Nueve cuentos malvados

Margaret Atwood

Fragmento

9788417384586-2

Alphinlandia

La lluvia helada se cierne desde el cielo, como reluciente arroz lanzado a puñados por algún convidado invisible. Allí donde cae, cristaliza formando una capa de hielo granulado. A la luz de las farolas se ve preciosa: como polvo de hadas plateado, piensa Constance. Aunque cómo no iba a pensar eso ella, con lo propensa que es a dejarse embrujar. Esa belleza es una ilusión, así como una advertencia: la belleza tiene su lado oscuro, igual que las mariposas venenosas. Más bien debería estar sopesando los peligros, los riesgos, el dolor que esta tormenta de hielo les causará a muchos; que ya les está causando, según dicen en las noticias de la televisión.

La pantalla de su televisor es plana, de alta definición, que Ewan compró para ver los partidos de hockey y fútbol. Constance preferiría recuperar la que tenían antes, la desenfocada, con aquella gente de una extraña tonalidad naranja y su tendencia a hacer ondas y fundidos: hay cosas que no salen bien paradas con la alta definición. Le molestan los poros, las arrugas, las vellosidades de la nariz, los dientes de blancura imposible: te los plantan en tan primerísimo plano que es imposible mirar para otro lado como harías en la vida real. Es como si te obligaran a hacer de espejo de baño para otro, de los de aumento: raras veces dan alguna alegría esos espejos.

Afortunadamente, en el parte del tiempo los presentadores se colocan a distancia. Ellos tienen mapas a los que atender, aspavientos que hacer con las manos, como los camareros en las películas glamurosas de los años treinta, como los magos cuando están a punto de descubrir a la damisela levitante. ¡Atención! ¡Observen las gigantescas franjas blancas que avanzan como columnas de humo sobre el continente! ¡Fíjense en el alcance de la tormenta!

El informativo se desplaza ahora al exterior. Dos jóvenes presentadores —un chico y una chica, ambos enfundados en estilosas parkas negras con halos de pelo claro alrededor de la cara— se encogen bajo sus paraguas chorreantes mientras los coches circulan a duras penas por delante de ellos, con los limpiaparabrisas a toda máquina. Ambos están entusiasmados; dicen no haber visto nunca nada parecido. Claro que no, son demasiado jóvenes. A continuación se muestran imágenes de desastres: una colisión en cadena, un árbol que al caer ha aplastado parte de una casa, una maraña de cables eléctricos derrumbados por el peso del hielo que emite un parpadeo torvo, una hilera de aviones cubiertos de aguanieve retenidos en el aeropuerto, un enorme camión articulado echando humo que ha quedado volcado de canto porque su remolque ha dado un coletazo. Al lugar del siniestro han acudido una ambulancia, un camión de bomberos y un corrillo de operarios vestidos con ropa impermeable: hay un herido, una escena que siempre acelera los corazones. Aparece un policía, con el bigote salpicado de blancos cristales de hielo; ruega con severidad a la ciudadanía que se abstenga de salir a la calle. «Esto es muy serio —dice a los televidentes—. ¡No crean que podrán enfrentarse a los elementos!» Sus cejas ceñudas y escarchadas tienen nobleza, como las de aquellos carteles bélicos que infundían ánimos a la población en la década de 1940. Constance se acuerda de ellos, o cree acordarse. Pero quizá sólo los haya visto en algún libro de historia o en algún museo o documental; qué difícil es, a veces, situar esos recuerdos con exactitud.

Al final, un leve toque de patetismo: se muestra un perro callejero, medio congelado, envuelto en una toquilla infantil de color rosa. Un bebé aterido de frío habría resultado más impactante, pero a falta de criatura habrá que conformarse con el perro. Los dos jóvenes presentadores ponen cara de decir «qué monada»; la chica le da unas palmaditas, y el animal agita con desgana la cola empapada. «Él ha tenido suerte», dice el chico. Podrían ser ustedes, se insinúa, si no se portan bien, salvo que a ustedes no los rescatarían. El chico se vuelve hacia la cámara y adopta una expresión solemne, aunque salta a la vista que lo está pasando en grande. La cosa no termina aquí, advierte, ¡porque el grueso de la tormenta aún está por llegar! En Chicago la situación es peor, como de costumbre. ¡Permanezcan atentos a sus pantallas!

Constance apaga el televisor. Cruza la habitación, baja la intensidad de la lámpara y luego se sienta junto a la ventana que da a la calle a contemplar la oscuridad iluminada por la luz de las farolas, a observar el mundo mientras se transforma en diamantes: las ramas, los tejados, las torres de alta tensión, todo refulge y centellea.

—Alphinlandia —dice en voz alta.

—Necesitarás sal —le dice Ewan, al oído.

La primera vez que se dirigió a ella, Constance se sobresaltó, se alarmó incluso —al fin y al cabo, hacía ya al menos cuatro días que Ewan había dejado la existencia tangible—, pero ahora ya no se altera tanto, por impredecibles que sean sus apariciones. Es maravilloso oír su voz, aunque no pueda confiar en mantener conversación alguna con él. Sus intervenciones tienden a ser unilaterales: si Constance le responde, él a menudo no contesta. Pero siempre fue más o menos así entre ellos.

Constance no había sabido qué hacer con la ropa de Ewan, después. Al principio la dejó colgada en el armario, pero le resultaba demasiado doloroso abrir la puerta y ver las chaquetas y los trajes alineados en sus perchas, esperando en silencio a que el cuerpo de Ewan se enfundara en ellos y los sacara de paseo. Las prendas de abrigo, los jerséis de lana, las camisas de cuadros que se ponía para el trabajo... No se vio capaz de dárselas a los pobres, que habría sido lo más sensato. Ni tampoco de tirarlas: eso, aparte de un desperdicio, habría sido demasiado brusco, como arrancarse una tirita. De manera que las había doblado y guardado en un baúl del tercer piso, entre bolas de naftalina.

Durante el día eso no importa. Ewan no parece tener inconveniente, y su voz, cuando surge, es firme y alegre. Una voz que avanza a zancadas, que muestra el camino. Una voz con el índice extendido, que señala. «¡Por aquí, compra esto, haz lo otro!» Una voz un tanto burlona, que le toma el pelo, que frivoliza: ésa había sido a menudo su actitud con ella antes de caer enfermo.

De noche, sin embargo, las cosas se complican. Ha habido pesadillas: sollozos en el interior del baúl, quejas lastimeras, súplicas rogando que lo deje salir. Hombres extraños que aparecen en la puerta de la entrada tentándola con la promesa de que son Ewan, pero no lo son. Son hombres amenazadores, vestidos con trincheras negras. Hombres que se presentan con alguna exigencia embarullada que Constance no es capaz de entender, o peor, que se empeñan en ver a Ewan y la apartan a empujones, con intenciones claramente asesinas. «Ewan no está en casa», replica ella, pese a los ahogados gritos de auxilio que llegan desde el baúl del tercer piso. Y cuando los hombres están subiendo ya por la escalera, Constance despierta.

Ha pensado en tomar somníferos, aunque sabe que son adictivos y al final provocan insomnio. Quizá debería vender la casa y mudarse a un bloque de pisos. Los niños, que ya no son niños y viven en ciudades de Nueva Zelanda y Francia, a una distancia muy oportuna para no poder ir a visitarla a menudo, plantearon esa idea con insistencia en el momento del funeral. Sus enérgicas si bien diplomáticas esposas, ambas mujeres de car

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