PREFACIO
El ganso Branta Leucopsis es nidífugo y fitófago; sus crías se alimentan de materias vegetales por vía directa y no por regurgitación de sus progenitores; por ello abandonan el nido al poco de nacer, de otro modo no tendrían ninguna vía de sustento. El parecido de sus colores con los de la concha del percebe le ha dado también el nombre de Barnacla Cariblanca o Ganso Percebe. Una vieja leyenda —difundida durante el medievo por altos cargos eclesiásticos para burlar el ayuno en época de Cuaresma— afirmaba, incluso, que el crustáceo era la larva de esta ave, que crecía en los árboles y caía al suelo una vez maduro el avechucho. Seguramente, parte de esta creencia se deba a que el Branta Leucopsis se reproduce, en su mayoría, anidando en los escarpados acantilados rocosos de Groenlandia, a salvo de zorros árticos u osos polares. Hasta hace poco, la ornitología había creído que los polluelos descendían los acantilados —en ocasiones, de más de cien metros—, que separan el nido de la tierra rica en pastos que necesitan para alimentarse, a lomos de sus progenitores. Pero lo cierto es, como se ha descubierto recientemente, que las crías se enfrentan, con tan sólo un par de días de vida e incapaces de volar, a la prueba más dura de su existencia. Animadas por sus padres, que las arengan desde abajo, cuando ya no soportan el hambre, saltan al vacío abriendo lo más que pueden las alas con su todavía ligero plumón. Casi la mitad de la especie pierde la vida en el momento de abandonar el nidal, hay pollitos que resisten los duros golpes contra las rocas pero aun así no alcanzan a levantarse de nuevo, o lo consiguen pero caen en las fauces de algún zorro aventajado. Los que sobreviven siguen a sus padres hasta los pastos, y cuando llega el otoño migran hacia el sur en grandes bandadas. Abandonan la tierra que los vio nacer, y los nidos, que volverán a ocupar al verano siguiente.
Alguna matemática extraña podría aplicarse a argüir por qué unos polluelos se salvan y otros no. Seguramente es la misma que explica la victoria, la derrota y todas las suertes. Y debe de ser tan sencilla como salir del nido sin volver la vista, sin vacilar, y confiar en uno mismo.
Otoño lejos del nido
Informativos territoriales en la televisión pública catalana.
14 de octubre de 2016. (Traducción del catalán de
Enric Poll)
Fuentes policiales han confirmado a primera hora de esta tarde la desaparición del reconocido escritor Ireneu Montbell.
Montbell presentaba esta semana el lanzamiento de su última obra, Leña muerta, pero el acto se vio suspendido ayer por la tarde, después de que el entorno más cercano del escritor reconociese que no había noticias de su paradero desde el pasado miércoles.
La policía no descarta ninguna línea de investigación, por cuanto no han encontrado signos de violencia en su domicilio ni ha sido localizado su teléfono móvil, según fuentes cercanas al caso.
Ireneu Montbell es autor de novelas como Cada tarde a la misma hora o la merecedora del Premio Nacional de la Crítica Literaria 2005 Caer de pies.
A pesar de su desaparición, su nueva novela ya está en las librerías, y parece que se ha colocado en unas pocas horas en las listas de los más vendidos en plataformas digitales y en grandes cadenas. Esperemos que todo acabe en un susto y Montbell pueda disfrutar del éxito que auguran a este informativo expertos consultados.
Desde Vallvidrera, les ha informado Xavier Prorat.
PARTE I
El vecindario inglés
1
Un año más tarde
Viernes, 3 de noviembre de 2017
Teresa Gener bajaba la escalinata hacia las siete y media. La tarde se recortaba como un trozo de papel, con trazos rectos y simetría vaga, allá en la sierra hacia donde se dirigía. Una llama ocre aplastaba la ciudad con una violencia celestial. Al arrancar el coche, un antiguo Seat Toledo, aquel sonido a viejo motor le recordó que no lo había llevado al taller otra semana más. Dudó entre hacerlo en aquel momento y volver a casa en el ferrocarril o no. Mejor a la semana próxima. Era viernes y había prisa por llegar, conduciría despacio, nada podía ocurrir más allá del propio miedo a un accidente, y eso ya la atormentaba cada vez que se ponía al volante desde que aprobara el carné de conducir doce años atrás. Apenas pasaba de los treinta pero le había parecido una vida larga la suya. Desde pequeña, vivir había sido un esfuerzo. Hay gente así, capaz de desear la nada antes que enfrentarse a la vida. La vida no siempre es una suerte, ni un anhelo, la vida puede ser peor que la nada, peor que el silencio, que el cuerpo detenido sin aire, sin flujo sanguíneo. Cuesta creerlo, pero es así, y no es sólo propio de humanos. El Ilustrated London News publicó en 1875 la noticia de que un perro había intentado reiteradamente ahogarse y tras ser rescatado en varias ocasiones consiguió finalmente hundir la cabeza bajo el agua el tiempo suficiente para quedarse sin oxígeno, y morir. Hay quien pensará que algo había oculto en el agua que lo hacía zambullirse una y otra vez. Quizá sí. El suicidio es una conducta humana que no podemos confundir con los instintos animales que no sepamos interpretar. Pero no hablo de suicidio. Hablo de dejarse morir. Del terrible esfuerzo que realizan algunas personas para no dejarse morir, que es lo que harían, por indolencia, por desidia. Teresa era de ese tipo de personas. Y aun así, fruto de un irracional miedo a la fatalidad, cuando conducía se le pasaban imágenes terribles por la cabeza. Especialmente si transitaba de noche. Especialmente también desde que tuvo a Elisa. Así que emprendió la marcha a poca velocidad. Podía demorarse. Cuando llegara a casa encontraría a Carles, su marido, y a la pequeña en la cocina, amasando las pizzas para la cena. Siempre era igual, en viernes, y siempre llegaba con la misma calma. Se quitaba los zapatos y jugaba a entrar sin hacer ruido. Ellos se hacían los despistados hasta que la tenían justo detrás, y entonces le lanzaban un puñado de harina, apenas nada, lo suficiente para hacer un poco el tonto. Siempre lo mismo. Hacía un tiempo que también los viernes había sexo en el matrimonio. Tras una crisis de pareja tuvieron la templanza suficiente para sentarse uno frente al otro y negociar. Algo tan simple como eso. Qué quieres y qué estás dispuesto a hacer por salvar todo lo que te importa, tu familia. Qué necesitas para ser feliz y qué hace que tu vida sea una basura. Sencillo. Nada más sencillo y nada más complicado. Muchos optan por el silencio, y consumen sus días intentando ser felices a pesar de sus parejas. Otros huyen a otras vidas que acaban siendo parecidas; aunque a veces, con suerte, no. Los que se quedan y deciden luchar deberían tener presente la teoría triangular de Sternberg: complicidad, erotismo y compromiso en igual medida. Una fórmula del amor que, afortunadamente, ellos mismos pudieron acabar aplicando, aunque a mínimos.
La noche caía sobre las copas de los árboles y éstas se abatían a su vez sobre el coche, con toda su frondosidad borraban la carretera más allá de la luz de los faros, donde la naturaleza crecía en un desorden perfecto. Encendió la radio, sonaban las noticias:
La jutge de l’Audiència Nacional ha dictat l’ordre europea de detenció de Carles Puigdemont i els quatre consellers cessats que són a Bèlgica. Es tracta de Toni Comín, Meritxell Serret, Clara Ponsatí i Lluís Puig.
[…] La jutge també ha tramitat una ordre de recerca i captura nacional i internacional de tots cinc, a través de Policia Nacional, Guàrdia Civil i Interpol.
Suspiró hasta vaciar los pulmones y apagó la radio. Luego lanzó sus pensamientos a años de distancia. Hasta la crisis que salvó su matrimonio, que como cualquier otra sólo admitía dos posiciones, on y off. Sonrió al pensar en aquella conversación mientras atravesaba la serra de la Collserola, sobre la que se recuesta la ciudad de Barcelona. Recordaba el trato que los había salvado del naufragio cuando las cosas no habían ido bien un año antes. Fue simple. Cada uno anotó en un papel tres ingredientes que le harían la vida en pareja más llevadera. Ella, dos funciones al año en el teatro del Liceo, por primavera y otoño, unos días de vacaciones en familia en la isla de Formentera cada verano y, por último, poderse dar un baño a la semana con la casa en silencio, a la luz de las velas y con una copa de vino, mientras Carles visitaba a sus padres con Elisa. Él, en cambio, disponer de una tarde del fin de semana para salir en bici por el monte, reservar la mitad del garaje para elaborar cerveza artesanal, una amber ale con aroma a caramelo viejo que insistía en beber antes de que hubiese alcanzado el proceso de maduración adecuado, y su deseo estrella, los viernes habría sexo, del tipo que fuera. Tras acostar a la niña y tomar una copa de vino se arrastrarían por todas partes, de sus cuerpos y de la casa, como cuando no eran más que unos novios hambrientos el uno del otro. Aquello duró apenas un par de meses. Teresa llegaba del trabajo cansada o con la cabeza puesta en algún problema, lo masturbaba y fingía estar pasándolo bien, hasta que él eyaculaba y el encanto desaparecía en tan sólo un segundo, adiós al cuento. El matrimonio no era más que eso. Quizá toda la vida lo era. Un fiasco. Pero menos en viernes. De repente dio un frenazo. Una familia de jabalíes cortaba la carretera. Los jabatos se enfrascaban en una disputa por algo que su madre blandía en las fauces. Observó a aquellos cerdos salvajes. Nunca los había visto tan bien, a la luz de los faros. Antes era difícil acercarse a uno. En los últimos tiempos llegaban hasta la misma playa en busca de la comida de los turistas. Pronto transitarían por la ciudad sin que nadie pudiera evitarlo. Quizá ya no había lugar en la pirámide de la vida para ellos lejos del hombre, de sus basuras, de su inmundicia.
Aparcó bajo los pinos del jardín. Al llegar a la puerta principal de la vivienda la encontró abierta. Carles era muy despistado. Vio luz en la cocina. Avanzó con cuidado de no hacer ruido. No tardarían en detectar su presencia y antes de que pudiera asustarlos ya le habrían lanzado un puñado de harina. Pero no salieron a su encuentro. No había nadie. La luz iluminaba el banco y, efectivamente, Carles había estado amasando. Allí estaba la masa abandonada. Pero no vio ni a su marido ni a Elisa. Se sirvió una copa de vino. Se descalzó y lanzó los zapatos hacia la entrada. Miró la nada y dio un sorbo. Saboreó con el paladar y con los pies jugó a arañar las baldosas del suelo. Entonces vio las huellas. Había docenas de ellas. Recordó a los jabatos blandiendo algo en sus fauces. Rodeó la isla de la encimera y entonces se topó con los pies. Dio un grito apenas que le rompió la garganta. Su marido estaba tirado en el suelo, inmóvil. Comenzó a llamar a la niña dando voces al tiempo que se agachaba junto a él. Cuando comprendió que estaba muerto se apartó aterrada. Ya no era su Carles, ahora tan sólo veía un cadáver de ochenta kilos sobre las baldosas de la cocina, como un animal abatido. Se desgarró la voz gritando y la niña no apareció por ninguna parte.
Las primeras unidades de la policía autonómica llegaron en veinte minutos. Eran cuatro chicos jóvenes. Pertenecían a la comisaría de Sant Cugat del Vallés. Se miraban los unos a los otros sin saber muy bien qué hacer. Uno de ellos, un tal Perelló, había querido tomar el mando hasta que llegaran los de la Unidad de Investigación Criminal y el forense, pero abandonó enseguida su propósito al ver que no obtenía ninguna información de la mujer y se dedicó a husmear, como el resto, por los lugares en los que Teresa ya había buscado. Ella no se apartaba de la cocina, ahora. Estaba en shock.
—¿Se encuentra bien, señora? —dijo, aunque no era mucho mayor que él—. ¿No quiere que llamemos a una ambulancia?
Ella no contestó. El agente miró a sus compañeros, que parecían estar tan ofuscados como él. Al final reaccionó.
—García, quédate con ella hasta que lleguen el forense o la ambulancia y los pones al corriente. Nosotros —dijo dirigiéndose a los otros dos compañeros— será mejor que vayamos a mirar por fuera.
Salieron a la noche. Inmensa, con luna. Húmeda. Las huellas de la niña tan sólo llegaban hasta la puerta. A partir de ahí no se distinguía nada. Decidieron separarse veinte metros uno de otro y comenzar una pequeña batida. Sabían que podía ser vital no perder ni un segundo más. Nadie se atrevía a pronunciar una palabra, a decir en voz alta lo que temían encontrarse entre aquellos matorrales. Un par de sirenas se oían allá abajo, arrancadas a la ciudad. Todavía tardarían casi diez minutos en llegar hasta allí.
Perelló caminaba entre la oscuridad. Su pequeña linterna mordisqueaba la negrura apenas a un par de metros de él. Nunca le había gustado perderse en la noche como a otros chicos. Nunca pudo dormir con las luces apagadas del todo, tampoco ahora, que no consentía en bajar las persianas más que a media altura, a pesar de que su novia odiaba la luz de la mañana en la cama, y se apresuraba a bajarlas en cuanto él ya estaba levantado. Así que aquella noche, el bosque, con su silencio y su rugosa negrura, era un lugar inhóspito para él, incierto, y por ello, peligroso. Caminaba con cuidado de no tropezar. Despacio, y al tiempo, le inquietaba escuchar cómo se alejaban cada vez más las pisadas de sus dos compañeros. Las sirenas habían dejado de oírse. Quizá ya habían llegado a la casa. Se imaginó a los de la Unidad de Investigación Criminal apareciendo con sus aires altaneros y tratándolos como si fuesen poco menos que agentes de movilidad urbana. El forense podía haber llegado ya, también. Aquella noche tan oscura tejida entre los árboles le causaba más pavor a cada paso. Temía encontrar a la niña sin vida, con los ojos abiertos, la piel desnuda arañada por las ramas, y la sangre, como lava, en todos sus orificios. Pensó en dar media vuelta y ver qué pasaba en la casa. Sus compañeros debían de haber regresado hacía ya rato. Era mejor ponerse a las órdenes de quien estuviese al mando y realizar una verdadera batida. Entonces lo oyó. Era un riachuelo. E imaginó a la niña atrapada en aquella agua fría y negra. Pura y helada. Debía de tratarse de la riera de Vallvidrera, que atravesaba la sierra. Caminó guiado por el murmullo del fluir del cauce. Parecía un susurro humano de un dialecto incierto. Aquello lo aterró de nuevo. Tenía la piel gélida, la espalda sudada a pesar del frío y las piernas y los brazos entumecidos. Pero algo tiraba de él. Quizá era mejor policía de lo que creía. Si había una oportunidad de encontrar a la niña con vida, y sin duda era una cuestión urgente hacerlo, no podía volver atrás y echarla a perder. Cada segundo era crucial. Entonces, apareció un claro, y la vio. Estaba de espaldas. Apenas medía un metro. Iba en pijama, descalza. La luna le deshacía el cabello. Apelotonado como una corteza. La llamó:
—Elisa…
Y no obtuvo respuesta. Se acercó poco a poco e imaginó que se volvía y tenía la cuenca de los ojos vacía. La boca cosida como una muñeca de trapo. O las orejas en las manos, arrancadas como un trozo de papel. Cualquier imagen desconcertante de las que asaltan a los niños con imaginación en la noche. Nada ocurrió. La niña, salvo algún moratón, se mostraba ilesa bajo aquella luz de leche nocturna. Le puso la mano sobre el hombro y tampoco se inmutó. Miraba al frente, con la vista perdida, con el pánico impreso en la mirada, la piel blanca y helada. Los pies y las manos tiesos de frío y con magulladuras. Algo había entre los árboles. Perelló giró la vista y en ese momento todo el miedo que había contenido desde que saliera de la casa media hora antes, todo el pánico a la oscuridad sembrado de niño, todos los fantasmas que había desterrado de su imaginación con los años, el pavor a los muertos, a los cementerios, a la noche, al terror, a la soledad humana, todo ello se presentó ante él de pronto. Aquello era lo más espantoso que había podido imaginar nunca. Una bola de ramas. Una esfera perfecta pendía de lo alto de un árbol. Debía de medir un par de metros de diámetro. Y dentro, un ser humano colgado por el cuello. Una mujer. Desnuda. Pendida como un animal. Como uno de esos galgos en los caminos profundos de un país profundo. Intentó gritar pero nada salió de su garganta. Apenas un graznido. Entonces necesitó correr, escapar de allí, como nunca lo había hecho. Pero era como si la noche lo agarrara. Se golpeaba el rostro con las ramas que no veía venir y se arañaba las piernas con las matas, que parecían salir de la nada para entorpecerle el paso. Perdió la linterna, cayó rodando hasta golpearse contra un árbol. Pero de nuevo el temor tiró de él y voló ladera arriba otra vez. Llegó a la casa llorando y gimiendo como un niño. De la pequeña ni rastro. El mosso no atendía a nada, sollozaba sin parar.
—Cabo Tarrós —gritó una voz—. Es uno de los chavales. Venga rápido.
2
La vista de Ivet planeaba alada sobre la joven noche, expulsada allá afuera, tras la ventana. Las sombras de los robles se habían desplomado despacio hasta desaparecer por completo disueltas en la oscuridad, que llegaba temprana en el temprano noviembre. Y luego se endurecía hasta que el paisaje, oculto en el negro más inquietante, jugaba a asustar a algún niño con el crujir de una rama; si bien es verdad que es el silencio que va después el que causa mayor desasosiego. Ivet descosía aquella negrura con los ojos. Buscando respuesta a preguntas que no lo eran siquiera, no más que interrogantes vitales, y en algunos casos ni eso. El cuerpo policial al que pertenecía había sido decapitado apenas hacía una semana. La situación de tensión política entre el Gobierno central y el Govern de Catalunya había sacudido como un manzano bajo el pedrisco al cuerpo de los Mossos, que pasó de héroe a villano para unos, y de villano a héroe para otros en apenas unas semanas. Y la apatía se había vuelto pegajosa como una tos infantil. Pero allá fuera, tras los pinos blancos, tras la noche que se precipitaba herida de luna, la gente continuaba matándose, las leyes continuaban ajenas al sentido común y las familias apagaban la luz para no gastar, y desde su silencio febril escuchaban la televisión y las risas de algún vecino que todavía conservaba un empleo medio digno. Los padres inventaban juegos en los que todos se cubrían de ropa como si estuviesen de excursión, para no poner la estufa, o en los que se repartía la comida en los platos en cantidad inversamente proporcional de menor a mayor, y los hermanos mayores se hacían los tontos mientras que los pequeños, ajenos a la desolación, protestaban por todo hasta que los primeros los hacían callar aguantando las lágrimas como podían. Esa sociedad continuaba allá abajo en Barcelona, y en el resto de poblaciones que la bojaban como pétalos sueltos. Se zafó de aquellos pensamientos, se alejó de la ventana y se dispuso a coger sus cosas y marcharse. Era viernes. Hora de encerrarse en casa. Pronto la ciudad la rodearía con su adusta soledad. Una soledad que se metía en la cama de una al final del día, fluía con el agua de la ducha, abría la puerta de la nevera, una soledad que flotaba incluso en el aceite hirviendo de la sartén… Aquella noche vería la tercera temporada de alguna serie de una sentada. Y la cuarta quizá. Había llegado a odiar Barcelona. Una urbe que la convertía, con su ritmo cíclico, en una mujer sola. Había pasado cincuenta y dos de sus cincuenta y ocho años sin pareja. Ya ni se acordaba de lo que era que la tocasen por debajo de la ropa. Que una mano templada la recorriese sin prisa. El teléfono la sacó de sus pensamientos a la fuerza, como un corcho de vino.
—Portabella… —dijo.
—Sargento, soy Tarrós. Veo que no ha hablado con Àngels…
—No, estaba ocupada.
—Estoy en La Floresta. Asesinato, y muy jodido. ¡Es mejor que venga! —dijo. Y añadió—: No he visto nada igual en mi puta vida.
Diez minutos más tarde Ivet conducía sin prestar mucha atención a la carretera. Demasiados recuerdos le traía aquel bosque en las tripas de la Collserola. En aquel distrito jugó al amor por primera vez con veinte años. Apenas había vuelto en un par de ocasiones por allí. ¿Qué debió de ser de aquel chaval? Un tal Pere… Había asistido a las fiestas de verano con un grupo de amigos. En los años setenta y ochenta La Floresta era un lugar mágico para los jóvenes. Un oasis de monte en libertad junto a la gran ciudad. Aquella noche una amiga la había sacado de casa a pesar de sus evasivas, su abuela acababa de morir y ella intentaba formularse las preguntas capaces de llenar un vacío así. Conoció a Pere entre la multitud y juntos robaron un par de cervezas en el bar. Ella entretenía al camarero haciéndose pasar por extranjera, su cabello rubio le permitía aquellas cosas, y el chico se coló tras la barra gateando. Salieron de allí corriendo y riendo. Luego el amor cayó sobre ellos, fugaz, valiente, como debe ser el amor. Cuando, ya de madrugada y a punto de separarse, iban a besarse en la estación de tren, alguien apareció, algún familiar de él que también viajaba de camino a Barcelona o algo así, y de ese modo comenzó una aburrida conversación sobre una tía lejana que estaba convaleciente, y una sobrina que estudiaba en el Liceo francés…, y de pronto el tren se puso en marcha y se marchó, y con él Ivet y su carroza de Cenicienta. Sin ningún motivo aquella noche anidaba en su memoria como ideal de lo que era el amor puro. Sin ser apenas consciente llevaba treinta y ocho años comparando a cada hombre que aparecía en su vida con aquel chico, Pere. Rio amargamente al pensarlo. No había sido realmente consciente de aquella excentricidad hasta aquel momento; allí, conduciendo en medio de la oscuridad, con el único sonido de las ruedas rasgando la grava, comprendió que aquella fantasía la había protegido del hastío de una vida carente de amor, y condenado a eso mismo.
El GPS del iPhone le indicó que torciera a la izquierda en el siguiente cruce de caminos. Siguió por una vía más estrecha. Algunas casas con un cierto aire anglosajón testimoniaban que un ingeniero norteamericano, Fred Stark Pearson, fue el responsable de aquel núcleo urbano al proyectar una zona residencial exclusiva hacía más de un siglo, que, con los años, había resultado otra cosa, un tipo de urbanización más ecléctico, por momentos señorial y con reminiscencias belle époque y por momentos un sembrado de viviendas autoconstruidas, o edificadas sin criterio estético unificado alguno. Lejos, a millones de años, quedaba aquella ciudad jardín de pérgolas y tenis. Doscientos metros más adelante había llegado a su destino. Una casa unifamiliar práctica, austera, aunque la ubicación ya podía considerarse el más preciado lujo. El tejado al estilo inglés, más pronunciado, le hizo pensar que algún gusto común un tanto singular sí flotaba en el ambiente en aquella sierra, y de algún modo ello impregnaba cada proyecto arquitectónico que se erigía en aquella naturaleza casi obscena que lo pervertía todo de aire puro.
Tarrós la esperaba en la entrada. Ivet dejó el coche alejado de la casa. Apenas se podía aparcar en aquel camino y ya había allí varias patrullas de los Mossos, la berlina de Óscar Pla, el patólogo, y algún otro vehículo que no reconoció. La humedad se cogió a su garganta como dos manos fuertes, capaces de apretar a voluntad. Se abrochó el abrigo hasta arriba. Escuchaba voces.
—¿Qué tenemos? Cuéntame —dijo Ivet mientras le tomaba de la mano una libreta de notas a Tarrós. Ambos se dirigieron adentro—. ¿Qué te ha pasado? —le preguntó al observar que cojeaba.
—Me caí en la bañera.
—¿Me tomas el pelo?
Tarrós no respondió e Ivet no quiso inquirir más. Volvió a caminar y el cabo comenzó a hablar tras ella.
—Tenemos una muerte natural en el interior. Carles Cubells, treinta y seis años, casado con aquella chica de allí —dijo señalando hacia una ambulancia que tenía la puerta lateral abierta, y donde unos sanitarios atendían a una mujer—, Teresa Gener. Llegó del trabajo y se encontró el pastel.
Ivet volvió la vista y observó a la mujer en la ambulancia.
—Ha sufrido un ataque de pánico. La están evaluando, pero ya está mejor. —Respiró—. Ahora mismo la van a llevar al Clínic, la pequeña está allí en observación.
Ivet lo miró… Y él aclaró:
—Hipotermia y shock. No le han sacado ni una palabra.
—¿Edad?
—La niña, cuatro, cinco como mucho. —Se detuvo y la observó antes de continuar—: La chica, menos de veinte. El cuerpo está abajo, a un kilómetro y pico por el bosque.
Ivet cambió el semblante y arrugó todas las facciones. No soportaba el sufrimiento infantil. No podía con el dolor de un menor. Y las muertes de niñas o adolescentes que había presenciado a lo largo de su carrera la habían perseguido durante semanas, debajo de la cama, dentro del armario, en la ducha al cerrar los ojos para enjabonarse el cabello…, siempre estaban ahí. Sus fantasmas particulares que la perseguían. Y todo el raciocinio del mundo no paliaba aquel horror hasta pasado un tiempo, cuando conseguía diluirlo. Así que sabía que aquello le iba a costar digerirlo. En el interior de la casa había un par de agentes tomando huellas y la ayudante del forense.
—Hola, Silvia.
—Buenas noches, Ivet.
—Creía que se trataba de una muerte natural… —dijo señalando a los de la unidad científica.
—Sí, pero es por la niña, no sabemos cómo ha ido a parar tan lejos. Puede que alguien la llevara contra su voluntad. O a saber…
Ivet miró el banco de la cocina. Observó los preparativos de las pizzas, la copa de vino, el estado de cada objeto…
—El padre se desplomó…
—Seguramente. Tiene un golpe en este lado de la frente, pero fruto de la caída. Se golpeó contra esta esquina cuando ya estaba muerto —apuntó la ayudante del forense—. Mira qué sonrisa… El espasmo cadavérico hace una foto del momento de la muerte, del gesto que adoptamos. Ocurre en casos de muerte cerebral o por paro cardíaco. Se llevan la última expresión a la tumba. —Se levantó—. Bueno, lo cierto es que se borrará la sonrisa de su cara en unas horas. —Ivet ya no la escuchaba, o hacía como que no, no le interesaban aquellas gilipolleces.
Tarrós guardaba silencio tras ella.
—Así que la niña se debió de asustar, y fruto de un ataque de pánico salió huyendo.
—En principio las huellas podrían ser de jabalís. Todavía no han atacado a nadie, pero tiempo al tiempo.
—Ésas son de un veinticinco, como mucho, de la niña. Y están por debajo. Seguramente los animales aprovecharon que la puerta estaba abierta y olía a pizza para venir a robar un poco de comida cuando la niña ya no estaba…
—Puede…
—Está bien. —Se dio la vuelta—. Tarrós, ahora salgo y vamos a ver aquel horror del bosque.
Tarrós bajó la vista. Sabía que debía esperar fuera. Ivet dio una vuelta por la casa, como si buscase algo, y volvió a la cocina. Entonces pareció encontrar lo que buscaba. Sobre la nevera había algunas botellas. Nada que echar en falta, seguro. Disimuladamente, aprovechó que la ayudante del forense salió afuera un momento para guardar una en el bolso sin ver siquiera lo que era. En ese momento uno de los agentes entró en la cocina.
—Sargento, Tarrós la espera fuera. El forense quiere hablar con ustedes y hay un buen tramo hasta llegar. Y no se puede ir en coche.
Por poco no la sorprendió con la botella en la mano.
—Bien, voy al baño y salgo enseguida.
El agente la miró pero no dijo nada. Ir al baño en un escenario que no había que contaminar no le parecía una acción ejemplar. Pero salió sin más. Ivet entró en el aseo, cerró con seguro y sacó la botella del bolso. Miró la etiqueta. Vodka ruso.
—Oh, Dios. Gracias, pero no necesitaba tanta atención —susurró. Dio un enorme trago, y luego otro. El calor la hizo enrojecer y apretar los labios como si tuviese que hacerlo para retener el licor en la boca—. Ahora vamos a ver qué puta atrocidad nos espera allá abajo —se dijo antes de abrir la puerta. Y salió de aquel baño con aquellos ojos del color del vidrio reciclado, el cabello rubio canoso y su caminar torpe.
El cabo Tarrós iba delante. Otros dos agentes los acompañaban. Hacía más frío por momentos. No de invierno, no lo era, pero el frío de otoño siempre golpea por sorpresa, como los chicos malos de los barrios difíciles, con la urgencia de saber que todo el respeto se pierde o se gana en segundos. Atravesaban aquella noche del demonio y Tarrós optó por comenzar a hablar.
—Llegaron un par de patrullas y decidieron salir a buscar a la niña. ¿Conoce a Perelló? —Ivet negó con la cabeza y verbalizó algo parecido a un no—. Él fue quien nos llevó hasta aquí. Entonces encontramos también a la pequeña.
—¿Dónde está ahora? Quiero hablar con él.
—Está arriba, en uno de los coches. —Esperó antes de continuar—: Está muy abatido. Van a abrir una investigación interna.
Ivet se detuvo.
—¿Por qué?
—Ha llegado lloriqueando como un niño.
—¿Y…? —insistió.
—Dejó a la niña allí abajo. Podríamos no haberla encontrado tan fácilmente… La abandonó.
—¿Qué hay de la chica?, ¿cómo ha muerto?
—Eso es lo más perturbador de todo. No he visto nada igual en toda mi puta vida.
—Eso ya lo has dicho antes.
—Parece obra del diablo, o una secta, qué sé yo…
Ivet comenzó a preguntarse qué demonios debía de haber allá abajo. Dejó pasar a los agentes y ella se puso al final de la marcha. Allí, sin detenerse, sacó la botella y dio otro gran trago que no pasó desapercibido para Tarrós. Nada le pasaba desapercibido al cabo.
—Una cosa más —dijo éste alzando la voz—. El subinspector ha venido.
Ivet se detuvo un momento.
—¿Qué coño hace aquí ese repeinado?
—Ya lo sabe.
—No, no lo sé. ¿Quién lo ha llamado?
—Supongo que el doctor Pla, han llegado juntos. Está buscando el ascenso como un perro. Y más ahora…, con todo lo que ha pasado. ¿Ha visto su Twitter? No para de echar mierda sobre los compañeros…
—Tengo la impresión de que me vigila.
—Nos vigila a todos, sargento.
—Aun así… ¿qué hace aquí un viernes por la noche? Ya me sorprendería verlo a las diez de la mañana…
Pisaban sobre la hojarasca. Los dos agentes hacían como que no oían la conversación. El arroyo comenzó a sonar en alguna parte. Había luces.
—Es aquí —advirtió Tarrós. Estaban llegando.
3
A medida que se acercaban al claro, la luz acuchillaba aquella oscuridad por la que avanzaban bajo los árboles. Las voces de Pla, el médico forense, y del subinspector Veudemar sonaban con una extraña cadencia. Ivet no dio otro trago, pero le hubiese gustado, aunque cubrió con su antebrazo la boca del bolso, como si la botella pudiese salir de allí sola o pedir auxilio. Como si ello bastase para borrarlo todo. Tarrós y los agentes iban delante, ella fue la última en verlo. Una esfera de un par de metros de diámetro pendía de lo alto de un punto donde confluían tres árboles. Ramas muertas se agolpaban como atraídas por un magnetismo incierto y formaban una bola perfecta que dejaba pasar cierta luz a través de ella. Una pequeña abertura permitía ver con más claridad el interior. Un cuerpo humano colgaba por el cuello. Una mujer joven. La sargento observó los pies un segundo. Alguien de la científica a quien ella no conocía les estaba tomando fotos en aquel momento. Otros dos agentes ampliaban el cordón de seguridad con cinta. Pla y Veudemar guardaron silencio hasta que el grupo llegó a ellos.
—Buenas noches, Ivet —espetó el forense.
—Ivet… —dijo a modo de saludo el subinspector Veudemar. La luna teñía su cabello de plata.
La sargento hizo un ademán de saludo con la cabeza y se acercó hasta estar frente a la esfera.
—¿Qué es esto?
No era una pregunta que esperase respuesta, era su forma de luchar contra el horror, y una manera de denotar estupefacción, aunque le sonó a poco. Así que lo repitió.
—¿Qué hostias es esto?
Veudemar la miró con reprobación. Pero no dijo nada. Cosa que la sorprendió.
—Esto —dijo Pla señalando hacia el interior de la esfera— es un intento de hacernos pensar en un suicidio. Quien lo ha hecho ha puesto todo su empeño; lo imagino, o los imagino, no sabemos cuántos eran, cargando con el cuerpo hasta aquí, a pulso, sin dejar que arrastrase sobre la vegetación, sin poderlo llevar más que en brazos o con una carretilla, pero no hay trazos en el barro, no lo creo.
Pla se detuvo para que alguien tomase la palabra. Era un hombre muy ceremonial. Ivet sacó una linterna de su bolso, la botella hizo un ruido al chocar con las llaves pero ella disimuló, la encendió y dio una vuelta a la esfera mientras alumbraba su interior. La chica apenas se balanceaba, pero la cuerda que la sujetaba crujía de vez en cuando.
—No me refiero sólo a ella.
Ahora también crujía el enorme cable de acero que sujetaba aquella esfera y la polea en lo alto.
—No tiene más de veinte años —dijo Pla—. A simple vista, y sin poder hacer un examen apropiado hasta que no venga el juez y nos la llevemos al depósito…
—¿Quién está de guardia? —preguntó Ivet.
—Márquez… o Méndez, no sé… —respondió Tarrós consultando su libreta—. Está de suplente.
Veudemar se alejó unos pasos, e hizo como que observaba el entorno. Parecía estar lejos de allí.
—Tenga cuidado, señor —le advirtió uno de los mossos que acordonaba la zona—. No hemos terminado.
—Bien, bien… —respondió mientras volvía donde estaba.
Pla se dispuso a continuar, pero Ivet se adelantó.
—Por favor, dime que esto no tiene que ver con Halloween.
El forense no contestó a eso.
—Me atrevería a decir que murió estrangulada. —Ivet iluminó el cuello de la chica con la linterna—. Tiene marcas de equimosis producidas por la presión de los dedos y estigmas ungueales alrededor del cuello. Parece distinguirse bien el círculo de estrangulación completo a nivel del cartílago cricoides. —La sargento siguió con la lumbre la marca del cuello—. Además, presenta livideces en glúteos y espalda. Quedó tumbada al morir, y estuvo en esa posición al menos veinticuatro horas. No, no tiene que ver con Halloween. Lleva muerta menos de dos días, pero no mucho menos. —Ivet arrastró la luz de la linterna hasta el bajo vientre derecho, donde se apreciaba una mancha verde oscuro—. La fosa ilíaca derecha ya presenta putrefacción, pero apenas acaba de comenzar. La trasladaron aquí en las últimas doce o quince horas.
—¿Cómo sabe que no la trasladaron aún con vida y la colgaron? —preguntó Tarrós.
—No presenta livideces en manos y pies, y tampoco en el bajo vientre. La sangre ya estaba seca y detenida cuando la movieron. Como mínimo, habían pasado veinticuatro horas desde su muerte. Además, apenas existe surco de ahorcadura en el cuello, por lo que me parece observar desde aquí fuera. Podré especificar más cuando la tenga en el depósito, pero no creo que cambien mis conclusiones gran cosa.
—¿Dónde estaba la niña? —preguntó Ivet.
El forense la miró un segundo.
—Justo donde estás tú…
—Vino hasta aquí huyendo, buscando ayuda, esperaba encontrarse a alguien… —dijo Ivet.
—¿Qué le hace pensar eso? —interrumpió Veudemar.
Continuó sin siquiera mirarlo.
—Nosotros hemos tardado dieciocho minutos en llegar hasta aquí caminando a buen ritmo. Y hemos venido sin rodeos. La niña no tardó más de media hora. Y para una niña de cuatro años eso es correr bastante, y sabía a dónde se dirigía. Esperaba encontrarse a alguien que le prestara ayuda, pero no esperaba encontrar esto.
Veudemar arrugó el rostro y escupió:
—¿Cómo sabe que tardó menos de media hora?
—Son casi las once de la noche. Teresa Gener suele llegar a las ocho y media. Me he fijado en el horno. Su marido…
—Carles Cubells —apuntó Tarrós.
—Carles —repitió Ivet— llegó a encender el horno. Lleva en funcionamiento desde las ocho y cuarto. Durante ese cuarto de hora hasta que llegó Teresa ocurrió todo. El padre se desplomó y la niña salió huyendo asustada. La primera patrulla de los Mossos llegó a las 20:51. Y ese agent