivos electrónicos de nueva generación. La marea tecnológica había pasado por delante de su celda sin salpicarle una gota y todavía no se había habituado a esa nueva ola de sumisión a la inteligencia artificial. A pesar de ello prefirió no pedirle ayuda y sumergirse a pulmón libre en la pantalla táctil. No tardó en dar con el icono de imágenes otorgando la razón a quienes aseguran que esos intuitivos menús están diseñados para torpes. Cuando abrió la carpeta se le tensaron todos los músculos de la mandíbula. El masetero sobresalía como los bultos del lomo de Karatu.
El lado izquierdo de la cara de Margarita estaba visiblemente tumefacto y enrojecido. La sangre seca que le había manado de la nariz pintaba casi todo el labio superior de un rojo nazareno vergonzante. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue la mirada de la niña. Amplió el encuadre de los ojos para corroborar la primera impresión y, efectivamente, no había rastro alguno de miedo, solo aversión.
—Se puso a gritar como una loca y según entré le pegué de derechas, medio y plano, como si estuviera en el pasa. Ni Beloki le hubiera dado mejor, tú —se mofó Gorka.
Tuvo que comerse las ganas de hacerle un agujero de nueve milímetros en la nuca, pero tragó bilis y se dio media vuelta.
—Voy a dar un rulo al Karatu, luego agarro el coche.
—«Ahivalahos